Las potenciales, irrealizadas
historias de todo lo que no fuiste, ¿viven por ventura en algún sitio? ¿Tienen
escenario, progresión y drama en un país de memoria diluida, evaporado deseo,
nostalgia equívoca?
Equívoca nostalgia de lo que
nunca fue; que no alcanza siquiera para quitarte el sueño, limitándose a concurrir
cada tanto como polizón al preludio de insomnios que jamás podrá reclamar como
propios, o a las pausas más blandas y más tenues del primer café del día. Deseo
resuelto ya fina estría de vapor, llevado al azar por el viento, sin promesa de
retorno; perfume durante apenas unos segundos, que enseguida se devuelve al
extravío, acaso y esta vez ya para siempre. Memoria diluida en el agua de
tiempos mucho más llamativos y perentorios; evocación disuelta en medio de aquellos
ademanes, gestos, historias y días cuya consistencia le impone su protagonismo a
todos los recuentos —no importa cuán ociosos— de lo perdido; y que sin embargo
prevalece ahí, en quién sabe cuál oscura zona, aguardando a hurtadillas la
oportunidad o el accidente capaz de devolvernos a los labios, intacto, el gusto
de su fugacísimo plazo, más nítido justo cuanto menos cumplido.
¿Cuántos que no soy, mas pude
ser, andan por ahí combando el hueco de una ausencia en lechos que no me
conocieron, en calles donde no fue apagándose el eco de mis pasos, en pieles
que siguieron madurando caricia por su cuenta más allá del aroma con que alguna
vez me consentí nombrarlas y jugar así apenas a medio nombrarme? ¿Y por qué son
las amorosas tramas quienes parecieran siempre llevar mano a la hora de
inaugurar este tipo de gratuitos devaneos, ni siquiera definibles en términos
de ansiedad, lamento o rencor (devaneos cuya palidez y lejanía precave por vía
del más elemental sentido del ridículo cualquier tentación de desliz hacia el
melodrama)?
Desde la quietud del instante
más ajeno a toda sospecha de clímax; desde la tesitura del segundo que nos hace
suponer familiar un rostro visto el paso, en razón de un gesto que apenas
esfumado anula por completo el espejismo; desde el inaprehensible intervalo
entre el anterior pensamiento y el siguiente; desde una patria previa o
posterior a cuanto acostumbramos llamar idea; desde el polvo de serrín que
invisible eleva al aire la viruta sobrante de la madera con que construimos la
banca del vivir; desde el perímetro que se quedó sin circunferencia a la cual
delimitar. Desde ahí se confecciona la hipótesis de multitud de historias que
llevan nuestros rasgos sin llevar nuestro rostro. Y esa individual urdimbre de
biografías potenciales, al cabo no vividas, se mezcla en el cotidiano andar con
el respectivo cúmulo que consigo viene acumulando (o imantando, o evaporando)
nuestra biografía propiamente dicha.
Si aplicáramos a ello el más
pequeño esmero, podríamos entrever la abismal infinidad de historias que
acumulan quienes no fuimos; un espiral de caras en equitativa proporción
distintas e idénticas a la nuestra. Y puede resultar acaso que, sin advertirlo,
las entreveamos en efecto cada mañana dentro del espejo, y sean ellas las que
nos hacen cabalmente despertar. Atisbamos durante un minúsculo instante ante
nosotros algo que no debería estar ahí, algo que no identificamos como nuestro,
y con tenue pelusilla de alarma en la nuca terminamos al fin por sustraernos a
cabalidad del sueño. Pero lo que nos devuelve entonces el reflejo ya no es la
difusa anomalía previa, sino nuestro propio azoro. Y encogiéndonos de hombros,
sonriendo intrigados, forzando cierto rictus de desprecio, procedemos a instalarnos
con temeraria confianza en cuanto, más allá de toda sombra de disputa y toda
conjetura de riesgo, suponemos ser. Y así iniciamos el día, sin terminar nunca
de preguntarnos si hemos sido nosotros quienes lo hemos elegido a él como
cuesta, o ha sido él quien nos ha elegido a nosotros como caída.
De análoga manera, no siempre
estamos capacitados para reconocer a primera vista lo que acabará dejando
huella perdurable en nuestros inventarios. A menudo impostamos énfasis a
posteriori en función del dibujo final, para significar determinados gestos y
prendas, siendo que bien mirados (remitidos a la materialidad de cuando fueron
fugaz presente) resultan igual de transitorios y de tenues que tantos otros
esfumados sin el menor rastro.
Quizá para precavernos de toda
socarrona esquematización y toda sentencia definitiva, hay gestos y prendas
que, con la misma tenue sutileza, ya desde el momento en que son fugacidad
presente refulgen e insinúan la dilatada estela del eco por venir que dejarán.
En esos privilegiados episodios no sólo vivimos, sino que de una forma tan
secreta e indefinible como incontestable, sabemos que esa vivencia va a
quedarse para siempre (en los breves y multiformes modos que la palabra
“siempre” adquiere cuando de humanos asuntos se trata, por supuesto).
No obstante, cabe aquí
acordarnos de esas muchas veces, cuando un fulgurante guiño de presente nos
mintió dilatados espejismos de futuro —sino es que incluso de eternidad— que al
final de las cuentas no fue capaz de cumplir.
Recuerdo solitarias caminatas y
extraviadas meditaciones de mi adolescencia. ¿No sería que acababa de cruzarme
con una mujer que dentro de unos años se convertirá en el amor de mi vida? ¿Y
no había dejado pasar la preciosa oportunidad de entreverle el corazón al
misterio, al no prestarle la suficiente atención, al no demorarme
suficientemente en ella, al andar distraído y no expectante? A veces el
desvarío funcionaba como premio de consolación: adiós, hermosa; ni siquiera me
has mirado, pero un día llegará en que tal vez no podrás sino mirarme. Y otras
pueriles frases por el estilo.
Serán ese tipo de bobas
zozobras metafísicas las que imponen que a determinada edad se vuelva
indispensable usar reloj. Pero reloj de manecillas, cuyo segundero pulse gota a
gota, con implacable parsimonia, haciéndola temblar, la delgada pared del
paréntesis que mantiene del otro lado a la agonía.
Y no porque la agonía y su
acechanza se vuelvan más enfáticas e intensas con el paso de los años. La
agonía, ese pájaro sin prisa en las alas, prendido siempre de la misma rama,
acecha con idéntica disposición al niño de cuatro años —solitario en la alcoba—
cuando interrumpe a la mitad el ruido del carrito que arrastraba y se deja aterrar
por el silencio, y al anciano enfrentada con cada nuevo amanecer al cielorraso.
Lo que se modifica es nuestro trato y nuestra atención frente a esa acechanza
perenne.
Cada cual a su tiempo descubre
dicho cambio de disposición y de actitud. Resulta inexcusable. No puedes ni
apremiarlo ni demorarlo. Llegará, estará en ti, estarás en él. Y al calmo
desasosiego que a partir de entonces acompasará tu ir y venir, lo mejor es
buscarle un énfasis irónico, un acompañamiento musical, un gesto de reconocimiento
que es a la vez aceptación y reto, acatamiento y desafío. Tic tac. Tic tac. Prendido
a la muñeca, el tic tac del reloj no es que confunda sangre y tiempo: es que
desnuda ambos términos de la ecuación; es que nos recuerda que la exacta medida
del tiempo está dada siempre por nuestra propia sangre. Se evidencia así un
compás de espera que no podemos negociar, que habrá que transitar con la
estoica parsimonia del convidado a una fiesta a la cual probablemente no
deseaba asistir.
Pero tal vez exagero. O tal vez
frivolizo. Es tarde ya. En el extremo opuesto de la mesa miro agrupados los
enseres del día, las prendas que las idas y vueltas fueron acumulando para rematar
deshabitada utilería la puesta en escena de la jornada ya por concluir.
Los objetos cuentan nuestra
historia. Las pertenencias que al llegar la noche se acumulan en torno nuestro con
facha de accidente son nuestras ruinas cotidianas. Valdría la pena inmiscuirnos
con voluntad arqueológica en las casas ajenas cuando se aproxima la hora de
dormir; revisar los títulos de los libros apilados en una silla, elucubrar
coordenadas de sentido la camisa arrugada bajo el lavabo y el recibo de luz
prendido del borde de la ventana.
El último vestigio del día: este
bonito reloj, regalo de mi mujer y de mi
hijo, que me desprendo de la muñeca y me aproximo al oído, para escuchar el
tableteo de alfiler de sus manecillas como puntos suspensivos hacia el final
del último párrafo: rítmico compás de tregua entre el día que termina y el
sueño que, en una de esas, se apresta a comenzar.
Imagen: Escena de la película Strangers on a Train (1951), de Alfred Hitchcock.