I
Hace años que, cada vez que surge en alguna clase el tema del 68 y los movimientos juveniles de hace más de cuarenta años, acostumbro decirles a mis alumnos preparatorianos que sí, que lean, que escuchen, que investiguen, que se informen y aprendan. Pero precaviendo el mohín displicente y perdonavidas con que muchos veteranos de aquellos años suelen venir a mirarlos (“nosotros sí fuimos jóvenes, nosotros sí fuimos rebeldes, nosotros sí fuimos propositivos, no como ustedes”), también me he habituado a darles dos consejos para mí fundamentales. Primero: tú, por edad, disposición vital, horizonte y hasta hormonas, estás infinitamente más próximo a aquellos estudiantes, que cualquier adulto, no importa cuán cargados pueda éste tener el pecho o el currículum de metafóricas medallas; segundo: no permitas que nadie, así sea con las mejores intenciones, desde su sapiencia acumulada se permita venir a aleccionarte respecto a cuál es el modo correcto de tener dieciocho años.
Estos dos consejos me han estado viniendo recurrentemente a la cabeza a partir del despliegue del Movimiento 132. Y no pienso tanto en la previsible actitud de Televisa (adoptando desde su propio dueño los prefabricados discursos y looks RBD de siempre, para proclamar que su lado y el de los jóvenes son exactamente el mismo). Pienso sobre todo en el beligerante apremio con que muchos simpatizantes del lopezobradorismo desesperan porque el 132 se manifieste en abierto respaldo a su candidato. Entre los muy activos prosélitos del tabasqueño, han menudeado argumentos de sobra conocidos. Aquellos argumentos que en nombre de la urgencia llaman a no pensar, a no dudar, a no cuestionar, a no disentir. Como para ellos lo único importante parece ser que Enrique Peña Nieto no llegue a la silla presidencial, cualquier otra argumentación les parece ociosa, prescindible, retórica, cuando no hasta sospechosa y cómplice.
El movimiento 132 ha convertido en ejes fundamentales de su propuesta el llamado a la reflexión ciudadana, el acceso a la información plena y sin sesgos, y el ejercimiento de la conciencia como condición para emitir voto. Acaso el espacio y el tiempo que semejantes ejes reclaman, sumados a la decisión de reafirmar el apartidismo de la propuesta, legitimen a los ojos de los lopezobradoristas la desesperación. Lo cierto es que, frente al activismo estudiantil en marcha, la distancia entre entusiasmo y menosprecio pareciera ser en ellos muy corta. Qué padre e inesperado su movimiento, ahora fórmense en nuestra fila sin preguntar, es por su propio bien. Qué bueno que aparecieron, nos hacía falta voto duro.
Lejos de mi interés proclamar que el 132 por sí solo va a cambiar a México, o que está condenado a la perfección o la infalibilidad por alguna suerte de designio divino. Yo, como muchos connacionales, vengo preguntándome también si esta vez los estudiantes, a diferencia de lo ocurrido (por brutal represión) en los 60’s y (por desgaste y extravío) en los 80’s y 90’s, sí podrá superar la legítima oposición contra un orden para pasar a la configuración e instrumentación de una propuesta alternativa. Pero considero que reconocer su valía exige como mínimo concederle el beneficio de la duda a sus propuestas.
En lo personal, me parece que la deuda de este país para con el 132 ya es a estas alturas impagable, sólo por el hecho de que tras muchos ignominiosos años de manipulado apoliticismo (donde los bien portados movimientos se apresuraban a declararse “solamente civiles” para beneplácito del poder dominante, y donde la configuración del espacio público parecía sumisamente dejada al garete de las envilecidas organizaciones partidarias existentes), estos estudiantes tengan la lucidez y la valentía de reivindicar la condición política de sus acciones.
Antes que salir a decir qué deben hacer y cómo deben hacerlo, considero que mi obligación como simpatizante y ciudadano es responder a su llamado. Este escrito es mi muy personal forma de hacerlo. Han pedido que reflexionemos nuestro voto; eso pretendo hacer. Mientras tanto, tienen mi plena solidaridad, mi pleno respeto y mi plena gratitud. Yo no puedo enseñarle a los jóvenes a ser jóvenes; pero ellos diariamente me enseñan a serlo a mí.
II
Uno de los axiomas fundamentales de la democracia electoral, reza que el voto es libre y secreto. Dejemos de lado por el momento la primera de esas condiciones. Ya habrá sobrado tiempo para referirnos a ella, cuestionando el margen efectivo de libertad que se otorga a quien decide cumplir con el deber ciudadano de ir a depositar la boleta que le toca en una urna.
Quiero aquí violentar mi derecho a votar por quien me venga en gana y sin rendirle cuentas a nadie, confesando por quién he votado y por quién votaré. No con un afán exhibicionista, sino antes bien con la intención de que las personales incidencias de mi intimidad cívica puedan ayudarme a exponer, con mayor claridad, algunas reflexiones que considero pertinentes en torno al proceso de elección presidencial que estamos viviendo.
Y para no bajarle el tono morboso a esta introducción medio sicalíptica en el tema, empezaré sin agua va, por confesar que en las más recientes elecciones para la gubernatura de Michoacán, marqué con una cruz el logo tricolor. Acaso parecerá que diciéndolo así pretendo disimular con tono de eufemismo el imperdonable pecado. “¡Por qué no lo aceptas!” “¡Traicionaste tus principios!” “¡Te vendiste!” “¡Hiciste lo único que no tiene ningún perdón de dios!” “¡Dilo con todas sus letras! ¡Votaste por el PRI! ¡Votaste por el PRI! ¡Votaste por el PRI!”.
Una de las películas más enigmáticas de Wim Wenders es sin lugar a dudas “El miedo del portero ante el penalti”; enigmática desde el título mismo, toda vez que, como cualquiera sabe, el auténtico asustado en ese trance futbolero es el jugador que va a tirar, y ante el cual a cada paso la figura del guardameta da la impresión de agigantarse. Ese miedo ha hecho fallar en momentos cumbre a los más grandes: Maradona, Platini, Baggio, Messi.
Guardada toda proporción, creo que bien pudiéramos hablar por analogía de “el miedo del elector en la casilla”. Con claustrofóbicos matices cuando lo colocamos en la perspectiva nacional, estatal y municipal de los últimos sexenios. Ir a votar era como saber de antemano que no podías meter gol, hicieras lo que hicieras. Resumiendo las prendas anecdóticas, he de decir que yo no voté ni por Lázaro Cárdenas Batel ni por Leonel Godoy; aunque tampoco contra ellos. En la elección que acabó por perpetrar para nosotros la peor caricatura de ese fenómeno ya de suyo medio caricaturesco llamado cardenismo, anulé mi voto. En la elección que entronizó en la gubernatura al hoy senador, eso de anular tu voto se había convertido en una moda, y como mi relación con las modas es que ni ellas me van a mí ni yo les voy a ellas, opté por una alternativa sucedánea que venía siendo lo mismo pero de ningún modo era igual: voté por uno de los mini-partidos.
Así que, durante dos sexenios de rapiña neoliberal amparada en el aura tutelar de un apellido, asistí a la patente y progresiva devastación del espacio público michoacano a manos del perredismo estatal (y el panismo federal), contemplando con circunspección los malabares de que muchos echaban mano para convencerse de que eso era un gobierno de izquierda (“cuando menos” se acostumbraron a consolarse), y pudiendo permitirme el estético orgullo de responder ante cada nueva ignominia y cada nuevo despropósito: “no con mi voto”.
Aunque a final de cuentas la sensación terminaba siendo la de que no votar lo único que conseguía era el pírrico triunfo de sustraerte de complicidades nefastas. Tu no-voto te servía a ti, pero no servía para nada más. Era como consolarte sabiendo que tu equipo había perdido en la tanda de penales sin que tú estuvieras incluido en la lista de tiradores.
III
El día que crucé en la soledad de la casilla el logo tricolor (“¡votaste por el PRI!”) lo hice sonriendo con autocrítica ironía. Ver para creer. Las vueltas de la vida. Como para tener una cámara e inmortalizar el histórico momento. Ignoro cuál sería el símil futbolístico apropiado para describir esa sonrisa. De lo que no me cabe duda, es que apenas comenzaron a fluir horas después los resultados preliminares, anunciando la derrota estatal del calderonismo (el perredismo ya venía sobradamente autogoleado) la sonrisa que se perfiló no sólo en mi rostro sino en el de miles de michoacanos era bastante parecida a la que esbozara en su momento Heriberto Ramón Morales, antes de consumar el penalti que otorgaría a Monarcas su único campeonato de liga de la historia.
Recordemos con detalle la efeméride. Aquella tarde, la maltrecha afición local ya había padecido por vía televisiva todo lo humanamente padecible. Desde la temprana pérdida de la ventaja inicial hasta el yerro garrafal de Alex Fernández, pasando por las inspiradas atajadas de Ángel David Comizzo. Llegados a la muerte súbita, podía esperarse cualquier cosa. Pero creo que en el momento en que vimos que Morales, a punto de iniciar carrera para patear el esférico, se sonreía, todos supimos que eso iba a ser gol.
Pese a las rabietas y presiones estelarizadas por la presidencia de la república tras las elecciones para gobernador, tengo la impresión de que la inmensa mayoría de los michoacanos estábamos de acuerdo en que Fausto Vallejo, sin discusión posible, había ganado las elecciones. Lo sabíamos porque desde muchas semanas antes, más allá del voto duro corporativo (que todos los partidos practicaron) y de la coacción y la compra de votos (que todos los partidos ejercieron), al platicar con los vecinos de la cuadra o los compañeros de viaje en el camión, pescando conversaciones al vuelo en la mesa del café, escuchando a las señoras en la fila del banco, había quedado claro que la inmensa mayoría de los que no tenían comprometido el sufragio por militancia o soborno iban a cruzar el logo tricolor (“¡iban a votar por el PRI!”).
¿Irresponsabilidad ciudadana? ¿Olvido de la historia? ¿Pérdida de toda brújula ideológica? ¿O más bien exactamente lo contrario?
Porque ser elector no sólo en este país, sino en cualquier país circunscrito a esa forma de perfecta dictadura que es la democracia neoliberal (elegir meras opciones de matiz dentro de un modelo monolítico e incuestionable) ha terminado por plantarnos frente a la realidad pública de nuestras naciones con la perspectiva de cualquier ama de casa popular ante el gasto: no tiene sentido preguntarte qué te gustaría comprar, estás obligado a delimitar con puntería de apache para qué te alcanza.
¿Alcanzaba el voto de la ciudadanía michoacana durante las pasadas elecciones para conseguir un proyecto público capaz de representar de modo autorizado y pleno su interés y su derecho? De ninguna manera. Y creo que todos los que cruzamos el logo tricolor sin ser interesados militantes ni comprados simpatizantes del PRI, teníamos eso perfectamente claro. Por eso digo que cruzamos el logo tricolor; por eso no digo que votamos por el PRI: porque no votamos por el PRI. Votamos contra la voz de científico loco en película del Santo, que durante seis larguísimos años ha venido acompañando la cotidiana pesadilla de vivir en este estado (“a Michoacán le va a ir bien, m-u-u-u-y bien”). Votamos contra doce años de trágica ignominia (¿un gobierno con la gente?, ¿un gobierno diferente?), en los que un partido se encargó de sepultar lo que alguna vez fuera su base ciudadana y popular más real y más legítima, sin que alcance para atenuar esa evidencia un puñado de honrosas excepciones individuales. ¿Lo mejor para Michoacán? Eso no venía en la boleta. Pero sin duda lo menos malo que podía pasarle era que ni el maximato calderonista ni el perredismo en caída libre llegaran a la gubernatura.
El voto alcanzó para eso, probablemente para nada más. Sin embargo, aunque modesto, el sentimiento de satisfacción ante el hecho consumado era inequívoco. Después de tantos años escuchando cualquier suerte de delirantes tonterías y maquiavélicas desvergüenzas a propósito del llamado “voto útil”, advertir que tu voto había servido para algo era una experiencia por demás novedosa. Nada de lo cual anulaba tu conciencia de todo lo negativo que apareja estar gobernados por el PRI; a fin de cuentas, permitirte cruzar el logo tricolor era también una manera de manifestar tu fundamentado entendimiento de lo poco en que eso, cuando menos en Michoacán, se distingue de ser gobernados por el PAN o el PRD.
Y la sonrisa de Heriberto Ramón Morales volvía a pincelarnos el rostro ante cada aparición a cuadro de la hermana cómoda con el gesto cargado de hiel. Pero sobre todo ante los estupefactos semblantes de la amplia gama de usufructuarios menores y mayores de la infraestructura pública estatal durante los últimos dos sexenios, mientras desfilaban rumbo a la salida por la puerta de atrás, y nosotros nos preguntábamos cómo era posible que hubieran pensado que iban a quedarse para siempre (porque sí, llevar tanto tiempo dentro del presupuesto los tenía absurdamente convencidos de que iban a ganar las elecciones).
Supongo que esa sonrisa bien podría equipararse a la de la pequeña minoría de quienes, en el año 2000, votaron por Fox sabiendo a ciencia cierta lo poquísimo positivo que el triunfo de Fox representaba (apenas el relevo de unas siglas en la silla presidencial para garantizarle continuidad al modelo económico y político vigente). No lo sé; en el 2000 pertenecí a aquellos para quienes el triunfo de Fox no ameritaba ningún tipo de sonrisa, y votaron en consecuencia.
IV
Debuté como elector en el mítico proceso presidencial de 1988. Una cosa rarísima, vista en perspectiva. Porque si párrafos atrás hablaba yo de la sensación de penaltis que es imposible marcar, aquí más bien habría que referirse a un penalti que era imposible fallar; la sensación nacional (sensación que, por supuesto, resultaría absurdo tipificar en términos de unanimidad absoluta) era que no había manera de equivocarse, el margen entre lo correcto y lo incorrecto quedaba nítidamente dibujado y claramente esclarecido. Claro que se trataba de otro país. Si alguna duda generaba el movimiento aglutinado en torno de Cuauhtémoc Cárdenas, no era en razón de fórmulas viciadas y compromisos adquiridos, sino de su tumultuosa espontaneidad; no había proyecto claro porque no había habido tiempo de ponerse a trazarlo, pero las legítimas razones detrás del Frente Democrático Nacional parecían incontestables. Y votamos por Cuauhtémoc Cárdenas; y Cuauhtémoc Cárdenas ganó las elecciones (dicen los rumores que por un margen escandaloso). ¿Voto inútil? No lo creo. Aquel masivo señalamiento electoral de una intuición distinta de país, fue responsable directo de buena parte de lo que ocurriría durante la siguiente década, por más que los beneficiarios directos de la descomposición del partido de estado terminaran resultando quienes más habían engordado bajo su sombra: la entonces aún flamante generación de políticos tecnócratas, y el poder de la iniciativa privada.
Muchas cosas sucedieron en los siguientes seis años. Y en 1994, a diferencia de los cándidos perredistas convencidos de que iban a ganar porque habían llenado más plazas que sus oponentes, yo, lo mismo que la inmensa mayoría de los mexicanos, tenía perfectamente claro que iban a quedar en tercer lugar. Pero volví a votar por Cuauhtémoc Cárdenas. Y lo haría otra vez en el año 2000, cuando la andanada por el voto útil antipriísta consiguió invisibilizar el hecho patente de que el verdadero candidato de Ernesto Zedillo era Vicente Fox. De ninguna manera idealizaba yo a Cárdenas; su vergonzante silencio en aquel célebre debate (donde Fox se arrogó la representatividad y la herencia del movimiento del 68 y hasta de los muertos del sol azteca, y donde él se limitó a engancharse en una ofensiva descalificatoria contra el candidato del PRI) quedará como uno de los episodios más palmarios de discapacidad política de nuestra historia. Pero formar parte de ese tercer lugar en los porcentajes, implicaba para mí contribuir a seguir señalando aquella nada despreciable intuición de una idea distinta de país, independientemente de los muchos errores, callejones sin salida e insuficiencias del candidato y el partido que en las urnas la representaba (o al menos nebulosamente la sugería). Y me quedaba claro que, en esas condiciones, a eso era a lo más digno que mi voto podía aspirar.
Supongo que, con todos estos antecedentes, a estas alturas estará bastante claro que hace seis años yo también voté por Andrés Manuel López Obrador. Lo que me gustaría que estuviera igual de claro es que voté sin ver en él al mesías que vendría a redimirnos de todos nuestros pecados, ni al político infalible que tenía todos los ases a punto bajo la manga, ni al efectivo representante de un proyecto alternativo de nación, capaz de revertir desde su base las ignominiosas inercias del jolgorio neoliberal estelarizado por PAN y PRI desde hace ya tres décadas. Tampoco pasé por alto los costosos errores de su estrategia política, ni su acomodaticia disposición amor-odio ante la encuestocracia, ni las flagrantes contradicciones e inconsistencias ideológicas de su discurso, ni la corrompida infraestructura partidaria sobre la que se alzaba su candidatura.
Puestas así las cosas, dado que el primero de julio próximo volveré a votar por López Obrador, considero de elemental civismo puntualizar las razones que me impelen a ello, señalando asimismo los múltiples disensos que su candidatura, su campaña y el movimiento que encabeza me provocan.
IV
La ofensiva mediática iniciada contra López Obrador hace ya más de seis años, ha puesto especial cuidado en caracterizar al tabasqueño y a su movimiento como proclives a la confrontación, la intolerancia y la violencia, así como a prácticas de presión política harto impopulares, tales como marchas, tomas, bloqueos, huelgas y plantones. Siempre me ha parecido que dicho énfasis obedece más bien a la intención de estigmatizar y satanizar el derecho a la manifestación ciudadana y la protesta organizada; si bien no cabe duda de que, a manos de diversas fuerzas, buena parte de tales recursos han agotado tanto su legitimidad como su eficacia.
Lo curioso es que quienes denuestan a López Obrador por virulento hagan tamaña vista gorda ante el amarillismo estridente y visceral con que el PAN sigue acometiendo cada vez que el agua de las encuestas comienza a llegarle a los aparejos, y concedan la más ancha manga del silencio cómplice a las prácticas gangsteriles, así como a los grupos de choque y de presión en los que el PRI, hasta por longevidad y experiencia, lleva indisputable mano.
En lo personal, los motivos de escrúpulo que el lopezobradorismo y su candidato me generan, corresponden más bien a otros órdenes: por un lado, está su eterna dilación (cuando no su franca permeabilidad) ante el ejercicio de la autocrítica; por otro, sus compromisos para con infraestructuras organizativas y partidarias aquejadas por un alto grado de envilecimiento y deterioro.
Hace seis años, la tarea de impugnar las irregularidades del proceso electoral que llevara a la presidencia a Felipe Calderón, pareció excusar para el lopezobradorismo cualquier análisis de los flagrantes errores cometidos antes, durante y después de las elecciones. El propio Andrés Manuel manifestaría la necesidad de diferir todo balance y deslinde de responsabilidades para el “momento oportuno”. Sin embargo, acumulados los meses, ya de por medio varios vergonzantes espaldarazos electoreros, el “momento oportuno” se exhibió condenado a no llegar nunca (como no había llegado en el 94, como no había llegado en el 2000), si no era bajo el patrocinio de corrientes y grupos rivales, menos interesados en el esclarecimiento de situaciones y principios que en el posicionamiento que la denuncia pudiera otorgarles al interior de su partido. Suponer que la autocrítica debe diferirse para el momento oportuno (cuando no haya trabajo que hacer) o al cónclave privado (cuando nadie esté mirando), obvia que la verdadera lucha política siempre tiene por escenario el espacio público, y que las idílicas condiciones de un paréntesis histórico sólo pueden reclamarse a costa de traicionarla en tanto tal.
Por otro lado, aunque no cabe duda que el hacer político implica obligatoriamente el establecimiento de alianzas tácticas, las urgencias de la circunstancia electoral en curso parecieran desdibujar en el horizonte de los incondicionales del lobezobladorismo la palmaria realidad de que esta candidatura está condicionada por la infraestructura, los recursos y los logros del PRD en el escenario de la política partidaria nacional; y también por sus inercias, vicios y deterioros. El PRD es una organización política en un altísimo grado de descomposición, envilecimiento y extravío. Y si acaso en el Distrito Federal el balance entre esa conflictiva realidad partidaria y los logros obtenidos como gobierno pudiera acaso arrojar saldo a favor, en el resto del país (Zacatecas, Baja California Sur, muy especialmente Michoacán, etc.) ocurre todo lo contrario.
Suponer que un eventual triunfo en las elecciones presidenciales purificaría semejantes rasgos como por arte de magia para convertir al perredismo en motor (o al menos propicio agente) del “cambio verdadero”, o que —cumplido el coyuntural trámite de ver colocada sobre su pecho la banda presidencial— López Obrador podría desprenderse a placer de los muchos lastres incómodos que posibilitaron la materialización de su candidatura, sólo puede representar una preocupante candidez o un intencionado disimulo. Pues entre dichos lastres habría que contabilizar no sólo aquellos acuerdos y compromisos adquiridos al interior del PRD, sino los adelgazamientos ideológicos y las ambiguas declaratorias de conciliación que, en aras de paliar la desconfianza de diversos sectores, el tabasqueño y su equipo de campaña consideraron indispensable consentirse durante los últimos meses. Acuerdos, compromisos, adelgazamientos y ambigüedades que vienen a sumarse a las inconsistencias propias del discurso y proyecto planteados. Porque lo cierto es que los contenidos de transformación del lopezobradorismo jamás han tenido ni la amplitud de perspectiva ni la profundidad histórica que sus simpatizantes les atribuyen.
La aspiración de constituir un nuevo orden público, a partir de fundamentos que pongan en el centro la voluntad soberana de la ciudadanía, sólo resultaría concebible a partir de una acción organizada de dicha ciudadanía, capaz de trascender el estrecho horizonte de miras de la política partidaria en particular y de los procesos electorales en específico. Acaso sea ahí que radique el punto más débil del lopezobradorismo. Más que un movimiento político de amplio alcance y múltiples niveles de acción organizada, para el cual la campaña presidencial fuera un espacio significativo de lucha, pero no el único, tiene toda la traza de estárselo jugando a una sola carta. La silla presidencial (como en otros casos la gubernatura, o la presidencia municipal, o el escaño) no aparece como un medio, sino como el fin a partir del cual todos los medios se definen y legitiman.
V
¿Por qué voy entonces a votar entonces por López Obrador el próximo domingo? Porque, en los términos de asistir o no a la casilla, y depositar en la urna la boleta correspondiente, es a mi juicio para lo más que mi voto alcanza. No para optar por un nuevo proyecto de nación, ni para que ahora sea efectivamente el pueblo de México quien gobierne, pues la candidatura de Andrés Manuel no representa ninguna de ambas cosas, aun cuando él y muchos de sus seguidores pudieran tener la honesta intención de que así fuera. Ni la política ni la historia se hacen de buenas intenciones, ni la ilusión y el desaliento electoral pueden ser la medida de la acción ciudadana de cara a la constitución de su espacio público.
No obstante, el voto puede alcanzar como manifiesta oposición contra el catastrófico jolgorio neoliberal estelarizado por PRI y PAN durante el último cuarto de siglo; pero sobre todo contra los devastadores matices que dicho jolgorio ha adquirido durante los últimos seis años bajo el calderonismo. Matices que lo mismo con Enrique Peña Nieto o Josefina Vázquez Mota gozarán de plena, irrestricta e impune continuidad. Los despiadados golpes bajos y la enconadas guerras sucias entre el blanquiazul y el tricolor nada tienen que ver con proyectos divergentes, sino antes bien con expectativas grupales de usufructo, pero basta escuchar sus propuestas en materia de economía, política, educación, seguridad, etc., para apercibirse hasta qué punto están de acuerdo, hasta qué punto han estado de acuerdo desde el principio. Peña Nieto impugna el gobierno de Felipe Calderón, pero apenas llega la hora de pasar a las puntualizaciones, exhibe su disponibilidad servil de mantener inalterable el mismo rumbo que él trazo. Si algún mérito hay que reconocerle a personajes como Manuel Espino y Vicente Fox, es la brutal honestidad con que asumen lo que el rejuego partidario mal procura disimular: Peña Nieto representa la continuidad del proyecto de país por el que ellos han venido trabajado.
Lo cual remite a otro aspecto de la oposición crítica dentro del actual proceso electoral que me parece francamente erróneo: insistir en que el regreso del PRI a la silla presidencial representa el regreso de aquel dinosaurio septuagenario, y que semejante retorno es la peor de las cosas que podría sucederle al país. Lo pernicioso de este PRI no radica en que vaya a traer de regreso a los Díaz Ordaz idos, sino que pretende perpetuar en su sitio a los Salinas, Zedillos, Calderones (y Azcárragas y Slim y Salinas Pliego) entronizados señores durante los más recientes lustros.
Ante semejante panorama, el reformismo lopezobradorista se muestra no sólo como una alternativa, sino ciertamente como la única alternativa electoral a disposición. Lo cual no significa de ninguna manera que vaya a ganar las elecciones. Sumar con ilusionada esperanza las concentraciones masivas en las plazas, los simulacros de votación en instituciones privadas y públicas de educación superior, así como los porcentajes de popularidad e impopularidad en las redes sociales, no debería desdibujar en la conciencia de los electores el hecho de que en este país las condiciones están dispuestas de tal modo que el peso del voto corporativo (militante o coaccionado) y la manipulación mediática sigue siendo fundamental. La actual geografía partidaria de este país no deja en tal sentido lugar a dudas. En todo caso, la tarea más relevante tal vez consista justo en entender y asumir que las responsabilidades cívicas de la ciudadanía no pueden quedar reducidas a optar por una o por otra alternativa electoral.
La importancia del movimiento 132 en ese sentido resulta inobjetable, así sea únicamente por el hecho de plantear la posibilidad y la urgencia de otras formas de activismo político, no sometidas a los usos, el enfoque, las expectativas y los plazos de los partidos. Probablemente el verdadero tema de fondo no sea en última instancia a quién le vamos a otorgar nuestro sufragio el próximo primero de julio, sino de qué manera asumirá a partir del dos de julio sus responsabilidades públicas cada uno de los ciudadanos a los cuales la carrera por la presidencia de la República ha venido a recordárselas de un modo u otro.