sábado, 17 de abril de 2021

Nuestras ruinas circulares.

Escuchaba en la semana un par de conferencias a propósito de las antiguas ciudades de Micenas y Troya. Micenas, la ciudad gobernada por Agamenón, desde la cual partió el monarca al frente del ejército argivo para vengar el rapto de su cuñada Helena a cargo de Paris, y a la cual sólo volvió para morir a manos de su esposa Clitemnestra. Troya, escenario de la contienda guerrera más legendaria que la imaginación humana haya llegado a concebir.

Mientras iban mostrando diversas fotografías de cada respectiva ruina, ambos conferencistas insistieron en la dificultad de distinguir cuál montón de piedras recuperado por las excavaciones arqueológicas podrá corresponder de manera aproximada a la época en que habrían tenido lugar los hechos que  durante el siglo VIII antes de Cristo sirvieron de inspiración a los relatos homéricos; esto es, unos cuatrocientos años antes, hacia el 1200. Lo mismo que las grandes culturas precolombinas en tierra americana, allá también las gentes acostumbraban renovar, reconstruir y hasta refundar sus grandes urbes sobre el soporte de fases constructivas previas, a menudo socavándolas como meras proveedoras de materia prima para las nuevas edificaciones.

En el caso específico de Troya, el ponente hizo referencia a cerca de una decena de etapas distintas, a propósito de las cuales para colmo los arqueólogos no terminan de ponerse de acuerdo, y donde hay que contemplar aquellas obras correspondientes no sólo al dilatado plazo de vigencia de los pueblos helenos, sino también tomar en cuenta antecedentes minoicos, hipotéticos aportes hititas y tardías incursiones romanas. Los accidentes del terreno, el parsimonioso paso de los siglos, así como los caprichos de la geología, han llegado incluso a provocar que ruinas supervivientes de una etapa más antigua queden situadas en la actualidad por encima de las de una etapa más reciente.

El origen de las excavaciones en Micenas y Troya se debe al célebre y pintoresco Heinrich Schliemann. Personaje como salido de una novela de Julio Verne, Schliemann fue un prototípico emprendedor prusiano del siglo XIX, altamente competente para los negocios, y a la vez con una sed humanística insaciable. Amando desde la infancia la obra de Homero, en determinado momento decidió consagrar significativa parte de su fortuna a probar que La Ilíada era mucho más que un cúmulo de meras figuraciones poéticas. Logró localizar Troya y logró localizar Micenas; aunque, desde el punto de vista científico, su obsesión por identificar en cada nuevo hallazgo una prenda salida del poema homérico le llevara a extremas imprecisiones, desaliños  y extravíos. Por poner sólo un ejemplo, comprobaciones cronológicas posteriores han demostrado que lo que él llamó “las joyas de Helena” o “la máscara de Agamenón” no pudieron bajo ninguna circunstancia pertenecer a ninguno de ambos personajes, independientemente de que ambos personajes hayan existido o no.

A la ciencia arqueológica actual, parecieran entusiasmarle poco la osadía de Schliemann, su intuición y sus aportes como precursor dentro de la disciplina, y más bien irritarle mucho su torpe manera de excavar, sus descuidos, sus imprecisiones y las irreparables pérdidas que sus trabajos provocaron en las zonas por él descubiertas. Y sin embargo no creo que, de entonces a la fecha, ningún arqueólogo destinado a trabajar en Troya, aunque sea desentendido de literaturas y de mitologías, haya podido dejar de evocar con un dejo de ternura, envidia y orgullo, aquel 14 de junio de 1873; el día en que Schliemann, a solas con su esposa Sophia en medio de aquellas ruinas (le habían dado la tarde libre a todos sus trabajadores ante la evidencia de un tesoro a punto de emerger entre las piedras), tomó algunos de los ornamentos dispuestos a sus pies, los colocó sobre la cabeza y el cuello de la mujer, y exclamó: ¡Helena!

¿Cómo hay que mirar a Schliemann? ¿Como un loco? ¿Como un visionario? ¿Como un magnate con alma de poeta? ¿Como un inescrupuloso extranjero saqueando patrimonios ajenos? ¿Como un preclaro ejemplo de la avalancha positivista? ¿Como un romántico tardío?

¿Cómo hay que mirar a Agamenón? ¿Cómo el monarca victorioso, estatuario y semidivino que mira su hija Electra? ¿Cómo el déspota pusilánime y filicida que mira su esposa Clitemnestra?

Alguna vez escuché comentar a cierto especialista en las obras del Templo Mayor de Tenochtitlan, cómo los mexicas solían reciclar las construcciones de sus ancestros en beneficio de nuevos proyectos arquitectónicos, sin ningún género de pudor ni de escrúpulo por la pérdida irreparable que así consumaban; visto de esa forma, los conquistadores españoles no habrían hecho sino dar continuidad a la misma tradición, cuando a su turno  alzaron iglesias cristianas sobre y con las piedras de lo que habían sido santuarios y pirámides. Recuerdo que, ante dichas explicaciones, no podía yo dejar de experimentar una íntima perturbación, una honda incomodidad. La misma que experimento cada vez que asisto —de manera directa o indirecta, en ciudad propia o ajena— al derrumbe de edificios viejos y calles viejas en aras de edificios nuevos y calles nuevas.

Lo cierto es que junto a las pulsiones destructoras de semejantes prácticas, perviven en simultáneo, como inexcusable dualidad, potencias preservadoras, y que el saldo final de la danza entre Eros y Tánatos resultará en todos los casos imposible de prever. Lo cual me lleva a  pensar ya no en edificios y en piedras, sino en la manera como las personas vamos configurando nuestro carácter, nuestro temperamento, nuestra biografía: la imagen que tenemos de nosotras mismas, y a la cual confiamos con asombrosa ligereza el gobierno de nuestro ser, estar y transitar por la vida.

Nos gusta contemplarnos como una sucesión de etapas superadas, o en todo caso soberanamente elegidas por nuestra voluntad, cuando en los hechos terminamos siendo configurados de muy distinto modo. Cada nueva elección y vivencia está construida no sólo sobre las anteriores, sino con la misma materia prima que esas elecciones y vivencias previas dejaron como único sustento y sedimento a partir del cual construir.

Lo más inquietante es que en la definición de aquellas piedras que a la postre otorgarán cumplida fisonomía a nuestras venerables u olvidadas ruinas, tendrán voto mucho menos decisivo nuestros afanes y nuestras convicciones, que el implacable y lento reacomodarse de la geografía de los días: la devastadora erosión de un rasgo que hubiéramos querido definitorio y eterno, al lado de la inesperada emergencia (la terca permanencia) de señas que hubiéramos deseado reducidas a polvo. Igual que en las ruinas de Troya, Micenas o Tenochtitlan; igual que en la biografía de Schliemann, Agamenón, Electra, Clitemnestra o cualquiera de nuestros semejantes.

Habrá lo que se irá y no volverá. Habrá lo que se irá y regresará. Y en ningún caso serás tú quien decida.


Imagen: 
Una de las ilustraciones del libro Mycenae
publicado por Heinrich Schliemann en 1880.