Escribió alguna vez Ramón Martínez Ocaranza: “y hay tiempos de sentarse a llorar en un camino”. Omitió mencionar, acaso por piedad, que hay tiempos sin camino al cual sentarse a llorar. Y que llegado a cierto punto, el horror es capaz de desecar los posos mismos del llanto.
jueves, 21 de noviembre de 2013
"¡El horror! ¡El horror!"
Hace meses comencé a escribir un
texto. El sector empresarial de Michoacán había salido a solicitar que las
autoridades ejercieran una suerte de ley mordaza contra los medios estatales, a
fin de que los temas de violencia, crimen organizado, quiebra económica e
ingobernabilidad no siguieran generando una mala impresión en potenciales
visitantes e inversionistas. Injerencia directa del poder político para ajustar
a su dudoso criterio las márgenes de la libertad de expresión, a solicitud
expresa de los señores del dinero. La indignación se me hacía nudo en las
tripas, y tardé en encontrar el tono necesario para que el texto de marras no
quedara en visceral y atropellada diatriba.
A partir de entonces, las primeras
planas nacionales se han visto obligadas a regatearle espacio tanto a los
escándalos de espionaje del gobierno de Obama como al retorcido culebrón de las
reformas peñanietistas, para hablar de Michoacán. Me pregunto debajo de qué
maceta habrán ido a esconder su dura cara los empresarios que encabezaron la
solicitud aquella. Tal vez hayan considerado denunciar una conjura del
periodismo nacional en contra del incomprendido y distorsionado edén que
habitamos. O tal vez hayan supuesto que la mera autoproclama de sus buenas
intenciones basta para garantizarle analgésicos de olvido a cada uno de sus
intencionados e impunes deslices.
Pero ni la escalada de violencia
oficialmente reportada, ni el cotidiano saldo de daños que los ciudadanos de a
pie nos resignamos a compartir de boca en boca ante su inexistencia mediática
dan para ironías. El texto, trompicado, confuso, vociferante, pura rabia y
estupor, quedó por ahí, en algún archivo de la computadora. Enmudecido de desmesura.
Me asusta que la excepción pueda
arraigarse norma. El fantasma más natural y más indeseable ante el oprobio se
llama silencio. Y se apellida resignación.
Hace meses comencé a escribir un
texto sobre El llanero solitario.
Estaban por estrenar la película estelarizada por Johnny Depp, y a mí su
pretexto me arracimaba los recuerdos con peculiar nitidez, en suave oleadas
como de brisa. Las historietas serie
Avestruz de Editorial Novaro. Los expendios de revistas de segunda mano en la
colonia Guerrero, de la mano de mi padrino o de mi abuela. Una cocina con alto
techo de vigones, y paredes apenas recubiertas por una combada cáscara de
pintura. Yo allá al fondo, ante la mesa infinita, a veces sobre un huacal y a
veces sobre un banco de madera y hierro, bebiendo café con leche en un pocillo
de peltre mientras espero la llegada de mis padres, que traen para mí como maná
de los ensueños una nueva aventura del jinete enmascarado.
El Llanero Solitario fue mi primer
superhéroe. Sui géneris superhéroe sin superpoderes, confeccionado a la medida
de un Far West donde lo políticamente correcto no pasaba todavía por la
reivindicación justificatoria de cochambre alguna, sino por la aceptación feliz
e indisputable de la superioridad del hombre blanco. Aguardé la película con un
alborozo más bien mesurado, si se le compara con el que acompañó hace quince
años el primer relanzamiento fílmico de El
Hombre Araña. Pero alborozo al fin. No pretendí en ningún momento exigir ni
exigirme más que el guiño cómplice de un puñado de perdidas prendas jugando a
ser revisitadas. Y creo que a final de cuentas pude habérmela pasado bastante
bien. Pero mientras miraba aquel jocoso carnaval en la pantalla, por vía de los
motivos que le servían de pretexto contextual y narrativo, no podía dejar de evocar
las estampas relatadas en la novela que había comenzado por entonces a leer. Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy.
En la cinta, Tonto (acá siempre lo conocimos por “Toro”), compañero, guía
espiritual y escudero del protagonista, es un piel roja en busca venganza contra los
hombres blancos que aniquilaron a su tribu. Las circunstancias lo llevan, ya
adulto, a verse inmiscuido en una suerte de remake
de la misma vieja traición. Una nueva tribu es acusada de ultrajes y vandalismos
en realidad perpetrados por hombres blancos con disfraz. Hace su aparición la
mítica caballería confederada para poner orden; su general, advertido respecto
a la realidad de los hechos, se alinea no obstante del lado de su propia raza y
provecho. Entonces, el jefe de la tribu anuncia a los suyos que su tiempo ha
terminado y no queda más alternativa que morir con honor. Los pieles rojas,
armados con flechas y lanzas, se arrojan en ofensiva suicida contra los fusiles
y la ametralladora de sus enemigos. Fin de la fábula. Un par de semanas
después, Obama repartía su agenda del día entre la conmemoración del célebre
discurso de Martin Luther King y los panegíricos en pro de la invasión a Siria.
La película culmina con un Tonto
envejecido, chaplinesco, caminando a través de una pradera semidesértica, rumbo
al horizonte, empequeñeciéndose de la misma forma en que la materia prima de
las evocaciones (un perfume, una textura, una tonada) tiende a diluirse contra
el abstruso paisaje de lo vivido.
Escenarios como ese menudean en la novela
de McCarthy. Una novela que causa escalofríos. Se trata del interminable
peregrinar de una banda de mercenarios gringos por un vasto muestrario de postales
fronterizas, fecundas en reminiscencias cósmicas, pero reducidas apenas al
estatus de hilo enhebrador para las cuentas de un interminable y monótono
rosario de atrocidades. La banda se reúne originalmente para internarse en
México e imponer el orden, puesto que se trata de un país incapacitado para
gobernarse por sí mismo. Tempranamente dispersada, vuelve a reunirse para cazar
apaches por cuenta de los gobernadores de Chihuahua y Sonora. La barbarie se
acata como por fatalidad; el obsesivo masacrar, saquear, violar, devastar,
subsistir en un estancado letargo de disertaciones metafísicas y cueros
cabelludos arrancados, pronto lleva a los protagonistas a no hacer distingo
alguno entre apaches y mexicanos, entre pagadores y presas.
La escenificación finalmente amable
del aniquilamiento piel roja en la cinta protagonizada por Depp, no podía menos
que traerme a la cabeza sus reales términos, resucitados por la novela de McCarthy.
Y a su vez la novela de McCarthy no podía menos que traerme a la cabeza la
norma de barbarie instaurada en torno mío.
La infancia termina siendo un
terreno que queda muy lejos, en otra dimensión. Y no me refiero a la mía
concreta. Me refiero a la idea y posibilidad de una infancia digna de nombre
semejante hacia cualquier rincón del horizonte donde la vista alcanza.
Meridiano
de sangre (Blood meridian, 1985),
al igual que otras novelas de su autor, es una meditación narrativa en torno al
asunto del Mal. No se trata en ella de que existan personas buenas y personas
malas. El demiurgo del Mal pretende reconocerse y acatarse como medida no sólo
de su propia existencia, sino de cuantas existencias le rodean y del pulso
mismo que hace girar el universo.
La novela negra norteamericana,
heredera y transgresora de la mitología del western, nació y creció como
convicción de que la sociedad contemporánea, íntegramente asentada sobre la
injusticia y el delito, siempre sería sin embargo impotente para desvanecer y
proscribir en definitiva, así fuera minoritario, cercado y a contracorriente,
el imperativo de dignidad y de justicia, encarnado personaje a través de la
pluma del escritor o delineado ausencia por el trágico entendimiento del
lector. Los arquetipos del género, sean detectives, criminales, víctimas o
testigos, salvaguardan siempre, contradictoria y multívoca, la opción del bien;
y cuando la trama narrada no consiente en su seno salvaguarda semejante, toca
al testigo de fuera de la página contrastar la medida de su (a pesar de todo)
legítima esperanza, sobre el claustrofóbico telón de fondo propuesto.
Me parece que McCarthy, volviendo
sobre los pasos del género para recuperar desde su negritud el western, ha
llevado las cosas más allá. En Jim Thompson o David Goodis, el reiterado,
monocorde, asfixiante triunfo del Mal, opera siempre como desesperado y
manifiesto recordatorio de que las cosas no pueden ser así, no deben ser así.
Aunque así sean. La norma inapelable no cancela nuestro derecho a la excepción,
incluso aunque dicho derecho no alcance a cristalizar sino en la forma de
minúsculo ensueño, de inverificable utopía. Thompson y Goodis narran desde las
entrañas mismas del infierno, pero bajo la implacable, erizada dureza de su tono, lo hacen mirando a través
de los ojos misericordiosos del Hijo del Hombre.
No resulta casual que el ciclo
novelístico de Cormac McCarthy haya prácticamente comenzado con la redefinición
de dicho concepto. Su segundo libro, de 1973, se titula, precisamente, Hijo del hombre (Child of God), y al menos a mí me evoca de principio a fin La gente blanca del galés Arthur Machen,
narración convertida por derecho propio en una obra maestra del género de
horror sobrenatural. La gente blanca
desdeña la idea del mal desde una perspectiva moral, social, doméstica, para
situarlo más bien en términos cósmicos y metafísicos (un santo puede no haber
movido jamás un dedo en favor de sus semejantes, y un demonio puede no haberle
hecho nunca daño a nadie); su anécdota gira en torno a al diario de una niña
que se ignora encarnación directa del Mal; el contraste entre la radical
inocencia de la protagonista, y los actos que realiza (actos que
convencionalmente no podrían calificarse de atroces pero que sutilmente —siempre
en tono de ambigua insinuación— van trastocando nuestras más elementales
nociones de tiempo, espacio, condición humana, realidad), da al relato una
atmósfera algo más que perturbadora.
Los asesinatos y los actos
necrofílicos perpetrados por Lester Ballard, protagonista de Hijo del hombre, no se prestan a ese
tipo de sutilezas. Sin embargo, el entretejimiento entre inocencia y abyección
pertenece exactamente a la misma estirpe. McCarthy incluso se consiente en esta
obra temprana una entonación hasta cierto punto condolida que luego
prácticamente desaparecerá de su prosa. Ballard, puede admitir que los lectores
tiñan su aterrado estupor con una misericordia que ante el juez Holden de Meridiano de sangre o el Anton Chigurh de No es país para viejos (No
Country for Old Men, 2005) resultan llanamente impensables.
Agotada la opción de otros ojos que
no sean los de este nuevo Hijo del Hombre, tan atroz en la inaudita candidez
como en la radical alevosía, McCarthy
narra —o juega a hacernos creer que narra— el infierno desde la única mirada
legítimamente autorizada para contemplación semejante: la del infierno mismo.
La principal diferencia entre Apocalypse now de Francis Ford Coppola y
el libro que le sirvió de inspiración (El
corazón de las tinieblas de Joseph Conrad) no es que la cinta esté ubicada
en el Vietnam de los 1970 y la novela en el África inexplorada de finales del
siglo XIX, sino en el enfoque de su personaje principal.
El capitán Kurtz de Conrad es un
hombre que logra penetrar el oscuro corazón del horror y, en cierto sentido,
encarnarlo, pero que termina despedazado por él; el precio de su mirada
consiste en no vivir para contarla (mientras el precio del narrador que vive
para contarla consiste en el cotidiano acecho de una sombra tan omnipotente
como inaccesible).
El personaje interpretado por
Marlon Brando deja de ser un alma individual, capaz de plantarse en el corazón
de las tinieblas durante cierto período antes de verse aniquilado, para
erigirse de algún modo en su encarnación perdurable. De idéntica naturaleza es
el juez Holden postulado por MacCarthy como oficiante supremo de su Meridiano de sangre. No se trata de un
hombre que ha entendido y acatado: él mismo es el horror y su cruzada no
consiste sino en la risueña y brutal revelación del Mal como único estatuto
verificable de lo real. El Mal es lo Real; cualquier sugerencia contraria sólo
revela candidez y miopía, y más temprano que tarde deberá verse inmolada en el
altar de su impotente entendimiento, de su fatal resignación.
Holden es monstruoso porque, al
igual que todos los arquetipos clásicos de la literatura de horror, subvierte
desde su fundamento mismo las convenciones, acuerdos y sobreentendidos que
hacen humano al hombre. Drácula, el Dr. Frankenstein, Mr. Hyde violan (y al
violar pervierten) los límites entre la humanidad y sus infranqueables más
allá, sus trágicos y necesarios imposibles: no podrás vivir eternamente, no
podrás crear vida ni conciencia por tus propios medios, no podrás ser otro que
quien eres.
El sentido común sugiere que quien
encarne el infierno no podría subsistir demasiado tiempo sin mirarse devorado y
extinguido por sus llamas. De ahí que la concepción de un personaje ilimitadamente
perdurable en su condición de ambulante averno resulte chocante hasta el pavor.
Pero mientras vampiros, licántropos y golems consienten interpretaciones,
lecturas y reinterpretaciones de las estirpes más diversas, el horror de Conrad
pasado por el tamiz de MacCarthy sólo admite llamarse desconsuelo. No hay y no
habrá consuelo. La vida es un inútil, sangriento e inexcusable sacrificio para
el cual la opción de la virtud constituye apenas una suerte de énfasis
confirmativo o estético relieve.
Yo quisiera responderle a MacCarthy
que no tiene razón. Pero entiendo que para otorgarle esperanza de verdad a
semejante respuesta, preciso es
reconocer primero hasta qué punto paisaje y horizonte (meridiano de sangre en torno
nuestro) pareciera concederle la razón. Lo mismo desde los tonos coagulados que
el parte subterráneo del día a día espesa negrura y multiplica murmullo en
atroz parodia de Rulfo (vine a Comala porque me dijeron que acá estaban los
perros disputando la carroña de mi padre), que desde su gama de marrones
diluidos hasta el lila y el rosa en estridente festín de compra-venta.
De niño soñé una vez que el
monstruo de Frankenstein (el mítico, el de Boris Karloff) irrumpía en la casa
donde me guarecía, rompiendo paredes, descuadrando ventanas. Hoy no es extraño
que, a la mitad de una conversación sobre la situación del planeta, del país,
del estado, de mi colonia, de mi calle,
el súbito silencio de los participantes (dos o diez) me colme con la atroz
certidumbre de que el sonriente juez Holden nos respira en la nuca, a todos y
a cada uno.
Escribió alguna vez Ramón Martínez Ocaranza: “y hay tiempos de sentarse a llorar en un camino”. Omitió mencionar, acaso por piedad, que hay tiempos sin camino al cual sentarse a llorar. Y que llegado a cierto punto, el horror es capaz de desecar los posos mismos del llanto.
Escribió alguna vez Ramón Martínez Ocaranza: “y hay tiempos de sentarse a llorar en un camino”. Omitió mencionar, acaso por piedad, que hay tiempos sin camino al cual sentarse a llorar. Y que llegado a cierto punto, el horror es capaz de desecar los posos mismos del llanto.
jueves, 27 de junio de 2013
LOCURAS Y LOQUERAS
El loco no elige su locura. Puede
en todo caso elegir el camino que conduce a ella. El propio Rimbaud, tan
requerido a modo de aval siempre que se trata de reivindicar la impostación del
delirio, postula al poeta trastornado por sus visiones como una consecuencia
posible, acaso inevitable, pero jamás como fin supremo al que debieran
orientarse a priori todos los afanes de la creación.
La dignificación intelectual del
artista loco está obligada por principio a traicionar aquello mismo que ensalza;
sin embargo, los contenidos de dicha traición pueden resultar muy diversos.
Personalmente, aprecio la traición lúcida, que reivindica las travesías límite
en cuanto tienen de singulares, individuales, intransferibles e inalcanzables,
pero entendiendo que, por paradójico que parezca, sólo merecen leerse y
pensarse en la medida que iluminan el inexcusable, cotidiano e infinitamente
menos espectacular espacio de ser con los otros. Por el contrario, desconfío de
quien empuña la locura como bandera de coartada, afectando intensidades que ni
lo han venido a buscar jamás, ni jamás tampoco ha sido capaz de buscar con el obstinado rigor (reverso total
de la autocomplacencia) que exigen.
Supongo que tales filias y fobias
bien pueden analogarse con las que en algún pasaje de El Danubio manifiesta Claudio Magris hacia los libertinos. Magris
expresa, si no admiración, al menos sí respeto ante el libertino que asume su
filosofía y sus actos como una elección personal, sin pretensiones de
amonestación o redención frente a terceros. Y denuesta con acritud a aquellos
que pretenden no sólo justificarse, sino además atribuirle a su voluntad de
pasársela bien hipótesis de espiritual pertinencia y universal trascendencia.
Semejante reflexión resulta de una
enorme actualidad en una época que ha reducido la noción de sentido a la
búsqueda de la felicidad, circunscrito la idea de felicidad a la esfera del
goce personal, y condicionado el goce personal desde la predatoria lógica de la
cosificación y el consumo. No nos basta elegir la banalidad, queremos convencer
y convencernos de que nuestra banalidad constituye una instancia superior del
espíritu, un privilegiado estatus de conciencia, una fresca alternativa de
legitimación existencial e intelectual.
Y por banalidad no me refiero aquí
a la gratuidad libérrima del niño que juega sin otra pretensión que la del
juego mismo. La banalidad neoliberal, sin importar los acentos cool con que
pretenda pintárnosla Coca-Cola (“yo soy el que pone columpios por todos lados”)
se llama inversión y se apellida plusvalía.
Hacernos los locos no nos vuelve
realmente locos, ni mucho menos convierte nuestra locura en digno referente de
interlocución para los otros.
Mucho más sencillo entusiasmarse
con Artaud que comprenderlo. No entenderlo (aunque buena parte de lo que
escribió esté ahí para ser racionalmente meditado y no, como suele más bien
ocurrir, festivamente celebrado), comprenderlo. Ponernos en su lugar y, desde
la distancia que nos separa de su irrepetible travesía, proyectar y asumir la
medida de la nuestra.
La legitimación intelectual de la
locura calculada, acaba parando casi siempre en elemental y grosera
desvergüenza, abusivo individualismo, anulación del prójimo, autismo narcisista.
Me autorizo a pasar por encima de los otros, en razón de la enrevesada supremacía
de mi supuesta amoralidad.
Los grandes poetas locos de la
historia no sólo nos legaron obras plenas de resonancias en las que continuamos
encontrando enunciadas nuestras propias preguntas. Nos regalaron una actitud en
la que creo que se repara poco: jamás tuvieron garantías, jamás se sintieron
autosuficientes. Acataban con plena intransigencia la tarea de decir lo que
tenían que decir, devorados al mismo tiempo por la íntima zozobra de la duda.
Privilegiados exploradores de las fronteras del ser, intuían con transparencia:
pero no sabían (mucho menos presumían saber). Y, más allá de los pintorescos
aspavientos que el anecdotario guste enfatizar, si uno afina la mirada
distingue como rasgo definitorio la más íntima de las humildades.
Desconfiemos del loco seguro de sí
mismo y feliz con su locura.
jueves, 13 de junio de 2013
TAKE THIS WALTZ
Hace un par de meses me encontré en
un café a Mauricio Lira. Conversación de esas de tres minutos, con un pie en el
estribo. Efusivo abrazo, meteórica puesta al día e inevitable recuento de años
y daños que este caso en particular terminó redondeando número quince. Quince
ya, ¿verdad?; habría que ver la posibilidad de hacernos nuestra fiesta, con
todo y chambelanes; no estaría mal; adiós.
Justo andan cumpliéndose por estos
días los dichosos quince años. El Mundial de Futbol de Francia 98 comenzó el 10
de junio. Si la memoria no me falla, desde un par de días antes había comenzado
a aparecer “La red”, un suplemento de La
voz de Michoacán que pretendía darle cotidiana cobertura literario-cultural
a la competencia deportiva. El urdidor de la idea y director del suplemento era
Mauricio. Como ni yo lo conocía a él, ni él me conocía a mí, desde el plazo
transcurrido no puede sino azorarme lo mucho que a la vuelta del camino terminé
debiéndole, lo mucho que le debo todavía. Verme integrado a la alineación titular de
aquel abigarrado dream team de
colaboradores, significó mi primer contacto como articulista en La Voz de Michoacán. Terminado el
Mundial de Futbol y cumplido el breve ciclo de vida de “La red”, comencé a
colaborar semanalmente en la sección cultural. Y, excepción hecha de unos
cuantos paréntesis aislados, continúe haciéndolo durante catorce años.
Mauricio pues, sin deberla ni
temerla, fue en cierta medida responsable de una travesía que, a lo largo de casi
cinco lustros, a medida que las semanas engordaban meses y los meses engordaban
años, no podía más que abismarme en razón de su obstinada puntualidad y su
dilatada longevidad. Un buen día me percaté de que no quedaba ninguno de
quienes se encontraban ahí a mi llegada. No sólo los columnistas se habían ido,
sino también sucesivos jefes de sección y reporteros. Mi columna llegó lo mismo
a crecer hasta la extensión de una plana completa, que a reducirse a la
infranqueable frontera de tres mil caracteres. Ningún recién llegado la
cuestionaba, nadie al irse dejaba instrucciones sobre su erradicación o
permanencia. Era una situación extraña. Llegó un momento en que la única persona del periódico a quien le
miraba el rostro era a la contadora, encargada de revisar mis recibos de
honorarios y entregarme el cheque correspondiente. Nunca nadie me invitó a la
cena anual de la empresa, nunca nadie me sugirió subir mi columna a internet,
nunca nadie se metió con lo que escribía; ni para bien ni para mal. Hubo apenas
un par de incidentes menores durante todo ese tiempo: un texto enviado que no
se publicó por razones de espacio, el ademán de reducir o de plano suspender el
pago correspondiente, mi fugaz paso durante un par de meses a la competencia,
el cambio de nombre de mi columna. Tan fantasmal condición me otorgó una libertad
inusual en la prensa local. Una prensa condicionada por los rígidos sobreentendidos
de autocensura que el compromiso político, la connivencia comercial y el
subsidio gubernamental imponen. No creo exagerar si afirmo que, durante catorce
años, escribí lo que quise escribir; supongo que parte de ello tiene que ver
con el desarrollo de un oficio para asumir los límites como condición de
posibilidad, y para encontrar la manera de decir las cosas cuando se insinúa en
el horizonte la opción de que no puedan ser dichas.
Escuela de escritura, escuela de
disciplina, escuela de ética, mi colaboración semanal se volvió un hábito
ritual, del que no me pasaba por la cabeza la opción de desprenderme. Hasta que
diversas circunstancias coincidieron para provocar que, hará cosa de un año, el
hábito ritual comenzara a espaciarse hasta en última instancia interrumpirse
por completo. Ningún melodrama qué remitir. Elecciones y azares entretejiéndose
urdimbre, como siempre.
Recién durante las últimas semanas,
el pulso del hábito ritual pareciera venir a buscarme en los momentos más
inopinados. Como si la sangre y la mirada hubieran sacado el provecho que
podían de su imprevisto año sabático, y reclamaran no el derecho a cuatro
páginas de reflexión suelta de cuando en cuando, sino el cíclico deber de una
cita irrecusable, con todos los placeres y angustias que ello conlleva.
Escribir sobre futbol y sobre libros, escribir sobre paisajes y política,
escribir deambulando entre la crónica, la meditación, la provocación y el
ensueño. Pensar en voz alta una vez por semana con la puerta abierta, sin
exigencia de puntualidad para nadie que no sea yo mismo.
Será que se están cumpliendo quince
años. El caso es que a estos días pareciera acompasarlos la cadencia de Lorca
según Leonard Cohen, repitiendo una vez tras otra “take this waltz, take this
waltz”. Toma este vals, toma este vals. Y deja que el vals te tome a ti.
Como ya no dispongo ni de recibos
de honorarios para que un medio pueda pagar mis colaboraciones, ni de paciencia
para andar haciendo antesalas en oficinas de personas que por lo habitual
suponen estarte haciendo un favor, he decidido que esta nueva etapa la
compartiré a través de La gambeta
infinita, un blog que abrí hace ya tiempo y al que desde entonces vengo
maltratando con mis abandonos y desatenciones.
¿Por qué este editorial? ¿Por qué
este texto? ¿Por qué no ponerme a escribir y ya, semana tras semana? No lo sé.
Tal vez porque siempre asumí mis columnas (El
largo adiós, Página Blanca, Cable a tierra, El vuelo de Apolodoro) como un
juego compartido, cuyas móviles y sencillas reglas exigían ser enunciadas. Reconviene
Hugo Hiriart en algún lado: “no estás hablando solo; no platicas para lucirte,
sino para comunicarte con otro”. Y a mí su voz que no conozco me reitera esa
frase sobre el oído cada vez que me siento a escribir. Sé atento, se cortés, sé
humilde, sé generoso. Una atención, pues, para con la silueta a la vez incontestable
y difusa del potencial lector al otro lado de la mesa. Aun cuando sienta que
las razones y los modos se me repiten en los labios. Aun cuando, al igual que
el primer día (hace quince o veinticinco años, hace dos valses, siete rondas y diez
lacrimógenos boleros) me asalte la tentación de borrarlo todo y empezar otra
vez desde la primera letra. Empezar acaso de modo más sencillo, más conciso,
más probado. Apelando, por ejemplo, a los versos iniciales de mi primer libro
de poemas: “Esta botella perdida en altamar / no es una llamada de auxilio. /
Es una invitación al naufragio”.
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