viernes, 12 de octubre de 2012

ESTA BOCA ES MÍA



(Meditaciones para el esbozo de un Arte Poética personal)*
Cada vez que me pongo a teorizar sobre poesía, antes que poeta o ensayista, me siento profesor de bachillerato. Algo tendrá que ver sin duda el hecho de que soy profesor de bachillerato, y que a lo largo de los años la mayor parte de mis tentativas por compartir con otros lo que intuyo y entiendo que es la poesía, ha tenido lugar en un salón de clase, delante de personas de más de quince años y menos de veinte.
Más de quince años y menos de veinte. La edad del todo o nada; incluso en esta época de letárgicos e indefinidos términos medios. Ante semejantes auditorios, sutilezas del tipo “cada quien tiene su respetable y potencialmente válida opinión respecto de lo que las cosas son o dejan de ser”, o doctas ambigüedades pacianas estilo “nada prohíbe considerar poemas las obras plásticas y musicales” no tienen cabida alguna. La necesidad de delimitarse para darle forma y cauce a la vertiginosa, inaprensible realidad de su ser en devenir —que tantas dificultades le causa a la hora de dimensionarla dentro de su espacio personal— el joven bachiller tiende a reivindicarla con transparente, implacable intransigencia cuando interpela a lo que queda más allá de él.
Aun cuando sean capaces de entender perfectamente el modo en que las excepciones contradicen toda preceptiva, exigen conocer con puntualidad la insuficiente norma que hace que ciertos textos se llamen poemas y nadie los confunda con un aforismo, una tragedia o un relato. Y la verdad sea dicha, ejerciendo semejante derecho sin consentirte excusas, te devuelven una de las evidencias más elementales de la actividad artística en general, del quehacer literario en particular y del decir poético en específico: la capacidad de responsabilizarte con tu punto de vista. A menudo pienso que Poesía no es sino el modo más enfático y más puro encontrado por la voz humana para decir esta boca es mía.
Por supuesto, después de Pessoa y de Pirandello, ninguna definición de identidades puede tomarse demasiado al pie de la letra, y donde con mayores aspavientos se pregona eterno un contenido, inalterable una forma, más cabe sospechar histéricos e impostados disimulos de vacío. Nadie es igual a sí mismo. Pero salvaguardar la conciencia de cuán efímera y precaria acaba resultando a final de cuentas la definición de rasgos en cualquier rostro, en modo alguno nos exime de la responsabilidad de esbozar dichos rasgos con el más aplicado esmero. Jurar amor eterno no significa demarcarle, con suficiencia aritmética, rígidos márgenes de futuro a las furtivas corrientes del corazón, sino honrar la realidad de un hallazgo consumado, y a partir suyo asumir nuestras intuiciones de voluntad ante el horizonte posible.
No de muy diversa manera procede ante su obra el poeta. De entre la infinita variedad de lo apenas existente —que al interior de la patria del poema sólo él mientras escribe y el lector al reescribir pueden elevar a la estatura de lo propiamente real—, elige y es elegido por ciertas fuerzas y materias específicas. Su primer aprendizaje consiste en asumir que el abismo entre la libertad aparente de lo informe y la libertad verdadera de lo multiforme, lo delimita cada forma singular, captada y enunciada en un tiempo y un espacio específicos.
He dicho captada y enunciada así, de modo sucesivo, a falta de un término que reúna simultáneos y unísonos ambos atributos. El decir poético nombra mirando y mira nombrando, sin establecer distinción alguna entre percepción y expresión. Probablemente sea esa cualidad originaria la que imposibilita separar forma de fondo, anulando todo distingo entre sonoridad y significado.
Evitemos confusiones. Lo mismo como norma de procedimiento general que como tentativa excepcional, el poeta goza de plena licencia para enfatizar uno de ambos factores en aparente desmedro del otro. Semejante énfasis puede retraerse incluso hacia las herramientas y componentes más elementales con que elabora su obra. Es un hábito mayoritario considerar, por ejemplo, que la imagen poética corresponde ante todo al ámbito de la significación discursiva, siendo que, en tanto unidad verbal mínima a partir de la cual el poema detona universo, consiente verse referida con idéntico privilegio hacia los territorios de la pura musicalidad  (o de la pura sugerencia visual, cuando la obra elige circunscribirse a los parámetros de la palabra impresa).
No obstante, si el poema es en verdad un poema, el más autosuficiente de los desarrollos significativos devendrá a final de cuentas valor sonoro: será música. Y asimismo, toda tentativa por privilegiar música las palabras sin excesivo interés por lo que puedan estar diciendo, significará; en el contexto específico de la lengua castellana, hace un siglo que los protagonistas de la travesía modernista hicieron patente para nosotros las hondas connotaciones espirituales (morales, éticas, políticas, históricas) que implica ensanchar con aparente gratuidad los horizontes del ritmo y la prosodia.
Puede argüirse que semejante rasgo no corresponde en exclusiva a la poesía, y que acaba aludiendo de últimas no sólo al resto de los géneros literarios, sino a toda manifestación humana asentada en el concurso del lenguaje, hablado o escrito. Y en efecto, así es. Pero la irrompible reversibilidad entre sonar y decir sólo en la poesía resulta vitalmente imprescindible. Si ningún área del hacer estético a través de la palabra puede obviarla por completo, ninguna tampoco se halla condicionada por ella de manera tan inexcusable. Son sin duda numerosos los ejemplos de narradores, ensayistas y dramaturgos que convirtieron la fidelidad a la imagen en rasgo fundamental de su travesía creadora. Siempre, sin embargo, han podido escribirse novelas, cuentos y obras de teatro colocándola en segundo o tercer término para privilegiar otros énfasis (la multiplicidad narrativa, la tensión interna, el desarrollo conceptual, la noción escénica, etc.); prerrogativa que ningún poema puede consentirse sino a costa de sí mismo.
Referido a la imagen, el término fidelidad apunta hacia lo que acaso constituya la más importante condición para un cabal ejercimiento del oficio poético. No bastan las imágenes por sí mismas. No basta la virtud de generarlas con llamativa originalidad, ni la capacidad para multiplicarlas con inagotable inventiva, ni el vigor para enlistarlas hasta el apabullante tumulto, ni la destreza para ordenarlas con atinado cálculo, ni el genio para ensamblarlas con admirable sutileza; dentro de su aparente heterogeneidad, méritos tales apenas si establecen diferencias de grado en un mismo orden unidimensional: el de la acumulación.
Una imagen poética es apenas la fulguración augural de ciertos potenciales cosmos; el oficio del poeta consiste en develar (presenciar, asistir, acometer) el devenir constitutivo de esa entrevisión primigenia. Lejos de acontecer como suma más o menos afortunada de elementos independientes, el poema emerge totalidad indivisible, demandando se le mire entero: demandando, plena, la integridad de la mirada. Es con tal perspectiva que Daniel González Dueñas plantea a la figura y no a la imagen como su componente esencial, como la unidad básica a partir de la cual es posible ubicar toda la amplitud de sus potencias y de su horizonte de sentido.
Los poemas verdaderamente grandes, sea que engrosen varias centenas de versos, que completen tres párrafos o tres páginas de apretada prosa, o que no lleguen a superar las diez palabras, se resisten siempre al subrayado. No porque cada sucesiva idea suelta resulte genial, sino precisamente porque no hay ninguna idea suelta. Incluso en aquellas piezas donde las únicas normas perceptibles son la fragmentación y el balbuceo, el poema se impone figura completa. Y al hacerlo, nos impone intuir figura completa al universo entero, comenzando por nosotros mismos.
Un poema verdaderamente grande, aunque tenga por reconocible plataforma de soporte a la literatura y a la lengua, antes que como construcción lingüística o patrimonio literario adquiere esa grandeza, impermeable a toda cuantificación competitiva, por su específica, inédita, irrepetible encarnación de la multiplicidad en devenir. Se trata ante todo de una privilegiada instancia de redimensión para lo real. Después de cada nueva lectura, sabemos y sentimos (sabemos porque sentimos, sabemos sintiendo) que las cosas dentro y en torno nuestro ya no son las mismas, que el mundo ha sido transmutado de una forma tan esencial como secreta.
Tal es, al menos, la poesía que me interesa. Tal el aliento y la demanda que imitar procuro en mis poemas. Tal el compromiso que, todo o nada, mis alumnos bachilleres renuevan cada vez que sus preguntas cristalizan forma nuestro mutuo devenir, obligándome (con una boca que no es mía, o que en todo caso no es más mía que suya) a la inagotable renovación de nuestro primer soberano compromiso: decir esta boca es mía.
* (Texto originalmente publicado en el número 4 de la revista PalabraPoesía)