Guardo en la memoria, con
singular nitidez, cierto fragmento de charla entre mi madre y algún conocido de
la casa durante mi adolescencia. El tema de la conversación o del aparte (pues
esta charla debió sobrevenir sin duda como prenda particular de una reunión más
amplia) era 1968. Mi madre, como a menudo solía hacerlo, había hablado de la
importancia de aquel año emblemático en general, y del movimiento estudiantil
mexicano en particular. Con ese gesto de niño remilgoso que la moda
posmodernista volvería tendencia en el rostro de tantos durante los siguientes
años, su interlocutor le preguntó qué cosas concretas les había dado el 68 a
ella o a sus hijos; y como mi madre comenzara a hablar de ética y de épica, de
actitud y perspectiva, de memoria y dignidad, el tipo la cortó tajante,
aseverando que eso era pura retórica: que semejantes abstracciones ni se
tocaban ni se comían, y que el 68 no le había dejado nada a nadie.
No recuerdo cómo continuó, ni
mucho menos cómo concluyó aquella plática. Y jamás me quedó claro si el
individuo aquel cimentaba su nihilismo en el desencanto virtuoso de quienes
comienzan a cansarse de ir a las batallas populares siempre con la misma
certificada garantía de derrota, o antes bien en el avieso pragmatismo de
Artemio Cruz, para quien la justicia que hacen las revoluciones y las revueltas
sólo puede medirse en directa proporción al grado de prosperidad privada con
que benefician a sus más avispados suscriptores.
En septiembre de 1985 tenía yo
catorce años, y no vivía ya en la Ciudad de México; el día que sobrevino el
sismo aquel que signó a mí generación, hacía poco más de un año que me había
trasladado con mi familia hasta Morelia.
Fue una sensación extraña. La
ciudad que había sido mía durante la hasta entonces mayoritaria parte de mi
vida, se cimbró con un cataclismo cuya herida primero y cuya llaga después
alcanzaron la médula misma del país, y transparentaron para todos el nivel real
del derrumbe nacional en curso. El orden del México de la Revolución se venía
abajo sin apelación posible, por más que a sus moradores nos gustara seguir
diciendo que vivíamos “en el país de no pasa nada”; y era como si la tierra nos
estuviera brindando el dolorosísimo y trágico servicio público de ponernos delante
el más impiadoso de los espejos, a fin de advertirnos sobre el riesgo de quedar
sepultados todos entre las ruinas el día que sobreviniera el derrumbe
definitivo.
Los decesos se contabilizaron
por miles. De hecho, la más ominosa mancha (entre las muchas a que el gobierno
de Miguel de la Madrid se hizo acreedor) tuvo que ver justo con su perversa
opacidad a la hora de otorgarle a la ciudadanía cifras veraces al respecto;
hubo un grotesco regateo tanto para tratar de minimizar las proporciones de la
catástrofe, como para inhabilitar el indispensable deslinde de las
responsabilidades humanas (gubernamentales y privadas) que habían posibilitado buena
parte de su alcance. Nadie supo, nadie sabrá nunca cuánta gente murió a causa
del terremoto de mediados de los ochenta. Y acaso parecerá estúpido así dicho,
pero lo cierto es que aquella indeterminación, aquel no tener una idea siquiera
aproximativa de cuántos habían sido nuestros muertos, otorgó al luto cierta
sensación de infinito, de difusa, omnipresente y monumental ausencia.
Para mí entonces, como decía,
esa anómala sensación estuvo aderezada por añadidas dosis de extrañeza. Porque los
paisajes capitalinos que colmaban las primeras planas de todo el mundo, que yo
había conocido y transitado, y varios de los cuales había aprendido a amar con
ese mineral, indeleble e irrepetible arraigo que sólo la infancia y la primera
pubertad permiten, estaban lejos. Yo no me encontraba allá, y en cierto sentido
no volvería a encontrarme allá jamás. Ya no recuerdo si en medio del azoro la
emoción dominante en mí sería de alivio (habíamos escapado del desastre), o de
culpa y hasta envidia (era nuestra ciudad, eran nuestras calles, era nuestra
incipiente memoria, era nuestro
recientísimo pretérito, y no estábamos ahí). En cambio, ubico con plena
claridad que, durante los años inmediatos siguientes, la emoción dominante en
mi caso fue sin disputa esta última. Mi adolescencia, sin ser yo del todo
consciente de ello, se dejaba seducir de modo tan sutil como definitivo por la
ciudad acogedoramente provinciana que habitaba, pero al mismo tiempo oteaba en
la distancia la manera en que parte de mi generación iba metabolizando allá, en
la patria madre, cuanto el sismo de las 7:19 había de alguna suerte
sintetizado. Del movimiento del CEU a la constitución del Frente Democrático
Nacional que derrotó al PRI y a Carlos Salinas en las elecciones de 1988, yo
pasé la mayor parte de aquellos años convencido de que terminaría regresando a
la Ciudad de México. Pensaba que mi lugar estaba allá, deseaba que mi lugar
estuviera allá.
Pero el tiempo es infinitamente
sabio en su silenciosa parsimonia cotidiana.
Casi no se escucharon en medio
del jolgorio las voces de quienes, a pocos meses del sismo, y con la capital
del país entre escombros todavía, manifestaron aquí y allá su decepción y su
amargura, al ver que esa oleada de pasión, solidaridad y efervescencia que
habían vislumbrado como masivo y ya imparable motor para un cambio inmediato, se
volcaba carnavalesca e inofensiva hacia la degustación de las incidencias del
Mundial de futbol de 1986. Para lo único que dio la insurgencia popular durante
aquellas jornadas deportivas, fue para hacerle pasar al presidente un mal rato
de papelón en cadena internacional, con la silbatina y el abucheo que el
respetable le dedicó desde las repletas gradas del Estadio Azteca durante la
ceremonia previa al partido inaugural. Los decepcionados farfullaban allá por
lo bajo, sin que se les prestara mayor atención: “si ni siquiera un terremoto
nos hizo cambiar, ¿entonces qué?”.
Mi personal ciclo de exaltada
nostalgia defeña y apremiante expectativa de vuelta comenzó a cerrarse en
definitiva aquella tarde de noviembre de 1987, cuando dio inicio en Morelia la primera
campaña presidencial cardenista. Paseaba con mis hermanas por la Avenida Madero,
y advertimos que a través de la calle, inesperadamente cerrada, fluía un río de
personas en dirección al poniente. Me adelanté por mi cuenta, siguiendo dicho
flujo, que iba haciéndose más apretado y denso a medida que te aproximabas al
monumento a Lázaro Cárdenas. Abriéndome paso entre la multitud, llegué a pocos
metros del sitio donde el hijo del General, flanqueado de colaboradores,
estrechaba manos, sonreía y —extraviando la mirada en dirección a la creciente
muchedumbre— acaso conjeturaba en difusa perspectiva futura las arduas veredas
y los intrincados callejones sin salida por venir, aguardando la hora de
encabezar la caminata que durante esa oportunidad lo llevaría hasta la plaza
principal.
Quedaría fuera de toda
proporción otorgarle algún género de estatus militante, por más marginal que éste
fuera, a la simpatía con que durante algún tiempo seguí al cardenismo, así como
a la puntual fidelidad de mi voto a lo largo de por lo menos una década. Pero
atesoro varias perdurables estampas como referentes cardinales para la idea de
resistencia, así como para el vislumbre de alternativas de construcción y
rebeldía a lo largo de dicho período, entre la caída del sistema patrocinada
por Manuel Bartlett y la triste noche del triunfo de oropel de Vicente Fox. Estampas
vividas en su mayor parte dentro del primer cuadro de lo que para entonces
había asumido ya para siempre como mi ciudad, y habitualmente arrulladas por el
mismo coro ensordecedor, a la postre devenido espectral susurro de ánimas en
pena (“Cuauh-té-moc, Cuauh-té-moc”).
Esa simpatía ideológica y
emotiva, así como esa sostenida fidelidad electoral, para mí y para muchos
otros jamás inhabilitaron la capacidad crítica, ni la temprana advertencia de
las múltiples limitaciones, riesgos, vicios y extravíos de que adolecía el
movimiento. Dolencias que el paso de los lustros remató con el ávido asedio que
los diversos despojos del cardenismo gustaron consagrar a la mesa del poder (a
través de las mismas corruptas vías y los mismos envilecidos usos que antaño
tanto denostaran), indiferentes a que dicha mesa continuara presidida por los
directos responsables de sus numerosos y al parecer ya olvidados muertos.
Restaría tal vez mencionar el
alzamiento zapatista de 1994, que en cierto sentido completó y cerró el ciclo
formativo básico en materia de ubicación histórica y abastecimiento mítico para
la franja de mi generación de la que me asumo parte. Sólo que, frente a lo que
en su momento fue denominado como “la primera guerrilla posmoderna”, y en
particular frente al Subcomandante Marcos, yo manifesté desde el principio una escrupulosa
distancia y una crítica reserva; incluso aunque el contexto inmediato
donde me desenvolvía durante sus horas
culminantes se volcara hacia ambos —al menos en un primer momento— con abierto
fervor. Así que mis personales anécdotas por referir al respecto, aun cuando no
escasas, resultan más bien ajenas a toda carga épica o iniciática. Nada de lo
cual inhabilita que sea capaz de reconocer los aportes del EZLN para la
indispensable lucha de los pueblos indígenas, así como para el pertinente
redimensionamiento de diversas problemáticas del ser y el hacer nacionales en
las últimas décadas.
Hace muchos años que procuro
advertir y precaverme respecto a los espejismos, las confusiones, la
banalización, la inhabilitación reflexiva y la incapacidad autocrítica que
derivan de la exaltación sentimental frente a los asuntos públicos, las
movilizaciones sociales y el entendimiento de la historia. ¿Por qué entonces
demorarme justo ahora, con tamaña insustancialidad analítica, con tamañas
licencias confesionales y emotivas, en este autobiográfico repertorio?
Porque va a llegarse más
temprano que tarde para muchas personas jóvenes —tan distintas y sin embargo
también tan semejantes a aquellas que fuimos— los días del cansancio, del desencanto, del
baje de adrenalina, de entender que el país y el mundo no se transforman, ni a
menudo siquiera matizan en lo inmediato, de acuerdo a las expectativas
ascendentes de ninguna épica; suele ocurrir incluso que ni quienes con mayores
aspavientos aseveran que su épica les cambió, lleguen a moverse medio
centímetro de donde se encontraban antes. Porque me parece oportuno recordar la
extrema cautela que hay que tener ante nuestro (por lo demás absolutamente legítimo) derecho al arrebato. Porque sigue
siendo igual de nutrida y de volátil que en pretéritos días la franja eternamente
atrapada en la ensoñación de los espectaculares golpes de efecto (que para
mañana se someta Estados Unidos a los protocolos ecológicos, que para la semana
que entra se rebajen a la mitad los sueldos de todos los políticos, que el
neoliberalismo se derrumbe para dentro de un mes). Porque resulta tremendamente
tenue la frontera que separa al entusiasmo
circunstancial de la desilusión terminal. Porque tendrán que prepararse
para ver a muchas de las mismas personas que en los días de climática
intensidad vieron vehementes, esperanzadas, convencidas de que la solidaridad
no tenía vuelta atrás, ahora deprimidas, nihilistas, amargadas, repitiendo una
vez más: “si ni siquiera esto nos hizo cambiar, ¿entonces qué?”.
Yo pienso que lo único que nos
puede hacer cambiar es responsabilizarnos con nuestras trincheras de largo
plazo. Y resulta magnífico cuando una histórica contingencia, trágica o no, te permite
hallar tu trinchera perdurable. Y resulta magnífico también cuando (sin elegir
trincheras vinculadas directamente con ella) esa contingencia te clarifica y sustenta
el tipo de organizaciones que debes formar, el tipo de proyectos que quieres
construir, el tipo de obras que te corresponde imaginar y erigir, el tipo de
sueños que elegirás alimentar, el tipo de ciudadanía que estás llamada a formar
y ser.
Un día, alguien vendrá a
preguntarte con expresión de infinito tedio qué cosas concretas te dieron tu
juventud, tu aprendizaje histórico, tu incipiente militancia, tu toma de conciencia respecto de cosas a
propósito de las cuales quizá nunca antes te habías preocupado. Como a nosotros
suelen preguntarnos qué nos dieron 1985, 1988 y 1994. Si el país y el mundo no
hacen sino agudizarse a cada momento como un opresivo despojo en carne viva,
regido por las leyes del sálvese quien pueda y el pisa tú primero para que no te
pisen, ¿qué nos dieron?
Nos dieron puntos de encuentro,
alternativas de comunión, maltrecha y a menudo descompuesta brújula en mitad de
todo tipo de caos, desbandadas y debacles. Nos brindaron márgenes dentro de los
cuales encausar los términos de la afinidad y de la discrepancia, el
desencuentro y el hallazgo, la contradicción y el acuerdo, la intuición
compartida y el indispensable debate. No nos hicieron mejores que a otros; de
hecho, frente a generaciones previas seguimos alimentando la misma sostenida
sensación de insuficiencia y pequeñez, de deuda no saldada. No nos conjuraron
las dudas, ni los miedos, ni la ignorancia, ni la pifia, ni el franco desatino.
No nos evitaron el garrafal error, ni la impotencia cíclica, ni la familiaridad
con la derrota, ni el dogmático autoritarismo, ni el sectarismo endémico, ni la
pereza irresponsable, ni la narcisista autocomplacencia, ni la engañifa
grandilocuente, ni la tentación de confeccionarnos coartadas a medida, ni las
fatigadas deserciones, ni las traiciones vulgares, ni el vergonzoso chaqueteo,
ni dolorosos remates de dignidad y de vergüenza al mejor postor.
Da risa ver a quienes pretenden esgrimir como medallas ese poquito de aire, a menudo viciado, que
en determinados momentos nos resguardó apenas por un rato la merced de
respirar. Porque el país y el mundo están ahí nada más delante, en toda su
impiadosa transparencia, preguntándonos a cada momento —desde ese implacable
silencio suyo— cuál será nuestro grado de responsabilidad, por omisión o por
comisión, en el perfil de escombro y pesadilla que vamos heredándoles a los recién
llegados.
Esos grandes momentos
colectivos de los que fuimos parte en mayor o menor medida, al calor de los
cuales se modeló nuestro sentido de orientación ante las circunstancias del
país, ante la situación global y ante la Historia, ante nuestros semejantes y
ante nosotros mismos, no nos absuelven de nada, no nos otorgan ninguna varita
mágica para explicar o hacer las cosas, ni nos certifican mucho menos ningún
automático salvoconducto en materia de virtud. Desde sus fulgurantes atisbos de
luz y sus inexcusables costras de sombra, siguen ayudándonos cotidianamente a
trazar la medida de nuestras renovadas responsabilidades, nuestros saldos a
favor y en contra, nuestra buena y mala conciencia acumulada. Y sin faltar un día, en infinidad
de rostros y de voces que desde entonces andaban por ahí (la mayor parte sin
que alcanzáramos a singularizarlos ni a otorgarles nombre), rostros y voces que
bien podrían ser y de hecho son también los nuestros, vienen a recordarnos cada
vez que hace falta que no avanzamos a solas en medio de la espesa penumbra o la
franca negrura; aun cuando tan a menudo así nos lo parezca.
Imagen: fragmento de la historieta La vida en el limbo de Manuel Ahumada.