Una como nostalgia de llanuras,
de planicie infinita abismando línea recta el horizonte por los cuatro
costados, allá a lo lejos. Y esa espacial desmesura inseparable siempre de la
sensación de soledad. Una amplitud de magnitudes siderales no obstante remitida
de antemano al ámbito terrestre, y vivida en el ensueño cada vez como un estado
del ánimo, del pensamiento y del espíritu, que debe siempre dirimirse a solas.
Al menos en principio.
Aunque quizá la palabra deber
no resulte aquí la más exacta. Porque la soledad no se presenta como una
obligada imposición externa, sino como una condición natural y propia tanto de
la situación como del escenario. Te encuentras solo en medio de la planicie
inabarcable; y aunque eso ni está bien ni está mal, el hecho de saber que es
así como corresponde, hace que se sienta que está bien: sin aspavientos ni
euforias, sin divertidos contentos de esos que los temples banales gustan
confundir con la felicidad, sin aristocráticas presunciones de nirvana.
La llanura ya polvorienta, ya
rocosa, ya verdeante de rala y crecida hierba, se extiende con amagos de
infinito, y ahonda la concavidad del cielo. El viento sopla a veces y a veces
no. El sol es a veces una mansa y acogedora caricia para la piel y los ojos, y
a veces una inclemencia chata de la que alcanzan a resentirse hasta las
ligaduras de los músculos y la médula de los huesos. Pero en cualquiera de los
casos está bien. Pradera, cañaveral, valle o desierto, la tierra se sugiere mar
en calma sin por otro lado guardar parecido alguno con el mar. Y eres navegante
a pie sin nostalgia de embarcaciones ni premura de avance. En cualquier
dirección que te encamines, el paisaje accederá a concederte a ras del suelo
toda clase de novedades para tu modesto azoro y para tu serena curiosidad, pero
el horizonte seguirá quedando todo el tiempo a la misma distancia.
Ensueños de tranquila
claustrofobia, de paciente y suspirante tedio. No el último habitante del
mundo, no el primero. La sola idea de los otros como inexistencia, como una
noción ante la cual no puedes manifestar postura porque resulta no digo
inconcebible (lo inconcebible es el reverso geométrico de lo concebible) sino
ajena por completo a la idea misma de concepción. Como cuatro meseros perfectamente
ataviados que llevaran sobre los hombros, en una bandeja, un enorme salero, a
la mitad de la séptima entrada de un juego de beisbol sin embasados. Y ni
siquiera eso. Ni siquiera el absurdo.
Lo insólito por inhabitual y
extravagante corresponde a distintos órdenes, a distintos escenarios
potenciales en el vasto repertorio del ensueño. Acá en la llanura lo prodigioso
no asombra, sin dejar empero de ser prodigio: sin dejar de susurrarte todo el
tiempo que aquello que contemplas sólo se podría llamar milagro; si existieran
dios, los otros, la fe y el desespero.
Una como nostalgia de llanuras
que, ya de regreso, ya otra vez de este lado, hurtada de bochornosas épicas, te
insinúa a manera quién sabe si de sombra o de reflejo para que puedas (si quieres)
reconocerte en alguna de ellas, todas las convencionales siluetas históricas
asociadas más allá de la frontera con el Lejano Oeste, y en mexicanas tierras
con el Extremo Norte.
Por ejemplo, el perezoso
gambusino que pretendía huir de la ancestral alquimia para obtener el oro a
cielo abierto, lejos de claustros, libros, retortas y desvelos; pero que ya
inclinado por enésima ocasión con su mellado plato sobre una raquítica lengua
de riachuelo recién hallada, entiende que ha venido a cumplir en el otro extremo
de la tierra el mismo arduo destino de desvelos, trabajos, fracasos e
iniciáticos reintentos que algún antepasado suyo ensayara siglos atrás en
Utrecht, Praga o Basilea.
O también, por ejemplo, el
anónimo piel roja que, azarosamente hurtado del exterminio, se sumerge en los
inhóspitos imperios de un mundo que
sabía suyo pero no conocía; y frente al cual la barbarie ha pasado a
convertirlo de súbito y por igual en monarca en funciones, solitario guarda
guerrero, real ministro de inventario: sacerdotal preservador de una memoria a
medias por inventar y a medias a punto de perderse.
O también, por ejemplo, el
indígena chichimeca que, al contrario, no reconoce aquella tierra como propia,
sino penitencia del extremo exilio a que se ha impuesto someterse para no
transigir comercio ni con la servidumbre, ni con la acomodaticia astucia, ni
con la hipócrita conversión, ni con la muerte heroica, ni con el vano afán de
procurar comprender (aunque sea un poquito) a los recién llegados.
O también, por ejemplo, el
misionero que ha debido venir a instalarse ante este árido, inhóspito y para él
por completo anómalo paisaje. Ddonde sus sermones ora se diluyen en el viento
seco, y ora van a rebotar sin ecos contra la roca parda, la picante arenisca y
los espinosos matorrales. Y es aquí y sólo aquí, desde su desolación, desde sus
lacerantes dudas, desde su ya ciega y fatigada terquedad, que se le concede la
merced de entrever por fin con plena transparencia el rostro terrible y
misericordioso del Señor.
Personaje secundario en algún
cuento de Jesús Gardea. Incidental rostro durante las primeras páginas de alguna
novela de Cormac McCarthy (fugazmente entrevisto, y afortunado de poder fugarte
a tiempo, antes de la primera masacre).
Esa espalda que la protagonista
de quién sabe cual película ya no filmada por Wim Wenders se topa en la barra
del primer restaurante del camino, tras cuatro horas de lineal carretera. El
cofre del automóvil está hirviendo, el mozo está llenando otra vez de agua el
carburador y de gasolina el tanque, la vieja rockola toca una canción de Johnny
Cash, allá al fondo (se escucha y se olfatea) la mujer del dueño prepara café y
huevos con tocino. La espalda admite por encima del hombro el perfil de un
rostro que mira y admira a la mujer recién llegada, que alza una ceja a manera
de homenaje y saludo. Y la invita a sentarse.
Imagen: Valley of the Gods, Utah, 1977. Fotografía de Wim Wenders.