Considero que de las cuatro
novelas largas protagonizadas por Sherlock Holmes y el Doctor Watson, la mejor
de todas es El sabueso de los Baskerville
(1902). Sin embargo, mi indisputable favorita ha sido siempre El valle del miedo (1915).
Dentro del universo holmesiano,
aun cuando exista cierto consenso en aceptar que lo mejor de lo mejor se halla
en los relatos breves, cada una de dichas novelas resulta entrañable y cardinal
por mérito propio. Estudio en escarlata (1887) sirve nada menos que como carta de
presentación general para esta insustituible pareja de la literatura universal
y de la ensoñación aventurera. El signo
de los cuatro (1890) atesoró para mí en la adolescencia antes que nada un
doloroso descubrimiento iniciático, análogo al que en la infancia me planteara
la muerte de El Principito: el de las
insanas propensiones cocainómanas de Sherlock, problematizando al héroe en
claroscuro más allá de todo virtuosismo lineal. Si El sabueso de los Baskerville me parece la novela más redonda del
cuarteto es en razón de su estructura, de su desarrollo narrativo, de sus
golpes de efecto, y de su sabia dosificación de una intriga que oscila desde el
principio hasta el fin entre lo detectivesco y el horror gótico.
Mi favor por El valle del miedo —también traducida a
menudo al castellano como El valle del
terror— obedece a dos razones fundamentales. Uno, que es la única novela
del ciclo donde el padre de los detectives enfrenta un caso donde está
involucrada de manera directa su némesis maligna: el inigualable Profesor
Moriarty. Dos, que tratándose de una obra sin duda correspondiente a aquello
que los clasificadores han dado en denominar “novela enigma” o “novela
problema”, privilegiadora del reto deductivo entre escritor y lector según lo
estableció la escuela inglesa, también admite leerse a plenitud como lo que
ahora llamamos novela negra. El genio de Arthur Conan Doyle le llevó a
anticipar intuitivamente la escuela dura norteamericana, una década antes de
que ésta hiciera su aparición propiamente dicha de la mano de Dashiell Hammett
y compañía.
Si el escritor inglés se las
arregló durante su debut con Estudio en
escarlata para incluir una historia de cowboys con todas las de la ley, El valle del miedo le permite trazar a
manera de esbozo significativa parte de las señas de identidad que en 1929
convertirían a Cosecha roja en cima
inaugural de la narrativa hard-boiled:
tal como lo pinta Conan Doyle, el valle minero de Vermissa, con su creciente
polución urbana, sus violentas pugnas entre patronos y obreros sindicalizados,
sus logias mafiosas y su justiciero solitario tratando de imponer orden a
contracorriente, constituyen un puntual anticipo de la célebre Poisonville hammettiana.
Nada hay más difícil
narrativamente hablando que construir personajes que se sostengan por sí
mismos. Borges dice en algún lado que él a Cervantes no le cree muchísimas
cosas, ni a nivel expresivo, ni a nivel estructural, ni a nivel erudito, ni a
nivel ideológico. Pero que cree todo el tiempo en Don Quijote y Sancho; y que
eso representa tanto un motivo de eterna gratitud hacia su creador, como prenda
suficiente para dimensionar su inmortal grandeza.
De las novelas detectivescas de
Arthur Conan Doyle se ha puesto en tela de juicio, desde hace mucho tiempo,
casi todo; dentro y fuera de la literatura policiaca. Pero Watson, Holmes y su
entrañable amistad permanecen incólumes. Tan vigentes y tan vivos como el
primer día. Renovando generación tras generación nuestra gratitud, nuestro
entusiasmo y nuestra eterna lealtad.