sábado, 20 de marzo de 2021

Cien años de Suave Patria.

 

Para la cultura mexicana, un referente señero a la hora de afrontar las problemáticas relaciones entre doméstica intimidad y cívico fervor, sigue siendo la épica sordina de Ramón López Velarde. Aunque se ha insistido en que Suave Patria no es el mejor de sus poemas, sin duda cumple una función espiritual e histórica que mal hubiese podido plantearse cualquiera de sus piezas dictaminadas como mayores por la crítica especializada. Suave Patria, desde los hallazgos más hondos y fecundos del poeta, le tiende un transitable puente para reconocerse al país que, sin advertirlo, a través de ellos había alcanzado por fin una voz propia. Como se ha escrito de sobra, al hablarle a la patria, López Velarde le habla siempre a una mujer. No una mujer de mármol, bronce, jade u obsidiana, sino una mujer hecha a la fugaz medida de los sentidos, tejida por las texturas y los perfumes del instante. A través de esa visión, la patria (desmesurada e intangible, ajena por innombrable, instantánea petrificadora de cuantas palabras y voces procuran enunciarla) se amaga por fin permeable a la humana y diaria pertenencia. Ni domesticada, ni dócil, ni distorsionada por complacientes letargos, la Historia deviene territorio para el más íntimo de los actos (la pasión amorosa) y entreabre así la verosímil opción de nombrarla, concebirla y asumirla propia desde la irreductible singularidad de cada cual.

Por cuanto respecta a la divulgada especie de que el alba lírica augurada por el poema no despuntó jamás, y de que sus herederos no consiguieron sino convertirse en burdos imitadores, pasando a engrosar las filas del más pueril folklorismo, resulta indispensable esclarecer que Suave Patria lleva tras de sí una larga y fecunda genealogía, hecha patente en toda su dimensión de ciclo cumplido hacia 1982 por Efraín Huerta en Amor, Patria mía. Se equivocaron quienes supusieron que la fidelidad había que asumirla en relación a los referentes temáticos y estilísticos más superficiales, pues se trataba de una fidelidad apenas aparente, empecinada en seguir al poema desde fuera de él y dejándolo —para bien y para mal— intacto. La verdadera fidelidad corresponde a cuantos autores, herederos de un impulso universal que López Velarde no había inaugurado, pero sí matizado en perspectiva nacional de cara a la muerte de un México y el nacimiento de otro, asumieron la experiencia amorosa como privilegiada mediación entre instante y tiempo, entre Historia y experiencia individual, sorteando el riesgo dual de la petrificación ante el mundo y del extravío interior. A la artificial disyuntiva entre abstracción egocéntrica y dispersión excéntrica, tal fidelidad supo oponer la puntual definición poética de la identidad particular como garantía de participación universal, y de la perspectiva universal como mediación indispensable para definir la condición y el espacio de lo secreto.

López Velarde, que al término de la lucha armada 1910-1920 había completado ya la espiral ascendente de cuantos alcances regenerativos atesoraba su zozobra, antes de morir alcanzó a rematar este fundacional poema; donde tales alcances se ofrendan patrimonio colectivo y perfilan, sin traicionarse, las honduras a remontar por quien sea capaz de trascender, retrospectivamente, los pintorescos señuelos de la apariencia. A partir de tales elementos, puede perfilarse la real vastedad de la genealogía que Suave Patria inauguró, distinguiendo como indisputables partícipes de su linaje a Piedra de Sol de Octavio Paz, Horas de Junio de Carlos Pellicer, Retorno de Electra de Enriqueta Ochoa, El manto y la corona de Rubén Bonifaz Nuño, Poesía no eres tú de Rosario Castellanos o Yuria de Jaime Sabines, entre muchas otras más.

La opción de transmutar las emotividades patrias en prendas de íntimo retraimiento  no quedaría referida en exclusiva a la esfera literaria. “Espectáculo para la vista y el oído” señala Octavio Paz, “La suave patria se parece, más que a la pintura mural, a la música de Silvestre Revueltas”[1].  Por su parte, apunta Juan José Arreola:

 

Otra vez lo tremendo del misterio: vamos cantando por el mundo las canciones del amor ajeno, y de pronto la mirada de una mujer nos rompe en el alma nuestro propio canto. Y esa mujer es mestiza, como nosotros mismos, y da la casualidad, precisamente, de que esa mujer, rostro entrevisto en medio de una multitud, es la Patria. Así, con mayúscula, López Velarde nos da la imagen de México en minúsculos detalles. Por eso es el primero y el mejor de los muralistas: el que acentúa con toda la voz y con todo el pincel un rostro anónimo.[2]

 

Suave Patria es una función de teatro. Todo se enmascara, atavía y dispone en estado de representación, comenzando por el propio poeta que, para dar inicio a la obra, se adelanta sobre el escenario y encara a los espectadores afectando su tono de voz habitual (él, que siempre prefirió quedarse a recitar o cantar bajito en la intimidad hogareña, consintiéndose apenas cada tanto el papel de apuntador que susurra fuera de la visión del público):

 

Yo que sólo canté de la exquisita

partitura del íntimo decoro,

alzo hoy la voz a la mitad del foro

a la manera del tenor que imita

la gutural modulación del bajo

para cortar a la epopeya un gajo.[3]

 

¿Pero qué clase de obra de teatro es la que toma por modelo Suave Patria? Determinados enfoques críticos parecieran tácita o abiertamente reprochar a López Velarde el voluntario alejamiento de las zonas de mayor densidad de su obra, para refugiarse en convenciones populares más próximas al público anónimo, sencillo y mayoritario que, a pesar de la institucionalización oficial del poema (y no gracias a ella) terminaría por apropiárselo.

En efecto. Lo que hizo López Velarde fue confeccionar una pieza de teatro de revista, una mexicanísima opereta donde las más hondas obsesiones de su lírica en modo alguno quedaban abandonadas, sino antes bien se ponían el antifaz o se empolvaban la cara para mejor y con mayor desnudez (transparencia) compartirse; como ha convenido siempre al arte dramático. Poeta católico en la misma línea fraterna y franciscana que Carlos Pellicer llevaría a su máxima extroversión, pero que en él tendió a manifestarse siempre en términos mucho más cautelosos y discretos, temprano advierte que las tensiones y los hallazgos personales de su travesía poética de ninguna manera le pertenecen en exclusiva, sino antes bien constituyen su margen de participación en un vastedad secretamente compartida, así como la teatralización del sostenido drama (acaso irresoluble) entre lo inminente y lo perdido. Si la instancia culminante de la misa es el momento teatral donde ministro y feligresía devienen actores para actualizar eterno presente la comunión, ¿por qué no iba el teatro a servir de espacio y tiempo sagrado para partir y repartir la Patria como un pan del que todos pudieran comer?

La inclinación de López Velarde hacia los espectáculos populares como el circo, la zarzuela y el teatro está ampliamente documentada por sus biógrafos y comentaristas, y suficientemente ilustrada por sus propios escritos. A propósito de cierta prosa publicada en 1909 en el diario El regional de Guadalajara, donde el poeta confiesa su fascinación por una artista que le deslumbrara años atrás desde las tablas, comenta Juan José Arreola:

 

No quiero decirlo porque es cierto. Una mujer vista en la escena suele ser más impresionante que la imagen de una mujer vista en la vida. Y aquella actriz modesta “que paseó su juventud, en medianos éxitos de arte, por los escenarios de provincia”, parece que dejó una imagen indeleble… “Sólo recuerdo haber abandonado el teatro con la emoción vaga del que se inicia en el ensueño…”. Indudablemente, el texto publicado en El Regional de Guadalajara es una tentativa para provocar el encuentro, un mensaje amoroso encerrado en una botella herméticamente arrojada al mar del tiempo y la memoria […].[4]

 

Esa peculiar e indeleble impresión provocada por una mujer vista en las tablas es la que consigue López Velarde con su célebre pieza lírica en dos actos y un intermedio. Y la “modesta actriz que paseó su juventud en medianos éxitos de arte, por los escenarios de provincia”, resulta ser la propia Patria ojerosa y pintada, retocando sus encantos para una última función de gala que es al mismo tiempo, y sin contradicción excluyente, también su debut.

Constituye un tema ya de sobra conocido el sometimiento de López Velarde al aura tutelar de dos figuras de mujer disímiles y complementarias, objeto cada una de caballeroso disimulo en alguna etapa de la vida o la muerte del poeta. Fuensanta enmascara durante apenas la primera edición del libro inaugural del corpus velardiano (La sangre devota, 1916) a  Josefa de los Ríos, pasión de sus bisoñas horas provincianas, cuyo influjo habrá de perseguirlo hasta la tumba y cuya identidad se verá revelada tempranamente; por su parte, Margarita Quijano, quintaesencia de las desconocidas potencias carnales y espirituales que lo femenino revela en el contacto de López Velarde con la gran ciudad, se vuelve, durante los primeros lustros posteriores a su prematuro fallecimiento, un nombre silenciado por la galante discreción de casi todos sus comentaristas, biógrafos y críticos.

Personalidades materiales a la vez que intuiciones metafísicas, el poeta verá madurar su travesía cuando consiga transparentarla pendular vaivén entre ambos polos de imantación. Y será hasta entonces cuando se halle en condiciones de precisar cuál es el linaje a que pertenece: un linaje por encima de toda consanguinidad.

Apunta Octavio Paz a este respecto:

 

En la libertad erótica de la mujer reconoce la suya y sobre esas dos libertades enemigas funda una hermandad. Es una fraternidad vertiginosa porque se apoya en el instante: fundación en un abismo. Sociedad secreta donde no cuentan ni el nombre ni el rango ni la moral[…]. No es una sociedad de libertinos sino de solitarios que se unen en un rito apartado. También las vírgenes provincianas son parte de esa cofraternidad clandestina.[5]

 

Podría decirse que Fuensanta singulariza nombre propio a ese coro de vírgenes, habitual dentro de la poesía velardeana. En su porción de luz, las paisanas puras, las intactas jerezanas de la edénica infancia pueblerina, serán capaces a la postre hasta de cifrar para la Patria el misterio de la dicha perdurable (“sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”[6]). Pero en su porción de sombra, tan idílico sueño de instante detenido ya de suyo atesora claustrofóbicas notas de oprobio (“he visto el manicomio en que murmura / vuestra cabeza rota sus delirios”[7], “cuando el sol vespertino amorate / vuestros vidrios, y os heléis / en el diario silencio del inútil combate”[8]). No están destinadas a prevalecer inmaculadas en su paraíso, sino a precipitarse con sufrida resignación fuera del edén, en idéntica proporción al poeta que las canta. Son ellas el edén subvertido al que Ramón no podrá excusarse de volver, puesto que le salen al paso en cada esquina de la gran ciudad, asomadas a las vidrieras, delineando irreparables orfandades en cada angustiante parte noticioso de la Revolución en marcha, volviéndolo a él mismo partícipe y cómplice directo de su mancilla durante culposas escapadas prostibularias; sugiriendo que su estatura de ángeles en ejercicio de elevación quizá no haya sido nunca sino un piadoso espejismo de la nostalgia: un espejismo desmentido por la cotidiana, incontestable evidencia de ángeles para siempre caídos, almas desde siempre desterradas, vírgenes desde siempre y para siempre dolientes.

Extranjeras, mancilladas y extraviadas, las vírgenes caídas renuevan con el poeta sus votos de paisanas y cofrades:

 

López Velarde está unido a ellas por un lazo más fuerte que la sangre y el bautismo. En la soledad de un cuarto cerrado al mundo exterior, caverna urbana o “perdida alcoba de nigromante”, han compartido con él unas cuantas horas fuera de los horarios: lujuria, aburrimiento, sabor de crimen y de inocencia, abandono y concentración.[9]

 

No es posible resumir en unas pocas líneas el complejo zodiaco que lo femenino articula en el horizonte espiritual y literario de López Velarde, ni las múltiples, reversibles gravitaciones, influencias y problemáticas establecidas entre las diversas figuras que lo integran. Baste decir que dicho zodiaco se proyecta desde el íntimo contexto autobiográfico del poeta hasta amplias magnitudes cósmicas y metafísicas, pasando de modo decisivo por la dimensión nacional.

La Patria se identificará a través de sus visiones como una de aquellas vírgenes provincianas, capaz de renovar votos de perenne pureza desde los más elementales gestos y los más modestos ritos de la cotidianidad doméstica:

 

Inaccesible al deshonor floreces;

creeré en ti, mientras una mexicana

en su tápalo lleve los dobleces

de la tienda, a las seis de la mañana,

y al estrenar su lujo quede lleno

el país, del aroma del estreno.[10]

 

 Pero también se asimilará a la dama cuya reputación (ante los ojos del agonizante moralismo porfirista) no puede sino quedar en entredicho cuando se contempla a deshoras su despeinado retorno de la fiesta:

 

Sobre tu Capital, cada hora vuela

ojerosa y pintada, en carretela…[11]

 

Mediante el juego de espejos entre ambas fisonomías (la primera de ellas festiva y abiertamente enaltecida, la segunda púdica pero nítidamente perfilada), Suave Patria no sólo consigue enunciar privilegiadamente y en tono de celebración su hora recién cumplida, es decir, la hora entrecortada y convulsa del sobresalto revolucionario. También fija ideal el pasado perdido; pero, sobre todo, consigue anticipar la instantánea en ciernes de la triunfal Revolución hecha país. Instantánea que conseguirá cumplir un ciclo de casi cinco décadas; hasta que llegue 1968, para hacer añicos el espejo.



[1] Paz, Octavio. Cuadrivio. Joaquín Mortiz. México, 1991.

[2] Arreola, Juan José. Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionario. Alfaguara. México, 1997.

[3] López Velarde, Ramón. Suave Patria. De El son del corazónEn Poesías Completas y El Minutero. Edición y prólogo de Antonio Castro Leal. Porrúa. México, 1953.

[4] Arreola, Juan José. Op. Cit.

[5] Paz, Octavio. Cuadrivio.

[6] López Velarde, Ramón. Suave Patria. Op. cit.

[7] López Velarde, Ramón. Jerezanas… Ídem.

[8] Ibídem.

[9] Paz, Octavio. Ídem.

[10] López Velarde, Ramón. Suave Patria. Op. cit.

[11] Ibídem.


Imagen: Alicia (1916), de Saturnino Herrán.