Aprendí a andar en bicicleta
durante unas vacaciones, por las polvorientas calles del pueblo donde moraba y
mora todavía la hermana menor de mi mamá. Uno de los escasos episodios de mi
vida propicios para la sensación de heroica hazaña motriz y deportiva, y para
los orgullos de la proeza física consumada. Durante cosa de tres días recorrí
el pueblo aquel en pedaleante frenesí, enrojecido el rostro, cubierto de tierra
desde la cabeza hasta los pies. Sobrevive por ahí una fotografía que certifica
la efeméride: playera a rayas, pantalón de mezclilla, ocre tonalidad debida
menos al paso del tiempo que al omnipotente terregal, poso tras el manubrio
chupando una paleta de caramelo, con expresión de piloto consumado, veterano de
todos los misterios que supone andar en ruta, en carretera, en el camino; Jack
Kerouac On the Road, versión película de Juliancito Bravo. Estoy a dos o tres meses
de cumplir diez años de edad.
Tal vez resulte exagerado
aseverar que la bicicleta me quedaba chica; mejor sería decir que me quedaba
apenas justa. La menor insinuación de pérdida de equilibrio permitía la
inmediata intervención de mis pies, y ese pequeño pero decisivo detalle de
seguridad había facilitado enormemente mi veloz aprendizaje. Creo que durante
aquellos tres días no me sentí ni una sola vez en riesgo de caer. Hubo, sí,
alguna caída aislada (nadie aprende a andar en bicicleta sin caerse), pero
amable, apacible, indolora, amortiguada tanto por la protectora proximidad del
suelo como por el mullido soporte que, en comparación con el asfalto, brinda el
polvo.
La bicicleta pertenecía a la
mayor de las hijas de mi tía, para entonces de siete u ocho años. Me gustaba
esa bicicleta. A tal punto que me habría encantado llevármela conmigo a casa, y
me supo a galleta triste entender que era imposible, aun cuando su dueña no
estuviera en condiciones de utilizarla debido a que le quedaba todavía enorme.
Sin embargo, mis padres, hechos a fin de cuentas desde entonces al hábito
bonachón de sentirse felices y orgullosos de mí bajo el menor pretexto,
propusieron comprarme una bicicleta para mi cumpleaños, ya sólo a unas cuantas
quincenas de distancia.
Sólo que para mi siguiente
cumpleaños yo tenía ya en mente una fiesta y un uniforme completo del Atlante,
de modo que hubo que mediar. Tuve fiesta con pastel y piñata; mi papá y yo
asistimos al estadio Azteca con uno de sus hermanos y con mis primos favoritos,
para cumplimentar la iniciática experiencia de ver colmado su graderío,
mientras sobre la cancha se enfrentaban el Cruz Azul de Jara Zaguier y el Wendy
Mendizábal contra el América de Vinicio Bravo y Miguel Ángel Gamboa; mi mamá me
llevó al Mercado de Portales para comprarme unos tenis con tachones de plástico
y un short azul marino, y le adhirió con la plancha un escudo del Atlante a una
playera roja que ya tenía. La bicicleta tuvo que aguardar hasta el año
siguiente.
Al año siguiente estaba yo en
quinto de primaria, y mis padres anticipaban con juicioso entendimiento la
inestable, anfibia transfiguración que en materia de estatura comenzaría a
experimentar mi cuerpo en breve. Fui en compañía de mi mamá a sacar a mi papá
de su trabajo antes de la hora de salida; ocupaba él solo una oficina espaciosa
y semivacía en el último piso de un viejo edificio de la calle de Ayuntamiento,
desde cuyas ventanas alcanzaba a verse, cosa de una cuadra más adelante, el
rótulo de la XEW.
Tres condiciones debía reunir,
de acuerdo con mi muy subjetivo y personal criterio, la bicicleta que iban a
comprarme: tener canastilla, tener timbre, y tener el mismo tamaño de la que
apadrinara entre nubarrones de tierra mi aprendizaje preliminar. Una sola de
ellas pude ver cumplirse: la canastilla. El timbre era un accesorio aparte, a
los ojos de la autoridad materna tan excesivo en su costo como peligroso por
las potenciales perspectivas de uso que pudiéramos darle dentro del pequeño
departamento donde morábamos mis tres hermanas (ruidosas de suyo desde siempre)
y yo. Y en cuanto al tamaño, ellos tenían en mente un modelo que pudiera seguir
utilizando varios años más adelante, ingresado ya en la secundaria.
Con el asiento ajustado en su
nivel más bajo, mis pies en punta apenas conseguían entrar en contacto con el
piso, brindándome un apoyo de lo más inestable. Ni hablar de que con la
bicicleta en marcha pudiera yo echar mano de ellos para frenar o equilibrarme.
Decía antes que cuando aprendí
a andar en bicicleta por el pueblo de mi tía no experimenté en momento alguno
la sensación de que fuera a caerme. Aquella tarde de los últimos días de
primavera en que celebré mis once años cumplidos, a bordo de la flamante
bicicleta que mis padres acababan de comprarme, la única sensación que me
hallaba en condiciones de experimentar era la de que iba a caerme. Aterrado por
el bello pero hostil armatoste lo mismo que frente al más hermoso pero salvaje
de los potros, pregunté con candidez cómo íbamos a regresar a nuestro hogar,
ubicado varios kilómetros rumbo al sur de la ciudad. La respuesta resultaba
obvia, natural, previsible, por mucho que yo me hubiera aferrado a hipótesis
capaces de diferir para más adelante (un par de años, digamos) la doma de mi
amenazante montura. Volveríamos a casa caminando, conmigo trepado en la
bicicleta.
Teníamos por placentera costumbre
realizar largas caminatas familiares, obligatorias por lo demás en la Ciudad de México para todo clan de
clase media baja cuando saca la cuenta del monto a erogar cada vez que sus
(pongamos por ejemplo este caso) seis integrantes abordan un vehículo del
transporte público que amerita trasbordo. Así que, sin que cupiera calificarla
de hábito recurrente, la opción de remontar caminando Eje Central desde
Victoria o Artículo 123 hasta una cuadra antes del Eje 6 Sur tampoco resultaba
descabellada o inverosímil.
Elucubré un par de salidas de
emergencia para el trance. Acometer la dilatada marcha a pie, llevando la
bicicleta del manubrio; ceder a mi papá el privilegio de que fuera él quien la
estrenara para aligerar así la travesía. Inútilmente. Por supuesto, durante las
primeras calles, todavía demasiado próximas al Centro Histórico y siempre harto
concurridas, no quedó más remedio que caminar, remolcando la bicicleta. Pero
apenas las aceras comenzaron a lucir algo despejadas, digamos pasando la fuente
de Salto del Agua, tuve que encaramarme hasta el asiento para estrenarla yo
mismo. De nada me valieron ni protestas ni súplicas (“está muy alta, mejor
después, es mi cumpleaños”). Yo ya sabía andar en bicicleta, llevaba meses
jactándome de ello, y ambos me habían visto pedalear sin problema con sus
propios ojos. Además, aunque estirados mis pies sólo alcanzaran a establecer
precario contacto con el suelo, la verdad es que alcanzaban los pedales con
plena comodidad. Detenerme era asunto de los frenos y no de los pies, pero yo
no estaba para semejantes sutilezas de la maestría ciclista. Tenía miedo, tenía
miedo, tenía miedo.
Ante el manifiesto pavor que yo
mostraba por la posibilidad de caerme, y para atajar la creciente cólera de mi
mamá (a quien mis recurrentes cobardías de pubertad y adolescencia siempre
enervaron, pese a su incondicional devoción), mi papá ofreció ir sosteniendo
todo el tiempo la bicicleta, aferrándola del borde posterior del asiento.
A lo largo de las primeras
cuadras, casi podría decirse que iba cargándonos a ambos, vehículo y jinete.
Obcecado por la sensación de inminente caída y por la histérica vigilancia de
que él no fuera a soltarme, apenas si atinaba yo a pedalear de vez en vez. Poco
a poco, no obstante, vi diluir mi desconfianza. Mi papá sostenía el asiento,
corregía el menor desequilibrio, giraba instrucciones, prodigaba palabras de
aliento, hacía avanzar las ruedas. Así que, en un momento dado, el hecho de
sentir su protectora presencia a mis espaldas me permitió concentrarme en disfrutar
la recuperación de las sabidurías y de los prodigiosos sentires que conjuga ir
en bicicleta. Algo entre bailar, correr, nadar y volar, como todo el mundo sabe.
Una cuadra, y ya no tuve
necesidad de voltear una sola vez. Otra cuadra, y me sentí en condiciones de
acrecentar la velocidad, obligando a mi papá ya no a caminar, sino a trotar.
Otra cuadra, y me sentí en condiciones de acrecentar aún más la velocidad,
obligando a mi papá ya no a trotar, sino a correr. Otra cuadra, y tuve nítida
la sensación de que conducía sin que nadie me sostuviera. Para cuando cruzamos
Viaducto, mi confianza era ya absoluta. Pedaleaba sin escrúpulo ni
consideración hacia mi protector y escolta, confiado porque al aproximarse cada
nueva esquina y aminorar yo la velocidad, lo sentía claramente detrás de mí,
ayudándome a equilibrar la bicicleta hasta detenerme. Aguardábamos a que mi
mamá nos alcanzara para cruzar juntos la calle (“no vayas tan rápido, mira cómo
traes a tu papá” me reprochaba), y vuelta a empezar.
Google Maps me informa que la
distancia total que recorrimos a lo largo de Eje Central aquella tarde, es de 5.8
kilómetros. Pasado Viaducto, nos restaban aun para llegar a casa algo más de
dos kilómetros y medio. Lo cual dicho así puede sonar a poco. Pero ver en el
mapa la cantidad de cuadras efectivas que aquello representa, pensar que varias
de ellas son esas típicas cuadras defeñas con apariencia de no tener fin, y
representarme la imagen de un hombre que las recorrió completas a velocidad
progresiva tras su hijo en bicicleta, para evitar que sintiera que iba a
caerse, sin sombra de metáfora ni de retórica me estruja el corazón dentro del
pecho. De ternura, gratitud y ganas de reírme hasta las lágrimas por los
filones cómicos de la estampa.
Habíamos consumido ya la mayor
parte de aquellos 5.8 kilómetros. Faltaba sólo una cuadra para llegar a la
calle del edificio donde vivíamos. Mi completa confianza, mi recobrada pericia,
me consentían a semejante altura lujos media hora antes inconcebibles; entre
los cuales el principal era permitirme mirar a lo lejos y en torno mío, sin
obligación ya de llevar por fuerza clavada la vista en la banqueta y al frente.
Como resulta comprensible, ante la proximidad de mi calle aumentaba la urgencia
de que me vieran mis hermanas, para lucirme ante ellas. Aceleré, quizá
alcanzando una velocidad no mayor que la de anteriores cuadras, pero sí para
entonces ya excesiva para quien había venido corriendo todo el rato tras de mí.
La garantía certificada de seguridad, ahora que asumía con confiada certidumbre
que mi papá no iba a soltarme, era escuchar sus pasos a mi vera, acompasados según
la aceleración que al pedalear fuera imprimiéndole yo a la bicicleta.
En ese penúltimo tramo de
nuestro ya culminante recorrido, me pareció que el repiqueteo de los pasos de
mi papá avanzando a la carrera sonaba de pronto a una incongruente distancia
como para que alcanzara a mantener asido el borde posterior del asiento. Giré
apenas la cabeza, y con el rabillo del ojo advertí por encima del hombro lo que
en ese momento ocurría, lo que sin yo percatarme había venido ocurriendo desde
quién sabe cuántas manzanas atrás. Mi papá venía corriendo, siempre muy cerca
de mí, pero sin sujetar la bicicleta. La conciencia de que avanzaba abandonado
a mis propios medios fue fatal. Perdí el control, el manubrio pareció torcerse
como por decisión propia hacia la derecha, y fui directo a estrellarme contra
una alta pila de ladrillos, agrupados frente a una obra en construcción.
Lo que me arrancó más lágrimas
y lamentos no fueron ni el golpe ni el amor propio herido, sino la nula
disposición de mis padres a sentir remordimiento y disculparse. Ambos se
limitaban a repetirme que llevaba ya largo rato controlando la bicicleta solo,
avanzando solo, equilibrándome solo, frenando solo. Mi papá se había limitado a
ayudarme a mantener la estabilidad cada vez que comenzaba a detenerme en pos
del alto total.
Amé esa bicicleta. Mi
bicicleta. La única que tuve en la vida. Cuadro blanco, vivos y guardabarros
azules. Perteneciente al típico modelo ochentero inmortalizado por Spielberg
durante las secuencias culminantes de ET.
Un par de años más tarde, habiéndonos mudado, y viviendo ahora muy cerca del
cruce entre División del Norte y Avenida Universidad, emprendí lo que me
pareció la mayor odisea exploratoria de mi vida hasta entonces: trasladarme en
bicicleta, con dirección norte media docena de cuadras hasta Eugenia, para
recoger a mi primo y recorrer luego juntos las calles de la Colonia Narvarte
que mediaban entre nuestros respectivos hogares.
Hacia mis quince años, ya en
Morelia, inscrito a la secundaria dentro del turno vespertino, acometía durante
las mañanas las empinadas cuestas de las colonias Vasco de Quiroga y Eréndira,
y me trasladaba hasta la Casa de la Cultura, a tomar clases de pintura. Y
aunque para entonces ya iba siempre solo, no era extraño sentir que, a fin de
procurar que no sintiera yo que iba a caerme, detrás de mí venía corriendo mi
papá.