domingo, 15 de marzo de 2020

Educaciones del estoico.


En su libro El regreso de los dioses, Fernando Pessoa a través del heterónimo Antonio Mora puntualiza que ninguna escuela específica del mundo grecolatino alcanza por sí sola a condensar, agotar o siquiera resumir los contenidos integrales del paganismo. De ahí su acerva crítica contra quienes antes de Alberto Caeiro (el fundamental entre todos los heterónimos pessoanos) pretendieron postularse paganos desde la adopción fragmentaria de este o aquel rasgo, esta o aquella parcial corriente de pensamiento correspondiente a las culturas helénica y romana; adopción condicionada además en estos casos por una perspectiva “cristista” que no llegaban en ningún momento a purgar, sino que les servía de plataforma. No obstante, ese reparto de deslindes, donde Mora despacha lo mismo a Wilde que a Whitman, lo mismo a Nietzche que a Swinburne, permite un abierto si bien mínimo guiño de simpatía hacia los estoicos:

Así, estos pobres críticos del cristianismo lo agreden con armas que son cristianas, por lo mismo que son ilusiones cristianas del paganismo. Toman al epicureísmo por paganismo entero. Otros, más nobles, creen que en el estoicismo está todo el paganismo.[1]

Las causas de ese favor las esclarece Mora en los siguientes términos:

La moral estoica es una moral de subordinación de las cualidades inferiores del espíritu a las superiores, pero superiores y humanas; el auge del cristismo está en el sacrificio y la dedicación a la humanidad espiritual, el auge del estoicismo en la disciplina de sí mismo y en la dedicación al destino propio y, si a la humanidad, a la humanidad concebida cívicamente. El estoicismo es la más alta moral pagana porque es la moral pagana reducida al principio abstracto que es la esencia de todas las éticas del paganismo. La Disciplina es la única diosa ética de los estoicos; y es la disciplina, como hemos dicho, la base real de las doctrinas éticas del paganismo.[2]

En su acepción vulgar, el estoicismo se concibe antes que nada como una actitud de resistencia imperturbable frente a la adversidad: soportar con entereza los vientos contrarios, desde el íntimo y sumiso entendimiento de que no está en nuestra mano revertirlos. Y por esa vía daría la impresión de limitarse al establecimiento vertical de determinadas normas de conducta dentro de los más superficiales dominios de la vida práctica, para acabar mimetizado con las exigencias de sacrificio y mortificación propias de la ortodoxia cristiana.
Indispensable resulta pues puntualizar que las consecuencias estrictamente pragmáticas atribuibles en el plano conductual al pensamiento estoico se fundamentaron siempre (a lo largo de un devenir de siglos que inicia en Atenas tras la muerte de Alejandro Magno, y culmina en la Roma imperial) sobre la amplia perspectiva espiritual y cósmica consustancial al conjunto de la cultura griega; el sentido de virtud para la vida concreta y cotidiana quedaba remitido a un entendimiento íntimo de la mutua correspondencia que anima, entrelaza y organiza todo lo existente, así como de la preeminencia de un sentido universal inmanente; la nociones de destino y de fatalidad no cancelan ni inhabilitan para los estoicos las prerrogativas y los alcances de la elección, la acción y la libertad humanas, sino justo al contrario: sitúan el margen y los cauces a partir de los cuales éstas se despliegan y potencian.
El principio estoico de vivir en apego a la naturaleza de las cosas, además de la rigurosa exigencia disciplinaria planteada por Antonio Mora, presupone pues un profundo e íntimo entendimiento del mundo, capaz de discernir y asimilar (lo mismo en el plano moral que en el lógico y el físico) cuál será la contextura de dicha naturaleza y la noción de virtud universal en armonía con la cual resulta indispensable aprender a vivir.
La apatía estoica no debe entenderse pues en los vulgares términos del dominio común, circunscrita a la pasividad y a la desgana, sino como un distanciamiento lúcido de los efectos provocados en el ser humano por la fuerza de las cosas, y un estricto dominio de las pasiones propias, que ni las inhabilita ni las proscribe, sino que es capaz de distinguir y acatar cuanto tienen de fatal e irremediable, para modelar así su camino a la virtud.
El Barón de Teive, heterónimo pessoano autor de Las educaciones del estoico, encargado de emblematizar determinados atributos de entereza e impavidez propios del pensamiento estoico, no es bajo ningún concepto inmune a las pasiones. En el breve repertorio de fragmentos que integran el libro, y que deja como único legado antes de suicidarse, confiesa haber sucumbido de modo inevitable y duradero tanto a la angustia por el sufrimiento ajeno, como al orgullo y la desidia. La tarea no consistió para él en una improbable tentativa por erradicarlas individualmente o por conjurar los conflictivos términos de su mutua conjugación (“el dolor ajeno provocó en mí otros dolores: el de verlo, el de ver que era irreparable, y el de saber que, sabiendo que es irreparable, empobrece incluso la inútil nobleza de querer repararlo”[3]), sino en entenderlas y subordinarlas a la inteligencia como componentes irrecusables de su ser y su hacer (o no hacer) en el mundo.
El conformismo pesimista de Teive acaso admita reivindicarse como cabalmente estoico, pero no agota las posibilidades, las variables y las alternativas de la corriente, ni menos aún del espíritu neopagano que el conjunto de la obra de Pessoa tendió siempre a reivindicar. Y es que hasta ese propio conformismo pesimista es capaz de adquirir matices singulares, en buena medida incompatibles, entre Teive, el Bernardo Soares de El libro del desasosiego y el Fernando Pessoa ortónimo, tratándose no obstante de un irrecusable denominador común para los tres.
Para su edición en lengua castellana del frugal e inconexo legado literario del Barón de Teive, el traductor Roser Vilagrassa optó por uno de los varios títulos provisorios que durante sus pesquisas y las de otros investigadores fueron hallados en el ingente cúmulo de inéditos pessoanos: La educación del estoico. Otros a los que hace referencia son: El único manuscrito del Barón de Teive, La profesión del improductor y Manuscrito hallado en un cajón, además de la fórmula a final de cuentas adoptada en este caso como subtítulo: “la imposibilidad de hacer arte superior”. Como suele ocurrir cuando se trata del multiforme poeta portugués, resulta imposible conjeturar con algún margen de certidumbre cuál habría sido a final de cuentas su elección.
Sin intenciones de polemizar en términos de pedante minucia terminológica, sino antes bien con afán de devolverle a ese sustancioso y brevísimo volumen del corpus de Fernando Pessoa una variedad de puntos de vista proporcional a la que siempre puso en juego su autor para mirar y razonar el mundo, cabría preguntarse si el calificativo de estoico será suficiente o siquiera el más apropiado a la hora de caracterizar el temperamento del Barón de Teive. Pues varios aspectos en la fisonomía personal y creadora de dicho heterónimo darían la impresión de ubicarse con equitativa fortuna en los territorios del epicureísmo, sobre todo tal lo formula y vivencia ese otro inmortal suicida de la historia de la Literatura que es el poeta latino Lucrecio.
De hecho cabría tal vez conjeturar a Teive como una de esas bromas culteranas, una de esas irónicas charadas metafísicas y estéticas a las que Pessoa era tan afecto. Pues si Lucrecio toma la ruta del suicidio tras haber rematado De rerum natura, su monumental obra maestra y una de las clásicas cimas de la poesía de todos los tiempos, Teive lo hace justo tras haber echado al fuego la totalidad de sus escritos, dejando apenas un cuaderno de apuntes sueltos como testimonio de su incapacidad (¿y la de su tiempo?) para el arte superior. Las paradojales consonancias resultan evidentes.
Dice el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño en el prólogo de la imprescindible versión directa del latín al castellano que realizó del poema de Lucrecio:

Y sobre el conjunto de la obra lograda, de sus tres gradas solemnes, se difunde, entre tenebrosas ráfagas pasionales, la lumbre de la razón que todo lo explica, que todo lo justifica, que lo lava todo, que todo lo fundamenta, llamando a la paz de ánimo y a la deleitosa tranquilidad.
Es la doctrina de Epicuro, raíz de la universal sabiduría.[4]

Adecuándonos a La educación del estoico y al Barón de Teive, cabría parafrasear: “Y sobre el conjunto de la obra no lograda, de su precario peldaño suelto, se difunde, entre tenebrosas ráfagas pasionales, la lumbre de la razón que todo lo explica, que todo lo justifica, que lo marchita todo, que todo lo fundamenta, llamando a la desidia y a la deleitosa claustrofobia”.
Imposible y fuera de lugar resumir aquí con suficiente amplitud las características generales y las oposiciones distintivas entre estoicos y epicúreos. Baste para los fines de este apunte señalar que a los miembros de la escuela estoica, fundada por Zenón de Citio hacia el año 300 a.C., se les identificaba como “los del Pórtico”, pues habían elegido por sitio de reunión la entrada de la acrópolis (emblema central de la plaza pública); los epicúreos a su vez pasarán a la historia como “los del Jardín”, pues era en el jardín privado de Epicuro donde se reunían, prácticamente durante ese mismo período. Semejante distribución física, probablemente casual, revela no obstante significativa parte del carácter de ambas corrientes filosóficas. Al estoicismo, aún en las más abstrusas complejidades de su teoría, la preeminencia de la corporeidad material lo mantiene focalizado siempre con una manifiesta orientación ciudadana, a fin de resguardar el ejercicio de la virtud individual desde la medida cívica de lo que es; el epicureísmo y su énfasis en la primacía de las sensaciones representan en buena medida el retraimiento individualista de quien, desengañado de las miserias de la vida pública y del hacer político, sólo concibe efectivo resguardo para la virtud dentro de los márgenes del espacio personal. Mientras para el epicureísmo la imperturbabilidad y el desapego ante las pasiones quedan concebidos como la felicidad ulterior que el sabio alcanza como cima de sus trabajos, meditaciones y esfuerzos, para el estoicismo se trata antes bien del punto de partida desde el cual ha de remontar el camino ascendente a la virtud.
Partiendo de dichos puntos de referencia, no debería resultar del todo arbitrario tipificar al Barón de Teive como un estoico que desde el Pórtico mirara ensimismado en dirección al Jardín, o como un epicúreo que desde la intimidad del Jardín permaneciera con la mirada siempre bien atenta a cuanto sucede en el Pórtico. Un epicúreo con íntimo sentido de responsabilidad pública, a quien la imperturbabilidad conquistada no le otorga sosiego; un estoico tan refractariamente individualista como serena e irreversiblemente decepcionado.
La sensibilidad, predilección y respeto de Pessoa ante la paradoja suele expresarse de modo sumario en párrafos como el siguiente, redactado a propósito de la psicología del movimiento sensacionista:

El Universo no está de acuerdo consigo mismo, porque pasa. La vida no está de acuerdo consigo misma, porque muere. La paradoja es la fórmula típica de la naturaleza. Por eso toda verdad tiene una forma paradójica.[5]

Cada personaje, cada texto, a menudo incluso cada párrafo, semejaría articularse como inmediata refutación de lo que Pessoa no ha terminado todavía de expresar en el enunciado recién concluido:

Con todo, yo era pagano un par de párrafos más arriba, pero, al escribir éste, ya no lo soy. Al final de esta carta espero ser ya cualquier otra cosa. Traduzco a la práctica, tanto cuanto me es posible, la desintregración espiritual que proclamo. Si alguna vez soy coherente, es sólo una incoherencia salida de la incoherencia.[6]

Existe la costumbre de enfatizar esa tendencia a la desintegración, así como sus efectos (sin remedio contradictorios, irónicos, mestizos y paradojales), en tanto singularidad histórica debida a las condiciones del mundo del siglo XX,  o a cierta privilegiada, sorprendente capacidad profética de cara a los albores del tercer milenio que hoy transitamos. Se trata, por supuesto, de un énfasis no sólo válido, sino necesario; pero igual de necesario, y acaso más coherente —si cabe— con el espíritu general de la travesía pessoana, resultaría sustraernos al histérico narcisismo con que la sociedad contemporánea gusta decretarse excepcional sobre todo en razón de sus peores miserias, amanerándose en simultáneo ante el espejo como el más inescrupuloso verdugo y el más sufrido mártir de todos los tiempos.
Tanto la tendencia a la desintegración, como los artefactos irónicos derivados de la dialéctica nunca del todo armoniosa entre unidad de sentido y devenir multiforme, son igual de antiguos que la propia humanidad. Basta demorarnos en las incidencias de la vida de Lucrecio, que Rubén Bonifaz Nuño desmenuza en el prólogo de su versión de De rerum natura, para reforzar la impresión de que se trata no sólo de un ancestro ilustre del Barón de Teive, sino también de una suerte de psicotrópico tío oriental suyo ataviado con túnica; el tío presuntamente epicúreo de un sobrino presuntamente estoico. Lucrecio ingiere una pócima amatoria, escribe su magno poema en los intervalos de sosiego que los efectos de ésta le consienten, y se suicida al terminar la obra para abreviar los padecimientos de agonía que preceden a la suprema paz de la muerte. ¿Entraña esta rocambolesca sucesión de peripecias el resumen de una epopeya o de un drama satírico, la anécdota base para elaborar una pieza brechtiana o una farsa de teatro del absurdo?
Bajo ninguna circunstancia sería mi intención frivolizar la persona y la obra de Lucrecio, echando mano de las poco imaginativas y ya bastante gastadas fórmulas al uso desde hace cosa de veinte años, durante los días de esplendor del tristísimo carnaval posmodernista (“humanizar” a los grandes personajes y nombres de la historia por la directa vía de consentirnos cualquier género de vulgares vilipendios contra ellos). Cuanto pretendería es, por una parte, reclamarlo a él como aliado para evidenciar la resonancia universal, humana, intemporal de la escritura de Fernando Pessoa; una obra que al igual que la del poeta latino no admite petrificarse dentro de sus coordenadas circunstanciales inmediatas. Por otro lado, se trataría de aventurar a cuál género dramático cabe legítimamente remitir como totalidad el conjunto de la obra que el genio portugués propone; obra a la que él gustaba llamar “drama en gente”, insistiendo en que no se trataba en el fondo sino de una obra teatral algo sui generis.
En Seis propuestas para el próximo milenio, donde hombro a hombro con Ovidio sirve Lucrecio a Italo Calvino para desarrollar varias de sus ideas en torno al tema de la “Levedad”, dice de paso y como al descuido el escritor italiano:

…Lucrecio, que buscaba —o creía buscar— la impasibilidad epicúrea…[7]

En esta sencilla pincelada, Lucrecio queda pintado de cuerpo entero con un sutilísimo pero inequívoco dejo de comicidad. Y no precisa regresar después Calvino sobre sus pasos para esclarecer o desarrollar el guiño; como resulta habitual en cuantas páginas escribió, la concisión se erige privilegiado recurso para volver nítido cuanto aligera, insinuándonos en los labios una espontánea sonrisa. Sonrisa bastante parecida a la que da en aflorarnos no pocas veces al leer las cuitas de Fernando Pessoa, las de cualquiera de sus personajes heterónimos, e incluso las de sus mejores antologadores, editores y traductores, consagrados con ultraterrena pasión a la ímproba tarea de organizar lo a todas luces inorganizable. En la presentación de la antología Pessoa múltiple, realizada en 2016 por Jerónimo Pizarro y Nicolás Barbosa para el Fondo de Cultura Económica, se advierte:

Si nuestros cálculos no están mal, los veinticinco poemas portugueses de Pessoa incluidos en esta antología solo representan un 1% del total. Conviene aclarar que ninguna otra antología ha ido mucho más lejos; que de un archivo de 30 000 documentos una antología (de prosa y poesía) solo puede incluir, con suerte, un 1%, o menos; que algunos poemas, de esos 2500, están inacabados, y merecen más estudio que selección…[8]

¡Y se trata apenas del Pessoa ortónimo!
¿Será para echarse a llorar? En lo personal opino que es más bien para soltarse a reír (tal vez, eso sí, hasta las lágrimas). Como cuando vemos en la pantalla al Gordo y al Flaco desarmando más allá de toda reparación posible la carcacha de manivela que de inicio estaban intentando echar a andar.
Pessoa, Teive, Lucrecio, tan tristes como Charlot cuando da vuelta en una esquina y desaparece, o como Laurel y Hardy cuando se presenta la policía para hacerles pagar los platos rotos, nos invitan y empujan a la misma sonrisa solidaria y de a pie. Tan cosmicómicos, como gustaba a Italo Calvino; fieles al mismo fuego de pobres que Rubén Bonifaz Nuño no dejó jamás de alimentar.
El drama en gente de Fernando Pessoa, sin menoscabo de los múltiples contenidos implacablemente desasosegados en que se posibilita, no es una tragedia clásica, ni (mucho menos) un melodrama posmoderno. Es la cíclica, jubilosa, doliente y necesaria actualización de la divina comedia.

Imagen: Laurel y Hardy en una escena de The Finishing Touch (1928).



[1] Pessoa, Fernando. El regreso de los dioses [edición y traducción de Ángel Crespo]. Acantilado. Barcelona, 2006.
[2] Ibídem.
[3] Pessoa, Fernando. La educación del estoico (traducción y edición de Roser Vilagrassa). Acantilado. Barcelona, 2005.
[4] [En] Lucrecio. De la naturaleza de las cosas (versión de Rubén Bonifaz Nuño). UNAM. México, 2013. 2ª edición.
[5] Pessoa, Fernando. El regreso de los dioses…
[6] Ídem.
[7] Calvino, Italo. Seis propuestas para el próximo milenio. Siruela. Madrid, 1989.
[8] Pessoa, Fernando. Pessoa múltiple (antología bilingüe). Edición, traducción y notas de Jerónimo Pizarro y Nicolás Barbosa. Fondo de Cultura Económica. Bogotá, 2016.