Alcancé a cursar primer grado
de secundaria en el Distrito Federal. Al año siguiente, corriendo 1984 y estando
yo por cumplir trece años, nos trasladamos a vivir a Morelia. Desde el momento
en que tuve preliminar noticia de la mudanza como mero proyecto, juré que a la
primera oportunidad emprendería el camino de vuelta a la ciudad de mi infancia.
Y en efecto regresé. Infinidad
de veces. Pero sólo de visita. Acumulando en la garganta, con cada nueva
escala, una dulzona amargura de imposible, propia de esos amores inmunes a toda
borradura, por más que asumas con fatal entendimiento que no habrán de consumarse
jamás.
Las siguientes vacaciones
veraniegas me permitieron arraigar en definitiva una incondicional y perdurable
devoción por Los intocables; aquella
serie televisiva hoy clásica, rodada en los años sesenta pero bajo un apego
bastante estricto a las convenciones del cine negro de los cuarenta. Con Robert
Stack a la cabeza interpretando a Elliot Ness, ficcionaba la lucha entre Al
Capone y el equipo especial de policías federales que acabaron por enviar a
prisión al emblemático mafioso, aunque por
asuntos legales detrás de cámaras el argumento convertía en antagonista central
a su colaborador Frank Nitti.
Dicha devoción había comenzado a
perfilarse de oídas por vía materna desde que era muy pequeño. Mi mamá siempre cultivó
el hábito de relatarme tanto sus sueños como las películas que iba a ver al
cine con mi papá, y a las cuales por mi edad yo no podía tener acceso. Sus
relatos hacían —siguen haciendo— acopio de una minuciosidad laberíntica, así
como de toda suerte de confusos retrocesos narrativos. De modo que a la trama
de El exorcista, Kramer contra Kramer, Cuando
el destino nos alcance, Tootsie, Coma, Naranja mecánica y muchas más, yo me acostumbré a asomarme más
desde la sugerencia emotiva que desde la nitidez argumental. Así también fue construyéndose
mi ávida expectativa en torno a Los
intocables y a la serie bélica Combate;
aunque en este último caso me vería más bien defraudado, puesto que Combate me resultó desde el primer
momento aburridísima.
En el verano de 1985, una de
las cíclicas oleadas retro del Canal Cuatro o del Canal Nueve había incorporado
ambos programas a su oferta nocturna. Cinco días a la semana, en horario si no
mal recuerdo de veintidós horas para Combate
y de veintitrés horas para Los
intocables. Como esos canales televisivos no llegaban entonces a Morelia,
me consagré a sacarle el mayor provecho posible a la coyuntura vacacional.
Mis hermanas y yo nos habíamos
ido a instalar durante algunos días en casa de mi abuela materna. Puede decirse
que la casa de nuestra infancia, aun cuando en sentido estricto jamás hayamos
llegado a vivir ahí. La casa de nuestros sueños y de nuestros ensueños. La casa
en que, por convencional y cursi que así dicho suene, se nos entregaron de
principio a fin tanto el corazón, el juego, la risa, la magia y lo sagrado, como
los olores, sonidos y sabores más perdurables de nuestras vidas. La casa que acostumbraba
regalárnoslo todo, aunque por lo regular no hubiera en ella sino poco menos que
nada.
Casa de vecindad todavía con
paredes de adobe, apolillados postigos de madera pintados de rojo, duela
chirriante en el espacio correspondiente a lo que alguna vez había sido la
estancia, y robustos vigones sosteniendo techos que a mí se me antojaban altísimos.
La alargada cocina no tenía tarja, de modo que los trastes debían ser lavados
en el lavadero de la azotehuela. La llave del lavadero siempre estaba asegurada
con el amarre de una media de popotillo, para contener sus eternas fugas. El
baño era una reducida caseta junto al lavadero, con una cortina de plástico en
vez de puerta, y sin espacio dentro más que para su vetusto escusado de cadena;
los adultos se bañaban a cubetadas ahí mismo, mientras que a los niños se nos
habilitaba para tal menester una tina de lámina en la cocina. El espacio
originalmente concebido como estancia para sala y comedor, se había transmutado
en dos recámaras por el sencillo método de introducir un tocador y un ropero en
el medio. La recámara propiamente dicha la recuerdo mayoritariamente convertida
en bodega, para mercancías del propietario de un puesto de salchichonería en el
Mercado de la Lagunilla; hombre que llevaba ya muchos años de relación con mi
abuela, y a quien mi abuela tenía por costumbre referirse en reverente y
hermética mayúscula como “Él”.
La vecindad estaba ubicada en
la añeja pero jamás respetable colonia Guerrero. Sobre Mosqueta, a media cuadra
del cruce entre Reforma y Eje Central. Durante la época previa a la Conquista, esos
eran los límites de la parcialidad tenochca de Copolco, perteneciente al barrio
de Cuepopan, y sirvieron de escenario para diversas batallas donde los mexicas consolidaron
su poder ante los de Tlatelolco. Me gusta imaginar que fue justo por la zona de
la casa de mi abuela que Hernán Cortés estuvo a punto de ser aprehendido y de dejar
el pellejo, cuando a un año de la llamada Noche Triste él y sus hombres se
internaron por tales rumbos, pretendiendo vengarse en el primer aniversario de
la afrenta, y saliendo con el yelmo doblemente abollado.
Podría decirse que los dominios
de mi abuela, su habitual zona de caminatas, consejas y evocaciones, se extendían por el poniente hasta
la Plaza Garibaldi y el Mercado de la Lagunilla, abarcando como imantadas
prendas postales para mis ojos de niño el Club Bombay, el Burlesque del
Colonial, el Teatro Blanquita, la Carpa México, la iglesia de Santa María la
Redonda, los comederos de San Camilito, e incluso el frontispicio de la Arena
Coliseo; por el oriente, dichos dominios llegaban hasta la calle de Guerrero,
abarcando el Mercado Martínez de la Torre, la iglesia del Inmaculado Corazón de
María donde hice la primera comunión, la vieja estación del metro, los
expendios de tacos y tarros de tepache helado, ecos de una nomenclatura de
calles para mí imprecisables y misteriosas: Soto, Camelia, Zarco, Héroes,
Magnolia, Moctezuma.
Había pasado pues extensos y
esenciales pasajes de mi infancia en el escenario más propicio del mundo que
cupiera concebir para la mejor de las novelas negras. Pero no llegaría a tomar
conciencia de ello sino justo en el par de vacaciones de verano a las que estoy
refiriéndome: las vacaciones largas de mis catorce y mis quince años. De
ninguna manera hubiera podido ser antes, y sin embargo el paso de los años no
ha conseguido diluir en mi pecho la impresión de que fue demasiado tarde.
Y es que aquellos días del
verano de 1985 —no recuerdo cuántos, ni si correspondieron a julio o a agosto—,
sin que hubiese manera de preverlo, fueron los últimos que pasé en casa de
mi abuela. Como digo, la casa de mis sueños y de mis ensueños: la casa que
definió inadvertidamente y por anticipado mi vocación por la literatura.
Evitemos equívocos. Al predio
en sí continué regresando todavía durante más de veinte años. Y al hacerlo,
reencontraba en él tanto a mi abuela como a todo el repertorio de enseres y
perfumes que me la convirtieran desde niño en eje cardinal de lo impalpable, en
rosa de los vientos del prodigio. Pero las paredes de adobe, la larga cocina
sin tarja, los vigones en el techo altísimo, los postigos de madera y el
escusado de cadena estaban cerca de desaparecer sin ningún género de metáforas
ni de apelaciones. En breve sobrevendría el sismo del 19 de septiembre; y
aunque la vetusta y descascarada vecindad conseguiría sobrellevarlo en pie, las
correspondientes afectaciones orillarían a demolerla, para alzar en su lugar
uno de esos ejemplares de catálogo a la postre habilitados por toda la Ciudad
de México para relativo resarcimiento de millares de damnificados. Relativo
resarcimiento, porque lo esencial de los espacios que amamos, y de cuanto somos
capaces de inventar en ellos, queda fuera de la jurisdicción de los ladrillos, los
ingenieros y las dependencias de desarrollo urbano.
Vuelvo pues a aquel inadvertido
epílogo vacacional, correspondiente a las vísperas del sismo del ochentaicinco.
Mientras mis tres hermanas debían dormir aún en la cama dispuesta tras el
tocador (un desvencijado tambor de resortes, un roñoso colchón y un montón de
almohadas rellenas de retazos de tela), yo en razón de mi edad y de mi
progenitura había adquirido desde antes de nuestro exilio moreliano el
privilegio de dormir en un catre frente al televisor, al lado de la cama de mi
abuela. Como mis hermanas manifestaran que también querían ver Los intocables, mi abuela se las arregló
para que todas pudieran acomodarse con ella, acostadas a lo ancho y con los
pies sobresaliéndoles de las cobijas. Sólo que, cumplido el turno de la
telenovela nocturna que acostumbraba ver, había que aguardar todavía una hora; y
Combate mostró desde el comienzo cualidades
soporíferas sobre nosotros. Así que para cuando Elliot Ness y su equipo
aparecían en pantalla, el único que permanecía despierto era yo.
No, Combate no me gustaba para nada. Pero como consideraba
indispensable llegar a Los intocables
en elitista soledad, me negaba a darles a mis hermanas el gusto de cambiar de canal
mientras duraba la espera. Y me fingía interesadísimo en las peripecias bélicas
de la trama, aun cuando los párpados se me cerraran de aburrimiento.
Ignoro si algo así continúe
pasando entre algún sector de las nuevas generaciones, pero durante aquella
época una prenda fundamental para certificar que habías dejado atrás el pueril
territorio de la infancia consistía en dormirte lo más tarde que se pudiera. No
era que debieses consagrarte a alguna actividad en particular; se trataba simplemente
de que en un momento dado miraras el reloj, y te certificaras transitando usos
horarios por lo regular sólo autorizados para la fiesta familiar de fin de año.
La desvelada tenía valor de madurez por sí mismo.
Recuerdo por ejemplo una
reunión en casa de uno de los hermanos de mi papá. Los adultos cantaban, reían,
bebían, discutían y jugaban cartas en la sala. Los niños habíamos terminado por
concentrarnos en una recámara tras la llegada de la noche. Ya la mayor parte roncaba,
despatarrada por aquí y por allá, pero los primos mayores empeñábamos ingentes
esfuerzos en ser los últimos en dormirnos, saliendo a mirar cada tanto el reloj
para comprobar lo tarde que era, lo lejos que habíamos llegado esta vez en eso
de ganarle la pulsada al sueño.
La adquisición definitiva de
dicho certificado, sobrevino para mí en las vacaciones a que aludo. Porque no
se trataba sólo de mirar completo el capítulo de Los intocables, sobreponiéndome a cuantas cabezadas me hubiese
impuesto previamente Combate; sino de
luego ponerme a mirar la tanda de películas hollywoodenses de los años cuarenta
y cincuenta que venía a continuación, con manifiesta voluntad de permanecer
despierto hasta el amanecer. Sonará medio absurdo y bobo así dicho, pero de eso
se trataba: de mirar las primeras luces y escuchar los ladridos de los primeros
perros del amanecer filtrándose por debajo de los postigos, sin haber pegado
ojo en toda la madrugada.
Claro que eso de no pegar ojo
en toda la madrugada, resultó a lo largo de aquellos días bastante relativo. El
sueño me derrotaba con frecuencia y a traición. Al punto de que entre todas
aquellas películas (tres por noche, según mis cuentas) sólo recuerdo a
cabalidad una de ellas, titulada La mala
semilla: relataba la historia de una encantadora niña, tocada desde la cuna
por el sello quién sabe si genético o sobrenatural del mal, y que regida por
sus caprichos iba consumando toda suerte de atroces crímenes.
La suprema coronación del reto
correspondía a la certificación de mi hazaña por parte de testigos y relatores.
En principio mi abuela, quien despertando cada tanto a lo largo de la noche, blandamente
procedía a amonestarme siempre con la misma frase de preocupación: “¿todavía estás
despierto?”. Enseguida, y de manera central, mis tres hermanas, quienes al levantarse
y descubrirme aún frente al televisor encendido, procedían a admirarse ante
la proeza de que no hubiese dormido yo para nada. En última instancia mis papás
—cuando en unos días más vinieran a recogernos—, a los cuales el relato de mis
desveladas les certificaría hasta qué punto había ya crecido, hasta qué punto
había dejado atrás la niñez.
Como digo, en los hechos dormí
bastante durante aquellas noches, vencido por el sueño con recurrencia pese a
mis más voluntariosos afanes. Aunque eso sí, de manera entrecortada y superficial;
atento en duermevela al menor movimiento de la cama de junto, para proceder a
ostentarme absorto en lo que estuviera sucediendo en ese momento en la pantalla.
La medida de aquel bobalicón y
medio delirante heroísmo ha quedado asociada en mí, de manera indeleble, a las
peripecias de Elliot Ness y de sus Intocables. El programa sigue gustándome
muchísimo, y cada tanto vuelvo a darle un vistazo a algunos de sus capítulos,
para irritado tedio de mi mujer y de mi hijo. No sé si atenuaría un poco la
molestia de ambos, confiándoles que más que a la coloratura en blanco y negro, las
intrigas policiales, las ambientaciones, los personajes y la inolvidable voz en
off, a lo que trato en el fondo de volver es a las vacaciones de aquel verano
de 1985; al último puñadito de días que pasé en la casa de mi infancia, mi
memoria y mis sueños. A aquel Elliot Ness de catorce años en calzoncillos, ensayando
entre las cobijas de su chirriante catre la medida posible de su modesto heroísmo,
mientras aguardaba a lo lejos el inminente, inapelable, irreversible ladrido de
los perros del amanecer.