Tenga para que se entretenga, de José Emilio Pacheco, apareció como parte del volumen
de relatos El principio del placer,
en 1972. Desde el día en que lo leí por vez primera, pasó a convertirse en uno
de esos cuentos que se quedan ahí, quién sabe por qué. Tal y como apunta Julio
Cortázar en una célebre conferencia impartida en la Habana en 1963, cada uno de
nosotros acumula tras el paso de los años una personal y entrañable colección
de narraciones, sin que siempre resulte del todo claro qué es lo que ha ido
depurando la lista en el camino.
Y he aquí que los años han pasado, y
hemos vivido y olvidado tanto; pero esos pequeños, insignificantes cuentos,
esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo
en nosotros. [1]
Hay historias así. Historias cuya
fascinación puede no resultarnos perceptible de entrada, pero al cabo no nos
queda más que reconocer misteriosamente perdurables. Mi primer contacto con El principio del placer, allá hacia mis
años de secundaria, convirtió de inmediato a Tenga para que se entretenga en mi pieza predilecta del libro. Y
luego esa pieza se quedó para siempre. De la misma manera que todos los cuentos
que se quedan con nosotros: por razones inexplicables. Razones que tratamos de
esclarecer una y otra vez, en cuyo escrutinio nos demoramos a lo largo de
infinidad de meditaciones y de páginas, pero que prevalecen a la postre intocadas
en su misterio, ejerciendo sobre nosotros una inagotable demanda, a la vez
sosegada y perentoria. Nos vamos de ellas prevenidos de la siguiente vuelta por
venir, que nos devolverá más temprano que tarde sus mismas preguntas, a la vez
intactas y renovadas, en una especie de marítimo vaivén.
¿Qué alcanzo a recordar de aquella primera
lectura del cuento? Por encima de todo el estupor. El estupor de haberlo
atravesado, y encontrarme de regreso en la vida sin una explicación. No sólo
una explicación específica que aclarara (acallara) el enigma anecdótico
planteado en él; aunque ese, por supuesto, fuera el punto de partida.
Para mí, como para la mayoría de los
adolescentes, todo debía tener una explicación. Y el hecho de que el relato de
José Emilio terminara sin que al final pudiera entender con claridad qué había
sucedido, se me figuraba fruto de una deficiencia mía. Seguro había pasado algo
por alto, o carecía de alguna necesaria referencia filosófica, periodística o
literaria a través de la cual se esclarecía (y se domesticaba) el misterio.
Todo era una cuestión de paciencia. Debía documentarme más, leer más, hacerme
más culto. Seguro para los literatos consumados el cuento era prístino en sus
significaciones, alusiones y giros. Y si
ellos eran incapaces de explicarlo, seguro José Emilio sí disponía de una
explicación, una respuesta, una lógica apaciguadora contra toda zozobra y toda
incertidumbre.
Ignoro cuántas veces habré podido
releerlo entonces. Sí recuerdo, por el contrario, que en ningún instante se me
ocurrió contemplar la opción de que no hubiera respuesta alguna: que la
inconclusión y la incertidumbre fueran parte fundamental (por no decir la parte fundamental) de la historia que
José Emilio estaba narrando. Tampoco me pasó por la cabeza la posibilidad de
que todo lector, culto o no, se fuera del cuento (o se quedara en él
eternamente) atesorando mi misma duda adolescente. Mucho menos la posibilidad
de que José Emilio no supiera.
Tardaría mucho tiempo en comprender
que José Emilio realmente no sabía, no podía saber, no debía saber. Y que
aquella ignorancia era fruto de una sabiduría menos espectacular pero más
esencial: la que adquieren los escritores al percatarse de que su deber no
consiste en ofrecer brillantes respuestas para la galería, la posteridad y la
Historia, sino en formular sus propias preguntas con la mayor transparencia
posible, esperando que alguien más termine identificándolas como propias. Tal y
como lo sentencia el propio José Emilio en algún poema:
…hacer que mis palabras sean tu voz
por un instante al menos.[2]
Yo quería que José Emilio me aclarara
si el viejo que se llevó al niño a la
cueva era un fantasma de la época de la intervención francesa; o si se trataba
de un caracol agigantado, y la boca de la cueva era entonces la entrada de su
concha. O las dos cosas. Pero sobre todo quería que José Emilio me explicara
por qué el viejo se había llevado al niño, para qué se lo había llevado. Y era
incapaz de advertir que José Emilio me había estado contestando todo el tiempo
desde las mismas breves páginas del cuento. Y que me respondía: “no lo sé”. Y entonces
me sentía (me siento aún) como el niño Rafael de la mano del viejo, camino del
reino de los muertos a través de una caverna abierta fugazmente debajo mismo
del Castillo de Chapultepec. Avanzo de la mano de José Emilio hacia la boca del
cuento, y no sé adónde me lleva, y no entiendo por qué ni para qué, aunque una
sensación de cosa muy honda y muy sagrada no cese de apretarme el pecho
(igualito al peso que, en el cuento, oprime las copas de los árboles “como
aplastados por un peso invisible[3]”),
abriéndome un sostenido hueco en el estómago (un hueco idéntico a la cueva).
Recién era ahí donde comenzaba la
cuestión. Porque ya no se trataba sólo de que incomodidad, fascinación y duda
me envolvieran durante la lectura del cuento en función de su trama; sino que
al salir del cuento hacia la vida (mejor aún, al descubrir que el cuento era
parte de la vida), la propia vida no era ya la misma, ni nada volvería a
resultar igual. La pregunta irresoluble formulada por Tenga para que se entretenga se extendía en ondas concéntricas
mucho más allá del niño Rafael perdido, de su madre Olga aguardándolo, y del
detective Ernesto Domínguez Puga redactando su informe muchos años después.
Desde mi punto de vista, la pregunta
más perturbadora del relato corresponde precisamente a Domínguez Puga. Aun
cuando, por extraño que parezca, no haya llegado a formulármela sino en etapa
bastante tardía. ¿Quién ha contratado al detective para que resucite su fallida
investigación de 1943, casi tres décadas más tarde? ¿Quién se interesa por
recobrar los pormenores de esa historia enterrada?
Por supuesto, cabe postular que el
cliente del investigador privado sea alguien ajeno por completo a la historia,
con suficiente curiosidad para interesarse en ella (topándosela de rebote en un
viejo periódico, por ejemplo), y con suficiente presupuesto para cumplirse el
capricho de una pesquisa que en el fondo ni le va ni le viene. Pero según yo, alguien
interesado en la historia de Rafael hasta ese punto, a tanto tiempo de
ocurrida, debe por necesidad estar directamente involucrado en ella.
No pretendo descartar aquí las
lícitas hipótesis de nadie, sino apenas reivindicar, por incómoda que resulte, o
acaso justo por ello, otra de tantas. ¿Qué pasa si quien ha contratado al
detective es el propio Rafael ya de regreso, preguntándose cómo desapareció,
adónde fue y qué sucedió durante su ausencia? ¿No es eso, en todo caso, lo que
mientras leemos nos hace preguntarnos esa superposición de reminiscencias
históricas, ese resonar de ecos, esa evocación sin remedio nostálgica de un
México que ya no existe, contrastada con un presente que se formula siempre en términos
de incógnita y de fantasmagoría?
Y es que en Tenga para que se entretenga, como en Pedro Páramo, frente al vívido retrato del pasado perdido (allá la
construcción del viejo cacicazgo rural, acá la consolidación del cacicazgo
político-empresarial posrevolucionario) el presente queda pintado con trazos
francamente espectrales. En el clásico rulfiano, dicho contraste resulta de una
equitativa distribución narrativa entre lo que fue y lo que quedó: las cuitas
del sonámbulo deambular de Juan Preciado contrapunteadas por la completa
crónica de la ascensión y la caída del imperio paterno. En el cuento de Pacheco
obedece más bien a la contención y la parquedad de informaciones relativas a la
actualidad. El hoy no se describe, no pareciera haber interés en aludirlo como
no sea para que sirva de punto de referencia, y para que le otorgue profundidad
de perspectiva a lo narrado. Cada alusión al presente, más que designar una
presencia, semejaría delimitar un hueco.
Sin embargo, el verdadero
destinatario de cuanto Tenga para que se
entretenga narra, es el presente. Ya el arranque mismo del relato adelanta
el puntual juego de consonancias e inflexiones que al cabo permitirá situar con
transparencia sus coordenadas de sentido. Ernesto Domínguez Puga fecha el
informe que está por rendir el sábado 5 de mayo de 1972. Rima de tiempos en
retroceso que no puede tomarse por irrelevante o casual. Rememorar en 1972 una
historia de tres décadas atrás, enigmáticamente asociada a los días de la
intervención francesa en razón del ejemplar del Diario del Imperio puesto en manos de la joven madre abandonada, y
concluir el informe correspondiente justo el 5 de mayo, en un aniversario más
de la Batalla de Puebla, establece sugestivos puntos de contacto entre el ayer
y el hoy.
Inútil resultará, por supuesto,
forzar esas consonancias temporales con la esperanza de entresacar de ellas una
explicación tranquilizadora o convencionalmente lógica a propósito de lo
sucedido. Pero la consonancia existe, está ahí. Acaso su significado sólo quepa
verse esclarecido al ubicar otra alusión
temporal que la complementa; formulada esta última ya no como un rastro del
presente que se proyectara en ondas de eco hacia el pasado, sino en la
dirección opuesta: un rastro del pasado que se proyecta hacia el presente con
una sugerencia imposible de obviar.
La fecha del ejemplar de la Gaceta del Imperio que Olga recibió del viejo,
antes de que el pequeño Rafael se fuera con él, lleva la fecha del 2 de octubre
de 1866. En 1972, como ahora mismo, semejante referencia no podía aludir sino al único 2 de octubre célebre (atrozmente
célebre, trágicamente célebre) de toda la historia nacional. Y esa madre volviendo
durante treinta años en retorno ritual, buscando al hijo que perdió, ya no
puede verse en exclusiva como una referencia al pasado mítico de la Colonia o
el México prehispánico, sino como una dolorosa alusión de presente cíclicamente
actualizado.
Por supuesto, resultaría absurdo y
hasta grotesco pretender reducir el relato a mero panfleto narrativo en memoria
de los saldos de 1968. Tenga para que se
entretenga, lo mismo que el conjunto de la obra de José Emilio Pacheco,
lejos de cerrar, simplificar o restringir las opciones para el pensamiento y la
mirada, entraña una permanente demanda de reformulación y apertura. Del lector
frente a la obra, y del lector frente al mundo a través de la obra.
En charla con Hernán Bravo Varela,
señalaba Pacheco en el año 2009:
La parte agradable del anonimato es
lo ocurrido con el cuento Tenga para que
se entretenga. Como sabes, tiene dos interpretaciones posibles. Lo puedes
ver como un cuento de fantasmas o como un relato de la corrupción política y
policial en México. Es mi mayor éxito literario porque he desaparecido como
autor: me lo han contado como si fuera real y sin saber que yo lo escribí.
Recuerdo al menos dos versiones muy superiores al original: la de un niño
repartidor de periódicos y la de un taxista. [4]
No obstante la innegable autoridad de
un escritor para referirse a su propio trabajo, lo cierto es que esta
observación sobre las potenciales interpretaciones del relato, hecha de pasada
a la mitad de un comentario que se encamina en otra dirección, debilita el
alcance y el enfoque de Tenga para que se
entretenga al disociar sus dos más evidentes líneas de lectura.
En efecto se trata de un cuento que puede
leerse de cualquiera de ambas maneras: pero exige en todo momento ser leído
simultáneamente desde ambas. Limitarlo a una anécdota fantástica de la que el
escritor “se valió” con el fin de trazar un rico fresco social y de costumbres,
o a un contexto histórico que el escritor “eligió para” otorgar verosimilitud y
color local a su historia de fantasmas, escatima su complejidad, distorsiona su
sentido, petrifica su misterio. Para enfocar con la mayor transparencia posible
Tenga para que se entretenga, empezando
por sus múltiples cabos sueltos y sus inquietantes preguntas sin respuesta,
debemos eludir la tentación de caracterizarlo en exclusiva como fresco social o
como juguete fantástico. Es una y otra cosa, en mutua, simultánea e
inextricable influencia. Y ello nos coloca en el corazón mismo de la obra de
José Emilio Pacheco como totalidad articulada. Ahí, en esa obra, lo estético es
siempre histórico, lo íntimo transparenta lo público, lo sagrado sólo sabe
reivindicarse demanda y derecho desde el espacio más doméstico y cotidiano.
Bien podemos reflejarnos nosotros
mismos en la hipotética imagen de ese Rafael regresando para indagar su propia
historia, preguntándonos dónde fue nuestra memoria, dónde están nuestros
pasados. Pero podemos vernos también en
esa Olga ya vieja, que vuelve diariamente al sitio de la tragedia, en espera de
ver abrirse otra vez la gruta mágica que lleva y trae desde el reino de los
muertos.
Conjeturándola, podemos comprender y
compartir la misma lúcida, aterrada perplejidad de un Rafael ya de vuelta;
preguntando cómo es posible que el mundo, su mundo, cambiara hasta tal punto,
cómo pueden ser éstos —a la vez tan distintos y tan iguales— su ciudad y su
país. Conjeturándola, podemos comprender y compartir la doliente paciencia de Olga,
imaginando y a la vez temiendo el instante de la reaparición de su hijo, quién
sabe si solo, quién sabe si acompañado; quién sabe si detenido en el instante
mismo de su partida (y por lo tanto niño aún), o quién sabe si convertido en un
hombre que se ha sustraído del espacio, mas no del tiempo.
Difícil decantarse por alguna de
ambas posibilidades como la más aterradora. Rafael retornando envejecido a un
paisaje que podrá reconocer, pero en el que le será imposible reconocerse. O
Rafael retornando de su misma edad: niño extranjero ante una tierra ya sin
remedio extraña.
En esta segunda opción, más que
cuanto él pueda contar o revelar, aterra lo que a nosotros tocará decirle.
Aterra ese informe que, de la misma manera que alguien se lo solicita a Ernesto
Domínguez Puga, tarde o temprano tendría Rafael que requerirnos. Ya no “adónde
fui, dónde anduve, hasta dónde llegué”. Sino “adónde fueron, dónde estuvieron,
dónde quedaron, hasta dónde llegaron”.
¿Qué cuentas tendremos pare
entregarle a ese niño futuro?
[1]Cortázar,
Julio. Algunos aspectos del cuento. En
Obra Crítica /2. Alfaguara. México,
1994.
[2]Pacheco,
José Emilio. Observaciones, 7. Contra los
recitales. De Irás y no volverás,
en Tarde o temprano…
[3]Pacheco,
José Emilio. Tenga para que se entretenga.
En El principio del placer. Joaquín
Mortiz. México, 1972.
[4]Bravo Varela, Hernán.
Nuevo elogio de la fugacidad. Una
conversación con José Emilio Pacheco. Revista “Letras Libres”, num. 94.
Julio de 2009.