Ante lo
transparente hay que mostrarse precavidos, pues resulta altamente propicio para
equívocos (y en modo alguno inocentes) automatismos, prestos a remitir toda
transparencia a los términos de una diafanidad, una pureza y una candidez tan
inofensivas como banales.
Por poner sólo un
ejemplo, entre nosotros el título de la más célebre novela de Carlos Fuentes, La región más transparente, con las
décadas ha dado en asumirse casi por acto reflejo como una suerte de
chascarrillo, aderezado a partes iguales por la más confortable impotencia y la
más anodina nostalgia; a través suyo estaría aludiéndose a una época en que la
polución ambiental apenas amagaba en la Ciudad de México preliminares estragos,
y su efecto hilarante entre lectores y comentaristas habría que adjudicárselo
menos al novelista que a los años acumulados: convertida la capital mexicana en
una de las urbes más contaminadas del planeta, recordar que alguna vez pudo
llamársele “la región más transparente del aire” (entendida como “la región del
aire más limpio”, “la región donde los volcanes alcanzaban a verse desde
lejos”) deviene fácil ironía, obviedad satisfecha por su sola enunciación y su
sencilla, elemental irrebatibilidad. La pregunta indispensable a plantear es
qué tiene que ver eso con el sentido y planteamiento generales de la novela.
¿Es el título un accesorio independiente, que admite asumirse y dictaminarse al
margen de lo que la obra como totalidad enuncie? ¿O hay que despachar íntegra a
La región más transparente como
evocación sosegadamente patriotera y resignadamente apocalíptica de un pasado
idílico? ¿Cuanto Carlos Fuentes-Ixca Cienfuegos despliegan a través de su
ambiciosa indagación narrativa, cabe y debe enmarcarse en la dominante
tendencia de situarnos con disposición turística ante nuestra propia memoria?
¿No será más bien
que la idea de transparencia que dicha novela propone y desarrolla hay que
buscarla en muy diversas tesituras respecto de aquella que, por obvia, tiende a
atribuírsele? La región más transparente
no alude a un idealizado territorio de prístina respirabilidad. La región más
transparente del aire es aquella donde el aire exhibe con idéntica nitidez los
ámbitos luminosos y los ámbitos umbríos; si el balance final afecta una marcada
propensión hacia estos últimos, obedece a que es la dolorosa cifra de su
material omnipotencia (“ésta es la tierra que nos han dado” apostrofó a su
turno Juan Rulfo) lo que página tras página va a debatirse.
Carlos Fuentes es
el último exponente químicamente puro de la Novela de la Revolución, porque aun
cuando lo hagan ya desde una realidad urbana materialmente consumada, sus dos
travesías novelísticas fundamentales (La
región más transparente y La muerte
de Artemio Cruz) siguen consagrándose a escrutar y esclarecer el mismo
trance histórico que ocupara a Azuela, Luis Guzmán, Urquizo, Muñoz, Yáñez y
Rulfo: la muerte del feudalismo porfirista, y el nacimiento de la burguesía
mexicana al amparo del orden institucional posrevolucionario. Aunque Aura viniera enseguida a señalarle la
indispensable tarea de afrontar la región más transparente del aire ya no como
el lugar donde “nos tocó” vivir, sino como el lugar donde —en ejercicio de
trágica libertad y amorosa lucidez— elegimos o acatamos vivir, el conjunto de
su narrativa posterior fue rebasado por dicha tarea. Autorizado para narrar con
implacable transparencia cómo había nacido aquel país, de qué fangos provenía,
Fuentes no atinó jamás la misma perspectiva totalizadora a la hora de narrarlo
como realidad plenamente consolidada, devoradora simultánea de todos los
pretéritos extraviados y todos los aplazamientos de futuro. Capaz de escribir
la novela de cómo se institucionalizaba la revolución, no fue en cambio capaz
de contar la monolítica y laberíntica depuración de sus medios, el corrosivo deterioro
de sus intuiciones y objetivos. La decisiva novela del priísmo (del
corporativismo estatal y su compleja maquinaria de usurpaciones y
sobreentendidos, de su entronización como dictadura perfecta) que acaso a
ninguno como a él correspondía escribir, tuvo que remitírnosla de modo
indirecto, desde el Perú, Mario Vargas Llosa con su Conversación en La Catedral.
En la novela
mexicana sólo la travesía de José Revueltas parece adelantar con alguna
certidumbre dicha ruta; Los días
terrenales y Los errores llevarán
la transparencia a magnitudes raramente igualadas en nuestra narrativa. Ellas
anticipan la despiadada elegía del cosmos que la muerte de Pedro Páramo y el
nacimiento de Artemio Cruz habían inaugurado. Quizá no dejen de ver la ciudad
como exilio, pero asumen ya a cabalidad ese exilio como patria. Y hay todavía
otro rasgo esencial: para Revueltas, el universo urbano no se restringe a la
Ciudad de México (mucho menos a uno de sus barrios o capas sociales
específicas), sino refiere a la totalidad de la nación, incluidas
significativamente aquellas porciones que parecieran conservar más intocadas y
más puras la materias primordiales de la mitología rural.
En 1939, un año
después de la Expropiación Petrolera y dos décadas antes de que Carlos Fuentes
debutara como novelista con su magistral fresco polifónico, había aparecido la
primera edición de Muerte sin fin de
José Gorostiza. ¿Qué significa aquel estribillo final del poema, repetido hasta
el abuso? “¡Anda, putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo![1]”.
Coloquial dimensionamiento de las magnitudes que el poeta acaba de asediar, la
sentencia admite entenderse por una parte como equivalente casi literal de ese
“vámonos a la chingada” con que el decir popular mexicano acostumbra zanjar la
certificación de lo irremediable. Pero a la vez resulta necesario dirimir ese
par de versos a la luz de la propia transmutación alquímica y el propio debate
teológico que ha tenido lugar ante nuestros ojos, verso tras verso, palabra
tras palabra. Podemos distinguirnos abismados por la minuciosa observación del
modo en que todo lo existente da en diluirse y abrasarse para no perdurar;
podemos reconocernos sedientos de metafísica y espiritual nostalgia por ver
restituida la unidad originaria de la que por sí solo el hecho de existir nos
arrebata. La pregunta continúa siendo en todo momento: “¿y ahora qué?”. ¿Adónde
nos vamos con ese atroz entendimiento? ¿Adónde nos vamos con esa implacable
sed?
La célebre
invitación de Gorostiza, remate último del poema, es en términos más
específicamente estructurales el “Baile” que cierra su canción final. La
canción a su vez se articula sobre tres llamadas del Diablo, tentándonos a la caída. No obstante,
hay que precaverse para no tomar dicha caída según los términos convencionalmente
blasfemos de la ortodoxia religiosa, para la cual toda fundamentación teológica
queda reducida a mera añagaza discursiva con objeto de legitimar el alcance
nada ultraterreno de sus potestades institucionales. Muerte sin fin sostiene su debate en términos metafísicos
estrictos, desde zonas donde toda distinción entre voluntad, pensamiento y
materia queda por principio abolida.
Sea que
compartamos las conclusiones de un sector del linaje crítico a que ha dado
lugar, en el sentido de que tras el último “ALELUYA” la unidad primordial se ha
visto restaurada, y sobre las aguas indistintas la voz del poeta ha sido capaz
de disponer otra vez a Dios en su potencia primera. Sea que, como postulan
otros miembros de ese mismo linaje, concedamos que cuanto ha quedado
esclarecido de últimas es más bien la imposibilidad radical de la restitución,
es decir la disolución y derrota irreparable de Dios como consecuencia del
impulso creador que se consintió acometer. Sea como sea, continúa en pie la
cuestión de lo que ha de venir para nosotros, excepción y discontinuidad
sostenida aún “en la imagen atónita del agua[2]”.
Luego de
asomarnos a las primordiales magnitudes cósmicas y metafísicas donde el
universo dirime su sentido de unidad, y donde participar en esa vida eterna exige
la obligada renuncia y la absoluta disolución de nuestra fugaz singularidad.
Luego de dimensionar que no puede haber, en términos espirituales propiamente
dichos, gozo mayor que la restitución del alma individual a la divina corriente
donde todo vuelve a ser Uno. Luego, en fin, de dirigir los ojos con enternecida
mofa a la informe, incolora e insípida transparencia que somos (“Pobrecilla del
agua, ay, / que no tiene nada”[3]), nos
vemos devueltos desde tamaño entendimiento al espacio y al tiempo humanos. Y si
Dios, a través de sus potestades y atributos, queda identificado con la
totalidad eterna, el margen de la particularidad efímera —en su reverso radical
o en el peldaño más bajo de su descendente escala— no puede corresponder sino
al Diablo.
¡Tan-tan! ¿Quién
es? Es el Diablo,
ay, una ciega
alegría,
un hambre de
consumir
el aire que se
respira,
la boca, el ojo,
la mano;
estas pungentes
cosquillas
de disfrutarnos
enteros
en sólo un golpe
de risa…
Son las ganas de
vivir. Pero no de vivir el inescrutable plazo cuyo perfil la divinidad ha
consentido delinearnos, sino el minuto irrepetible del alma singular ante su
prójimo. Porque las señas del instante material remiten de inmediato a la
opción, o mejor dicho a la vocación, de disponernos frente y al lado del otro,
para correr (sin fatal garantía de cumplimiento) el riesgo de tocarlo y ser
tocados por él:
…ay, esta muerte
insultante,
procaz, que nos
asesina
a distancia,
desde el gusto
que tomamos en
morirla,
por una taza de
té,
por una apenas
caricia.[4]
“Anda, putilla
del rubor helado” requiere el poeta a la muerte. A la suya, a la nuestra: la
infinitesimal, personal e intransferible de cada uno. Una muerte con fecha
específica, para inscribirse, lamentarse y desmoronarse en una lápida; una
muerte con nombre propio, para anotar en la frente de una calavera de azúcar
antes de a mordiscos comerla.
¿Adónde hemos de
dirigirnos con la humana sabiduría conquistada? Adonde nos tocó, aquí, en la
región más transparente. Adonde el aire no condesciende disimulos ni para la
luz, ni para la sombra, ni para las infinitas patrias de la penumbra
intermedia. En el sitio donde la habitabilidad posible ha aprendido a
inventarse desde la más impiadosa de las advertencias, desde el más
clarividente de los dolores, desde los más flamígeros augurios de imposible.
La región más transparente de Carlos Fuentes bien puede tomarse como
continuación narrativa del hermético poema de Gorostiza. Vámonos al diablo,
sentencia el poeta, para que el novelista pase a desmenuzar a su turno la puntual
y variopinta especie escondida en tal invitación:
Ven, déjate caer
conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad…[5]
Irse al diablo es
irse a las calles atestadas o desiertas, al bordillo del camión, a la
compartida plaza o al íntimo quicio de la puerta ante la cual todos pasan pero
nadie se detiene. Irse al diablo exige la delimitación incesante del paisaje
cotidiano, templado a partes iguales por las historias (en singular y con
mayúscula) y la Historia (en plural y con minúscula). Es a él donde concurre y
es de él de donde emana cada presencia individual, cada singularizada pasión.
[1] En Cantú, Arturo. En la red de cristal, Edición y estudio de Muerte
sin fin de José Gorostiza. UAM.
México, 1999.
[2] Ídem.
[3] Ídem.
[4] Ídem.
[5] Fuentes, Carlos. La región más transparente. FCE. México, 1993. Duodécima
reimpresión a la cuarta edición aumentada, de 1972.
Imagen: Fotografía de Héctor García.