Hace meses comencé a escribir un
texto. El sector empresarial de Michoacán había salido a solicitar que las
autoridades ejercieran una suerte de ley mordaza contra los medios estatales, a
fin de que los temas de violencia, crimen organizado, quiebra económica e
ingobernabilidad no siguieran generando una mala impresión en potenciales
visitantes e inversionistas. Injerencia directa del poder político para ajustar
a su dudoso criterio las márgenes de la libertad de expresión, a solicitud
expresa de los señores del dinero. La indignación se me hacía nudo en las
tripas, y tardé en encontrar el tono necesario para que el texto de marras no
quedara en visceral y atropellada diatriba.
A partir de entonces, las primeras
planas nacionales se han visto obligadas a regatearle espacio tanto a los
escándalos de espionaje del gobierno de Obama como al retorcido culebrón de las
reformas peñanietistas, para hablar de Michoacán. Me pregunto debajo de qué
maceta habrán ido a esconder su dura cara los empresarios que encabezaron la
solicitud aquella. Tal vez hayan considerado denunciar una conjura del
periodismo nacional en contra del incomprendido y distorsionado edén que
habitamos. O tal vez hayan supuesto que la mera autoproclama de sus buenas
intenciones basta para garantizarle analgésicos de olvido a cada uno de sus
intencionados e impunes deslices.
Pero ni la escalada de violencia
oficialmente reportada, ni el cotidiano saldo de daños que los ciudadanos de a
pie nos resignamos a compartir de boca en boca ante su inexistencia mediática
dan para ironías. El texto, trompicado, confuso, vociferante, pura rabia y
estupor, quedó por ahí, en algún archivo de la computadora. Enmudecido de desmesura.
Me asusta que la excepción pueda
arraigarse norma. El fantasma más natural y más indeseable ante el oprobio se
llama silencio. Y se apellida resignación.
Hace meses comencé a escribir un
texto sobre El llanero solitario.
Estaban por estrenar la película estelarizada por Johnny Depp, y a mí su
pretexto me arracimaba los recuerdos con peculiar nitidez, en suave oleadas
como de brisa. Las historietas serie
Avestruz de Editorial Novaro. Los expendios de revistas de segunda mano en la
colonia Guerrero, de la mano de mi padrino o de mi abuela. Una cocina con alto
techo de vigones, y paredes apenas recubiertas por una combada cáscara de
pintura. Yo allá al fondo, ante la mesa infinita, a veces sobre un huacal y a
veces sobre un banco de madera y hierro, bebiendo café con leche en un pocillo
de peltre mientras espero la llegada de mis padres, que traen para mí como maná
de los ensueños una nueva aventura del jinete enmascarado.
El Llanero Solitario fue mi primer
superhéroe. Sui géneris superhéroe sin superpoderes, confeccionado a la medida
de un Far West donde lo políticamente correcto no pasaba todavía por la
reivindicación justificatoria de cochambre alguna, sino por la aceptación feliz
e indisputable de la superioridad del hombre blanco. Aguardé la película con un
alborozo más bien mesurado, si se le compara con el que acompañó hace quince
años el primer relanzamiento fílmico de El
Hombre Araña. Pero alborozo al fin. No pretendí en ningún momento exigir ni
exigirme más que el guiño cómplice de un puñado de perdidas prendas jugando a
ser revisitadas. Y creo que a final de cuentas pude habérmela pasado bastante
bien. Pero mientras miraba aquel jocoso carnaval en la pantalla, por vía de los
motivos que le servían de pretexto contextual y narrativo, no podía dejar de evocar
las estampas relatadas en la novela que había comenzado por entonces a leer. Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy.
En la cinta, Tonto (acá siempre lo conocimos por “Toro”), compañero, guía
espiritual y escudero del protagonista, es un piel roja en busca venganza contra los
hombres blancos que aniquilaron a su tribu. Las circunstancias lo llevan, ya
adulto, a verse inmiscuido en una suerte de remake
de la misma vieja traición. Una nueva tribu es acusada de ultrajes y vandalismos
en realidad perpetrados por hombres blancos con disfraz. Hace su aparición la
mítica caballería confederada para poner orden; su general, advertido respecto
a la realidad de los hechos, se alinea no obstante del lado de su propia raza y
provecho. Entonces, el jefe de la tribu anuncia a los suyos que su tiempo ha
terminado y no queda más alternativa que morir con honor. Los pieles rojas,
armados con flechas y lanzas, se arrojan en ofensiva suicida contra los fusiles
y la ametralladora de sus enemigos. Fin de la fábula. Un par de semanas
después, Obama repartía su agenda del día entre la conmemoración del célebre
discurso de Martin Luther King y los panegíricos en pro de la invasión a Siria.
La película culmina con un Tonto
envejecido, chaplinesco, caminando a través de una pradera semidesértica, rumbo
al horizonte, empequeñeciéndose de la misma forma en que la materia prima de
las evocaciones (un perfume, una textura, una tonada) tiende a diluirse contra
el abstruso paisaje de lo vivido.
Escenarios como ese menudean en la novela
de McCarthy. Una novela que causa escalofríos. Se trata del interminable
peregrinar de una banda de mercenarios gringos por un vasto muestrario de postales
fronterizas, fecundas en reminiscencias cósmicas, pero reducidas apenas al
estatus de hilo enhebrador para las cuentas de un interminable y monótono
rosario de atrocidades. La banda se reúne originalmente para internarse en
México e imponer el orden, puesto que se trata de un país incapacitado para
gobernarse por sí mismo. Tempranamente dispersada, vuelve a reunirse para cazar
apaches por cuenta de los gobernadores de Chihuahua y Sonora. La barbarie se
acata como por fatalidad; el obsesivo masacrar, saquear, violar, devastar,
subsistir en un estancado letargo de disertaciones metafísicas y cueros
cabelludos arrancados, pronto lleva a los protagonistas a no hacer distingo
alguno entre apaches y mexicanos, entre pagadores y presas.
La escenificación finalmente amable
del aniquilamiento piel roja en la cinta protagonizada por Depp, no podía menos
que traerme a la cabeza sus reales términos, resucitados por la novela de McCarthy.
Y a su vez la novela de McCarthy no podía menos que traerme a la cabeza la
norma de barbarie instaurada en torno mío.
La infancia termina siendo un
terreno que queda muy lejos, en otra dimensión. Y no me refiero a la mía
concreta. Me refiero a la idea y posibilidad de una infancia digna de nombre
semejante hacia cualquier rincón del horizonte donde la vista alcanza.
Meridiano
de sangre (Blood meridian, 1985),
al igual que otras novelas de su autor, es una meditación narrativa en torno al
asunto del Mal. No se trata en ella de que existan personas buenas y personas
malas. El demiurgo del Mal pretende reconocerse y acatarse como medida no sólo
de su propia existencia, sino de cuantas existencias le rodean y del pulso
mismo que hace girar el universo.
La novela negra norteamericana,
heredera y transgresora de la mitología del western, nació y creció como
convicción de que la sociedad contemporánea, íntegramente asentada sobre la
injusticia y el delito, siempre sería sin embargo impotente para desvanecer y
proscribir en definitiva, así fuera minoritario, cercado y a contracorriente,
el imperativo de dignidad y de justicia, encarnado personaje a través de la
pluma del escritor o delineado ausencia por el trágico entendimiento del
lector. Los arquetipos del género, sean detectives, criminales, víctimas o
testigos, salvaguardan siempre, contradictoria y multívoca, la opción del bien;
y cuando la trama narrada no consiente en su seno salvaguarda semejante, toca
al testigo de fuera de la página contrastar la medida de su (a pesar de todo)
legítima esperanza, sobre el claustrofóbico telón de fondo propuesto.
Me parece que McCarthy, volviendo
sobre los pasos del género para recuperar desde su negritud el western, ha
llevado las cosas más allá. En Jim Thompson o David Goodis, el reiterado,
monocorde, asfixiante triunfo del Mal, opera siempre como desesperado y
manifiesto recordatorio de que las cosas no pueden ser así, no deben ser así.
Aunque así sean. La norma inapelable no cancela nuestro derecho a la excepción,
incluso aunque dicho derecho no alcance a cristalizar sino en la forma de
minúsculo ensueño, de inverificable utopía. Thompson y Goodis narran desde las
entrañas mismas del infierno, pero bajo la implacable, erizada dureza de su tono, lo hacen mirando a través
de los ojos misericordiosos del Hijo del Hombre.
No resulta casual que el ciclo
novelístico de Cormac McCarthy haya prácticamente comenzado con la redefinición
de dicho concepto. Su segundo libro, de 1973, se titula, precisamente, Hijo del hombre (Child of God), y al menos a mí me evoca de principio a fin La gente blanca del galés Arthur Machen,
narración convertida por derecho propio en una obra maestra del género de
horror sobrenatural. La gente blanca
desdeña la idea del mal desde una perspectiva moral, social, doméstica, para
situarlo más bien en términos cósmicos y metafísicos (un santo puede no haber
movido jamás un dedo en favor de sus semejantes, y un demonio puede no haberle
hecho nunca daño a nadie); su anécdota gira en torno a al diario de una niña
que se ignora encarnación directa del Mal; el contraste entre la radical
inocencia de la protagonista, y los actos que realiza (actos que
convencionalmente no podrían calificarse de atroces pero que sutilmente —siempre
en tono de ambigua insinuación— van trastocando nuestras más elementales
nociones de tiempo, espacio, condición humana, realidad), da al relato una
atmósfera algo más que perturbadora.
Los asesinatos y los actos
necrofílicos perpetrados por Lester Ballard, protagonista de Hijo del hombre, no se prestan a ese
tipo de sutilezas. Sin embargo, el entretejimiento entre inocencia y abyección
pertenece exactamente a la misma estirpe. McCarthy incluso se consiente en esta
obra temprana una entonación hasta cierto punto condolida que luego
prácticamente desaparecerá de su prosa. Ballard, puede admitir que los lectores
tiñan su aterrado estupor con una misericordia que ante el juez Holden de Meridiano de sangre o el Anton Chigurh de No es país para viejos (No
Country for Old Men, 2005) resultan llanamente impensables.
Agotada la opción de otros ojos que
no sean los de este nuevo Hijo del Hombre, tan atroz en la inaudita candidez
como en la radical alevosía, McCarthy
narra —o juega a hacernos creer que narra— el infierno desde la única mirada
legítimamente autorizada para contemplación semejante: la del infierno mismo.
La principal diferencia entre Apocalypse now de Francis Ford Coppola y
el libro que le sirvió de inspiración (El
corazón de las tinieblas de Joseph Conrad) no es que la cinta esté ubicada
en el Vietnam de los 1970 y la novela en el África inexplorada de finales del
siglo XIX, sino en el enfoque de su personaje principal.
El capitán Kurtz de Conrad es un
hombre que logra penetrar el oscuro corazón del horror y, en cierto sentido,
encarnarlo, pero que termina despedazado por él; el precio de su mirada
consiste en no vivir para contarla (mientras el precio del narrador que vive
para contarla consiste en el cotidiano acecho de una sombra tan omnipotente
como inaccesible).
El personaje interpretado por
Marlon Brando deja de ser un alma individual, capaz de plantarse en el corazón
de las tinieblas durante cierto período antes de verse aniquilado, para
erigirse de algún modo en su encarnación perdurable. De idéntica naturaleza es
el juez Holden postulado por MacCarthy como oficiante supremo de su Meridiano de sangre. No se trata de un
hombre que ha entendido y acatado: él mismo es el horror y su cruzada no
consiste sino en la risueña y brutal revelación del Mal como único estatuto
verificable de lo real. El Mal es lo Real; cualquier sugerencia contraria sólo
revela candidez y miopía, y más temprano que tarde deberá verse inmolada en el
altar de su impotente entendimiento, de su fatal resignación.
Holden es monstruoso porque, al
igual que todos los arquetipos clásicos de la literatura de horror, subvierte
desde su fundamento mismo las convenciones, acuerdos y sobreentendidos que
hacen humano al hombre. Drácula, el Dr. Frankenstein, Mr. Hyde violan (y al
violar pervierten) los límites entre la humanidad y sus infranqueables más
allá, sus trágicos y necesarios imposibles: no podrás vivir eternamente, no
podrás crear vida ni conciencia por tus propios medios, no podrás ser otro que
quien eres.
El sentido común sugiere que quien
encarne el infierno no podría subsistir demasiado tiempo sin mirarse devorado y
extinguido por sus llamas. De ahí que la concepción de un personaje ilimitadamente
perdurable en su condición de ambulante averno resulte chocante hasta el pavor.
Pero mientras vampiros, licántropos y golems consienten interpretaciones,
lecturas y reinterpretaciones de las estirpes más diversas, el horror de Conrad
pasado por el tamiz de MacCarthy sólo admite llamarse desconsuelo. No hay y no
habrá consuelo. La vida es un inútil, sangriento e inexcusable sacrificio para
el cual la opción de la virtud constituye apenas una suerte de énfasis
confirmativo o estético relieve.
Yo quisiera responderle a MacCarthy
que no tiene razón. Pero entiendo que para otorgarle esperanza de verdad a
semejante respuesta, preciso es
reconocer primero hasta qué punto paisaje y horizonte (meridiano de sangre en torno
nuestro) pareciera concederle la razón. Lo mismo desde los tonos coagulados que
el parte subterráneo del día a día espesa negrura y multiplica murmullo en
atroz parodia de Rulfo (vine a Comala porque me dijeron que acá estaban los
perros disputando la carroña de mi padre), que desde su gama de marrones
diluidos hasta el lila y el rosa en estridente festín de compra-venta.
De niño soñé una vez que el
monstruo de Frankenstein (el mítico, el de Boris Karloff) irrumpía en la casa
donde me guarecía, rompiendo paredes, descuadrando ventanas. Hoy no es extraño
que, a la mitad de una conversación sobre la situación del planeta, del país,
del estado, de mi colonia, de mi calle,
el súbito silencio de los participantes (dos o diez) me colme con la atroz
certidumbre de que el sonriente juez Holden nos respira en la nuca, a todos y
a cada uno.
Escribió alguna vez Ramón Martínez Ocaranza: “y hay tiempos de sentarse a llorar en un camino”. Omitió mencionar, acaso por piedad, que hay tiempos sin camino al cual sentarse a llorar. Y que llegado a cierto punto, el horror es capaz de desecar los posos mismos del llanto.
Escribió alguna vez Ramón Martínez Ocaranza: “y hay tiempos de sentarse a llorar en un camino”. Omitió mencionar, acaso por piedad, que hay tiempos sin camino al cual sentarse a llorar. Y que llegado a cierto punto, el horror es capaz de desecar los posos mismos del llanto.