jueves, 21 de noviembre de 2013

"¡El horror! ¡El horror!"

I
Hace meses comencé a escribir un texto. El sector empresarial de Michoacán había salido a solicitar que las autoridades ejercieran una suerte de ley mordaza contra los medios estatales, a fin de que los temas de violencia, crimen organizado, quiebra económica e ingobernabilidad no siguieran generando una mala impresión en potenciales visitantes e inversionistas. Injerencia directa del poder político para ajustar a su dudoso criterio las márgenes de la libertad de expresión, a solicitud expresa de los señores del dinero. La indignación se me hacía nudo en las tripas, y tardé en encontrar el tono necesario para que el texto de marras no quedara en visceral y atropellada diatriba.
A partir de entonces, las primeras planas nacionales se han visto obligadas a regatearle espacio tanto a los escándalos de espionaje del gobierno de Obama como al retorcido culebrón de las reformas peñanietistas, para hablar de Michoacán. Me pregunto debajo de qué maceta habrán ido a esconder su dura cara los empresarios que encabezaron la solicitud aquella. Tal vez hayan considerado denunciar una conjura del periodismo nacional en contra del incomprendido y distorsionado edén que habitamos. O tal vez hayan supuesto que la mera autoproclama de sus buenas intenciones basta para garantizarle analgésicos de olvido a cada uno de sus intencionados e impunes deslices.
Pero ni la escalada de violencia oficialmente reportada, ni el cotidiano saldo de daños que los ciudadanos de a pie nos resignamos a compartir de boca en boca ante su inexistencia mediática dan para ironías. El texto, trompicado, confuso, vociferante, pura rabia y estupor, quedó por ahí, en algún archivo de la computadora. Enmudecido de desmesura.
Me asusta que la excepción pueda arraigarse norma. El fantasma más natural y más indeseable ante el oprobio se llama silencio. Y se apellida resignación.

II
Hace meses comencé a escribir un texto sobre El llanero solitario. Estaban por estrenar la película estelarizada por Johnny Depp, y a mí su pretexto me arracimaba los recuerdos con peculiar nitidez, en suave oleadas como de brisa.  Las historietas serie Avestruz de Editorial Novaro. Los expendios de revistas de segunda mano en la colonia Guerrero, de la mano de mi padrino o de mi abuela. Una cocina con alto techo de vigones, y paredes apenas recubiertas por una combada cáscara de pintura. Yo allá al fondo, ante la mesa infinita, a veces sobre un huacal y a veces sobre un banco de madera y hierro, bebiendo café con leche en un pocillo de peltre mientras espero la llegada de mis padres, que traen para mí como maná de los ensueños una nueva aventura del jinete enmascarado.
El Llanero Solitario fue mi primer superhéroe. Sui géneris superhéroe sin superpoderes, confeccionado a la medida de un Far West donde lo políticamente correcto no pasaba todavía por la reivindicación justificatoria de cochambre alguna, sino por la aceptación feliz e indisputable de la superioridad del hombre blanco. Aguardé la película con un alborozo más bien mesurado, si se le compara con el que acompañó hace quince años el primer relanzamiento fílmico de El Hombre Araña. Pero alborozo al fin. No pretendí en ningún momento exigir ni exigirme más que el guiño cómplice de un puñado de perdidas prendas jugando a ser revisitadas. Y creo que a final de cuentas pude habérmela pasado bastante bien. Pero mientras miraba aquel jocoso carnaval en la pantalla, por vía de los motivos que le servían de pretexto contextual y narrativo, no podía dejar de evocar las estampas relatadas en la novela que había comenzado por entonces a leer. Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy.
En la cinta, Tonto (acá siempre lo conocimos por “Toro”), compañero, guía espiritual y escudero del protagonista,  es un piel roja en busca venganza contra los hombres blancos que aniquilaron a su tribu. Las circunstancias lo llevan, ya adulto, a verse inmiscuido en una suerte de remake de la misma vieja traición. Una nueva tribu es acusada de ultrajes y vandalismos en realidad perpetrados por hombres blancos con disfraz. Hace su aparición la mítica caballería confederada para poner orden; su general, advertido respecto a la realidad de los hechos, se alinea no obstante del lado de su propia raza y provecho. Entonces, el jefe de la tribu anuncia a los suyos que su tiempo ha terminado y no queda más alternativa que morir con honor. Los pieles rojas, armados con flechas y lanzas, se arrojan en ofensiva suicida contra los fusiles y la ametralladora de sus enemigos. Fin de la fábula. Un par de semanas después, Obama repartía su agenda del día entre la conmemoración del célebre discurso de Martin Luther King y los panegíricos en pro de la invasión a Siria.
La película culmina con un Tonto envejecido, chaplinesco, caminando a través de una pradera semidesértica, rumbo al horizonte, empequeñeciéndose de la misma forma en que la materia prima de las evocaciones (un perfume, una textura, una tonada) tiende a diluirse contra el abstruso paisaje de lo vivido.
Escenarios como ese menudean en la novela de McCarthy. Una novela que causa escalofríos. Se trata del interminable peregrinar de una banda de mercenarios gringos por un vasto muestrario de postales fronterizas, fecundas en reminiscencias cósmicas, pero reducidas apenas al estatus de hilo enhebrador para las cuentas de un interminable y monótono rosario de atrocidades. La banda se reúne originalmente para internarse en México e imponer el orden, puesto que se trata de un país incapacitado para gobernarse por sí mismo. Tempranamente dispersada, vuelve a reunirse para cazar apaches por cuenta de los gobernadores de Chihuahua y Sonora. La barbarie se acata como por fatalidad; el obsesivo masacrar, saquear, violar, devastar, subsistir en un estancado letargo de disertaciones metafísicas y cueros cabelludos arrancados, pronto lleva a los protagonistas a no hacer distingo alguno entre apaches y mexicanos, entre pagadores y presas.
La escenificación finalmente amable del aniquilamiento piel roja en la cinta protagonizada por Depp, no podía menos que traerme a la cabeza sus reales términos, resucitados por la novela de McCarthy. Y a su vez la novela de McCarthy no podía menos que traerme a la cabeza la norma de barbarie instaurada en torno mío.
La infancia termina siendo un terreno que queda muy lejos, en otra dimensión. Y no me refiero a la mía concreta. Me refiero a la idea y posibilidad de una infancia digna de nombre semejante hacia cualquier rincón del horizonte donde la vista alcanza.


III
Meridiano de sangre (Blood meridian, 1985), al igual que otras novelas de su autor, es una meditación narrativa en torno al asunto del Mal. No se trata en ella de que existan personas buenas y personas malas. El demiurgo del Mal pretende reconocerse y acatarse como medida no sólo de su propia existencia, sino de cuantas existencias le rodean y del pulso mismo que hace girar el universo.
La novela negra norteamericana, heredera y transgresora de la mitología del western, nació y creció como convicción de que la sociedad contemporánea, íntegramente asentada sobre la injusticia y el delito, siempre sería sin embargo impotente para desvanecer y proscribir en definitiva, así fuera minoritario, cercado y a contracorriente, el imperativo de dignidad y de justicia, encarnado personaje a través de la pluma del escritor o delineado ausencia por el trágico entendimiento del lector. Los arquetipos del género, sean detectives, criminales, víctimas o testigos, salvaguardan siempre, contradictoria y multívoca, la opción del bien; y cuando la trama narrada no consiente en su seno salvaguarda semejante, toca al testigo de fuera de la página contrastar la medida de su (a pesar de todo) legítima esperanza, sobre el claustrofóbico telón de fondo propuesto.
Me parece que McCarthy, volviendo sobre los pasos del género para recuperar desde su negritud el western, ha llevado las cosas más allá. En Jim Thompson o David Goodis, el reiterado, monocorde, asfixiante triunfo del Mal, opera siempre como desesperado y manifiesto recordatorio de que las cosas no pueden ser así, no deben ser así. Aunque así sean. La norma inapelable no cancela nuestro derecho a la excepción, incluso aunque dicho derecho no alcance a cristalizar sino en la forma de minúsculo ensueño, de inverificable utopía. Thompson y Goodis narran desde las entrañas mismas del infierno, pero bajo la implacable, erizada  dureza de su tono, lo hacen mirando a través de los ojos misericordiosos del Hijo del Hombre.
No resulta casual que el ciclo novelístico de Cormac McCarthy haya prácticamente comenzado con la redefinición de dicho concepto. Su segundo libro, de 1973, se titula, precisamente, Hijo del hombre (Child of God), y al menos a mí me evoca de principio a fin La gente blanca del galés Arthur Machen, narración convertida por derecho propio en una obra maestra del género de horror sobrenatural. La gente blanca desdeña la idea del mal desde una perspectiva moral, social, doméstica, para situarlo más bien en términos cósmicos y metafísicos (un santo puede no haber movido jamás un dedo en favor de sus semejantes, y un demonio puede no haberle hecho nunca daño a nadie); su anécdota gira en torno a al diario de una niña que se ignora encarnación directa del Mal; el contraste entre la radical inocencia de la protagonista, y los actos que realiza (actos que convencionalmente no podrían calificarse de atroces pero que sutilmente —siempre en tono de ambigua insinuación— van trastocando nuestras más elementales nociones de tiempo, espacio, condición humana, realidad), da al relato una atmósfera algo más que perturbadora.
Los asesinatos y los actos necrofílicos perpetrados por Lester Ballard, protagonista de Hijo del hombre, no se prestan a ese tipo de sutilezas. Sin embargo, el entretejimiento entre inocencia y abyección pertenece exactamente a la misma estirpe. McCarthy incluso se consiente en esta obra temprana una entonación hasta cierto punto condolida que luego prácticamente desaparecerá de su prosa. Ballard, puede admitir que los lectores tiñan su aterrado estupor con una misericordia que ante el juez Holden de Meridiano de sangre  o el Anton Chigurh de No es país para viejos (No Country for Old Men, 2005) resultan llanamente impensables. 
Agotada la opción de otros ojos que no sean los de este nuevo Hijo del Hombre, tan atroz en la inaudita candidez como  en la radical alevosía, McCarthy narra —o juega a hacernos creer que narra— el infierno desde la única mirada legítimamente autorizada para contemplación semejante: la del infierno mismo.


III
La principal diferencia entre Apocalypse now de Francis Ford Coppola y el libro que le sirvió de inspiración (El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad) no es que la cinta esté ubicada en el Vietnam de los 1970 y la novela en el África inexplorada de finales del siglo XIX, sino en el enfoque de su personaje principal.
El capitán Kurtz de Conrad es un hombre que logra penetrar el oscuro corazón del horror y, en cierto sentido, encarnarlo, pero que termina despedazado por él; el precio de su mirada consiste en no vivir para contarla (mientras el precio del narrador que vive para contarla consiste en el cotidiano acecho de una sombra tan omnipotente como inaccesible).
El personaje interpretado por Marlon Brando deja de ser un alma individual, capaz de plantarse en el corazón de las tinieblas durante cierto período antes de verse aniquilado, para erigirse de algún modo en su encarnación perdurable. De idéntica naturaleza es el juez Holden postulado por MacCarthy como oficiante supremo de su Meridiano de sangre. No se trata de un hombre que ha entendido y acatado: él mismo es el horror y su cruzada no consiste sino en la risueña y brutal revelación del Mal como único estatuto verificable de lo real. El Mal es lo Real; cualquier sugerencia contraria sólo revela candidez y miopía, y más temprano que tarde deberá verse inmolada en el altar de su impotente entendimiento, de su fatal resignación.
Holden es monstruoso porque, al igual que todos los arquetipos clásicos de la literatura de horror, subvierte desde su fundamento mismo las convenciones, acuerdos y sobreentendidos que hacen humano al hombre. Drácula, el Dr. Frankenstein, Mr. Hyde violan (y al violar pervierten) los límites entre la humanidad y sus infranqueables más allá, sus trágicos y necesarios imposibles: no podrás vivir eternamente, no podrás crear vida ni conciencia por tus propios medios, no podrás ser otro que quien eres.
El sentido común sugiere que quien encarne el infierno no podría subsistir demasiado tiempo sin mirarse devorado y extinguido por sus llamas. De ahí que la concepción de un personaje ilimitadamente perdurable en su condición de ambulante averno resulte chocante hasta el pavor. Pero mientras vampiros, licántropos y golems consienten interpretaciones, lecturas y reinterpretaciones de las estirpes más diversas, el horror de Conrad pasado por el tamiz de MacCarthy sólo admite llamarse desconsuelo. No hay y no habrá consuelo. La vida es un inútil, sangriento e inexcusable sacrificio para el cual la opción de la virtud constituye apenas una suerte de énfasis confirmativo o estético relieve.
Yo quisiera responderle a MacCarthy que no tiene razón. Pero entiendo que para otorgarle esperanza de verdad a semejante respuesta,  preciso es reconocer primero hasta qué punto paisaje y horizonte (meridiano de sangre en torno nuestro) pareciera concederle la razón. Lo mismo desde los tonos coagulados que el parte subterráneo del día a día espesa negrura y multiplica murmullo en atroz parodia de Rulfo (vine a Comala porque me dijeron que acá estaban los perros disputando la carroña de mi padre), que desde su gama de marrones diluidos hasta el lila y el rosa en estridente festín de compra-venta.
De niño soñé una vez que el monstruo de Frankenstein (el mítico, el de Boris Karloff) irrumpía en la casa donde me guarecía, rompiendo paredes, descuadrando ventanas. Hoy no es extraño que, a la mitad de una conversación sobre la situación del planeta, del país, del estado, de mi colonia, de  mi calle, el súbito silencio de los participantes (dos o diez) me colme con la atroz certidumbre de que el sonriente juez Holden nos respira en la nuca, a todos y a cada uno.
Escribió alguna vez Ramón Martínez Ocaranza: “y hay tiempos de sentarse a llorar en un camino”. Omitió mencionar, acaso por piedad, que hay tiempos sin camino al cual sentarse a llorar. Y que llegado a cierto punto, el horror es capaz de desecar los posos mismos del llanto. 

jueves, 27 de junio de 2013

LOCURAS Y LOQUERAS

El loco no elige su locura. Puede en todo caso elegir el camino que conduce a ella. El propio Rimbaud, tan requerido a modo de aval siempre que se trata de reivindicar la impostación del delirio, postula al poeta trastornado por sus visiones como una consecuencia posible, acaso inevitable, pero jamás como fin supremo al que debieran orientarse a priori todos los afanes de la creación.
La dignificación intelectual del artista loco está obligada por principio a traicionar aquello mismo que ensalza; sin embargo, los contenidos de dicha traición pueden resultar muy diversos. Personalmente, aprecio la traición lúcida, que reivindica las travesías límite en cuanto tienen de singulares, individuales, intransferibles e inalcanzables, pero entendiendo que, por paradójico que parezca, sólo merecen leerse y pensarse en la medida que iluminan el inexcusable, cotidiano e infinitamente menos espectacular espacio de ser con los otros. Por el contrario, desconfío de quien empuña la locura como bandera de coartada, afectando intensidades que ni lo han venido a buscar jamás, ni jamás tampoco ha sido capaz de  buscar con el obstinado rigor (reverso total de la autocomplacencia) que exigen.
Supongo que tales filias y fobias bien pueden analogarse con las que en algún pasaje de El Danubio manifiesta Claudio Magris hacia los libertinos. Magris expresa, si no admiración, al menos sí respeto ante el libertino que asume su filosofía y sus actos como una elección personal, sin pretensiones de amonestación o redención frente a terceros. Y denuesta con acritud a aquellos que pretenden no sólo justificarse, sino además atribuirle a su voluntad de pasársela bien hipótesis de espiritual pertinencia y universal trascendencia.
Semejante reflexión resulta de una enorme actualidad en una época que ha reducido la noción de sentido a la búsqueda de la felicidad, circunscrito la idea de felicidad a la esfera del goce personal, y condicionado el goce personal desde la predatoria lógica de la cosificación y el consumo. No nos basta elegir la banalidad, queremos convencer y convencernos de que nuestra banalidad constituye una instancia superior del espíritu, un privilegiado estatus de conciencia, una fresca alternativa de legitimación existencial e intelectual.
Y por banalidad no me refiero aquí a la gratuidad libérrima del niño que juega sin otra pretensión que la del juego mismo. La banalidad neoliberal, sin importar los acentos cool con que pretenda pintárnosla Coca-Cola (“yo soy el que pone columpios por todos lados”) se llama inversión y se apellida plusvalía.
Hacernos los locos no nos vuelve realmente locos, ni mucho menos convierte nuestra locura en digno referente de interlocución para los otros.
Mucho más sencillo entusiasmarse con Artaud que comprenderlo. No entenderlo (aunque buena parte de lo que escribió esté ahí para ser racionalmente meditado y no, como suele más bien ocurrir, festivamente celebrado), comprenderlo. Ponernos en su lugar y, desde la distancia que nos separa de su irrepetible travesía, proyectar y asumir la medida de la nuestra.
La legitimación intelectual de la locura calculada, acaba parando casi siempre en elemental y grosera desvergüenza, abusivo individualismo, anulación del prójimo, autismo narcisista. Me autorizo a pasar por encima de los otros, en razón de la enrevesada supremacía de mi supuesta amoralidad.
Los grandes poetas locos de la historia no sólo nos legaron obras plenas de resonancias en las que continuamos encontrando enunciadas nuestras propias preguntas. Nos regalaron una actitud en la que creo que se repara poco: jamás tuvieron garantías, jamás se sintieron autosuficientes. Acataban con plena intransigencia la tarea de decir lo que tenían que decir, devorados al mismo tiempo por la íntima zozobra de la duda. Privilegiados exploradores de las fronteras del ser, intuían con transparencia: pero no sabían (mucho menos presumían saber). Y, más allá de los pintorescos aspavientos que el anecdotario guste enfatizar, si uno afina la mirada distingue como rasgo definitorio la más íntima de las humildades.

Desconfiemos del loco seguro de sí mismo y feliz con su locura.  

jueves, 13 de junio de 2013

TAKE THIS WALTZ


Hace un par de meses me encontré en un café a Mauricio Lira. Conversación de esas de tres minutos, con un pie en el estribo. Efusivo abrazo, meteórica puesta al día e inevitable recuento de años y daños que este caso en particular terminó redondeando número quince. Quince ya, ¿verdad?; habría que ver la posibilidad de hacernos nuestra fiesta, con todo y chambelanes; no estaría mal; adiós.
Justo andan cumpliéndose por estos días los dichosos quince años. El Mundial de Futbol de Francia 98 comenzó el 10 de junio. Si la memoria no me falla, desde un par de días antes había comenzado a aparecer “La red”, un suplemento de La voz de Michoacán que pretendía darle cotidiana cobertura literario-cultural a la competencia deportiva. El urdidor de la idea y director del suplemento era Mauricio. Como ni yo lo conocía a él, ni él me conocía a mí, desde el plazo transcurrido no puede sino azorarme lo mucho que a la vuelta del camino terminé debiéndole, lo mucho que le debo todavía.  Verme integrado a la alineación titular de aquel abigarrado dream team de colaboradores, significó mi primer contacto como articulista en La Voz de Michoacán. Terminado el Mundial de Futbol y cumplido el breve ciclo de vida de “La red”, comencé a colaborar semanalmente en la sección cultural. Y, excepción hecha de unos cuantos paréntesis aislados, continúe haciéndolo durante catorce años.
Mauricio pues, sin deberla ni temerla, fue en cierta medida responsable de una travesía que, a lo largo de casi cinco lustros, a medida que las semanas engordaban meses y los meses engordaban años, no podía más que abismarme en razón de su obstinada puntualidad y su dilatada longevidad. Un buen día me percaté de que no quedaba ninguno de quienes se encontraban ahí a mi llegada. No sólo los columnistas se habían ido, sino también sucesivos jefes de sección y reporteros. Mi columna llegó lo mismo a crecer hasta la extensión de una plana completa, que a reducirse a la infranqueable frontera de tres mil caracteres. Ningún recién llegado la cuestionaba, nadie al irse dejaba instrucciones sobre su erradicación o permanencia. Era una situación extraña. Llegó un momento en que  la única persona del periódico a quien le miraba el rostro era a la contadora, encargada de revisar mis recibos de honorarios y entregarme el cheque correspondiente. Nunca nadie me invitó a la cena anual de la empresa, nunca nadie me sugirió subir mi columna a internet, nunca nadie se metió con lo que escribía; ni para bien ni para mal. Hubo apenas un par de incidentes menores durante todo ese tiempo: un texto enviado que no se publicó por razones de espacio, el ademán de reducir o de plano suspender el pago correspondiente, mi fugaz paso durante un par de meses a la competencia, el cambio de nombre de mi columna. Tan fantasmal condición me otorgó una libertad inusual en la prensa local. Una prensa condicionada por los rígidos sobreentendidos de autocensura que el compromiso político, la connivencia comercial y el subsidio gubernamental imponen. No creo exagerar si afirmo que, durante catorce años, escribí lo que quise escribir; supongo que parte de ello tiene que ver con el desarrollo de un oficio para asumir los límites como condición de posibilidad, y para encontrar la manera de decir las cosas cuando se insinúa en el horizonte la opción de que no puedan ser dichas.
Escuela de escritura, escuela de disciplina, escuela de ética, mi colaboración semanal se volvió un hábito ritual, del que no me pasaba por la cabeza la opción de desprenderme. Hasta que diversas circunstancias coincidieron para provocar que, hará cosa de un año, el hábito ritual comenzara a espaciarse hasta en última instancia interrumpirse por completo. Ningún melodrama qué remitir. Elecciones y azares entretejiéndose urdimbre, como siempre.
Recién durante las últimas semanas, el pulso del hábito ritual pareciera venir a buscarme en los momentos más inopinados. Como si la sangre y la mirada hubieran sacado el provecho que podían de su imprevisto año sabático, y reclamaran no el derecho a cuatro páginas de reflexión suelta de cuando en cuando, sino el cíclico deber de una cita irrecusable, con todos los placeres y angustias que ello conlleva. Escribir sobre futbol y sobre libros, escribir sobre paisajes y política, escribir deambulando entre la crónica, la meditación, la provocación y el ensueño. Pensar en voz alta una vez por semana con la puerta abierta, sin exigencia de puntualidad para nadie que no sea yo mismo.
Será que se están cumpliendo quince años. El caso es que a estos días pareciera acompasarlos la cadencia de Lorca según Leonard Cohen, repitiendo una vez tras otra “take this waltz, take this waltz”. Toma este vals, toma este vals. Y deja que el vals te tome a ti.
Como ya no dispongo ni de recibos de honorarios para que un medio pueda pagar mis colaboraciones, ni de paciencia para andar haciendo antesalas en oficinas de personas que por lo habitual suponen estarte haciendo un favor, he decidido que esta nueva etapa la compartiré a través de La gambeta infinita, un blog que abrí hace ya tiempo y al que desde entonces vengo maltratando con mis abandonos y desatenciones.

¿Por qué este editorial? ¿Por qué este texto? ¿Por qué no ponerme a escribir y ya, semana tras semana? No lo sé. Tal vez porque siempre asumí mis columnas (El largo adiós, Página Blanca, Cable a tierra, El vuelo de Apolodoro) como un juego compartido, cuyas móviles y sencillas reglas exigían ser enunciadas. Reconviene Hugo Hiriart en algún lado: “no estás hablando solo; no platicas para lucirte, sino para comunicarte con otro”. Y a mí su voz que no conozco me reitera esa frase sobre el oído cada vez que me siento a escribir. Sé atento, se cortés, sé humilde, sé generoso. Una atención, pues, para con la silueta a la vez incontestable y difusa del potencial lector al otro lado de la mesa. Aun cuando sienta que las razones y los modos se me repiten en los labios. Aun cuando, al igual que el primer día (hace quince o veinticinco años, hace dos valses, siete rondas y diez lacrimógenos boleros) me asalte la tentación de borrarlo todo y empezar otra vez desde la primera letra. Empezar acaso de modo más sencillo, más conciso, más probado. Apelando, por ejemplo, a los versos iniciales de mi primer libro de poemas: “Esta botella perdida en altamar / no es una llamada de auxilio. / Es una invitación al naufragio”.