Escuchaba en la semana un par
de conferencias a propósito de las antiguas ciudades de Micenas y Troya.
Micenas, la ciudad gobernada por Agamenón, desde la cual partió el monarca al
frente del ejército argivo para vengar el rapto de su cuñada Helena a cargo de
Paris, y a la cual sólo volvió para morir a manos de su esposa Clitemnestra.
Troya, escenario de la contienda guerrera más legendaria que la imaginación
humana haya llegado a concebir.
Mientras iban mostrando
diversas fotografías de cada respectiva ruina, ambos conferencistas insistieron
en la dificultad de distinguir cuál montón de piedras recuperado por las
excavaciones arqueológicas podrá corresponder de manera aproximada a la época en
que habrían tenido lugar los hechos que durante el siglo VIII antes de Cristo sirvieron de inspiración a los relatos
homéricos; esto es, unos cuatrocientos años antes, hacia el 1200. Lo mismo que las grandes
culturas precolombinas en tierra americana, allá también las gentes
acostumbraban renovar, reconstruir y hasta refundar sus grandes urbes sobre el
soporte de fases constructivas previas, a menudo socavándolas como meras proveedoras
de materia prima para las nuevas edificaciones.
En el caso específico de Troya,
el ponente hizo referencia a cerca de una decena de etapas distintas, a
propósito de las cuales para colmo los arqueólogos no terminan de ponerse de
acuerdo, y donde hay que contemplar aquellas obras correspondientes no sólo al
dilatado plazo de vigencia de los pueblos helenos, sino también tomar en cuenta
antecedentes minoicos, hipotéticos aportes hititas y tardías incursiones
romanas. Los accidentes del terreno, el parsimonioso paso de los siglos, así
como los caprichos de la geología, han llegado incluso a provocar que ruinas supervivientes
de una etapa más antigua queden situadas en la actualidad por encima de las de
una etapa más reciente.
El origen de las excavaciones
en Micenas y Troya se debe al célebre y pintoresco Heinrich Schliemann. Personaje
como salido de una novela de Julio Verne, Schliemann fue un prototípico
emprendedor prusiano del siglo XIX, altamente competente para los negocios, y a
la vez con una sed humanística insaciable. Amando desde la infancia la obra de
Homero, en determinado momento decidió consagrar significativa parte de su fortuna
a probar que La Ilíada era mucho más que un cúmulo de meras figuraciones
poéticas. Logró localizar Troya y logró localizar Micenas; aunque, desde el
punto de vista científico, su obsesión por identificar en cada nuevo hallazgo una
prenda salida del poema homérico le llevara a extremas imprecisiones, desaliños
y extravíos. Por poner sólo un ejemplo, comprobaciones
cronológicas posteriores han demostrado que lo que él llamó “las joyas de
Helena” o “la máscara de Agamenón” no pudieron bajo ninguna circunstancia
pertenecer a ninguno de ambos personajes, independientemente de que ambos
personajes hayan existido o no.
A la ciencia arqueológica
actual, parecieran entusiasmarle poco la osadía de Schliemann, su intuición y
sus aportes como precursor dentro de la disciplina, y más bien irritarle mucho su
torpe manera de excavar, sus descuidos, sus imprecisiones y las irreparables
pérdidas que sus trabajos provocaron en las zonas por él descubiertas. Y sin
embargo no creo que, de entonces a la fecha, ningún arqueólogo destinado a
trabajar en Troya, aunque sea desentendido de literaturas y de mitologías, haya
podido dejar de evocar con un dejo de ternura, envidia y orgullo, aquel 14 de
junio de 1873; el día en que Schliemann, a solas con su esposa Sophia en medio
de aquellas ruinas (le habían dado la tarde libre a todos sus trabajadores ante
la evidencia de un tesoro a punto de emerger entre las piedras), tomó algunos
de los ornamentos dispuestos a sus pies, los colocó sobre la cabeza y el cuello
de la mujer, y exclamó: ¡Helena!
¿Cómo hay que mirar a
Schliemann? ¿Como un loco? ¿Como un visionario? ¿Como un magnate con alma de
poeta? ¿Como un inescrupuloso extranjero saqueando patrimonios ajenos? ¿Como un
preclaro ejemplo de la avalancha positivista? ¿Como un romántico tardío?
¿Cómo hay que mirar a Agamenón?
¿Cómo el monarca victorioso, estatuario y semidivino que mira su hija Electra?
¿Cómo el déspota pusilánime y filicida que mira su esposa Clitemnestra?
Alguna vez escuché comentar a
cierto especialista en las obras del Templo Mayor de Tenochtitlan, cómo los
mexicas solían reciclar las construcciones de sus ancestros en beneficio de
nuevos proyectos arquitectónicos, sin ningún género de pudor ni de escrúpulo
por la pérdida irreparable que así consumaban; visto de esa forma, los
conquistadores españoles no habrían hecho sino dar continuidad a la misma
tradición, cuando a su turno alzaron
iglesias cristianas sobre y con las piedras de lo que habían sido santuarios y
pirámides. Recuerdo que, ante dichas explicaciones, no podía yo dejar de
experimentar una íntima perturbación, una honda incomodidad. La misma que
experimento cada vez que asisto —de manera directa o indirecta, en ciudad
propia o ajena— al derrumbe de edificios viejos y calles viejas en aras de
edificios nuevos y calles nuevas.
Lo cierto es que junto a las
pulsiones destructoras de semejantes prácticas, perviven en simultáneo, como
inexcusable dualidad, potencias preservadoras, y que el saldo final de la danza
entre Eros y Tánatos resultará en todos los casos imposible de prever. Lo cual me
lleva a pensar ya no en edificios y en
piedras, sino en la manera como las personas vamos configurando nuestro
carácter, nuestro temperamento, nuestra biografía: la imagen que tenemos de nosotras
mismas, y a la cual confiamos con asombrosa ligereza el gobierno de nuestro
ser, estar y transitar por la vida.
Nos gusta contemplarnos como
una sucesión de etapas superadas, o en todo caso soberanamente elegidas por
nuestra voluntad, cuando en los hechos terminamos siendo configurados de muy
distinto modo. Cada nueva elección y vivencia está construida no sólo sobre las
anteriores, sino con la misma materia prima que esas elecciones y vivencias previas
dejaron como único sustento y sedimento a partir del cual construir.
Lo más inquietante es que en la
definición de aquellas piedras que a la postre otorgarán cumplida fisonomía a
nuestras venerables u olvidadas ruinas, tendrán voto mucho menos decisivo nuestros
afanes y nuestras convicciones, que el implacable y lento reacomodarse de la
geografía de los días: la devastadora erosión de un rasgo que hubiéramos
querido definitorio y eterno, al lado de la inesperada emergencia (la terca
permanencia) de señas que hubiéramos deseado reducidas a polvo. Igual que en
las ruinas de Troya, Micenas o Tenochtitlan; igual que en la biografía de Schliemann,
Agamenón, Electra, Clitemnestra o cualquiera de nuestros semejantes.
Habrá lo que se irá y no
volverá. Habrá lo que se irá y regresará. Y en ningún caso serás tú quien
decida.