domingo, 31 de mayo de 2020

Einsenstein y el Rancho Grande.

Sin menoscabo de sus virtudes artísticas, la película Allá en el rancho grande, dirigida por Fernando de Fuentes en 1936, adquiere en perspectiva sus principales significaciones al subordinar lo estrictamente fílmico a la esfera comercial e industrial. Se trata de la primera pieza que, aprovechando en general la sucesión de aprendizajes que el cine mexicano venía asimilando desde sus albores, y específicamente los decisivos aportes incorporados por la presencia de Sergei Eisenstein en nuestro país, pudo armonizar un producto original rentable para el mercado nacional e internacional. De ahí, su mérito fundamental —si como tal puede tomársele— consiste en haber convertido la impostación turística en voluntaria entonación y en fórmula transmisible. Elevarla a partir de tales atributos a totalizador fiel de la balanza histórica y crítica frente a la cinematografía nacional, no puede tomarse en modo alguno como un juicio imparcial e inocente.
La herencia eisensteiniana ya había previamente exhibido fecundas huellas entre nosotros, en una proporción de la cual Allá en el rancho grande (dados sus específicos énfasis discursivos y mercadológicos) terminaría quedando más bien distante. El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1933) y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1935), del propio Fernando de Fuentes, constituyen mucho más que eficientes ejercicios de imitación estilística, y consiguen ampliar la exploración de las consonancias de fondo entre el cine del maestro letón y las mejores intuiciones del entonces aún vigoroso muralismo pictórico.
La gesta eisensteniana en México ha sido, y será necesariamente todavía, narrada infinidad de veces: una estancia de poco más de un año para filmar una película (¡Que viva México!) que al final nunca se concluye, pero que se convierte de manera inobjetable en decisivo referente para la tradición fílmica de un país. Acaso lo fecundo de dicho contacto haya obedecido justo a la peculiar intensidad que solamente lo inacabado y lo efímero parecieran a menudo capacitados para propiciar. Al término de aquellos abigarrados meses, donde la medida de los hallazgos quedaría remitida a una norma de persistentes desencuentros, ni el cine nacional ni el realizador letón volverían a ser los mismos.
Una significativa parte de las intenciones, logros y riesgos del inacabado proyecto mexicano de Eisenstein, admite enfocarse en función de sus convergencias con el movimiento muralista. No se trata sólo del hecho anecdótico de que cuatro de los seis episodios de la película que pretendía rodar estuvieran dedicados a fundamentales representantes de la corriente (David Alfaro Siqueiros, Jean Charlot, Diego Rivera, José Clemente Orozco). Hasta donde permite atisbar el material filmado, dicha dedicatoria iba bastante más allá de una mera declaración de circunstancias o una mera ponderación amistosa, y se proponía ensayar una efectiva traducción a la pantalla del universo pictórico de dichos artistas.
La reivindicación política y poética del hombre común como motor y medida de la Historia es una tentativa de filiación netamente romántica, que en su primera etapa encuentra complemento y contradicción plenos en la imagen del poeta como individualidad excepcional, destinada a servir de guía para sus semejantes (en la esperanza de que estos un día, merced a una revolución espiritual sin precedentes, lleguen efectivamente a serlo).
Acaso la asunción del poeta como emblemático exiliado de una sociedad indiferente a la Verdad y la Belleza durante el Simbolismo, se halle consagrada menos a entronizarlo paria por antonomasia, que a testimoniar su doliente y retadora solidaridad en medio de un mundo donde las nuevas relaciones de poder han decretado (norma no escrita y a partir de entonces mal disimulada con estridencia) el estatus de paria para casi todos. Ante las destruidas barricadas y los millares de fusilados de la Comuna de París vencida, Marx y Rimbaud afinan a coro las armonías de una épica inédita, no exenta de los riesgos y espejismos consustanciales a toda afirmación celebratoria.
Relata Vicente Quirarte:


El 4 de septiembre de 1870 tiene lugar la proclamación de la República Francesa. Cinco días más tarde Marx publica en Londres su "Segundo llamamiento del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra franco-prusiana", donde denuncia los juegos sucios entre telones, al tiempo que defiende la supremacía de la Internacional y la organización de la clase obrera. El mismo año, Gustave Doré, quien volvía a París después de una estancia en Londres que le sirvió para hacer sus litografías de la ciudad esplendorosa y miserable, graba una alegoría a la que llama La Marsellesa: Una mujer con gorro frigio encabeza el desfile de los nuevos sans culottes: son los obreros marginados que llenarán las novelas de Zolá y Balzac, de Pérez Galdós y Dickens; los unwashed de Londres hacinados en barracas y rindiendo culto a la Diosa Industria, en cierto modo la hija malnacida de la Diosa Razón.[1]

Puede decirse que, si como nunca antes (ni después) en la historia de la sociedad moderna, el trabajo se vio reconocido a cabalidad como motor del mundo, obedeció a que por vez primera vimos reconocer sin cortapisas a la gente más anónima, humilde y cotidiana, como legítima guarda y portadora de toda su potencia constitutiva. No se trata de ese pueril arrebato sentimental, a partir del cual tiende a decretarse a los desposeídos como seres perennemente virtuosos por la sola gracia de sus carencias. Se trata de puntualizar las hondas responsabilidades y prerrogativas de cada trabajador —por común y discreta que pueda antojarse su específica tarea—  a partir de la convicción de que sólo el trabajo dimensionado por una perspectiva pública otorga al ser humano su plena dignidad. Los desposeídos interesan en la medida que se les ha escatimado todo derecho participativo en la construcción del mundo social y del espíritu histórico; lo que late debajo, a la vez como revolucionario planteamiento político y como fulgurante intuición poética, es la urgencia de una sociedad donde (lejos de concebirse como oportunidad, dádiva o caridad) el trabajo quede establecido como garantía ciudadana plena.
Una de las principales aspiraciones compartidas por Eisenstein y el muralismo mexicano, consiste en convertir al hombre y la mujer comunes y corrientes en centrales detonadores e inequívocos protagonistas de la epopeya histórica. Al hacerlo,  a menudo suponen cumplir una función más testimonial que inventiva, obviando el hecho de que toda representación artística es —por definición— artificio mediado a través de una perspectiva y una percepción particulares; pero obviando sobre todo las específicas implicaciones del artificio épico, así como la fina frontera que separa a la exaltación lúcida de la impostación grandilocuente.
Ahora bien, si la épica presupone de modo indispensable el canto de un destino excepcional y ejemplar, la tentativa de consagrarla al anónimo e invisible sustrato de la normalidad cotidiana entraña una contradicción y una paradoja. Dejando aparte el hecho de que al cantar las hazañas de específicos destinos de excepción, lo que hacen siempre los pueblos es cantar totalizadoramente su propia acción y conciencia colectivas, ¿en verdad resulta concebible una epopeya exenta de paradigmáticos heroísmos individuales?
Diego Rivera aseveraba que los muralistas habían conseguido abolir el singularizado protagonismo de los héroes, para incorporarlos como parte integral de las masas populares, o en todo caso para puntualizar su mérito particular como culminación de un impulso histórico masivo:


…por primera vez en la historia del arte de la pintura monumental, el muralismo mexicano cesó de emplear como héroes centrales a los dioses, reyes, jefes de estado, generales heroicos, etc. Por primera vez en la historia del arte, la pintura mural mexicana hizo héroe del arte monumental a la masa, es decir al hombre del campo, de las fábricas, ciudades, al pueblo. Cuando entre éste aparece el héroe, es como parte de él y su resultado es claro y directo. También por primera vez es el ensayo de plastificar en una sola composición homogénea la trayectoria en el tiempo de todo un pueblo.[2]


Y no cabe duda que, en muchos de sus más afortunados pasajes, el muralismo logra cristalizar en efecto la improbable armonía integradora entre multitud e individuo: sea que la monumental estatura de los héroes se sustente cúspide de la laboriosa aplicación del pueblo llano; sea que dicha laboriosidad se deje trasminar por el estatuario enaltecimiento de los próceres, reivindicando digno de contemplación ejemplar hasta el más elemental de los actos cotidianos. Pero lo cierto es que, proyectadas mayoritariamente las obras y sus respectivos matices (incluida la sombría lucidez de José Clemente Orozco) hacia la entonación grandiosa consustancial a lo épico, el sometimiento tutelar a los grandes nombres propios no sólo no se ve abolido ni atenuado, sino antes bien se refuerza, y cuando la tendencia se institucionaliza escuela sus mejores intuiciones tienden a inmovilizarse: la monocorde reiteración grandiosa de un pueblo todo virtud conduce sin remedio al monolito banal.
Un momento de la filmación.
Por cuanto respecta al ámbito cinematográfico, la entonación épica y monumental que las películas de Emilio Indio Fernández elevarían a dominante parámetro de referencia a la hora de valorar el legado de Eisenstein en México, tiende con frecuencia a minimizar o de plano hacer olvidar obras y realizadores que optaron por privilegiar de dicha herencia matices distintos a la plasticidad estatuaria y la dramatización grandiosa. 
Cuando, en 1970, Reed México insurgente convierte la crónica revolucionaria en ejercicio de recuperación de un tiempo de perpetua espera, protagonizado por personajes sin enfáticos relieves caracterizadores (bajo la mirada de su director, Paul Leduc, incluso los episodios de excepción dramática que otros hubieran llevado a convencionales clímax se resuelven dilatada pausa), no se limita a echar mano de la textura documental para conseguir determinadas inflexiones estéticas y críticas. Sino que también se incorpora a una tradición fílmica acaso marginal —cuando no abiertamente acallada— pero que ya con anterioridad se había mostrado plenamente capaz de armonizar el anonimato cotidiano como fundamental venero e indispensable resguardo para toda tentativa de epopeya con perspectiva de validez perdurable.
Ni El prisionero 13, ni El compadre Mendoza ni ¡Vámonos con Pancho Villa! de Fernando de Fuentes admiten tipificarse en tanto celebración afirmativa de una revolución triunfante. Pero el entendimiento trágico y la ironía crítica que toman prestada de la Novela de la Revolución no condescienden tampoco (como sí sucederá con Allá en el rancho grande) a la simpleza del panfleto reaccionario. Se ha insistido repetidamente en el papel de la institucionalidad gubernamental a la hora de invisibilizar o abiertamente desaparecer por vía de la censura estas cintas junto a otras muchas del mismo linaje, en razón de su franca disonancia frente a las entonaciones triunfalistas y dulcificadoras del discurso oficial (La sombra del caudillo de Julio Bracho, 1960, sigue siendo en tal sentido un ejemplo emblemático); pero no así en la responsabilidad de las casas productoras encargadas de estrechar hasta la asfixia toda tentativa fílmica que se planteara horizontes más amplios que los del entretenimiento y el lucro. Las tres obras maestras de Fernando de Fuentes no sólo sufrieron de ostracismo por ser consideradas políticamente incorrectas, sino también por no mostrarse servilmente atractivas desde un punto de vista comercial.
La influencia de Eisenstein en esas tres cintas resulta inequívoca. Sin embargo, además de una manifiesta recarga de tintes sombríos, hay también en ellas una condolida y pudorosa ternura que las obras del maestro letón rara vez llegan a consentirse (en Eisenstein, incluso la ternura es entendida como una forma de exaltación). Su temprano tratamiento de la lucha revolucionaria iniciada en 1910 se distancia de la grandilocuencia que a la postre terminaría por asociarse en automático con el tema; lo cual en ocasiones ha propiciado diagnosticarlas tácitamente como ejemplos de un todavía insuficiente manejo técnico y narrativo del lenguaje cinematográfico, mismo que hubiera sido responsable de impedirles llevar hasta sus últimas consecuencias la intención épica. Pero hay que desmarcarnos de esa inercia, empecinada en estigmatizar todo devenir como una escala jerárquica donde el pasado ha de entenderse siempre en tanto versión aproximativa e imperfecta de los sobreentendidos del presente. Entonces nos percataremos de que si tales piezas “no logran” el tono de gesta que se volvería prototípico durante años posteriores, no es debido a una carencia de recursos, sino a una consciente elección. No atinan el tono épico porque no estaban buscándolo. Sus prendas de epopeya las articulan en intencionado tono menor, desde el tratamiento horizontal de personajes que, si no de la misma estatura, sí enfatizan estar modelados todos por los mismos materiales, de tal suerte que a menudo bastaría un sutil ajuste a la lente de la cámara para que lo que aparece como fondo se convirtiera en hilo conductor de primer plano, y viceversa.
Una de las convicciones eisensteinianas que Fernando de Fuentes retoma con mayor nitidez, corresponde sí a la identificación de la masa popular como potencia generadora del impulso histórico. Pero en vez de la frontal convicción afirmativa que pasaría a imponerse en la mayoría de las manifestaciones artísticas derivadas de la revolución soviética (y que sólo muy pocos, como Eisenstein, conseguirían hurtar del maniqueísmo populista), incorpora el sello distintivo aportado por la Novela de la Revolución: la duda. A la par trágica intuición y crítico escepticismo, las cintas de De Fuentes previas a Allá en el rancho grande no descreen a priori del movimiento revolucionario, pero atinan a formularlo en implacable tono de pregunta. El halo de sombra que preside el desarrollo de sus tramas, convirtiendo cada episodio en parte de una reiterada, ascendente y condolida admonición, no inhabilita (sino antes bien purifica de fáciles retóricas) una franca solidaridad y un franco orgullo ante las amenazadas prendas de virtud que, pese a todo, logran alzarse aquí y allá a colectiva contracorriente.
En Allá en el rancho grande, Fernando de Fuentes volverá a echar mano de la maestría para el estudio de caracteres y rostros que había desplegado en sus trabajos previos. La fisonomía y los atavíos populares entre personajes secundarios y comparsas que a cada momento parecieran tentar a la mirada para que mejor se concentre en ellos, constituyen un elemento medular para la puesta en escena. Pero mientras en El prisionero 13, El compadre Mendoza  y ¡Vámonos con Pancho Villa! tales estudios cobran valor por sí mismos, en el caso de Allá en el rancho grande resulta patente que han devenido complemento decorativo, llano aderezo “para dar color”. Una suerte de marco pintoresco cuya función consiste en vivificar el protagonismo de los prototipos estelares y depurar una fotogenia presidida por ellos de principio a fin, asumiéndolos menos como la norma promedio de su entorno que como su excepción ejemplar.
Ni el intachable patrón tentado por el poder y mal (don Felipe, René Cardona), ni el heroico caporal inesperadamente asomado a la fatalidad (José Francisco, Tito Guízar), ni la virtuosa hermanastra predestinada al martirio (Cruz, Esther Fernández) admitirían mimetizarse en momento alguno con su anónima y pintoresca comparsa de segundo plano.
Imposible separar forma y contenido. Las connotaciones ideológicas acatadas por Fernando de Fuentes durante la realización de Allá en el rancho grande repercuten de manera inevitable en sus valores cinematográficos, estéticos e históricos. De Fuentes (quien en El prisionero 13, El compadre Mendoza y ¡Vámonos con Pancho Villa! no redujo jamás su percepción creadora ni su capacidad expresiva a instrumento de propaganda para doctrina ideológica alguna) sometió todas sus herramientas y su óptica a las pretensiones comerciales que animarían no sólo la confección de Allá en el rancho grande en específico, sino la convicción a partir de entonces dominante en la industria fílmica mexicana de que una película debe asumirse por encima de todo como producto comercial. (Una perversión de fondo respecto al sentido ulterior del séptimo arte, anima el siempre renovado esfuerzo por disimular que la obediencia servil a los lineamientos mercantiles de la sociedad de consumo es ya en sí misma una forma —quizá la más virulenta— de ideología).
Para esclarecer la relación entre alcance artístico y enunciación ideológica, conviene remitirse al caso de ¡Vámonos con Pancho Villa! ¿Existía una manifiesta intencionalidad antivillista en su director o entre aquellos que proporcionaron los recursos para la realización de la película? En retrospectiva, así parecería sugerirlo el final alternativo hallado en 1973 por la Filmoteca de la UNAM, y cuya existencia se desconocía hasta entonces: Pancho Villa (Domingo Soler), fugitivo con una pequeña partida de hombres tras la hora de sus definitivas derrotas en las batallas del Bajío, se topa con Tiburcio (Antonio R. Frausto), uno de sus antiguos Dorados, y le pide que se vaya con él; Tiburcio le manifiesta la obligación que tiene de quedarse a cuidar de su mujer y su hija; Villa entra a su casa y, tras permitir que le sirvan de comer (mientras sus hombres hambrientos aguardan fuera) las mata; Tiburcio ya no tiene obligaciones que lo retengan.
Se ha señalado que Fernando de Fuentes renunció a ese final por presión de la censura. Sin desestimar la obvia verosimilitud y la alta probabilidad de la hipótesis, más significativa parece la reflexión de Emilio García Riera, en el sentido de que —con censura o sin ella— el director tendría que haberlo omitido obedeciendo a razones estrictamente cinematográficas. (En términos políticos, conviene recordar que, aun cuando ocupara la silla presidencial Lázaro Cárdenas —asociado en el imaginario popular a las tendencias más radicales del movimiento revolucionario— en 1935 la visceral denostación contra Villa, así rayara en la calumnia, no era algo capaz de quitarle el sueño a una oficialidad que sólo amagaría instrumentar la franca reivindicación del jefe de la División del Norte hasta entrados los años 60).
La referencia a un caudillo concreto corresponde en la cinta a necesidades de coherencia argumental, pero las contradicciones que focaliza entre idealismo revolucionario y barbarie bélica desde el primer momento tienden a proyectarse para aludir, con manifiesta amplitud, a todos los bandos y facciones. Rematarla con el desenlace antes descrito implicaba sacrificar esa poderosa capacidad de sugerencia, y circunscribirla a una estridencia tremendista con muy acotados énfasis circunstanciales.
Uno de los momentos culminantes, tanto de la cinematografía nacional en general como de la meditación crítica sobre la Revolución Mexicana en particular, lo constituye justamente el modo en que ¡Vámonos con Pancho Villa! remata en su habitual versión: Tiburcio, único sobreviviente del pequeño grupo de paisanos incorporados a las filas villistas bajo el mote de los “Leones de San Pablo”, tras verse obligado a asesinar y quemar sin sepultura el cuerpo de su último, indefenso compañero, y marginado del contingente que avanza hacia la triunfal toma de Zacatecas, abandona la Bola (llevándose no obstante consigo su rifle y sus cananas), y paso a paso se aleja solitario en perspectiva nocturna, entre los mismos rieles que junto al resto de la tropa lo trajeran a Torreón, hasta que las sombras se lo tragan.
A despecho de cuantos se han sentido impelidos a dictaminar con entusiasta automatismo el final alternativo de la cinta como “el auténtico”, lo cierto es que su añadido hubiera condicionado irreparablemente la apreciación de todas las secuencias previas; rematada por él, la cinta quedaría reducida sin remedio posible a llano libelo antivillista, y sus hallazgos circunscritos a esa lineal intención discursiva.
No es imposible (lo prueban siquiera en parte el muralismo y la filmografía eisensteiniana, de los que Fernando de Fuentes abreva) abrazar un abierto partidismo y conseguir que la obra lo incorpore y trascienda a través de sus más amplias resonancias. Pero significativa porción del poder que El prisionero 13, El compadre Mendoza y ¡Vámonos con Pancho Villa! siguen conservando, obedece justamente al hecho de que no es posible remitirlas al enfoque de esta o aquella facción revolucionaria, y se resisten a ser etiquetadas como carrancistas, obregonistas o cardenistas.
Allá en el rancho grande, por el contrario, con todos sus hallazgos fílmicos y de caracterización popular (mejor dicho, con todos los hallazgos fílmicos y de caracterización popular de que supo hacer usufructo para proyectarlos a una dimensión de rédito comercial hasta entonces inédita) puede remitirse por completo a la explícita moraleja ideológica que la preside, y colocarse sin incertidumbre ni contrapunto alguno al servicio de su mensaje aleccionador; es decir, la idealizada apología a destiempo de la hacienda porfirista, con su calculada alusión al presente y a los años por venir. El mensaje resulta tan claro y unidimensional como toda proclama excusada de discernimiento: junto a los hacendados malos hubo y hay también hacendados buenos, por lo que no sólo resultaría precipitado condenar íntegro aquel orden, sino que antes bien se establecería como deseable reparar hasta qué punto sirviente y patrón pueden asumirse todavía como hermanos a carta cabal, mirando en la misma dirección, y poniéndose cada cual desde su particular rol la misma camiseta en futuras y depuradas versiones del mismo diseño resucitado.
Al término de Metrópolis (1927) de Fritz Lang, la forzada conclusión de armonía restablecida entre patrón y obrero de ninguna manera provoca que la cinta en su conjunto quede al servicio de dicho corolario discursivo. Allá en el rancho grande cabe íntegra en el suyo.
Cartel promocional de la película.



[1] [1] Quirarte, Vicente. Marx, Rimbaud y la Comuna: El Faro de la Bastilla. En Iztapalapa, Vol 1, Número. 19, pp. 61-66. 1990.
[2] [2] (En) Cardoza y Aragón, Luis. Antología. Lecturas Mexicanas. SEP. México, 1986.


domingo, 24 de mayo de 2020

La casa en que nace el sol.


Dice mi madre que siendo muy pequeño, antes incluso de poder hablar, me entusiasmaba sobremanera apenas los acordes de la 1812 de Tchaikovski alcanzaban en el tocadiscos sus instancias culminantes. Puede que sí, aunque siendo honestos —a pesar de mi anómala retentiva para recuerdos de tempranas épocas— no consigo evocar ningún rastro que corresponda a la estampa. Por lo demás, después de aquello, la referida obertura tchaikovskiana siempre ha tendido a provocarme más bien indiferencia.
Recuerdo en cambio, con enorme nitidez, los fundacionales cosquilleos que otros territorios musicales me proveyeron durante épocas apenas posteriores a esa, digamos hacia los cuatro años. Serrat rematando su musicalización de Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido de Antonio Machado, con algo que para mis oídos quedaba entre el reclamo y la admiración jubilosa (“¡tan formal! / el caballero andaluz”); Óscar Chávez entonando La Ixhuateca, esa inspirada pieza donde los fúnebres acentos de la voz que la Catrina le dio hallan uno de sus más plenos y propicios marcos (“yo andaba buscando la muerte / cuando me encontré contigo”). Se trata de prendas para mí tan entrañables como perdurables, a las que puedo rescatar intactas, sin que su sabor o su perfume hayan envejecido en lo más mínimo, cada vez que vuelvo a escuchar una y otra canción.
Pero no quiero referirme en esta oportunidad ni a Serrat ni a Óscar Chávez. Tampoco a aquel álbum de estampas que ilustraba las canciones de Cri Cri, y delante del cual mi madre, a veces a capela y a veces con el respaldo de Gabilondo Soler y su orquesta brotando de la bocina, arrulló durante alguna temporada mis ensueños previos a la hora de dormir.
De lo que quiero hablar es de mi descubrimiento del rock. No el descubrimiento informativo y referencial, sino el otro. El que comparto con decenas de millones de personas, sea que lo hayan experimentado hace apenas unos minutos o hacia comienzos de la década de 1950. En cada caso con una anécdota distinta de por medio; en cada caso con un tema personalmente inolvidable como detonante y puntal; con cada caso ensanchando al infinito una atestada lista de nombres (bandas, álbumes, vocalistas, guitarristas, estribillos, bateristas, solos, coros). Pero consignando siempre el mismo telúrico estremecimiento en las vísceras y en todas las terminales nerviosas; el mismo relámpago de intraducible lucidez que a la vez abraza, abrasa y hiere; el mismo eléctrico escalofrío que te lo explica todo sin necesidad (ni posibilidad) de explicar nada.
Aquellos discos de Joan Manuel Serrat (Dedicado a Antonio Machado, poeta) y de Óscar Chávez (La Llorona) pertenecían a mi padrino, quien fue el indisputable héroe de carne y hueso de mi infancia. Luego tuvimos en casa los nuestros propios de uno y otro cantautor, pero durante aquella temprana etapa a la que estoy refiriéndome era necesario, para oírlos, que los tuviéramos en transitorio préstamo o que hubiéramos ido a visitarlo él.
Mi padrino fue en su juventud uno de esos curiosos especímenes solitarios, que de manera por completo autodidacta, ecléctica y personal, se proveen una formación cultural confeccionada mediante la mixtura de variopintas materias primas: suplementos y revistas culturales al lado de manuales de inglés y de electrónica; la bibliografía básica de Rius al lado de textos de astronomía y programas de divulgación científica; lo mejor de la literatura mexicana del siglo XX y de los clásicos de la ciencia ficción al lado de pilas de historietas; manuales de ajedrez al lado de una cantimplora y un radio de onda corta; extenuantes paseos por la megalópolis infinita al lado de recurrentes excursiones en el monte; cálida cercanía y permanente presencia al lado de silencios insondables y prolongadas ausencias.
De acuerdo con mi madre, la colección de discos que su hermano reunió durante la primera mitad de los años setenta llegó a ser más que nutrida. Y aunque Serrat y Óscar Chávez figuraban en ella con suficiencia, autonomía y derecho propio, no dejaban de resultar ante todo elementos complementarios. Pues la mayor parte de los ejemplares que integraron aquella colección —después perdida de modo irreparable— eran discos de rock. Exageraría sin embargo al aseverar que todos o siquiera la mayoría de mis primeros atisbos rocanroleros se los adeudo a él. La radio, tal consigna la accidentada historia del género en México, había declarado inexistente prácticamente toda producción vernácula, pero en cambio no había mayor problema para tropezarte en algún punto del cuadrante con Rolling Stones, Doors o Credence. Sé que a mi padrino y a su colección les adeudo, sin lugar a dudas, mi temprana lealtad hacia Cream y hacia John Mayall; pero les adeudo sobre todo mi relámpago primigenio dentro de esa específica parcela del universo musical: les adeudo The House of the Rising Sun.
Llegamos pues a la parte complicada del presente texto. La parte donde yo procuro asediar con explicaciones algo que dada su misma condición resulta inexplicable.
Sería inútil que tratara de fechar, siquiera aproximativamente, la primera oportunidad en que escuché cómo Erick Burdon escupía “there is a house in New Orleans...”. Pero sé bien que ese día preciso, extraviado entre la ventolera de los calendarios, antes incluso de que la inolvidable voz de Burdon comenzara a escupir (ladrar, arrullar, aullar, orar o lo que sea que está haciendo), ya el arpegio introductorio de la guitarra de Hilton Valentine me había erizado la nuca, tensando una desconocida urdimbre de cables entre mi estómago, mis omóplatos y mi bajo vientre.
Mencioné antes que Llanto y coplas y La Ixhuateca han prevalecido a lo largo de mi vida como prendas a la vez amadas y perennes, susceptibles de remontar íntegro —sin ningún género de obstáculos, y al menor pase de prestidigitación— el río de los años transcurridos, para recobrar así todas sus originarias potestades. The House of the Rising Sun pertenece a ese mismo exacto linaje, pero al propio tiempo se trata de algo por completo distinto. Si tuviera que emplear una metáfora aproximativa, diría que tanto a La Ixhuateca como a Llanto y coplas cabe referirlas y representarlas bajo la modalidad de una tibia y acogedora caricia, donde hasta la mordedura de la nostalgia lastimaría no digo yo que de forma menos punzante, pero sí con una suerte de retraído ensimismamiento; The House of the Rising Sun, por el contrario, se parece más bien a un saludable duchazo de agua fría.
Bajo ninguna circunstancia me permitiría aseverar que esa fulminante descarga de absoluto, que a mí me fue revelada por el mítico tema de The Animals hacia los cuatro años, le corresponda al rock como excluyente feudo o como coto privado. Pero sí considero que, durante las últimas siete décadas, quien con mayor transparencia, honestidad y amplitud ha permitido a significativa parte de la humanidad acceder (o asomarse siquiera) hacia ella, ha sido sin duda el rock. Admito que semejante planteamiento lleva implícitos toda suerte de claroscuros y contradicciones, pero ello no me parece suficiente para considerarlo erróneo. Y difícilmente cabría tratar de ser aquí más claro con las explicaciones, a riesgo de banalizar hasta términos de esquema y moraleja lo que en buena medida nació como indómita oposición a todo esquematismo y toda moralina. Hasta hoy, no he encontrado mejor tentativa de definición para el multiforme, potente, generoso e inaprehensible espíritu rocanrolero, que aquellas palabras de Pete Townshend utilizadas por Charly García como epígrafe para su primer álbum solista (Yendo de la cama al living):

Si grita pidiendo verdad en lugar de auxilio, si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer, si se pone de pie para señalar algo que está mal pero no pide sangre para redimirlo, entonces es rock and roll.

Tampoco pretendería caracterizarme de manera cómicamente improbable como rockero. O siquiera sugerir que mi primera formación musical haya gozado de algún espectacular privilegio respecto a lo que correspondió al mexicano urbano promedio dentro de mi generación. La dotación de discos en el núcleo familiar durante mi infancia incluyó lo mismo a Antonio Vivaldi que a Richard Clayderman, a los Beatles con Help que a José José con La nave del olvido, a Rocío Durcal interpretando a Juan Gabriel que a Mercedes Sosa interpretando a Atahualpa Yupanqui, a Village People que a Los Hermanos Rincón. Y mi repertorio evocativo conserva como parte irremediable suya una vergonzante cantidad de letras y melodías compuestas (o plagiadas) por José María Napoleón, así como quién sabe qué regusto a lusitana saudade asociado con los temas de Los ángeles negros y Los pasteles verdes que solían escucharse durante las fiestas barriales.
Pero hay memorias que no sólo nos eligen, sino en las cuales nos elegimos. Es a este último género de memorias a la que pertenecen en mi caso La Ixhuateca, Llanto y coplas y The House of the Rising Sun; con, como ya decía, un peculiar y significativo matiz en el caso de esta última. Bastaba distinguir sus primeros acordes en el tocadiscos o en la radio, para sentir que el torrente de una invertida catarata daba en treparme por la columna vertebral. Y no había manera de que supiera yo que para entonces, a poco más de una década de su lanzamiento, se había convertido ya en un clásico. Durante años, mi única información añadida a la que me proporcionaban el áspero timbre de la voz de Burdon, la batería, las guitarras, y en especial ese órgano en una suerte de concéntrico y crispado crescendo, era que el primer vinilo en que la había escuchado pertenecía a mi padrino.
Incluso pasó muchísimo tiempo antes de enterarme qué era lo que decía la letra. Debió ser hacia mis veinte años o algo así. Nunca aprendí inglés, el supermercado de la información quedaba entonces bastante más allá de un link y un click, y la verdad es que jamás me había hecho falta saber el significado de aquellas palabras vociferadas por Burdon, aun cuando al verlas por fin traducidas procediera a maldecirme por haber sido capaz de tan dilatadamente habitar esa canción, o dejarme habitar por ella, prescindiendo del entendimiento de su texto (a partir de ahí por supuesto imprescindible). En todo caso, podría decir que la traducción literaria ahondó significativamente, pero jamás modificó en esencia, lo que el tema venía diciéndome desde tres lustros atrás.
No hará falta aclarar que no soy ningún erudito ni teórico de rock. Ni se me ocurriría pasar por tal. Sólo me gustaría confiar en que un guiño de complicidad consiga devolver los ojos de cada potencial lector hacia el tema o los temas de su íntima predilección, que hayan desempeñado dentro de su respectiva biografía (musical y no) el papel que en la mía desempeñó esta casa de sol naciente: esta casa en que nace el sol. Y que comprendieran a qué me refiero cuando, más acá de toda boba intención autoritaria o grandilocuente, me consiento afirmar que la historia entera del rock —y de todo lo demás— cabe en aquella pausa dilatada grito por Erick Burdon hacia el final de The House of the Rising Sun, cuando aúlla: “Well, I got one foot on the platform. / The other foot on the train”.
Hacia los cuatro años, aun cuando no pudiera (ni necesitara) discernirlo o enunciarlo, entendí que de eso se trataba. Que de eso se trataría ya para siempre.
Con uno de los pies en el andén / y el otro pie en el tren.


Imagen: Eric Burdon, John Mayall, Jimy Hendrix, Steve Winwood y Carl Wayne, en Suiza, durante mayo de 1968 (ahí nomás). Fotógrafo no identificado.

sábado, 16 de mayo de 2020

domingo, 3 de mayo de 2020

Botella en altamar.


Elegir, elegir, elegir. Enhebrados en la cadena de las decisiones como un eslabón más. Ya indiscernible e indiferente lo que es deliberación preliminar, acción ejecutora, balance final. Condenados a la elección, condenados a la decisión: nuestra prenda de privilegio, nuestra inexcusable sentencia.
Nos hemos habituado a la resignada y algo comodina lamentación por todo aquello que queda fuera del alcance de nuestra mano, por el cada vez más restringido margen de maniobra para el albedrío; por los cada vez más refinados y sutiles mecanismos de todo género implementados para hacernos sentir que decidimos, justo ahí donde se nos ha cancelado toda opción (por mínima que sea) de decidir. Sin embargo, los márgenes de la elección dentro de las específicas condiciones de posibilidad de cada cual se mantienen tan intactos y tan fatales como el día en que Héctor consultó el oráculo para enterarse de que Troya irremediablemente caería, a despecho de sus esfuerzos, los de su gente, e incluso los de sus dioses protectores (aquellas figuras del panteón olímpico alineadas por diversas afinidades al lado de Afrodita y de Paris). Héctor pudo hacer el intento de escapar, sumirse en la desesperación o en el tedio nihilista, abismarse en la duda de qué sentido tenía seguir peleando frente a tamaña certidumbre de derrota; pero eligió quedarse a combatir.
Creo que  fueron los existencialistas quienes con mayor minucia, a menudo casi morbosa, demoraron su meditación en el implacable reducto de que la elección dispone, así sea frente a las circunstancias más opresivas y adversas. Es natural. La historia les había concedido el incómodo honor de ser los primeros en meditar formas de coerción tan peculiarmente depuradas como democráticamente compartidas por las diversas modalidades de autoritarismo vigentes, formando parte de una sociedad de masas que apenas se estrenaba a nivel planetario en tanto tal. Por un lado, surgían recursos de vigilancia, control, manipulación y represión inéditos; por otro, la progresiva consolidación de los mass media posibilitaba —no sin infinitos obstáculos y disimulos que sortear— la visibilización de métodos, prácticas e instrumentos añejos, pero otrora sólo detectables para sus directos ejecutores y víctimas.
Cada vez que me siento tentado a maldecir las dificultades que afronto desde mi trabajo de escritor, así sea para procurarme una subsistencia material mínimamente digna, o para hallar canales de comunicación efectiva entre lo que escribo y el potencial público lector; cada vez que, como a casi cualquiera consagrado a este tipo de lides, me da por considerar que el destino es por demás injusto, que no dispongo de los espacios, tiempos y medios para escribir como quisiera, lo que quisiera y cuando quisiera, ni para ser leído cuanto y donde quisiera; cada vez que, como todo aquel condenado a padecer el inexcusable tributo de egolatría consustancial al oficio literario, me da por perfilarme ante el espejo como el más infortunado de los hombres, el más incomprendido de los talentos, el más acotado de los destinos; cada una de estas veces, apelo a la eficaz disciplina de recordar al uruguayo Mauricio Rosencof. Y un golpe de decencia, mesura y elemental sentido del ridículo viene de inmediato a conjurarme toda melodramática histeria, y me lleva de vuelta a mi eterna pila de libros por leer, a mi libreta en turno por terminar de colmar con bichitos de tinta; al teclado y la pantalla de la computadora donde procedo siempre a escribir lo que quiero, como quiero y cuando quiero, dentro del espacio y el tiempo reales de aquello que soy y de aquello que habito; no desde la banal ensoñación de quién sabe cuáles idealizadas fábulas.
Conocí a Mauricio Rosencof hace muchísimos años. (Abisma darte cuenta de que se llega el día donde los plazos de vida admiten ya medirse en décadas). Resulta no obstante excesivo aseverar que lo conocí. Más exacto resultaría decir que tuve oportunidad de conocerlo, y que desperdicié la oportunidad. Pero tampoco quiero encarnizarme con las elecciones de uno de aquellos tantos que alguna vez fui; una de las estrategias predilectas del ego del escritor consiste justo en la autoflagelación y el autovilipendio. A mediados de los años noventa tuve oportunidad de conocer a Mauricio Rosencof, y elegí no conocerlo. La vida en aquel momento me invitaba, como invita al bañista el agua del río apenas se hunde hasta la cintura en él, hacia otras direcciones. De modo que al terminar la charla y lectura que Mauricio Rosencof ofreciera en el entonces flamante foro La Mueca de Morelia, en vez de sumarme a la cena y conversación que vino después para departir en términos más íntimos con él, me marché; la verdad es que no recuerdo ya con quiénes ni a qué.
Eliges, decides, optas. Y aunque cada una de las veces has de hacerte, quieras o no, responsable de ello, no tiene mayor sentido demorarse en lamentaciones. Nunca llegué pues a conversar en sentido estricto con Mauricio Rosencof, pese a que hubiera tenido buena oportunidad para hacerlo. Y sin embargo determinadas palabras de Mauricio Rosencof, pronunciadas aquella noche de la que me separa ya más de una vida, perduran en mí con la misma transparencia que si las hubiera escuchado hace sólo un minuto; no las palabras propiamente dichas, sino su eco, su elocuencia callada, su misterio secreto.
Mauricio Rosencof, además de escritor, había sido militante tupamaro. Preso político durante más de una década bajo la dictadura militar uruguaya de los años setenta, vivió su encarcelamiento en condiciones que no resulta ampuloso ni retórico calificar de espeluznantes; confinado en una celda insalubre, de estrechísimas dimensiones y sin ventanas, consiguió obtener cada tanto, de los mismos hombres que lo custodiaban y trasladaban a la sala de torturas, cigarrillos y un repuesto de bolígrafo, a cambio de componerles acrósticos para sus novias y madres. Mauricio Rosencof se habituó entonces a vaciar el tabaco de los cigarrillos, y a escribir poemas en el pequeño papel con que cada uno de ellos venía liado, para luego disimularlos en las costuras de la ropa que le permitían enviar a lavar de vez en vez con su familia.
Pienso en Mauricio Rosencof. Y un sabor a dignidad, a vergüenza y a fraterna ternura me inunda de inmediato la boca. Porque ese hombre empecinándose en escribir justo ahí donde nadie se atrevería a reprocharle que hubiera dejado de hacerlo, que desde semejante empecinamiento y semejante esmero reivindicaba para sí —y acaso para todos nosotros— el esencial sentido de humanidad que sus captores pretendían arrebatarle, me hace dimensionar en su justa medida las responsabilidades implícitas en mi propia voluntad de escritura, las prerrogativas puntualizadas dibujo y forma tanto por el espacio como por el tiempo desde los cuales escribo. Un tiempo y un espacio que no pude elegir, como no puede elegirlos nadie, pero que delimitan el perímetro dentro del cual quedo obligado a elegirme, a elegir lo que quiero escribir, a ser elegido por lo que debo escribir, a entre la condición y el deseo trazarme escritura como legítima realidad posible.
Sólo quien se haya planteado verosímil hipótesis la efectiva opción de hacerse escritor podrá entender el empecinamiento de Mauricio Rosencof por escribir donde, al pie de la letra, no existía ninguna posibilidad para hacerlo. Pero sólo quien al final de las invisibles cuentas en verdad lo sea podrá comprender e identificar, como espejo de la suya propia, esa aplicada disciplina ejercida para que aquellos poemas escritos en papel de cigarro hayan llegado hasta la página impresa, dando forma a un libro de sonetos que se titula La Margarita.
De ninguna manera pretendería que lo hasta aquí dicho fuera interpretado en los ramplones términos al uso, según los cuales siempre se puede estar peor y hay por ello que agradecer y proteger con neurótica usura lo poco o lo mucho que se tiene (lo poco o lo mucho que se cree que se tiene). O en los de esa insostenible certeza, tan hondamente arraigada sin embargo, de que al final te va a ir muy bien si eres bueno y te va a ir muy mal si no, de que la suerte les sonreirá con un giro a favor de última instancia a todos los virtuosos y con un aleccionador giro en contra de última instancia a todos los malvados. Pensar, por ejemplo, las obras de Mauricio Rosencof publicadas por Alfaguara como el predestinado corolario que sus esfuerzos ya anticipaban (y quién sabe si desde el principio buscaban): el remate obligado y lógico para la vida y la obra de uno que nunca renunció a la condición de triunfador.
Debíamos habernos hartado ya de esa imbécil inercia empecinada en resumirnos lo real como un vertical y monótono vaivén entre triunfadores y perdedores. Ponerse a debatir si Héctor, Aquiles, Odiseo, Eneas, Rosencof, García Lorca o Camus son ganadores o perdedores, constituye desde mi punto de vista no sólo la más árida de las charadas, sino sobre todo una asaz desatenta falta de respeto. Su entereza para asumirse elección en medio de una circunstancialidad que no eligieron, nos confronta con territorios que bajo ningún concepto corresponden a la dicotomía victoria-derrota: nos remiten al correspondiente plazo de nuestro respectivo, inexcusable albedrío. Todo aquello que hemos elegido, todo aquello en lo que nos hemos elegido.
Hasta rehusarse a elegir ha sido siempre una forma de elección. “Hoy la casualidad debe terminar” dice Marion hacia el final de El cielo sobre Berlín, esa obra maestra de Wim Wenders grotescamente frivolizada por Hollywood en su insípido remake Un ángel enamorado. No es que aquella inolvidable funámbula de circo suburbial considere viable, concebible o deseable conjurar los vientos del azar, con la complacencia de quienes predican que la convicción voluntariosa todo lo puede (just do it); es que comprende hasta qué punto solemos consentirnos elegir con los ojos cerrados, excusándonos de toda responsabilidad respecto de nuestros propios actos.
Hoy la casualidad debe terminar, no más allá de mi decisión, sino en el acto mismo de mi decisión. No puedo continuar decidiendo como si diera igual, como si no importara, como si no fuera conmigo. No puedo seguir delegando el contenido de lo que sólo a mí me es dado significar con mi elección, en manos del irresponsable presupuesto optimista de que todo va a terminar bien o del irresponsable presupuesto pesimista de que todo va a terminar mal. No sé cómo vaya a terminar: nadie tiene ni ha tenido jamás manera de saberlo. Pero puedo preguntarme cómo querría que terminara, y responderme cuánto puedo y cuánto estoy dispuesto a acometer desde el reducto de mis condiciones y posibilidades para procurar encaminar en aquella dirección el trecho de agua de río que pasa junto a mí.
No puedo garantizar que aquello que amo me ame, pero puedo garantizar la elección soberana de mi amor, o el soberano acatamiento de la irremediable fatalidad de mi amor. No puedo garantizar que alguien reciba, acepte y lea algún día el mensaje guardado en mi botella, y lanzado a las corrientes de altamar. Pero puedo escribir el mensaje, tapar la boca de la botella con el cuidado necesario para que el agua no vaya a filtrarse y correr la tinta, y arrojar con toda la fuerza de mi brazo la botella al agua. Y estrechar enteros, mientras la contemplo alejándose entre las olas y entre las demás botellas, todo mi desolado derecho a la incertidumbre y la duda, todo mi irredento (y trabajado a pulso) derecho a la esperanza.

Imagen: Peter Falk en la cinta de Wim Wenders 
El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987), 
más conocida como "Las alas del deseo".