Hace algunas semanas,
de un homenaje póstumo a Gaspar Aguilera,
Gustavo Chávez y José Mendoza
concibieron la generosa idea
de compartirle al público asistente,
mediante proyección,
un conjunto de imágenes
correspondientes a su actividad
cultural, literaria, existencial,
allá por los setentas, allá por los ochentas
del vigésimo siglo.
Muchas fotografías, volantes y carteles,
portadas de revistas y programas de mano,
carátulas de libros, perfume de latidos,
porciones de pasión y juventud
llenando a rebosar nuestros ávidos platos
de corazón abierto, memoriosa memoria,
vida vivida, juego bien jugado.
En un momento dado, con esa exaltación
de tribuno y de niño en seis de enero
(tan suya que podría
bien registrarla bajo copyright,
si no se empecinara en seguir caminando
en sentido contrario
de la proactividad empresarial)
dijo don Pepe que eran —él, Gustavo y Gaspar
junto a su cofradía de presencias y ausencias
ahí reunidas o no—
ya pura sociedad de poetas muertos,
ya pura soledad de poetas vivos,
ya purito percance de la historia.
Al salir del evento, conversé
con Armando Salgado,
coincidiendo los dos en que había sido
como pasar las páginas
del álbum familiar de alguno de tus tíos.
Un álbum familiar cuya existencia
conocías de oídas, pero al cual
no habías tenido nunca la ocasión
de echarle algún vistazo.
Un álbum familiar que te entregaba,
en el mismo regalo inesperado,
rasgos preciosos de tu propio rostro,
tramos vitales de tu propia historia.
Hay una cierta etapa juvenil,
grosera, inevitable, necesaria
(y formativamente saludable)
en la que te encandila imaginar
que no provienes de ninguna parte,
ni debes nada a nadie, pues eres resultado
de tu exclusiva suma claustrofóbica
de mérito y demérito. No obstante,
por obtusa que tengas la cabeza,
por mezquina que sea tu perspectiva
y por muy encumbrada que se halle tu autoestima,
tarde o temprano acabas percatándote
de que si bien tus pies te pertenecen
tus pasos siempre son la huella de otros pasos;
puede quizá que huella en rebeldía,
puede quizá que huella matricida,
mas sin remedio huella,
herencia de senderos transitados y abiertos
antes que tú pudieras
soñar siquiera con tenerte en pie.
A mí en lo personal, las muchas ignorancias,
ingratitudes y desatenciones
que alcancé a acumular en esas mocedades
me llevaron al cabo a elegir que la huella
que mi paso camine sea huella agradecida.
Con don José Mendoza últimamente
me acongoja en concreto la inquietud
de en una de esas haber incumplido
cierta cita agendada tal vez por el destino
para cruzar caminos hace mucho tiempo.
Egresado recién del nivel secundario,
presenté con quince años examen de admisión
para cursar la prepa
en el bachillerato nicolaita.
La suerte deparó que me tocara
adscripción en la escuela Isaac Arriaga,
donde Pepe impartía cátedra literaria,
multiplicaba impresos,
iniciaba futuros oficiantes
en el mester de la Pajaromaquia
y alimentaba insospechadas chispas
de hogueras por venir. Puntual continuidad
de un fuego previamente alimentado
por Ocaranzas y por Ricos Canos,
Conchas Urquizas y Méndez Plancartes,
Esteres Tapias y Sanchez de Tagles,
por Navarretes,
Diegos Josés Abades y Atonios Huitziméngaris.
Mas como yo vivía
a sólo un par de cuadras del estadio,
en la colonia Vasco de Quiroga,
y hacerme moreliano me había vuelto
contumaz quisquilloso en tema de distancias,
la prepa cuatro se me figuraba
situada en los confines más extremos
del mundo conocido.
¿Cómo iba a trasladarme diariamente hasta allá?
Además, mi ilusión, tal la de casi todos,
era ser nicolaita desde San Nicolás,
desde el mero colegio del Padre de la Patria.
Y merced a gestiones de cuyos pormenores
prefiero no acordarme
entré al Colegio de San Nicolás.
Donde no resoné en literarias lides
con ningún profesor, con ningún compañero.
Donde perseguí el sueño de volverme escritor
por el sencillo método
de nunca entrar a clases,
encerrarme a leer en un salón vacío
y salir tempranito a andar y desandar
el centro de Morelia
con ojos de novela policiaca.
Al terminar el año estaba reprobado
y debí trasladarme
a nuevos horizontes escolares.
Allá, en otra línea temporal,
yo me vuelvo escritor en contubernio
y bajo el magisterio de Pepe Mendoza
sin reprobar la prepa. En esta que aquí soy
tengo que conformarme con reunir
una caja de prendas y recuerdos
bastante más modesta.
Lo cual no significa menos importante.
Por ejemplo, atesoro como entrañable joya
el haber conocido a Frida Lara Klahr
una tarde en que ambos hacíamos antesala
para que terminara de imprimirnos
ya no recuerdo qué.
Desentendido de nuestros pendientes,
don Pepe sentenciaba que debíamos leernos,
que íbamos a entendernos,
a pesar de ser Frida
la enormísima poeta que ya era
y yo exclusivamente un post adolescente
con ínfulas patosas
de futuro escritor y de teatrero.
Voz de profeta tuvo sin embargo.
Nos entendimos y nos entendemos
todavía hasta la fecha, cuando ella ya no está
sino en sus versos.
Pero ni falta que hace forzar con sacacorchos
los dobles fondos del anecdotario.
Hace más de una década
que la amistad y la complicidad
del escritor Rafael Calderón
me vienen desvelando cotidianamente
cuál es la parentela de que formo parte,
de dónde es que nos viene por vocación y herencia
leer poemas y sacar revistas,
enhebrar proyectos y guajiros sueños,
honrar como se debe la escritura,
la pasión y el trabajo
de quienes nos trazaron y nos trazan aún
horizonte posible
esta heredad de argamasa y de piedra
donde no nos tocó, sino donde elegimos
por propia mano venir a vivir,
venir a leer, venir a escribir,
venir a caminar por el reverso
de todos los silencios decretados.
De modo que no abuso ni exagero,
si vengo aquí esta tarde a declararme
sobrino de don Pepe.
Sobrino natural si ustedes quieren,
descarriado y atípico, pero sobrino al fin,
bien entendido y bien agradecido
de que no poseeríamos este rostro
bastantes de nosotros, si él no estuviera aquí,
si él y los suyos no hubieran alzado
sus carpas saltimbanquis justo aquí.
Hace unos pocos días, preparándome
para venir a sentarme a esta mesa,
había andado leyendo de ida y vuelta
un volumen que incluye
los Poemas Membrillo, la Ciudad de Argamasa
y la Pajaromaquia.
Y mientras más leía y releía
más rumiaba el peligro que corremos
por el perfil leonárdico y vincístico
de don Pepe Mendoza.
Porque siendo editor y promotor,
siendo figura pública, siendo leyenda urbana,
encomio y vilipendio,
docente legendario, nicolaita,
pasto de chisme de verdulería,
Melchor siempre al ladito del rey Pay
y carne de homenaje cada tanto,
se eleva el riesgo de no distinguir
al enorme poeta que sustenta y corona
ese currículum desmesurado.
(No me da el tiempo, ni el formato en verso,
para aquí argumentar mi convicción,
pero pronto será).
Tales cosas pensaba, camino de mi casa
siendo casi las once de la noche,
y justo fui a encontrármelo a don Pepe
a sólo un paso de su propia puerta.
Que tiene su extrañeza y hasta su esotería
el hecho de que hayamos coincidido
mientras andaba yo en pleno membrillaje,
quedará manifiesto al explicar
que viviendo a tres cuadras de distancia
desde hace siete, ocho, nueve años,
no había pasado nunca
que nos topáramos tal nos topamos.
Apenas se enteró —tras los saludos—
de esa proximidad vecinal casi,
procedió a reclamarme
con unas cajas no por amistosas
destempladas de menos:
¿por qué nunca has pasado
para echarte un café, para echarte una meada?
Yo nada contesté, porque no lo sabía.
Sólo ahora lo sé, sólo ahora contesto.
Me faltaba empezar a escribir esta carta
—remedo paliducho del tono antipoético
en que usted es maestro—
como agradecimiento, como salvoconducto,
como reparación
o como carta de presentación:
vine a Corregidora
porque a mí me dijeron que acá me iba a encontrar
al tío mayor de muchos de nosotros,
un tal Pepe Mendoza.
Texto leído el 10 de
diciembre de 2022,
en la mesa de homenaje a José Mendoza Lara,
dentro del 6o. Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes.