El periférico norte, encargado de enlazar, delimitar, confundir y entremezclar los nebulosos confines entre el Distrito Federal y el Estado de México, simula haber conjurado el azar y el desorden por vía del férreo acotamiento clasificatorio. Los cotidianos atascos vehiculares, la rudeza al volante como estilo congénito y hasta las colisiones aparatosas parecieran adquirir en él un aire de programada burocracia, de ademán previsto, de opción puntualmente calculada. Hasta tal punto se han habituado sus usuarios a diluir tedio la cólera, que ellos mismos parecieran no advertir lo delgada y vibrátil que es en realidad la membrana divisoria entre resguardo y estallido.
La verdad es que lo advierten con plena transparencia. Pero nuestro plenipotenciario centralismo sobrellevó como rasgo unificador de la nación durante tantas décadas el precario equilibrio entre norma asfixiante y excepción sofocada, que no termina de acomodarse a su nuevo horizonte. Un horizonte de privilegiadas periferias, donde la tapa de la olla de presión volando por los aires hace mucho que dejó atrás la fábula, el cuento, la profecía y el invento, para volverse realidad manifiesta.
En el país de no pasa nada, el hecho de que las cosas parecieran siempre a punto de romperse operaba como prueba incontestable de que iban a permanecer intactas. Hay quienes viven todavía de ese país. Algunos obtienen apenas el rédito de un sueño algo menos intranquilo por las noches. Otros han decidido explotar hasta sus últimas consecuencias los probados beneficios mayores de la fantasmagoría: ponen a desfilar cifras de empleo y promesas de crecimiento económico con el mismo alegre dispendio que antaño usaron otros (tan iguales y tan distintos a ellos) para asegurar que debíamos prepararnos para administrar la abundancia; organizan la cargada que viene, desde la fundada expectativa de triunfo o desde la sustanciosa resignación opositora, ejerciendo ancestrales sabidurías que no discriminan entre coloración partidaria alguna (“el que se mueva no sale en la foto”, “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”); nos venden su privada iniciativa como la medida de nuestro público interés; facturan lo mismo con el viento en popa que con el bote a pique.
Hace unos días, circulando por ese periférico norte encargado de enlazar, delimitar, confundir y entremezclar los nebulosos confines entre el Estado de México y el Distrito Federal, un taxista se quejaba de que para ingresar al flamante segundo piso inaugurado por Enrique Peña Nieto hubiera que pagar cuota. Había de ser para todos, decía, diluyendo tedio la cólera, en una de esas sentencias conformes con su pequeño alcance de articulado rencor.
Idéntica entonación, idéntico género de sentencias escuchaba yo horas más tarde, sorteando a vuelta de rueda las obras con que el gobierno de Marcelo Ebrard parece haber colocado a la capital en metafórico estado de sitio. Cuando algunos días después, de regreso en Morelia, oí a la gente quejarse por el aumento en la tarifa del transporte público, el tono resultaba semejante pero me sonó distinto. Sí, cólera diluida tedio; sí, el pequeño alcance del rencor articulado en corto. Pero los labios, los ojos, el paisaje y las voces de una ciudad donde saberte en estado de sitio ya no es más una metáfora.
Circulando por el periférico norte de la Ciudad de México, los automóviles que toman el segundo piso no alcanzan a mirarse. Allá en las alturas, asentados en sólidos y espectaculares pilastrones, ofreciéndote apenas el perfil de las farolas que enmarcan su inexorable marcha, reducen invisibles el tiempo y la distancia entre el hoy y el mañana, entre el país de las maravillas y el país de nunca jamás.
Dicen que hay espectaculares autopistas en el norte y el sur de este país, donde a ciertas horas o en ciertas temporadas no transita nadie. Por miedo. No mirar desde abajo los autos que hacen uso del segundo piso, te permite y hasta te impone imaginarlo desierto; igual de desierto que ellas. Y a mí, por una asociación de ideas quizá no tan absurda, me hace evocar esos cauces secos que las tumultuosas temporadas de lluvias han recuperado río durante los últimos años en diversas zonas del país; sin consideraciones hacia la humana soberbia, la interesada amnesia y la urbanística arbitrariedad que olvidó que estaban ahí para que el agua circulara.
Los hombres pueden perder la memoria; el agua y su torrente, no.
La verdad es que lo advierten con plena transparencia. Pero nuestro plenipotenciario centralismo sobrellevó como rasgo unificador de la nación durante tantas décadas el precario equilibrio entre norma asfixiante y excepción sofocada, que no termina de acomodarse a su nuevo horizonte. Un horizonte de privilegiadas periferias, donde la tapa de la olla de presión volando por los aires hace mucho que dejó atrás la fábula, el cuento, la profecía y el invento, para volverse realidad manifiesta.
En el país de no pasa nada, el hecho de que las cosas parecieran siempre a punto de romperse operaba como prueba incontestable de que iban a permanecer intactas. Hay quienes viven todavía de ese país. Algunos obtienen apenas el rédito de un sueño algo menos intranquilo por las noches. Otros han decidido explotar hasta sus últimas consecuencias los probados beneficios mayores de la fantasmagoría: ponen a desfilar cifras de empleo y promesas de crecimiento económico con el mismo alegre dispendio que antaño usaron otros (tan iguales y tan distintos a ellos) para asegurar que debíamos prepararnos para administrar la abundancia; organizan la cargada que viene, desde la fundada expectativa de triunfo o desde la sustanciosa resignación opositora, ejerciendo ancestrales sabidurías que no discriminan entre coloración partidaria alguna (“el que se mueva no sale en la foto”, “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”); nos venden su privada iniciativa como la medida de nuestro público interés; facturan lo mismo con el viento en popa que con el bote a pique.
Hace unos días, circulando por ese periférico norte encargado de enlazar, delimitar, confundir y entremezclar los nebulosos confines entre el Estado de México y el Distrito Federal, un taxista se quejaba de que para ingresar al flamante segundo piso inaugurado por Enrique Peña Nieto hubiera que pagar cuota. Había de ser para todos, decía, diluyendo tedio la cólera, en una de esas sentencias conformes con su pequeño alcance de articulado rencor.
Idéntica entonación, idéntico género de sentencias escuchaba yo horas más tarde, sorteando a vuelta de rueda las obras con que el gobierno de Marcelo Ebrard parece haber colocado a la capital en metafórico estado de sitio. Cuando algunos días después, de regreso en Morelia, oí a la gente quejarse por el aumento en la tarifa del transporte público, el tono resultaba semejante pero me sonó distinto. Sí, cólera diluida tedio; sí, el pequeño alcance del rencor articulado en corto. Pero los labios, los ojos, el paisaje y las voces de una ciudad donde saberte en estado de sitio ya no es más una metáfora.
Circulando por el periférico norte de la Ciudad de México, los automóviles que toman el segundo piso no alcanzan a mirarse. Allá en las alturas, asentados en sólidos y espectaculares pilastrones, ofreciéndote apenas el perfil de las farolas que enmarcan su inexorable marcha, reducen invisibles el tiempo y la distancia entre el hoy y el mañana, entre el país de las maravillas y el país de nunca jamás.
Dicen que hay espectaculares autopistas en el norte y el sur de este país, donde a ciertas horas o en ciertas temporadas no transita nadie. Por miedo. No mirar desde abajo los autos que hacen uso del segundo piso, te permite y hasta te impone imaginarlo desierto; igual de desierto que ellas. Y a mí, por una asociación de ideas quizá no tan absurda, me hace evocar esos cauces secos que las tumultuosas temporadas de lluvias han recuperado río durante los últimos años en diversas zonas del país; sin consideraciones hacia la humana soberbia, la interesada amnesia y la urbanística arbitrariedad que olvidó que estaban ahí para que el agua circulara.
Los hombres pueden perder la memoria; el agua y su torrente, no.