Detrás de todo poema hay siempre una experiencia individual concreta; esto es, una anécdota. En ciertas ocasiones, autores y obras, semejante anécdota resulta claramente rastreable. En otras se hurta hasta el punto de sugerir, de cara a la experiencia personal de su artífice, la más radical impermeabilidad, la más absoluta autosuficiencia; lo mismo que si el poema viniera de la nada.
Pero no existe poema salido de la nada. No existe obra humana salida de la nada. Alguna vez, interpelado respecto a la nula referencialidad anecdótica de sus piezas líricas, Roberto Juarroz le confiaba al entrevistador en turno, a manera de mero ejemplo, el mundano, doméstico origen de unos versos suyos, en apariencia lacrados por férreos y excluyentes hermetismos. En realidad, semejantes versos, autores y travesías sólo resultan inaccesibles para aquellos lectores y para aquella crítica que, habituados a explicar el fenómeno creador desde su periferia externa, enmudecen de perplejidad e incomprensión cuando se ven obligados a entenderse a solas con la obra desnuda.
Porque lo cierto es que, aun cuando toda poesía tenga detrás un venero anecdótico que la posibilita, sea éste manifiesto o no, ninguna poesía que valga en tanto tal, esto es, que posea el poder de redimensionar lo real por vía de su fulgurante captación como totalidad en devenir, puede reducirse a la anécdota personal que le dio origen. Documentarse sobre la identidad de las mujeres a quienes dedicó Jaime Sabines sus poemas amorosos, o detallar los trágicos pormenores de la vida de Miguel Hernández como preámbulo necesario para un cabal disfrute de “Nanas de la cebolla”, constituyen inocentadas que rayan en la vulgaridad y la ofensa. Lo que un poema precisa para ser habitado queda dentro del poema mismo. Estudios biográficos y apuntes contextuales sólo iluminan la lectura y se convierten en fecundos puentes para transitarla de ida y vuelta, cuando son capaces de asumir con humildad y transparencia su condición de acompañamiento prescindible. Nada que una obra sea incapaz de decir por sí sola puede serle añadido desde fuera.
Privilegiar los usos o abusos familiares, sentimentales, políticos, sociales o sexuales de un autor, como vehículo medular para la aproximación crítica hacia su trabajo, implica acometer cada dictamen valorativo sobre la base de una prejuiciada distorsión. No resulta extraño que los esenciales rasgos poéticos (humanos, espirituales) de una obra y su artífice queden así lamentablemente oscurecidos, cuando no brutalmente invisibilizados. Elías Nandino enfocado desde sus versificaciones cómico-eróticas antes que desde “Nocturna Summa”; Efraín Huerta valorado de frente a los poemínimos y los poemas pro-soviéticos, y de espaldas o al menos de perfil a “Amor, Patria mía”. Ramón Martínez Ocaranza condenado a la cíclica antología de sus convencionales sonetos nicolaitas, a la melodramática magnificación de su breve estancia carcelaria y a los entretelones (ya tremendistas, ya burlescos) que enmarcaron la escritura de este o aquel poema.
Ahora bien. Existen autores que en un momento dado, desde la propia escritura, deciden o se resignan a acometer por sí solos semejante operación. Privilegian la anécdota, subordinando cuada vuelo, cada atisbo, cada exploración del lenguaje y la mirada a los márgenes de la específica experiencia personal que en cada oportunidad se encargó de detonarlos. Versos de circunstancias. Música de coyuntura. Imágenes de ocasión. Sin necesario menoscabo en materia de virtuosismo técnico, ni menos aún en lo que hace a inmediato impacto confesional, emotivo o ideológico, el poeta se habitúa a convertir la vivencia directa en columna vertebral de ese modo de vivencia necesariamente indirecta (vivencia re-presentada) que es el poema. Y la intuición augural va quedando poco a poco limitada a su promesa, como perturbador anticipo de lo que al final no quiso, no supo o no se atrevió a ser.
En semejantes casos, mientras más lejos se halla el lector en turno de la materialidad de los sucesos y la persona aludidos, más ajena e impermeable le resulta la obra, y no hay esfuerzo documental que valga para zanjar el creciente abismo. Contrario a lo que ocurre con los clásicos (minoritarios o masivos, llámense Virgilio o Jerome Charyn), que apenas zanjados ciertos mínimos escollos contextuales son capaces de abrirte por sí solos toda su abarcante e intacta pertinencia.
Aquel reino de nunca jamás, aquel imperio del prodigio que se quedó en amago, solemos suponerlo poblado sobre todo por quienes en un momento dado abandonan la escritura, sea por elección o por accidente. Lo bien que quizá hubiera escrito mi tío abuelo si no hubiera colgado la pluma para siempre al salir de la preparatoria; lo prometedora que resultaba aquella joven tallerista hasta el día que una mala contabilidad la obligó a canjear pareados por biberones; las fulgurantes piezas que según Octavio Paz auguraba José Carlos Becerra al morir.
Pero de ningún modo constituye una rareza o una anomalía la opción contraria: el individuo que se consagra a la literatura de modo profesional, mas cuya vocación no cristaliza jamás las fecundas intuiciones que lo encaminaron hacia ella.
sábado, 29 de enero de 2011
sábado, 15 de enero de 2011
OFICIO DE MIRAR
imagen de Hugo Hiriart
(en memoria de Frida Lara Klahr)
Tenía veinte años la primera vez que impartí clases. Debía hacerme cargo de una hora de taller de teatro a la semana, con cada uno de los seis grupos de una primaria particular. Mirando en perspectiva, no cabe duda que la zozobra que signó de principio a fin aquella efímera experiencia de poco más de un semestre, obedeció más a mi condición de novicio que al específico perfil de mis alumnos. No obstante, por si las dudas, jamás he vuelto a probar suerte como maestro, ni siquiera ocasional, de especímenes de nivel básico. Hasta la sola conjetura de imaginarme dando clases a adolescentes de secundaria consigue llenarme de terror, y acometo con una mezcla de entusiasmo y alivio mi ya prolongada actividad docente frente a bachilleres y universitarios.
Recuerdo nítidas aquellas mañanas de hace dos décadas. Mi cándida y rígida voluntad de planificación debía estrellarse ante la cotidiana evidencia de niños que no respondían nunca como yo lo había presupuestado. Mi natural más bien dubitativo se las veía negras para sortear sin perder el tipo la innata inquietud infantil, que yo leía como muestra permanente de aburrimiento, incomprensión, distracción y hasta animadversión. Y mi tendencia al melodrama me hacía acoger con desencajado talante el fatal, cíclico, consabido momento donde la paciente cortesía de mis interlocutores cedía a la desbandada (“¿y ahora cómo hago que se callen?”, “y ahora cómo hago que se sienten?”).
Mentiría si dijera que se trató de un martirio llano y liso. Esa breve experiencia abarcó para mí, aunque fuera en insinuante germen, todos los rasgos, las exigencias, los prodigios y los hallazgos que la enseñanza atesora para quienes habitan del lado del pizarrón. Las prendas venturosas de aquellas semanas las tengo a estas alturas bien esclarecidas y ordenadas en su estante de lecciones y recuerdos; y no son pocas. Pero todos sabemos lo imposible que resulta casi siempre conciliar en simultáneo entender y vivir. Así que, en honor a la verdad, debo decir que en aquellos días la sensación de pareja tortura me la paliaban sólo dos cosas. El cheque de la quincena. Y Nordy.
Uno de los descubrimientos más importantes para todo aquel que pretende trabajar de profesor, consiste en entender, no a nivel meramente retórico o discursivo, sino desde la sangre misma, que no hay alumnos buenos ni malos; que un aula es un espacio de encuentro para travesías humanas con roles de coyuntura clara y legítimamente distribuidos, pero que en primera y última instancia lo de verdad relevante son las travesías y no los roles. Sin embargo, para el maestro en ciernes, lanzado de cabeza y sin paracaídas que valga al primer aprendizaje de su oficio, cuan necesario, reconfortante y decisivo resulta contar con el eco cómplice de al menos una mirada que le reafirme, no la irrelevante valía de su persona o su currículum, sino la abierta opción de que cuanto hace y dice puede llegar a tener algún sentido.
Eso era Nordy para mí. Esa mirada, esa opción abierta, ese guiño cómplice. Nordy tenía entonces siete años, y los ojos infinitos, alimentados por un antiguo oficio de mirar. Sé que puede sonar raro, pero nada tiene de falso ni de absurdo. ¿Una niña de siete años con un antiguo oficio de mirar, transparente, en los ojos? Por aquellos mismos días, sin que en ello tuvieran nada que ver ni la escuela ni las clases (otra prueba de la puntualidad implacable del azar) conocí a su madre. Y comencé a explicarme de dónde venían la transparencia y la hondura de aquel antiguo oficio de mirar.
Durante años, alimenté con la poeta Frida Lara Klahr una amistad hecha de intermitencias fulgurantes y secretamente doloridas. La leía de cerca y la veía de lejos. Hoy pensaba consagrarle este espacio a su poesía y a su persona. Escribir unas líneas más literarias que sentimentales. Consagradas más a la artista que a la mujer (qué absurdo, como si fuera posible separarlas, romperlas por el talle). Reseñar en retrospectiva el primer conjunto de poemas suyos que leí, agrupados justamente bajo el título “Mi antiguo oficio de mirar”.
Pero no puedo. Estoy aquí, pensando en el oficio de maestro y en los ojos de Nordy. A lo mejor porque Frida Lara Klahr fue, aunque apenas a través de un par de talleres, uno de los escasos y esenciales maestros literarios de cuerpo presente en la errática travesía formativa de este escritor autodidacto. O a lo mejor porque, ahora que me he enterado de su muerte, me ha regresado de pronto aquel impulso de hace dos décadas por tomar a Nordy entre mis brazos y arrullarla. En mutuo pacto y cómplice consuelo, asomado a sus ojos; extraviado en la heredada transparencia de su antiguo oficio de mirar.
Recuerdo nítidas aquellas mañanas de hace dos décadas. Mi cándida y rígida voluntad de planificación debía estrellarse ante la cotidiana evidencia de niños que no respondían nunca como yo lo había presupuestado. Mi natural más bien dubitativo se las veía negras para sortear sin perder el tipo la innata inquietud infantil, que yo leía como muestra permanente de aburrimiento, incomprensión, distracción y hasta animadversión. Y mi tendencia al melodrama me hacía acoger con desencajado talante el fatal, cíclico, consabido momento donde la paciente cortesía de mis interlocutores cedía a la desbandada (“¿y ahora cómo hago que se callen?”, “y ahora cómo hago que se sienten?”).
Mentiría si dijera que se trató de un martirio llano y liso. Esa breve experiencia abarcó para mí, aunque fuera en insinuante germen, todos los rasgos, las exigencias, los prodigios y los hallazgos que la enseñanza atesora para quienes habitan del lado del pizarrón. Las prendas venturosas de aquellas semanas las tengo a estas alturas bien esclarecidas y ordenadas en su estante de lecciones y recuerdos; y no son pocas. Pero todos sabemos lo imposible que resulta casi siempre conciliar en simultáneo entender y vivir. Así que, en honor a la verdad, debo decir que en aquellos días la sensación de pareja tortura me la paliaban sólo dos cosas. El cheque de la quincena. Y Nordy.
Uno de los descubrimientos más importantes para todo aquel que pretende trabajar de profesor, consiste en entender, no a nivel meramente retórico o discursivo, sino desde la sangre misma, que no hay alumnos buenos ni malos; que un aula es un espacio de encuentro para travesías humanas con roles de coyuntura clara y legítimamente distribuidos, pero que en primera y última instancia lo de verdad relevante son las travesías y no los roles. Sin embargo, para el maestro en ciernes, lanzado de cabeza y sin paracaídas que valga al primer aprendizaje de su oficio, cuan necesario, reconfortante y decisivo resulta contar con el eco cómplice de al menos una mirada que le reafirme, no la irrelevante valía de su persona o su currículum, sino la abierta opción de que cuanto hace y dice puede llegar a tener algún sentido.
Eso era Nordy para mí. Esa mirada, esa opción abierta, ese guiño cómplice. Nordy tenía entonces siete años, y los ojos infinitos, alimentados por un antiguo oficio de mirar. Sé que puede sonar raro, pero nada tiene de falso ni de absurdo. ¿Una niña de siete años con un antiguo oficio de mirar, transparente, en los ojos? Por aquellos mismos días, sin que en ello tuvieran nada que ver ni la escuela ni las clases (otra prueba de la puntualidad implacable del azar) conocí a su madre. Y comencé a explicarme de dónde venían la transparencia y la hondura de aquel antiguo oficio de mirar.
Durante años, alimenté con la poeta Frida Lara Klahr una amistad hecha de intermitencias fulgurantes y secretamente doloridas. La leía de cerca y la veía de lejos. Hoy pensaba consagrarle este espacio a su poesía y a su persona. Escribir unas líneas más literarias que sentimentales. Consagradas más a la artista que a la mujer (qué absurdo, como si fuera posible separarlas, romperlas por el talle). Reseñar en retrospectiva el primer conjunto de poemas suyos que leí, agrupados justamente bajo el título “Mi antiguo oficio de mirar”.
Pero no puedo. Estoy aquí, pensando en el oficio de maestro y en los ojos de Nordy. A lo mejor porque Frida Lara Klahr fue, aunque apenas a través de un par de talleres, uno de los escasos y esenciales maestros literarios de cuerpo presente en la errática travesía formativa de este escritor autodidacto. O a lo mejor porque, ahora que me he enterado de su muerte, me ha regresado de pronto aquel impulso de hace dos décadas por tomar a Nordy entre mis brazos y arrullarla. En mutuo pacto y cómplice consuelo, asomado a sus ojos; extraviado en la heredada transparencia de su antiguo oficio de mirar.
viernes, 14 de enero de 2011
EL NAUFRAGIO Y EL PUERTO
En una célebre carta de mayo de 1871 dirigida a Paul Demeny, Arthur Rimbaud expone su concepción del poeta como vidente, incesante inaugurador de horizontes inéditos, cuya valía corresponde a la experiencia del hallazgo en sí misma. Lo importante para Rimbaud no es que el poeta herede a sus semejantes un testimonio más o menos articulado de lo que ha visto, sino que consagre la totalidad de sus fuerzas a la ya de suyo titánica empresa de verlo. La obra no es en él una referencia al nuevo horizonte inaugurado, sino un pedazo vivo de tal horizonte. Como si los exploradores del relato de Ray Bradbury “Las doradas manzanas del sol” trajeran hasta nosotros, en vez del recuento de su fabulosa expedición, el propio trozo de incandescencia cósmica que su nave desprendió de la superficie solar. A Rimbaud no le preocupa el hecho de que, moviéndose en la zona donde los límites de lo humano comienzan a romperse, el poeta se pierda, enloquecido, devorado por las potencias que su travesía desató. Todo lo contrario. El viaje sólo parece hallar justificación plena en el extravío. Recuperando la máxima esencial de los Argonautas, navegar es preciso, vivir no es preciso.
De ahí que, en tanto fragmento directamente desprendido de una travesía vital, su obra tenga tanto de perturbador galimatías. No queda duda de que el poeta vio, ni de que lo que vio —perteneciente al orden de las esencias universales— nos refiere inexcusablemente a todos. Sin embargo, nadie puede decir con plena certidumbre qué territorios pisaba. Lo que sus poemas nombran se halla en las fronteras mismas de lo innombrable, del mismo modo que los monstruos concebidos por H. P. Lovecraft. (Resulta idiota que alguien, con banales criterios comerciales y una mediocre noción del horror —modelada por Freddy Kruger y el narcosatanismo—, haya pretendido escribir el Necronomicón. La abominable magia del libro de Abdul Alhazred brota precisamente del hecho de que el lector del corpus lovecraftiano no sabe jamás qué cosa dice).
En cierto sentido, sin menoscabo del alcance y la pertinencia que semejantes planteamientos desprenden para toda la literatura en su conjunto, ni de la especificidad de obras y autores pertenecientes a muy distintas (cuando no opuestas) genealogías espirituales, lo que Rimbaud está en cierto sentido haciendo es caracterizar y delimitar las márgenes del género poético propiamente dicho. La poesía, independientemente de las particulares propensiones del poeta en turno, y sin perder de vista que sólo es posible fundar sobre un horizonte previamente develado, pertenece más al orden del develamiento que al de la fundación. Empleando la figura con que Daniel González Dueñas aborda la obra de Roberto Juarroz, diríamos que en el género poético lo que prima es la “fidelidad al relámpago”, la intuición luminosa, la fulguración augural e inaugural.
Articular a partir de dicha fidelidad una unidad perdurable (en la efímera medida que esto es humanamente posible) constituye una tarea que la poesía puede por supuesto plantearse, pero a la que de ninguna manera se halla obligada. A menudo, la propia sustancia del género imposibilita planteársela. La rara avis del poema largo (“Muerte sin fin”, “La Tierra Baldía”, “Primero Sueño”, “El cementerio marino”), menos que como modelo general de referencia ha de entenderse privilegiada síntesis delimitadora de las fronteras del género, un paso antes de la zona donde la relampagueante lucidez de lo lírico y la búsqueda de unidad de lo novelístico cristalizan atípicas tensiones y equívocas armonías en obras tan inclasificables como “Eureka”, “Los Cantos de Maldoror” o “Cómo es”.
Rota la unidad épica que en la edad antigua regeneraba lo real sin distingo alguno entre cuento y canto, Occidente confió a la poesía la tarea de descubrir los nuevos mundos. La novela nació para fundar en ellos un espacio habitable.
Un espacio cuya habitabilidad, a menudo circunscrita a la claustrofobia, la fugacidad, la locura, el extravío y lo intransferiblemente individual, podría antojarse menos que precaria, pero que hasta en las travesías del género más extremas, caóticas, underground, dinamiteras o iconoclastas, restituye como horizonte posible la unidad de sentido. Si la novela se halla fatalmente destinada a proyectar semejante horizonte sobre el mundo, se debe a que la unidad no constituye una norma exterior impuesta sobre la realidad viva de las obras, sino su más elemental condición de existencia. Al suprimir la unidad narrativa, es la propia novela quien desaparece.
Tal es lo que plantea de manera implícita Italo Calvino en la conferencia final de su libro “Seis propuestas para el próximo milenio”. Cuando identifica como noción clave del género novelístico a la multiplicidad, lo hace sabiendo que si se le asume en tanto llana enumeración acumulativa de lo diverso, a lo más que alcanzaría en términos literarios a aspirar es al catálogo. A contracorriente de una época que ha convertido la sobreabundancia de información en un atentado contra el conocimiento, y la hueca ponderación de la diferencia en tácita legitimación del más unívoco totalitarismo de la historia humana (el del capital), Calvino jamás pierde de vista que asomarse a la multiplicidad es en todo momento un desafío para hallar en ella sentidos unitarios válidos, donde el devenir humano pueda verse permanentemente reconstituido.
El enciclopedismo de la novela participa, sí, de la desmesurada pretensión de abarcar extensivamente el universo infinito a través de una obra, como todas las del hombre, hecha de finitud. Pero tal pretensión, en significativa paradoja, exige que la obra se constituya interiormente unidad perdurable
Los modos de dicha unidad son diversos, por no decir potencialmente infinitos, y hace mucho tiempo que dejaron de referir de manera exclusiva o prioritaria a la anécdota, si bien la historia por contar continúa erigiéndose como la más privilegiada y fecunda mediación entre las potencias primordiales de lo real, la sensibilidad creadora del escritor y el razonamiento crítico de su tiempo y su espacio históricos. A partir de esta sencilla evidencia, podemos decir que la novela tiene plena libertad para romper la unidad de tiempo, la unidad de espacio, la unidad del lenguaje, la unidad de personajes, la unidad de líneas narrativas; la unidad, en fin, de los diversos planos de realidad que el trinomio trazado por obra, autor y lector conjuga. Sin embargo, se halla imposibilitada para romper con toda noción de unidad. En el plano novelístico, el cadáver exquisito (reunión arbitraria de fragmentos sin vínculo originario entre sí) no existe. Si Julio Cortázar se hubiese limitado a entregar a la imprenta la tercera parte de “Rayuela” (ese entrañable y abigarrado cajón de sastre titulado “de otros lados”) probablemente seguiríamos hablando de una obra literaria significativa y perturbadora, pero en modo alguno de una novela.
La poesía es una travesía desnuda hacia lo real, y suele abrirse con frecuencia hacia las inmediaciones de lo humano. La novela elabora la crónica de dicha travesía, volviéndola experiencia memorable, a la manera de la épica. Sólo que lo hace en un contexto donde la memoria ha dejado de ser reiteración ritual de los orígenes para volverse meditación crítica del devenir. Y aunque pueda con atronadora lucidez asomarse a la misma dimensión limítrofe hollada por los navegantes de la estirpe Poe, Holderlin o Rimbaud (tal lo muestran Conrad, Melville o Dostoievsky) lo hace siempre desde este lado. Sin disimular el abismo, pero articulando la ruta que conduce hacia él cartografía común, patrimonio compartido. Destino de ida, pero también de vuelta.
En tanto género, la novela representa el recordatorio colectivo de que toda ciudad se funda, lo sepa o no, sobre el testimonio del más reciente naufragio, pero también el de que hasta la más osada y terminal de las navegaciones presupone no sólo un puerto, sino el arduo “vivir es preciso” en que la propia idea de puerto se enaltece y justifica.
sábado, 8 de enero de 2011
AGUAS Y PUENTES
El periférico norte, encargado de enlazar, delimitar, confundir y entremezclar los nebulosos confines entre el Distrito Federal y el Estado de México, simula haber conjurado el azar y el desorden por vía del férreo acotamiento clasificatorio. Los cotidianos atascos vehiculares, la rudeza al volante como estilo congénito y hasta las colisiones aparatosas parecieran adquirir en él un aire de programada burocracia, de ademán previsto, de opción puntualmente calculada. Hasta tal punto se han habituado sus usuarios a diluir tedio la cólera, que ellos mismos parecieran no advertir lo delgada y vibrátil que es en realidad la membrana divisoria entre resguardo y estallido.
La verdad es que lo advierten con plena transparencia. Pero nuestro plenipotenciario centralismo sobrellevó como rasgo unificador de la nación durante tantas décadas el precario equilibrio entre norma asfixiante y excepción sofocada, que no termina de acomodarse a su nuevo horizonte. Un horizonte de privilegiadas periferias, donde la tapa de la olla de presión volando por los aires hace mucho que dejó atrás la fábula, el cuento, la profecía y el invento, para volverse realidad manifiesta.
En el país de no pasa nada, el hecho de que las cosas parecieran siempre a punto de romperse operaba como prueba incontestable de que iban a permanecer intactas. Hay quienes viven todavía de ese país. Algunos obtienen apenas el rédito de un sueño algo menos intranquilo por las noches. Otros han decidido explotar hasta sus últimas consecuencias los probados beneficios mayores de la fantasmagoría: ponen a desfilar cifras de empleo y promesas de crecimiento económico con el mismo alegre dispendio que antaño usaron otros (tan iguales y tan distintos a ellos) para asegurar que debíamos prepararnos para administrar la abundancia; organizan la cargada que viene, desde la fundada expectativa de triunfo o desde la sustanciosa resignación opositora, ejerciendo ancestrales sabidurías que no discriminan entre coloración partidaria alguna (“el que se mueva no sale en la foto”, “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”); nos venden su privada iniciativa como la medida de nuestro público interés; facturan lo mismo con el viento en popa que con el bote a pique.
Hace unos días, circulando por ese periférico norte encargado de enlazar, delimitar, confundir y entremezclar los nebulosos confines entre el Estado de México y el Distrito Federal, un taxista se quejaba de que para ingresar al flamante segundo piso inaugurado por Enrique Peña Nieto hubiera que pagar cuota. Había de ser para todos, decía, diluyendo tedio la cólera, en una de esas sentencias conformes con su pequeño alcance de articulado rencor.
Idéntica entonación, idéntico género de sentencias escuchaba yo horas más tarde, sorteando a vuelta de rueda las obras con que el gobierno de Marcelo Ebrard parece haber colocado a la capital en metafórico estado de sitio. Cuando algunos días después, de regreso en Morelia, oí a la gente quejarse por el aumento en la tarifa del transporte público, el tono resultaba semejante pero me sonó distinto. Sí, cólera diluida tedio; sí, el pequeño alcance del rencor articulado en corto. Pero los labios, los ojos, el paisaje y las voces de una ciudad donde saberte en estado de sitio ya no es más una metáfora.
Circulando por el periférico norte de la Ciudad de México, los automóviles que toman el segundo piso no alcanzan a mirarse. Allá en las alturas, asentados en sólidos y espectaculares pilastrones, ofreciéndote apenas el perfil de las farolas que enmarcan su inexorable marcha, reducen invisibles el tiempo y la distancia entre el hoy y el mañana, entre el país de las maravillas y el país de nunca jamás.
Dicen que hay espectaculares autopistas en el norte y el sur de este país, donde a ciertas horas o en ciertas temporadas no transita nadie. Por miedo. No mirar desde abajo los autos que hacen uso del segundo piso, te permite y hasta te impone imaginarlo desierto; igual de desierto que ellas. Y a mí, por una asociación de ideas quizá no tan absurda, me hace evocar esos cauces secos que las tumultuosas temporadas de lluvias han recuperado río durante los últimos años en diversas zonas del país; sin consideraciones hacia la humana soberbia, la interesada amnesia y la urbanística arbitrariedad que olvidó que estaban ahí para que el agua circulara.
Los hombres pueden perder la memoria; el agua y su torrente, no.
La verdad es que lo advierten con plena transparencia. Pero nuestro plenipotenciario centralismo sobrellevó como rasgo unificador de la nación durante tantas décadas el precario equilibrio entre norma asfixiante y excepción sofocada, que no termina de acomodarse a su nuevo horizonte. Un horizonte de privilegiadas periferias, donde la tapa de la olla de presión volando por los aires hace mucho que dejó atrás la fábula, el cuento, la profecía y el invento, para volverse realidad manifiesta.
En el país de no pasa nada, el hecho de que las cosas parecieran siempre a punto de romperse operaba como prueba incontestable de que iban a permanecer intactas. Hay quienes viven todavía de ese país. Algunos obtienen apenas el rédito de un sueño algo menos intranquilo por las noches. Otros han decidido explotar hasta sus últimas consecuencias los probados beneficios mayores de la fantasmagoría: ponen a desfilar cifras de empleo y promesas de crecimiento económico con el mismo alegre dispendio que antaño usaron otros (tan iguales y tan distintos a ellos) para asegurar que debíamos prepararnos para administrar la abundancia; organizan la cargada que viene, desde la fundada expectativa de triunfo o desde la sustanciosa resignación opositora, ejerciendo ancestrales sabidurías que no discriminan entre coloración partidaria alguna (“el que se mueva no sale en la foto”, “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”); nos venden su privada iniciativa como la medida de nuestro público interés; facturan lo mismo con el viento en popa que con el bote a pique.
Hace unos días, circulando por ese periférico norte encargado de enlazar, delimitar, confundir y entremezclar los nebulosos confines entre el Estado de México y el Distrito Federal, un taxista se quejaba de que para ingresar al flamante segundo piso inaugurado por Enrique Peña Nieto hubiera que pagar cuota. Había de ser para todos, decía, diluyendo tedio la cólera, en una de esas sentencias conformes con su pequeño alcance de articulado rencor.
Idéntica entonación, idéntico género de sentencias escuchaba yo horas más tarde, sorteando a vuelta de rueda las obras con que el gobierno de Marcelo Ebrard parece haber colocado a la capital en metafórico estado de sitio. Cuando algunos días después, de regreso en Morelia, oí a la gente quejarse por el aumento en la tarifa del transporte público, el tono resultaba semejante pero me sonó distinto. Sí, cólera diluida tedio; sí, el pequeño alcance del rencor articulado en corto. Pero los labios, los ojos, el paisaje y las voces de una ciudad donde saberte en estado de sitio ya no es más una metáfora.
Circulando por el periférico norte de la Ciudad de México, los automóviles que toman el segundo piso no alcanzan a mirarse. Allá en las alturas, asentados en sólidos y espectaculares pilastrones, ofreciéndote apenas el perfil de las farolas que enmarcan su inexorable marcha, reducen invisibles el tiempo y la distancia entre el hoy y el mañana, entre el país de las maravillas y el país de nunca jamás.
Dicen que hay espectaculares autopistas en el norte y el sur de este país, donde a ciertas horas o en ciertas temporadas no transita nadie. Por miedo. No mirar desde abajo los autos que hacen uso del segundo piso, te permite y hasta te impone imaginarlo desierto; igual de desierto que ellas. Y a mí, por una asociación de ideas quizá no tan absurda, me hace evocar esos cauces secos que las tumultuosas temporadas de lluvias han recuperado río durante los últimos años en diversas zonas del país; sin consideraciones hacia la humana soberbia, la interesada amnesia y la urbanística arbitrariedad que olvidó que estaban ahí para que el agua circulara.
Los hombres pueden perder la memoria; el agua y su torrente, no.