Me gusta estar dentro de la
iglesia. Mientras más antigua mejor, pero sin desagrados ni remilgos si la
iglesia, aunque moderna, se muestra igual de propicia para la amplitud de la
mirada que para el recogimiento del corazón.
Puedo permanecer largo rato
sentado en una banca de iglesia. Sin pretender ya esa impostada socarronería
sacrílega que a mis veinte años me llevaba a emplearlas como sucedáneo de
biblioteca pública: de preferencia para consagrarme a textos según yo
provocadores e impertinentes por el sólo hecho de introducirlos ahí (Trópico
de Cáncer o Los cantos de Maldoror, pongamos por ejemplo). Sino ya
simplemente por el sosegado gusto de sentirme bien ahí, a solas. Gusto de poder
pensar, poder mirar, poder sentir y poder recordar, bajo plena garantía de que
no acudirá nadie a exigir que le rinda cuentas por mi presencia.
No, no me persigno; recuerdo a
la perfección cómo se realiza ese elegante ademán de prestidigitación y
reconocimiento, pero debe hacer más de siete lustros que no lo ejecuto, como no
haya sido quizá interpretando un personaje en alguna obra de teatro. No, no
rezo; aunque recuerdo buena parte de las oraciones de mi infancia, y en el
transcurso ya mucho más dilatado de mi vida atea aprendí después alguna otra.
Me gusta el Padre Nuestro
y me desagrada el Yo Pecador. Me gusta el metálico falsete que las
ancianas beatas terminan invariablemente por adquirir durante la interpretación
de los cánticos, sin importar el punto de la geografía patria de que procedan y
donde radiquen. Nunca me ha gustado la pompa burocrática del atavío sacerdotal;
pero siempre me han gustado las historias del Evangelio, las versiones
coincidentes en lo general y bellamente contradictorias en lo específico que
ofrecen liturgia a liturgia Marcos, Juan, Mateo y Lucas.
Juan fue desde que tengo
memoria mi apóstol favorito (“Mujer, he ahí a tu hijo”); siguió siéndolo
incluso cuando me declaré de manera oficial como no creyente al interior del
seno familiar, allá por mis quince años. Estaba en tercero de secundaria, amaba
las profecías sobre el fin del mundo, leía a Nostradamus y a Edgar Cayce. Y
Juan me había obsequiado nada menos que la piedra angular de todo paranoico
devoto de la escatología anticipatoria: el Apocalipsis. A la vuelta del tiempo
terminó por gustarme más su Evangelio que aquellas herméticas postales
perpetradas en la Isla de Patmos. Como todo adolescente, yo iba al libro del
Juicio Final en pos de emociones fuertes y efectos especiales, de forma que
acababa estrellándome una y otra vez con ese impenetrable, enigmático muro de
jeroglíficos; todo lo inquietante que se quiera, pero muy poco propicio para el
tecnicolor de mis días juveniles o las tridimensionales salas THX de ahora. A
la hora de la aparición de la Bestia, el número de ojos, bocas y coronas nunca
lograba cuadrarme con la cantidad de cabezas enumeradas, y terminaba presa lo
mismo de la confusión, el desánimo y la migraña. Imposible a esa edad aterrarte
en toda proporción si no consigues representarte visualmente en la imaginación
al malo de la película.
Tratándose pues del apóstol San Juan, mejor la abierta sinceridad
emotiva y metafísica de aquel inolvidable inicio de su Evangelio, equiparable sin duda a los
“canta, oh Diosa” de Homero en La Ilíada y La Odisea. En el
principio era el Verbo, y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios.
Pero estaba yo hablando de lo a
gusto que suelo encontrarme dentro de las iglesias católicas. Tendrá que ver
algo sin duda aquello que Violeta Parra atinara a consignar con tanta sabiduría
mediante un solo verso: “volver a sentir profundo, como un niño frente a Dios”.
La fe que sigue alimentándose en el interior de tales iglesias, hace mucho que
dejó de ser mi fe. Pero es todavía, y seguirá siéndolo por siempre, como decía
a su vez Antonio Machado, la fe de mis mayores. Y ante el cotidiano rito de su
renovación por estos lares, siempre sin duda problemático, yo gozo el
privilegio de poder recuperarme intacto en el niño aquel que aprendiera un día
a sentir profundo frente a Dios. Porque aun cuando ya no engroso —ni volveré a
engrosar jamás— ninguna feligresía con patente, continúo cultivando el derecho
y la obligación de afanarme en sentir profundo. Disponiendo, como
principalísimo margen de mi ser sobre la tierra y mi estar bajo el cielo, una
sostenida interrogación, una sostenida conversación, una sostenida controversia
con todo aquello que la noción de dios significa, resume y representa cuando no
se ha visto en definitiva usurpado por las añagazas de determinado poder
institucional, ideológico, político o mercantil.
Puedo estar en una iglesia
cuando no se desarrolla en ella ningún oficio religioso propiamente dicho, y
los feligreses presentes se acogen a sus diversos amparos materiales e
inmateriales en estricta y solitaria intimidad: sentado alguno que extravía la
mirada en las figuras del altar principal; de rodillas casi todos los que se
hallan hundidos en letanías y súplicas; consagrados el resto a esta o aquella
imagen de santo o virgen, a este o a aquel altar secundario. Hay, no obstante,
una muy distinta impresión de sosegada y para nada vanidosa merced en
encontrarte por completo solo a la mitad de una nave por completo vacía, máxime
si se trata de un templo cuya edad se mide no en años, sino en siglos.
Personalmente, recuerdo en especial haber disfrutado en varias oportunidades dicho
júbilo sereno, dicho regalo de sencilla plenitud de a pie, hallándome en la
iglesia de San José del centro de Morelia, aun cuando no se trate de una de mis
favoritas.
Puedo estar también, perfectamente, en el interior de una iglesia a la hora de misa, sin sentirme excluido, impertinente, inoportuno o acosador pese a no participar de ella. Desde la más respetuosa civilidad, me gusta contemplar a la gente congregada en ejercicio de su fe. Y sí, no se preocupen, puedo distinguir con nitidez aquí y allá miserias varias: francos despliegues de hipocresía; versiones diversas de burocratismo místico, concurriendo a la ceremonia para realizar un periódico depósito de tiempo capaz de renovarles a plazo fijo su crédito metafísico, con la misma resignada exasperación que seguro mostrarán en la cola del banco cuando acuden a realizar un depósito de dinero; crecientes oleadas de ateísmo funcional, en personas que a estas alturas tienen de creyentes mucho menos que este laico intruso de paso por sus teóricos terrenos; mentiras y disimulos; sermones lamentables a cargo de impresentables ministros, haciendo que te preguntes cuál opinión ameritarían de un San Agustín, un Vicente Santa María, un Manuel Ponce, un Fray Tormenta o un Chesterton.
Pero debo decir que no es nada
de esto último lo que más me interesa, lo que más busco y lo que más hallo
entre los rostros izados en dirección al altar, como quien se asoma a un
ventanal para mirar el firmamento o el interior de sí mismo. Lo que sigo
buscando y encontrando en muchos de esos rostros es la honesta necesidad de
preguntarse lo que seguimos preguntando todos, con dioses de por medio o sin
ellos: “¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Cómo debo vivir?”. O, para ponerlo
con las hermosas palabras de Peter Handke, empleadas como estribillo vertebral
por Wim Wenders en esa obra maestra suya que es El cielo sobre Berlín o Las
alas del deseo (palabras que aquí me permito castellanizar endecasílabas):
¿Por
qué es que estoy aquí y no estoy allá?
¿Empieza
el tiempo y acaba el espacio?
¿La
vida bajo el sol sólo es un sueño? […]
¿Cómo
es posible que, siendo quien soy,
antes
de ser quien soy no fuera nada?
¿Y
que, siendo quien soy, no vaya un día
a
ser ya nunca más esto que soy?
Imagen: Escena de la película Nostalghia (1983) de Andrei Tarkovski.