En el artista adolescente, la
intransigencia directa y hasta medio inquisitorial constituye un atributo
virtuoso cuando exige de sí mismo y de sus semejantes todo o nada: no negociar,
no transigir, no condescender a la banalidad, morir en nombre del ideal, seguir
hasta sus últimas consecuencias la quemante intuición de la Verdad y la
Belleza. Con el transcurrir del tiempo y el avance de la edad, no es sólo que
cada uno de los términos así enunciados exhiban su inmensa, conflictiva
variedad de matices y de claroscuros. Es sobre todo que toca al artista
focalizar dichas exigencias de forma mucho menos extrovertida, como algo a alentar,
madurar y salvaguardar de cara a sí mismo; compartiéndolo en cualquier caso como
una opción viable para los otros.
Son las sendas recorridas por los
grandes magisterios y las grandes obras lo que otorga sentido a la existencia
del arte. Y se antojaría de mínimo decoro para todo profesional dedicado a la
actividad artística identificar que esas sendas están ahí. Pero nada obliga,
nada puede obligar exteriormente a transitar por ellas. Hacerlo será siempre el
fruto de una elección individual: acaso el supremo acto de autonomía a que puede
aspirar el alma humana.
Y semejante elección de ninguna
manera garantizará que lo que tú produzcas vaya, no digamos a aproximarse a la
perfección y la grandeza de tus más caros modelos y guías, sino ni siquiera a
resultar plenamente logrado en función de los modestos términos dentro de los
cuales hayas trazado tus propias específicas coordenadas. Este es un camino que
en términos de entrega te lo exige todo, y en términos de feliz hallazgo no te
garantiza nada. La mayoría de las gentes no están dispuestas a algo así. ¿Y por
qué habrían de estarlo?
En el fondo, las reglas de
juego del acto creador son las mismas desde el primer instante. Sólo que se van
matizando en profundidad, ahondándose y transparentándose de forma gradual. El
joven que comienza a escribir, a pintar o a componer, se ampara de manera casi
íntegra en su sinceridad. Piensa que por el hecho de trasladar lo más
literalmente posible sus sentimientos, sus ideas, sus temores y sus dudas a un
papel, a una tela o a unos acordes, lo que produzca deberá tener por fuerza una
valía artística, y que los demás seres humanos estarán obligados a captarla. De
ahí la recurrente necesidad que todo aprendiz de artista experimenta por
explicar su obra, sea antes o después de someterla a la consideración del
público. Al así proceder, lo que normalmente pretende es hacer patente la
honestidad de sus intenciones y la veracidad de sus vivencias.
Parte esencial del aprendizaje
del oficio consiste en descubrir que la obra no tiene por qué ser sincera en
términos linealmente confesionales. Que hay otro tipo de sinceridad más
esencial y sutil a la cual nos debemos. Ya no una sinceridad de circunstancias
de cara al espectador para ganar su elogio, sino una sinceridad sostenida y
callada entre la obra y nosotros.
Por absurdo que acaso suene así
dicho, alguien que a través del trabajo artístico haya madurado para sí una
búsqueda espiritual fecunda y real, puede no obstante haber generado sólo obras
menores o francamente mediocres. Esto es, obras que por sí mismas no alcancen a
compartir —a veces ni siquiera a insinuar— el eco de los hallazgos ni de la
gesta a través de la cual se posibilitaron.
Dichas obras tendrán por
supuesto un valor perdurable para su artífice y para su entorno. Del mismo modo
que en el contexto de un hogar cobra valor perdurable la hoja de cuaderno donde
la nieta, el hijo, la madre o el abuelo, sin ningún género de dotes ni afición
por el dibujo, se aventuraron a intentar un retrato de todos los miembros de la
familia, escribiendo debajo “los amo”. Es posible que ese dibujo perdure como un
bien precioso dentro de la mitología del clan. Que se le enmarque y se le
reproduzca. Que se vuelva un hábito relatar el modo en que todos se conmovieron
al verlo, ponderando el poder de unión afectiva que reside en él. Hasta que le
llegue el turno de ser sometido a la consideración de alguien por completo ajeno
al clan, desconocedor de las incidencias de su manufactura y de las magnitudes
del aprecio sentimental que se le tiene. Quedará entonces automáticamente
despojado de cuantos atributos le otorgaban su valor. Será sólo un dibujo
malhecho con una nota debajo. Y cabe por supuesto esperar la indignación de más
de un miembro de la familia ante la insensibilidad del intruso, incapaz de lo
que para él la obra parecerá decir a las claras por su propia evidencia. Todos los
padres hemos experimentado dicha incomodidad, al notar la honesta indiferencia de
un extraño ante las virtudes, gracias y bellezas de nuestros hijos. Rasgos que a
nuestro juicio se presentan indisputablemente objetivos.
De ese mismo modo, podemos madurar
a título personal profundas clarividencias, sólidas maduraciones, grandes entendimientos
a propósito del mundo, la humanidad y la vida, desde la confección de producciones
sin mérito artístico propiamente dicho. Y cuando digo “mérito artístico” no me
refiero en exclusiva a competencia técnica para la realización material de
obras, sino a todos los factores que el acto creador involucra. Factores
capaces de convertir el fruto de una sensibilidad individual irrepetible, en
resonancia compartida y perdurable para una multitud de almas por completo
ajenas a la vivencialidad directa que haya podido darle origen.
Mientras mayores sean los
hallazgos personales que un proceso de realización creativa te haya
proporcionado, mayor riesgo tendrás de sucumbir al espejismo de que la obra
resultante tiene garantía automática de aproximar hacia los mismos territorios
donde ella te llevó a cuantas personas la aprecien. Puede suceder justamente al
revés. Mientras más efectivamente situado se halle un artista en los límites esenciales
entre lo decible y lo indecible, menos garantía podrá reclamar respecto de la transparente
correspondencia representativa entre búsqueda y obra.
Ello ya resultaría complicado
si el puerto de llegada de la creación artística consistiera en pronunciar
respuestas. Cuán más incierto resultará el camino, cuando lo que las grandes
obras y los grandes magisterios han atinado siempre consiste antes bien en la articulación
de ciertas preguntas fundamentales perennemente renovadas. ¿Cómo sé que lo que
mi obra pregunta es en efecto lo que debía preguntar, lo que quería preguntar?
Y ya concediéndole el beneficio de semejante duda, ¿cómo puedo garantizar que sus
preguntas resultarán inteligibles para otros más allá de mí?
La verdad es que no tengo
manera de saberlo. La verdad es que el extravío y el malogro constituyen un
riesgo innegociable para cuantos elijan crear desde el móvil manantial de las
preguntas eternas.
Obras y artistas hay que
debieron aguardar prolongadísimo plazo de incomprensión y exilio, antes de
transparentarse pregunta compartida y pertinente. Obras y artistas hay en todas
las épocas, que eligen ceder a la sin
duda grata sensación de estarse erigiendo pregunta compartida y pertinente, en
obediencia servil a las inercias de lo urgentemente actual, y signadas siempre por
una implacable fecha de caducidad; obras y artistas hay que, sin importar los
fulgurantes esplendores cortesanos de que a su turno hayan podido gozar, en un
plazo por demás breve van a sepultarse en el más definitivo y justo de los
olvidos. Obras y artistas hay que, cediendo al imperativo de lo actual, se
cristalizaron no obstante pregunta perdurable y compartida. Obras y artistas
hay que permanecen de manera sostenida fuera del ojo del gran público, en
literal materialización de las preguntas esenciales de lo invisible y de lo
secreto.
Y no existe receta para ser
Pessoa, para ser Rimbaud, para ser Rulfo, para ser Felisberto Hernández. Y la
entusiasta vindicación de las obras maestras, sean multitudinariamente
veneradas o marginalmente compartidas, nos hace olvidar con frecuencia la
copiosa multitud de las travesías fallidas, los naufragios en altamar sin eco
de puerto, las obras malogradas, el infinito padrón de creadores
como fulgurante augurio de lo que a final de cuentas no fue.
A nadie puede exigírsele que se
interne en zona tan incierta, ni menos aún que lo deje todo por ella. Bienvenido
quien así elija sitio en tu misma tormenta, pero jamás te autorices reprochar a
cuantas almas se excusen de hacerlo. Están en su legítimo derecho, y su
elección bajo ninguna circunstancia les coloca por debajo —aunque tampoco por encima — de ti.
Los valores fundamentales de
todo alquimista son en primera instancia la humildad, la generosidad y la
honestidad, sin que quepa sin embargo asimilar la humildad al servilismo, la
generosidad al altruismo ni la honestidad a lo unidimensional. Si te toca
consignar las patrias de la luz, has de hacerlo con la misma devota
intransigencia que si te toca consignar las patrias de la patología y la
sombra: asumiendo que la contradicción, la doble vuelta, el paso en falso y la
reversibilidad de magnitudes resultan consustanciales, no sólo al proceso de
descubrimiento de lo que sea que te toque decir, sino al hallazgo mismo.
Hay quien se ahoga en la luz, y
quien nos redescubre los ojos justo en mitad de la más espesa sombra.
Imagen: Filósofo en meditación (1632), óleo de Rembrandt.