En su libro El regreso de los dioses, Fernando
Pessoa a través del heterónimo Antonio Mora puntualiza que ninguna escuela
específica del mundo grecolatino alcanza por sí sola a condensar, agotar o
siquiera resumir los contenidos integrales del paganismo. De ahí su acerva
crítica contra quienes antes de Alberto Caeiro (el fundamental entre todos los
heterónimos pessoanos) pretendieron postularse paganos desde la adopción
fragmentaria de este o aquel rasgo, esta o aquella parcial corriente de
pensamiento correspondiente a las culturas helénica y romana; adopción
condicionada además en estos casos por una perspectiva “cristista” que no
llegaban en ningún momento a purgar, sino que les servía de plataforma. No
obstante, ese reparto de deslindes, donde Mora despacha lo mismo a Wilde que a
Whitman, lo mismo a Nietzche que a Swinburne, permite un abierto si bien mínimo
guiño de simpatía hacia los estoicos:
Así,
estos pobres críticos del cristianismo lo agreden con armas que son cristianas,
por lo mismo que son ilusiones cristianas del paganismo. Toman al epicureísmo
por paganismo entero. Otros, más nobles, creen que en el estoicismo está todo
el paganismo.[1]
Las causas de ese favor las
esclarece Mora en los siguientes términos:
La
moral estoica es una moral de subordinación de las cualidades inferiores del
espíritu a las superiores, pero superiores y humanas; el auge del cristismo
está en el sacrificio y la dedicación a la humanidad espiritual, el auge del
estoicismo en la disciplina de sí mismo y en la dedicación al destino propio y,
si a la humanidad, a la humanidad concebida cívicamente. El estoicismo es la
más alta moral pagana porque es la moral pagana reducida al principio abstracto
que es la esencia de todas las éticas del paganismo. La Disciplina es la única
diosa ética de los estoicos; y es la disciplina, como hemos dicho, la base real
de las doctrinas éticas del paganismo.[2]
En su acepción vulgar, el
estoicismo se concibe antes que nada como una actitud de resistencia
imperturbable frente a la adversidad: soportar con entereza los vientos
contrarios, desde el íntimo y sumiso entendimiento de que no está en nuestra
mano revertirlos. Y por esa vía daría la impresión de limitarse al
establecimiento vertical de determinadas normas de conducta dentro de los más
superficiales dominios de la vida práctica, para acabar mimetizado con las exigencias
de sacrificio y mortificación propias de la ortodoxia cristiana.
Indispensable resulta pues
puntualizar que las consecuencias estrictamente pragmáticas atribuibles en el
plano conductual al pensamiento estoico se fundamentaron siempre (a lo largo de
un devenir de siglos que inicia en Atenas tras la muerte de Alejandro Magno, y
culmina en la Roma imperial) sobre la amplia perspectiva espiritual y cósmica
consustancial al conjunto de la cultura griega; el sentido de virtud para la
vida concreta y cotidiana quedaba remitido a un entendimiento íntimo de la
mutua correspondencia que anima, entrelaza y organiza todo lo existente, así
como de la preeminencia de un sentido universal inmanente; la nociones de
destino y de fatalidad no cancelan ni inhabilitan para los estoicos las
prerrogativas y los alcances de la elección, la acción y la libertad humanas,
sino justo al contrario: sitúan el margen y los cauces a partir de los cuales
éstas se despliegan y potencian.
El principio estoico de vivir
en apego a la naturaleza de las cosas, además de la rigurosa exigencia
disciplinaria planteada por Antonio Mora, presupone pues un profundo e íntimo
entendimiento del mundo, capaz de discernir y asimilar (lo mismo en el plano
moral que en el lógico y el físico) cuál será la contextura de dicha naturaleza
y la noción de virtud universal en armonía con la cual resulta indispensable
aprender a vivir.
La apatía estoica no debe
entenderse pues en los vulgares términos del dominio común, circunscrita a la
pasividad y a la desgana, sino como un distanciamiento lúcido de los efectos
provocados en el ser humano por la fuerza de las cosas, y un estricto dominio
de las pasiones propias, que ni las inhabilita ni las proscribe, sino que es
capaz de distinguir y acatar cuanto tienen de fatal e irremediable, para
modelar así su camino a la virtud.
El Barón de Teive, heterónimo
pessoano autor de Las educaciones del
estoico, encargado de emblematizar
determinados atributos de entereza e impavidez propios del pensamiento estoico,
no es bajo ningún concepto inmune a las pasiones. En el breve repertorio de
fragmentos que integran el libro, y que deja como único legado antes de
suicidarse, confiesa haber sucumbido de modo inevitable y duradero tanto a la
angustia por el sufrimiento ajeno, como al orgullo y la desidia. La tarea no
consistió para él en una improbable tentativa por erradicarlas individualmente
o por conjurar los conflictivos términos de su mutua conjugación (“el dolor
ajeno provocó en mí otros dolores: el de verlo, el de ver que era irreparable,
y el de saber que, sabiendo que es irreparable, empobrece incluso la inútil
nobleza de querer repararlo”[3]),
sino en entenderlas y subordinarlas a la inteligencia como componentes
irrecusables de su ser y su hacer (o no hacer) en el mundo.
El conformismo pesimista de
Teive acaso admita reivindicarse como cabalmente estoico, pero no agota las
posibilidades, las variables y las alternativas de la corriente, ni menos aún
del espíritu neopagano que el conjunto de la obra de Pessoa tendió siempre a
reivindicar. Y es que hasta ese propio conformismo pesimista es capaz de
adquirir matices singulares, en buena medida incompatibles, entre Teive, el
Bernardo Soares de El libro del
desasosiego y el Fernando Pessoa ortónimo, tratándose no obstante de un
irrecusable denominador común para los tres.
Para su edición en lengua
castellana del frugal e inconexo legado literario del Barón de Teive, el
traductor Roser Vilagrassa optó por uno de los varios títulos provisorios que
durante sus pesquisas y las de otros investigadores fueron hallados en el
ingente cúmulo de inéditos pessoanos: La
educación del estoico. Otros a los que hace referencia son: El único
manuscrito del Barón de Teive, La
profesión del improductor y Manuscrito hallado en un cajón, además
de la fórmula a final de cuentas adoptada en este caso como subtítulo: “la
imposibilidad de hacer arte superior”. Como suele ocurrir cuando se trata del
multiforme poeta portugués, resulta imposible conjeturar con algún margen de
certidumbre cuál habría sido a final de cuentas su elección.
Sin
intenciones de polemizar en términos de pedante minucia terminológica, sino
antes bien con afán de devolverle a ese sustancioso y brevísimo volumen del
corpus de Fernando Pessoa una variedad de puntos de vista proporcional a la que
siempre puso en juego su autor para mirar y razonar el mundo, cabría preguntarse
si el calificativo de estoico será suficiente o siquiera el más apropiado a la
hora de caracterizar el temperamento del Barón de Teive. Pues varios aspectos
en la fisonomía personal y creadora de dicho heterónimo darían la impresión de
ubicarse con equitativa fortuna en los territorios del epicureísmo, sobre todo
tal lo formula y vivencia ese otro inmortal suicida de la historia de la
Literatura que es el poeta latino Lucrecio.
De
hecho cabría tal vez conjeturar a Teive como una de esas bromas culteranas, una
de esas irónicas charadas metafísicas y estéticas a las que Pessoa era tan
afecto. Pues si Lucrecio toma la ruta del suicidio tras haber rematado De
rerum natura, su monumental obra maestra y una de las clásicas cimas de la
poesía de todos los tiempos, Teive lo hace justo tras haber echado al fuego la
totalidad de sus escritos, dejando apenas un cuaderno de apuntes sueltos como
testimonio de su incapacidad (¿y la de su tiempo?) para el arte superior. Las
paradojales consonancias resultan evidentes.
Dice
el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño en el prólogo de la imprescindible versión
directa del latín al castellano que realizó del poema de Lucrecio:
Y sobre el conjunto de la obra lograda, de sus tres
gradas solemnes, se difunde, entre tenebrosas ráfagas pasionales, la lumbre de
la razón que todo lo explica, que todo lo justifica, que lo lava todo, que todo
lo fundamenta, llamando a la paz de ánimo y a la deleitosa tranquilidad.
Es la doctrina de Epicuro, raíz de la universal
sabiduría.[4]
Adecuándonos
a La educación del estoico y al Barón de Teive, cabría parafrasear: “Y
sobre el conjunto de la obra no lograda, de su precario peldaño suelto, se
difunde, entre tenebrosas ráfagas pasionales, la lumbre de la razón que todo lo
explica, que todo lo justifica, que lo marchita todo, que todo lo fundamenta,
llamando a la desidia y a la deleitosa claustrofobia”.
Imposible
y fuera de lugar resumir aquí con suficiente amplitud las características
generales y las oposiciones distintivas entre estoicos y epicúreos. Baste para
los fines de este apunte señalar que a los miembros de la escuela estoica,
fundada por Zenón de Citio hacia el año 300 a.C., se les identificaba como “los
del Pórtico”, pues habían elegido por sitio de reunión la entrada de la acrópolis
(emblema central de la plaza pública); los epicúreos a su vez pasarán a la
historia como “los del Jardín”, pues era en el jardín privado de Epicuro donde
se reunían, prácticamente durante ese mismo período. Semejante distribución
física, probablemente casual, revela no obstante significativa parte del
carácter de ambas corrientes filosóficas. Al estoicismo, aún en las más
abstrusas complejidades de su teoría, la preeminencia de la corporeidad
material lo mantiene focalizado siempre con una manifiesta orientación
ciudadana, a fin de resguardar el ejercicio de la virtud individual desde la
medida cívica de lo que es; el epicureísmo y su énfasis en la primacía de las
sensaciones representan en buena medida el retraimiento individualista de
quien, desengañado de las miserias de la vida pública y del hacer político,
sólo concibe efectivo resguardo para la virtud dentro de los márgenes del
espacio personal. Mientras para el epicureísmo la imperturbabilidad y el
desapego ante las pasiones quedan concebidos como la felicidad ulterior que el
sabio alcanza como cima de sus trabajos, meditaciones y esfuerzos, para el
estoicismo se trata antes bien del punto de partida desde el cual ha de
remontar el camino ascendente a la virtud.
Partiendo
de dichos puntos de referencia, no debería resultar del todo arbitrario
tipificar al Barón de Teive como un estoico que desde el Pórtico mirara
ensimismado en dirección al Jardín, o como un epicúreo que desde la intimidad
del Jardín permaneciera con la mirada siempre bien atenta a cuanto sucede en el
Pórtico. Un epicúreo con íntimo sentido de responsabilidad pública, a quien la
imperturbabilidad conquistada no le otorga sosiego; un estoico tan
refractariamente individualista como serena e irreversiblemente decepcionado.
La
sensibilidad, predilección y respeto de Pessoa ante la paradoja suele
expresarse de modo sumario en párrafos como el siguiente, redactado a propósito
de la psicología del movimiento sensacionista:
El Universo no está de acuerdo consigo mismo,
porque pasa. La vida no está de acuerdo consigo misma, porque muere. La
paradoja es la fórmula típica de la naturaleza. Por eso toda verdad tiene una
forma paradójica.[5]
Cada
personaje, cada texto, a menudo incluso cada párrafo, semejaría articularse
como inmediata refutación de lo que Pessoa no ha terminado todavía de expresar
en el enunciado recién concluido:
Con todo, yo era pagano un par de párrafos más
arriba, pero, al escribir éste, ya no lo soy. Al final de esta carta espero ser
ya cualquier otra cosa. Traduzco a la práctica, tanto cuanto me es posible, la
desintregración espiritual que proclamo. Si alguna vez soy coherente, es sólo
una incoherencia salida de la incoherencia.[6]
Existe
la costumbre de enfatizar esa tendencia a la desintegración, así como sus
efectos (sin remedio contradictorios, irónicos, mestizos y paradojales), en
tanto singularidad histórica debida a las condiciones del mundo del siglo
XX, o a cierta privilegiada,
sorprendente capacidad profética de cara a los albores del tercer milenio que
hoy transitamos. Se trata, por supuesto, de un énfasis no sólo válido, sino
necesario; pero igual de necesario, y acaso más coherente —si cabe— con el
espíritu general de la travesía pessoana, resultaría sustraernos al histérico
narcisismo con que la sociedad contemporánea gusta decretarse excepcional sobre
todo en razón de sus peores miserias, amanerándose en simultáneo ante el espejo
como el más inescrupuloso verdugo y el más sufrido mártir de todos los tiempos.
Tanto
la tendencia a la desintegración, como los artefactos irónicos derivados de la dialéctica —nunca del todo armoniosa— entre unidad de sentido y devenir
multiforme, son igual de antiguos que la propia humanidad. Basta demorarnos en
las incidencias de la vida de Lucrecio, que Rubén Bonifaz Nuño desmenuza en el
prólogo de su versión de De rerum natura, para reforzar la impresión de
que se trata no sólo de un ancestro ilustre del Barón de Teive, sino también de
una suerte de psicotrópico tío oriental suyo ataviado con túnica; el tío
presuntamente epicúreo de un sobrino presuntamente estoico. Lucrecio ingiere
una pócima amatoria, escribe su magno poema en los intervalos de sosiego que
los efectos de ésta le consienten, y se suicida al terminar la obra para
abreviar los padecimientos de agonía que preceden a la suprema paz de la
muerte. ¿Entraña esta rocambolesca sucesión de peripecias el resumen de una
epopeya o de un drama satírico, la anécdota base para elaborar una pieza brechtiana
o una farsa de teatro del absurdo?
Bajo
ninguna circunstancia sería mi intención frivolizar la persona y la obra de
Lucrecio, echando mano de las poco imaginativas y ya bastante gastadas fórmulas
al uso desde hace cosa de veinte años, durante los días de esplendor del
tristísimo carnaval posmodernista (“humanizar” a los grandes personajes y nombres
de la historia por la directa vía de consentirnos cualquier género de vulgares
vilipendios contra ellos). Cuanto pretendería es, por una parte, reclamarlo a
él como aliado para evidenciar la resonancia universal, humana, intemporal de
la escritura de Fernando Pessoa; una obra que al igual que la del poeta latino no
admite petrificarse dentro de sus coordenadas circunstanciales inmediatas. Por
otro lado, se trataría de aventurar a cuál género dramático cabe legítimamente
remitir como totalidad el conjunto de la obra que el genio portugués propone; obra a la
que él gustaba llamar “drama en gente”, insistiendo en que no se trataba en el
fondo sino de una obra teatral algo sui generis.
En Seis
propuestas para el próximo milenio, donde hombro a hombro con Ovidio sirve
Lucrecio a Italo Calvino para desarrollar varias de sus ideas en torno al tema
de la “Levedad”, dice de paso y como al descuido el escritor italiano:
…Lucrecio, que buscaba —o creía buscar— la
impasibilidad epicúrea…[7]
En
esta sencilla pincelada, Lucrecio queda pintado de cuerpo entero con un
sutilísimo pero inequívoco dejo de comicidad. Y no precisa regresar después
Calvino sobre sus pasos para esclarecer o desarrollar el guiño; como resulta
habitual en cuantas páginas escribió, la concisión se erige privilegiado
recurso para volver nítido cuanto aligera, insinuándonos en los labios una
espontánea sonrisa. Sonrisa bastante parecida a la que da en aflorarnos no
pocas veces al leer las cuitas de Fernando Pessoa, las de cualquiera de sus
personajes heterónimos, e incluso las de sus mejores antologadores, editores y
traductores, consagrados con ultraterrena pasión a la ímproba tarea de
organizar lo a todas luces inorganizable. En la presentación de la antología Pessoa
múltiple, realizada en 2016 por Jerónimo Pizarro y Nicolás Barbosa para el
Fondo de Cultura Económica, se advierte:
Si nuestros cálculos no están mal, los veinticinco
poemas portugueses de Pessoa incluidos en esta antología solo representan un 1%
del total. Conviene aclarar que ninguna otra antología ha ido mucho más lejos;
que de un archivo de 30 000 documentos una antología (de prosa y poesía) solo
puede incluir, con suerte, un 1%, o menos; que algunos poemas, de esos 2500,
están inacabados, y merecen más estudio que selección…[8]
¡Y
se trata apenas del Pessoa ortónimo!
¿Será
para echarse a llorar? En lo personal opino que es más bien para soltarse a
reír (tal vez, eso sí, hasta las lágrimas). Como cuando vemos en la pantalla al
Gordo y al Flaco desarmando más allá de toda reparación posible la carcacha de
manivela que de inicio estaban intentando echar a andar.
Pessoa,
Teive, Lucrecio, tan tristes como Charlot cuando da vuelta en una esquina y
desaparece, o como Laurel y Hardy cuando se presenta la policía para hacerles
pagar los platos rotos, nos invitan y empujan a la misma sonrisa solidaria y de
a pie. Tan cosmicómicos, como gustaba a Italo Calvino; fieles al mismo fuego de
pobres que Rubén Bonifaz Nuño no dejó jamás de alimentar.
El drama
en gente de Fernando Pessoa, sin menoscabo de los múltiples contenidos
implacablemente desasosegados en que se posibilita, no es una tragedia clásica,
ni (mucho menos) un melodrama posmoderno. Es la cíclica, jubilosa, doliente y necesaria
actualización de la divina comedia.
Imagen: Laurel y Hardy en una escena de The Finishing Touch (1928).
[1] Pessoa, Fernando. El regreso de los dioses [edición y
traducción de Ángel Crespo]. Acantilado.
Barcelona, 2006.
[2] Ibídem.
[3] Pessoa, Fernando. La educación del estoico (traducción y
edición de Roser Vilagrassa). Acantilado. Barcelona, 2005.
[4] [En] Lucrecio. De la naturaleza de las cosas (versión de Rubén Bonifaz Nuño).
UNAM. México, 2013. 2ª edición.
[5] Pessoa, Fernando. El regreso de los dioses…
[6] Ídem.
[7] Calvino, Italo. Seis propuestas para el próximo milenio. Siruela. Madrid, 1989.
[8] Pessoa, Fernando. Pessoa múltiple (antología bilingüe).
Edición, traducción y notas de Jerónimo Pizarro y Nicolás Barbosa. Fondo de
Cultura Económica. Bogotá, 2016.