Había una vez en México una
mujer llamada María Félix. Era muy hermosa. Y aunque el cine le había dado fama
mundial a su belleza, es justicia decir que siempre fue una pésima actriz. Sólo
que en ese tiempo —estoy ahorita hablándote de los años cuarenta del siglo
pasado— no importaba mucho que las estrellas de cine supieran actuar. Se
agradecía cuando así sucedía, pero lo que en realidad importaba era que
aceptaran darle cuerpo al sueño de las gentes, y la ilusión compartida se
encargaba de todo lo demás. Algo parecido intentan o fingen hacer hoy las
series, la televisión y Hollywood, sólo que sin sueños reales ni ilusiones
compartidas capaces de sostener las carísimas baratijas que venden. Ser capaz
de darle cuerpo a un sueño no es asunto sencillo, ni depende de que alguien se
empeñe por sus pistolas en lograrlo. Entran en juego múltiples factores para
que algo así termine sucediendo. Y entre tales factores el azar no es el menor.
Así que a punta de azares,
elecciones y milagrerías diversas, María Félix se convirtió en el sueño
compartido de un país que no sabes cuánto me hubiese gustado vivir: Ciudad de
México, años cuarenta. Los hombres vestían de saco, sombrero y corbata, aunque
no fueran ricos; excepto los campesinos llegados del interior, y los obreros
que iban o venían de su jornada de trabajo con hermosos overoles de mezclilla,
en las fotos de aquellos años todo o casi todo el mundo aparece vestido así. El
centro de la capital era, sin necesidad de maquillajes ni retoques, el mejor
escenario imaginable para una novela negra. Mejor que el San Francisco de Sam
Spade o que Los Ángeles de Phillip Marlowe, porque acá en los bares las
sinfonolas podían desgranar danzones con sabor a banda pueblerina, o canciones
de amor engañosamente dulces cantadas por Guty Cárdenas. Los gángsters le rezaban
a la Virgen de Guadalupe; los detectives desayunaban platones de menudo antes
incluso de que saliera el sol; y la escena del crimen atesoraba como
acrisolados entre sus muros de adobe, cal y tezontle, lo mismo el perfume de
los sótanos de la Inquisición, que la transparencia prodigiosa y terrible
salida al paso de Bernal Díaz del Castillo cuando él y sus compañeros dejaron
atrás los últimos volcanes.
Una ciudad pues, como todo en
esta vida, para amar a plena luz y a plena sombra, sin disimulos (ni para bien
ni para mal). Ahí fue donde María Félix se convirtió en el sueño vuelto cuerpo
tanto de quienes habían hecho una revolución sabiéndola perdida, como de sus
hijos y después también de sus nietos; todos ellos, trayendo crispadas y
confundidas en la sangre las arrugas de la madre España y de la madre tierra
americana, se asomaban entre inocentes y valentones al tiempo sin madre que la
Segunda Guerra Mundial hizo nacer. Podríamos decir que cada cual era un poco
Cantinflas, un poco Tin Tán y un poco Pedro Infante. Y todos amaban a María
Félix, aunque no supiera actuar, aunque a menudo (y en cada vez mayor medida
conforme el tiempo iba transcurriendo, volviéndola mito) resultara insoportable
en sus desplantes y actitudes; o a lo mejor justo por eso.
A ese México, igual que a todos
y que a todo, también le tocó morirse. Y a María Félix le tocó vivir durante
años del sueño que había sido, igual que a tantos. Convirtió su vida en
prolongación del sueño real que había sido capaz de encarnar en la pantalla,
y a cada giro del calendario la
distancia entre una y otro venía a mostrarle a quien tuviera ojos de qué está
hecho el tiempo, de qué está hecha la muerte: porque ver a la Doña imitando
cuando era ya casi una momia en vida los mohines de lo que fue, significaba de
algún modo colocarle delante un espejo a la patria.
No nos apresuremos, sin
embargo. Miremos a María Félix cuando la plena correspondencia entre tiempo,
cuerpo y sueño no se hallaba aún tan
distante, y podía todavía fingirse con sólido margen de credibilidad. Miremos a
María Félix veinte años después de aquella ciudad años cuarenta. Los que la
habían vivido niños se habían hecho adultos, los que habían abierto en ella su
juventud se estaban haciendo viejos, y los que habían alcanzado en ella su
vejez ya estaban en su mayoría muertos.
En los años sesenta del siglo
pasado, antes de que los estudiantes salieran a las calles, Aurora era una
mujer todavía joven, pero al mismo tiempo ya madura por intensidades e incidencias
de vida. Vivía sola, aunque no le había faltado jamás asedio masculino de entre
el cual elegir selectivamente compañía; tenía cuatro hijos, aunque sólo la
menor compartía casa con ella. Trabajaba de sirvienta.
A la hora de las confidencias,
ya desde entonces le gustaba conversar a Aurora sobre los años en que estaba
recién llegada a la ciudad (esa ciudad años cuarenta de que antes te hablé).
Sus trabajos en casa de Tony Aguilar y de ande a saber cuál hermano superviviente
de Francisco I. Madero; la fotografía donde aparece poniéndole las medias a
Kitty de Hoyos; la invitación de algún conocido para que asistiera a un
gimnasio y probara volverse luchadora; la lujuria de dientes apretados con que
vecinos y paseantes le murmuraba “india bonita” cuando vivía frente a la Plaza
Garibaldi; los salones de baile, las tandas en el Tívoli o la carpa Fru-frú.
Aurora tenía conocimiento de
que María Félix vivía, o al menos tenía una residencia con terraza a espaldas
del edificio donde ella trabajaba como empleada doméstica. Aunque decir “a
espaldas” tal vez no sea el término justo, pues sugiere una proximidad que en
los hechos resultaba inexistente. La terraza de María Félix quedaba situada en
algún imprecisable punto del horizonte urbano al que Aurora alcanzaba a
asomarse durante las ocasionales pausas de su cotidiana faena. Las ventanas
posteriores del departamento mostrarían supongo una panorámica de
construcciones, muros, cristales y calles ensimismadas, consintiendo a veces una
hilera de macetas, un tendedero con ropa puesta al sol, un penthouse, una que
otra figurilla humana fugazmente entrevista en la distancia. Y sin embargo,
informada de que en aquella dirección moraba la Reina de México —la María
Bonita con que algún antiguo pretendiente su empeñara en hallarle parecido—,
día tras día se acostumbró Aurora a mirar en aquella dirección, buscándola. Y
aguzaba la vista, convencida de que su tenacidad y su paciencia obtendrían
recompensa tarde o temprano.
Obsérvala ahora mismo ahí,
encarada al ventanal trasero del departamento donde trabaja, adormeciendo el
mango de la escoba entre sus brazos, extraviando sus ojos insolentes en una
panorámica de traspatios y cubos de luz, azoteas y cuartos de servicio. Dejando
que sus sueños la lleven despierta a todas las imágenes de la Doña que ha
contemplado desde la penumbra del cine, pero también a los episodios de su
propia vida que a veces enmarcan, a veces acompañan, y a veces incluso juegan a
superponerse y confundirse con el blanco y negro de la pantalla.
Una tarde, quién sabe mediante
qué tipo de artes, blancas o negras (porque Aurora mucho ha tenido siempre de
bruja), consigue ubicar por fin la terraza de María. Una terraza como una
torre, suerte de nicho en la cúspide de la ciudad, desde donde la diva puede
otear a placer el perímetro de sus dominios. No te distraigas buscándole lógica
al prodigio, no hace falta. Las cosas como son. Tal cual me lo relató a mí
Aurora, así te lo relato ahora yo a ti. Ella persevera buscando a María Félix
en la enrarecida lejanía de los entretelones capitalinos, y ve recompensados
sus esfuerzos al hallar la terraza.
En la terraza hay sólo un
diván. Y en el diván la diva solitaria, vistiendo una elegante bata, seguro de
satín. Pero no es en el atuendo que Aurora concentra su atención. Lo que la
deja como encantada ante el cristal, con la escoba suspendida entre los dedos
(tal si estuviese a punto de quedar suspendida por sí sola y llevársela volando
adonde de otra suerte jamás conseguiría llegar), es el semblante entristecido,
los ojos bajos, el esbozo sutil de una mueca amarga en los labios. Aurora se
pregunta qué puede provocar semejante expresión de tristeza en una dama como
aquella. Siente incluso tentación de elaborar hipótesis a partir de lo leído en
alguna revista de chismes, pero deja que la idea se diluya por sí sola.
Como desde una distancia de
años luz, que sin embargo resulta muy semejante a la que la separa de su propio
reflejo en el espejo del tocador cada noche al regresar del trabajo, se abisma
contemplando las míticas facciones de María, la Reina de México, abstraídas en
su inconcebible tristeza. Entonces ella, la Reina, en un momento dado,
sintiendo acaso sobre sí el peso de su mirada, alza los ojos y descubre a
Aurora. Y sin que medie transición alguna, sin abandonar ni por un instante el
aire entristecido, le dedica una sonrisa.
La memoria entera de tu vida y
la mía cabe en el espacio impalpable que media entre esa sonrisa y el asombro
de los ojos que la imaginan y contemplan, no importa en cuál orden de factores.
Y este es apenas un breve
pedacito de tu historia, niño mío. Que cuento nada más porque lo sepas, sin
exigencias, réditos, ni cuentas añadidas de ninguna especie. Lo he escrito a
vuelapluma, sin tachones ni enmiendas, igual que se vive; dejando huella del
tropezón ahí donde las letras se anudaban balbuceo, estirando cada frase hasta
donde la exigencia de su propia urdimbre interior la ha intrincado (así traspasáramos
los límites del ilegible delirio). Tal cual se vive, sin vuelta de regreso
sobre el paso ya dado. Esto somos, Emilio. Nuestra historia como rayo en la
rueda de una bicicleta, conectada allá al centro (que es el final, pero también el principio)
con el resto de las historias; sin otra posibilidad de hallar sentido como no
sea en el giro que ellas fundan, y que es ya en sí mismo ruta, viaje, travesía.
Imagen: María Félix en La diosa arrodillada (1947), de Roberto Gavaldón.