domingo, 26 de abril de 2020

La sensación copretérita.


¿Cuántas cosas, hechos, escenarios y personas que irreparablemente ya no están, continúan empero intactas a nuestro lado, enfrente y dentro de nosotros, tal si bastara afinar apenas la mirada para materializarlos de vuelta con todos sus atributos restituidos a plenitud?  
Uno de los dos conserjes de mi escuela primaria se llamaba Román, pero respondía antes bien al puede decirse institucional apelativo de “Don Romancito”. Como cada grupo tenía indicación de saludar a coro a cualquier autoridad, secretaria, docente o trabajador que se presentara a la puerta de salón trayendo algún aviso, y como el viejo Román fungía como principalísimo portador de recados para nuestra comunidad, los pasillos solían resonar a todas horas, por los cuatro puntos cardinales, con el mismo “bueeenos díaaas Don-Ro–man-ciii-to”. Don Romancito era un menudo viejecillo de cabellos blanquísimos, disposición bonachona  y traza general modelada a partir del Gepeto de Pinocho según Walt Disney. Tenía su vivienda en el interior de la propia escuela, al lado creo recordar de la bodega de la cooperativa, muy cerca de los baños y de los bebederos.
Estos datos los razono más que visualizarlos. En cambio, recuerdo con absoluta nitidez el erosionado trozo de madera con una armella apenas abierta en la punta, del que el viejo se valía para ir a tocar la campana al fondo del pasillo principal, lo mismo para anunciar el principio o el fin del recreo que la hora de la salida. La campana, situada a la altura necesaria para que la chamaquiza ladina no se la pasara repicándola a su capricho, podía ser alcanzada sin ningún género de dificultad alzando el brazo por el otro conserje, Don Gregorio; pero Don Romancito, dada su corta estatura, precisaba de dicha herramienta para la labor.
Entre primero y segundo grado (pues a partir de tercero mis aulas no volvieron a dar a ese pasillo), mirar que Don Romancito pasaba fuera del salón rumbo a la campana para anunciar la salida, conjugaba a la vez un infinito regocijo y una rara melancolía. Regocijo y melancolía que puedo aquí mismo restaurar intactos con sólo entrecerrar los ojos, preguntándome si se trata de prendas que perdí para siempre o que no se han marchado jamás. La sensación copretérita en una de sus para mí prendas de gala.
Hasta donde a recordar alcanzo, para la asimilación del pasado imperfecto o copretérito durante los años de enseñanza básica,  nos eran ofrecidas dos alternativas en el fondo indiscernibles y complementarias. La primera de ellas era estrictamente formal, y consignaba que para conjugar un verbo en dicho tiempo, bastaba ubicar el lexema correspondiente y complementarlo, según fuese el caso, con los gramemas "aba" o "ía", a escoger. Caminar: camin-aba; llover: llov-ía; empezar: empez-aba; comer: com-ía; llorar: llor-aba. La fórmula, infalible, sólo presentaba dificultades a las imaginaciones demasiado fecundas y a los temperamentos demasiado indecisos, capaces ambos de generar artesanías lingüísticas tan prodigiosas como caminía, llovaba, empecía, comaba, lloría. Mágicamente, del mismo modo que en ciertas ensaladas donde se depende apenas de la adecuada combinación de ingredientes, el copretérito podía consumarse sin mayor dificultad. A lo sumo, las dificultades quedaban reducidas, como siempre que de conjugaciones se trata, al irritante capricho de los verbos irregulares, reacios a todo corsé normativo. Así, por ejemplo, especial regocijo proporcionaba al maestro o la maestra en turno preguntarnos por el copretérito del verbo ser. En vano íbamos del "seía" al "seraba" y del "sía" al "seba", para finalmente, exhaustos, malhumorados y avergonzados, rendirnos ante la incontrovertible y simple evidencia del sentido común: el copretérito del verbo ser es "era".
 La otra alternativa imprescindible para una cabal comprensión del copretérito, desdeñada casi por unanimidad entre la clase debido a la tendencia que, ya desde ese nivel, va circunscribiendo el conocimiento a la llana resolución de problemas prácticos, quedaba como patrimonio exclusivo de aquellos pocos empeñados en entender para qué diablos queríamos un pretérito imperfecto si ya teníamos uno perfecto (¿para testimoniar las fallidas tentativas del pretérito antes de alcanzar la perfección?). Consignaba la menospreciada opción que mientras el pretérito hace referencia a una actividad ya concluida (caminé, lloví, empecé, comí, lloré), el copretérito alude a una actividad cuya consumación, aunque iniciada en el pasado, no se cierra, queda indefinida, potencial, abierta, proyectada en última instancia hasta el presente mismo. La inquietante sugerencia del pasado instilada en el presente; más aún, el pasado como vigencia potencial de lo presente. Hay un abismo entre preguntar "qué hiciste" o "qué pasó", y preguntar "qué hacías" o "qué pasaba" (de hecho ante la sensación copretérita no preguntamos nunca "qué pasaba", sino "qué pasa"). Lo que hiciste puedes, quizá, volver a hacerlo, pero en modo alguno seguir haciéndolo. Lo que pasó, puede volver a pasar, pero no sigue pasando. El pretérito refiere una cancelación definitiva. El copretérito, por el contrario, si bien no entraña garantía alguna de continuidad para la acción referida, proyecta en el ahora la sugerencia inminente de su posibilidad, y a la vez consigna inapelablemente su realización inconsumada.
 Moneda corriente en los estudios gramaticales de nuestra lengua es el tema de los verbos transitivos. Yo, en cambio, nada he escuchado al respecto de tiempos transitivos. El copretérito es un tiempo transitivo, puente franco tendido entre pasado y presente que, como corresponde a todo puente que se precie de serlo, se halla en ambas orillas aunque no está en ninguna de ambas, sino en el tránsito irresoluto que va y viene de una a otra. Tiempo transitivo como el pospretérito, tendido a su vez entre presente y futuro (caminaría, llovería, empezaría, comería, lloraría), sin llegar a la complejidad de los tiempos compuestos, donde entre análogas florituras, el futuro puede proyectarse como pasado (habré llovido), o la acción neutralizarse en la  más inquietante pasividad (haber llovido).
 De acuerdo, pues, con la conclusión que al sonar la campana de salida en el pasillo llevaban consignada nuestras libretas, el copretrérito alude a una acción iniciada pero no necesariamente concluida. Años después, ya sin campana en el pasillo, leí que tratándose de copretrérito lo indefinido corresponde no sólo al término de la acción, sino también a su inicio, lo cual ratificó en mí la certidumbre de su naturaleza transitiva.
 Si me he extendido hasta la minucia en esto de las apoyaturas técnicas de la sensación copretérita, es sobre todo con el afán de lograr aprehenderla de manera debida a la hora de tratar de ubicar su sitio justo en el ejercicio de la memoria. ¿Pero en qué consiste eso del ejercicio de la memoria? ¿Ejercitamos la memoria o es la memoria quien se ejercita a través de nosotros? ¿Recordamos o somos un pretexto para que el recuerdo pueda inventarse una y otra vez?
 No lo sé. Sólo sé que al recordar descubro en mí prendas pretéritas y prendas copretéritas. Prendas cuyo fascinante influjo proviene de su condición de cosa concluida, de verdad consumada; prendas que me contemplan desde la modesta dignidad de lo irrecuperable. Pero también prendas que al ser convocadas, no importa que provengan de un ayer en apariencia lejano, se manifiestan como huella viva, multiplicadas cuentas de un ajuste pendiente con algo más que el tiempo. Puede resultar pretérita una impresión de hace cinco minutos, y copretérita una de hace veinte años.
 Por supuesto, toda memoria es ya en sí misma copretérita: conciliación transitoria y móvil entre presente y pasado. Tan importante a la hora de recordar el que recuerda (ahora) como el que vivió (entonces), pero siempre en función el uno del otro, inútiles cada uno por su lado. Ahora bien, ya en el ejercicio propiamente dicho de la memoria, hay en específico imágenes y sensaciones pretéritas y copretéritas. La intención inicial de esta apunte consistía en procurar esclarecerlas, aunque llegado a estas alturas me encuentre igual de imposibilitado para hacerlo que cuando decidí tomar como punto de partida el cruce de mi infancia con una específica porción del universo gramatical del idioma castellano.
 No se trata de un espejismo. No se trata de un juego intelectual. He experimentado la sensación copretérita. He sentido que una corriente incontestable venía de lo perdido a dejarme un sedimento de inminencias. Entonces el recuerdo deja de ser recuerdo y se convierte en recordatorio. La vida se revela litúrgica invocación de un acuerdo inmemorial aún no cumplido. Tal vez todo radica, una vez más, en el sentido común. Las inminencias no pueden sino sugerirse. Yo no puedo llevar al lector al centro del misterio, sino apenas colocarlo en una de sus puertas.
 Miro a través de la ventana y descubro en un pasillo que ya no está a Don Romancito, el anciano conserje que se encamina desde mi niñez, madero en mano, para tocar la campana y anunciar la hora de la salida. Y yo no tengo voz para decirle que se detenga, que por favor aguarde. Que no he logrado entender nada todavía.

Imagen: Harold Lloyd en una escena de Safety Last! (1923), 
dirigida por Fred C. Newmeyer y Sam Taylor.

domingo, 19 de abril de 2020

Nostalgia de llanuras.


Una como nostalgia de llanuras, de planicie infinita abismando línea recta el horizonte por los cuatro costados, allá a lo lejos. Y esa espacial desmesura inseparable siempre de la sensación de soledad. Una amplitud de magnitudes siderales no obstante remitida de antemano al ámbito terrestre, y vivida en el ensueño cada vez como un estado del ánimo, del pensamiento y del espíritu, que debe siempre dirimirse a solas. Al menos en principio.
Aunque quizá la palabra deber no resulte aquí la más exacta. Porque la soledad no se presenta como una obligada imposición externa, sino como una condición natural y propia tanto de la situación como del escenario. Te encuentras solo en medio de la planicie inabarcable; y aunque eso ni está bien ni está mal, el hecho de saber que es así como corresponde, hace que se sienta que está bien: sin aspavientos ni euforias, sin divertidos contentos de esos que los temples banales gustan confundir con la felicidad, sin aristocráticas presunciones de nirvana.
La llanura ya polvorienta, ya rocosa, ya verdeante de rala y crecida hierba, se extiende con amagos de infinito, y ahonda la concavidad del cielo. El viento sopla a veces y a veces no. El sol es a veces una mansa y acogedora caricia para la piel y los ojos, y a veces una inclemencia chata de la que alcanzan a resentirse hasta las ligaduras de los músculos y la médula de los huesos. Pero en cualquiera de los casos está bien. Pradera, cañaveral, valle o desierto, la tierra se sugiere mar en calma sin por otro lado guardar parecido alguno con el mar. Y eres navegante a pie sin nostalgia de embarcaciones ni premura de avance. En cualquier dirección que te encamines, el paisaje accederá a concederte a ras del suelo toda clase de novedades para tu modesto azoro y para tu serena curiosidad, pero el horizonte seguirá quedando todo el tiempo a la misma distancia.
Ensueños de tranquila claustrofobia, de paciente y suspirante tedio. No el último habitante del mundo, no el primero. La sola idea de los otros como inexistencia, como una noción ante la cual no puedes manifestar postura porque resulta no digo inconcebible (lo inconcebible es el reverso geométrico de lo concebible) sino ajena por completo a la idea misma de concepción. Como cuatro meseros perfectamente ataviados que llevaran sobre los hombros, en una bandeja, un enorme salero, a la mitad de la séptima entrada de un juego de beisbol sin embasados. Y ni siquiera eso. Ni siquiera el absurdo.
Lo insólito por inhabitual y extravagante corresponde a distintos órdenes, a distintos escenarios potenciales en el vasto repertorio del ensueño. Acá en la llanura lo prodigioso no asombra, sin dejar empero de ser prodigio: sin dejar de susurrarte todo el tiempo que aquello que contemplas sólo se podría llamar milagro; si existieran dios, los otros, la fe y el desespero.
Una como nostalgia de llanuras que, ya de regreso, ya otra vez de este lado, hurtada de bochornosas épicas, te insinúa a manera quién sabe si de sombra o de reflejo para que puedas (si quieres) reconocerte en alguna de ellas, todas las convencionales siluetas históricas asociadas más allá de la frontera con el Lejano Oeste, y en mexicanas tierras con el Extremo Norte.
Por ejemplo, el perezoso gambusino que pretendía huir de la ancestral alquimia para obtener el oro a cielo abierto, lejos de claustros, libros, retortas y desvelos; pero que ya inclinado por enésima ocasión con su mellado plato sobre una raquítica lengua de riachuelo recién hallada, entiende que ha venido a cumplir en el otro extremo de la tierra el mismo arduo destino de desvelos, trabajos, fracasos e iniciáticos reintentos que algún antepasado suyo ensayara siglos atrás en Utrecht, Praga o Basilea.
O también, por ejemplo, el anónimo piel roja que, azarosamente hurtado del exterminio, se sumerge en los inhóspitos  imperios de un mundo que sabía suyo pero no conocía; y frente al cual la barbarie ha pasado a convertirlo de súbito y por igual en monarca en funciones, solitario guarda guerrero, real ministro de inventario: sacerdotal preservador de una memoria a medias por inventar y a medias a punto de perderse.
O también, por ejemplo, el indígena chichimeca que, al contrario, no reconoce aquella tierra como propia, sino penitencia del extremo exilio a que se ha impuesto someterse para no transigir comercio ni con la servidumbre, ni con la acomodaticia astucia, ni con la hipócrita conversión, ni con la muerte heroica, ni con el vano afán de procurar comprender (aunque sea un poquito) a los recién llegados.
O también, por ejemplo, el misionero que ha debido venir a instalarse ante este árido, inhóspito y para él por completo anómalo paisaje. Ddonde sus sermones ora se diluyen en el viento seco, y ora van a rebotar sin ecos contra la roca parda, la picante arenisca y los espinosos matorrales. Y es aquí y sólo aquí, desde su desolación, desde sus lacerantes dudas, desde su ya ciega y fatigada terquedad, que se le concede la merced de entrever por fin con plena transparencia el rostro terrible y misericordioso del Señor.
Personaje secundario en algún cuento de Jesús Gardea. Incidental rostro durante las primeras páginas de alguna novela de Cormac McCarthy (fugazmente entrevisto, y afortunado de poder fugarte a tiempo, antes de la primera masacre).
Esa espalda que la protagonista de quién sabe cual película ya no filmada por Wim Wenders se topa en la barra del primer restaurante del camino, tras cuatro horas de lineal carretera. El cofre del automóvil está hirviendo, el mozo está llenando otra vez de agua el carburador y de gasolina el tanque, la vieja rockola toca una canción de Johnny Cash, allá al fondo (se escucha y se olfatea) la mujer del dueño prepara café y huevos con tocino. La espalda admite por encima del hombro el perfil de un rostro que mira y admira a la mujer recién llegada, que alza una ceja a manera de homenaje y saludo. Y la invita a sentarse.

Imagen: Valley of the Gods, Utah, 1977. Fotografía de Wim Wenders.

domingo, 12 de abril de 2020

La reina de México.


Había una vez en México una mujer llamada María Félix. Era muy hermosa. Y aunque el cine le había dado fama mundial a su belleza, es justicia decir que siempre fue una pésima actriz. Sólo que en ese tiempo —estoy ahorita hablándote de los años cuarenta del siglo pasado— no importaba mucho que las estrellas de cine supieran actuar. Se agradecía cuando así sucedía, pero lo que en realidad importaba era que aceptaran darle cuerpo al sueño de las gentes, y la ilusión compartida se encargaba de todo lo demás. Algo parecido intentan o fingen hacer hoy las series, la televisión y Hollywood, sólo que sin sueños reales ni ilusiones compartidas capaces de sostener las carísimas baratijas que venden. Ser capaz de darle cuerpo a un sueño no es asunto sencillo, ni depende de que alguien se empeñe por sus pistolas en lograrlo. Entran en juego múltiples factores para que algo así termine sucediendo. Y entre tales factores el azar no es el menor.
Así que a punta de azares, elecciones y milagrerías diversas, María Félix se convirtió en el sueño compartido de un país que no sabes cuánto me hubiese gustado vivir: Ciudad de México, años cuarenta. Los hombres vestían de saco, sombrero y corbata, aunque no fueran ricos; excepto los campesinos llegados del interior, y los obreros que iban o venían de su jornada de trabajo con hermosos overoles de mezclilla, en las fotos de aquellos años todo o casi todo el mundo aparece vestido así. El centro de la capital era, sin necesidad de maquillajes ni retoques, el mejor escenario imaginable para una novela negra. Mejor que el San Francisco de Sam Spade o que Los Ángeles de Phillip Marlowe, porque acá en los bares las sinfonolas podían desgranar danzones con sabor a banda pueblerina, o canciones de amor engañosamente dulces cantadas por Guty Cárdenas. Los gángsters le rezaban a la Virgen de Guadalupe; los detectives desayunaban platones de menudo antes incluso de que saliera el sol; y la escena del crimen atesoraba como acrisolados entre sus muros de adobe, cal y tezontle, lo mismo el perfume de los sótanos de la Inquisición, que la transparencia prodigiosa y terrible salida al paso de Bernal Díaz del Castillo cuando él y sus compañeros dejaron atrás los últimos volcanes.
Una ciudad pues, como todo en esta vida, para amar a plena luz y a plena sombra, sin disimulos (ni para bien ni para mal). Ahí fue donde María Félix se convirtió en el sueño vuelto cuerpo tanto de quienes habían hecho una revolución sabiéndola perdida, como de sus hijos y después también de sus nietos; todos ellos, trayendo crispadas y confundidas en la sangre las arrugas de la madre España y de la madre tierra americana, se asomaban entre inocentes y valentones al tiempo sin madre que la Segunda Guerra Mundial hizo nacer. Podríamos decir que cada cual era un poco Cantinflas, un poco Tin Tán y un poco Pedro Infante. Y todos amaban a María Félix, aunque no supiera actuar, aunque a menudo (y en cada vez mayor medida conforme el tiempo iba transcurriendo, volviéndola mito) resultara insoportable en sus desplantes y actitudes; o a lo mejor justo por eso.
A ese México, igual que a todos y que a todo, también le tocó morirse. Y a María Félix le tocó vivir durante años del sueño que había sido, igual que a tantos. Convirtió su vida en prolongación del sueño real que había sido capaz de encarnar en la pantalla, y  a cada giro del calendario la distancia entre una y otro venía a mostrarle a quien tuviera ojos de qué está hecho el tiempo, de qué está hecha la muerte: porque ver a la Doña imitando cuando era ya casi una momia en vida los mohines de lo que fue, significaba de algún modo colocarle delante un espejo a la patria.
No nos apresuremos, sin embargo. Miremos a María Félix cuando la plena correspondencia entre tiempo, cuerpo y sueño no se hallaba aún  tan distante, y podía todavía fingirse con sólido margen de credibilidad. Miremos a María Félix veinte años después de aquella ciudad años cuarenta. Los que la habían vivido niños se habían hecho adultos, los que habían abierto en ella su juventud se estaban haciendo viejos, y los que habían alcanzado en ella su vejez ya estaban en su mayoría muertos.
En los años sesenta del siglo pasado, antes de que los estudiantes salieran a las calles, Aurora era una mujer todavía joven, pero al mismo tiempo ya madura por intensidades e incidencias de vida. Vivía sola, aunque no le había faltado jamás asedio masculino de entre el cual elegir selectivamente compañía; tenía cuatro hijos, aunque sólo la menor compartía casa con ella. Trabajaba de sirvienta.
A la hora de las confidencias, ya desde entonces le gustaba conversar a Aurora sobre los años en que estaba recién llegada a la ciudad (esa ciudad años cuarenta de que antes te hablé). Sus trabajos en casa de Tony Aguilar y de ande a saber cuál hermano superviviente de Francisco I. Madero; la fotografía donde aparece poniéndole las medias a Kitty de Hoyos; la invitación de algún conocido para que asistiera a un gimnasio y probara volverse luchadora; la lujuria de dientes apretados con que vecinos y paseantes le murmuraba “india bonita” cuando vivía frente a la Plaza Garibaldi; los salones de baile, las tandas en el Tívoli o la carpa Fru-frú.
Aurora tenía conocimiento de que María Félix vivía, o al menos tenía una residencia con terraza a espaldas del edificio donde ella trabajaba como empleada doméstica. Aunque decir “a espaldas” tal vez no sea el término justo, pues sugiere una proximidad que en los hechos resultaba inexistente. La terraza de María Félix quedaba situada en algún imprecisable punto del horizonte urbano al que Aurora alcanzaba a asomarse durante las ocasionales pausas de su cotidiana faena. Las ventanas posteriores del departamento mostrarían supongo una panorámica de construcciones, muros, cristales y calles ensimismadas, consintiendo a veces una hilera de macetas, un tendedero con ropa puesta al sol, un penthouse, una que otra figurilla humana fugazmente entrevista en la distancia. Y sin embargo, informada de que en aquella dirección moraba la Reina de México —la María Bonita con que algún antiguo pretendiente su empeñara en hallarle parecido—, día tras día se acostumbró Aurora a mirar en aquella dirección, buscándola. Y aguzaba la vista, convencida de que su tenacidad y su paciencia obtendrían recompensa tarde o temprano.
Obsérvala ahora mismo ahí, encarada al ventanal trasero del departamento donde trabaja, adormeciendo el mango de la escoba entre sus brazos, extraviando sus ojos insolentes en una panorámica de traspatios y cubos de luz, azoteas y cuartos de servicio. Dejando que sus sueños la lleven despierta a todas las imágenes de la Doña que ha contemplado desde la penumbra del cine, pero también a los episodios de su propia vida que a veces enmarcan, a veces acompañan, y a veces incluso juegan a superponerse y confundirse con el blanco y negro de la pantalla.
Una tarde, quién sabe mediante qué tipo de artes, blancas o negras (porque Aurora mucho ha tenido siempre de bruja), consigue ubicar por fin la terraza de María. Una terraza como una torre, suerte de nicho en la cúspide de la ciudad, desde donde la diva puede otear a placer el perímetro de sus dominios. No te distraigas buscándole lógica al prodigio, no hace falta. Las cosas como son. Tal cual me lo relató a mí Aurora, así te lo relato ahora yo a ti. Ella persevera buscando a María Félix en la enrarecida lejanía de los entretelones capitalinos, y ve recompensados sus esfuerzos al hallar la terraza.
En la terraza hay sólo un diván. Y en el diván la diva solitaria, vistiendo una elegante bata, seguro de satín. Pero no es en el atuendo que Aurora concentra su atención. Lo que la deja como encantada ante el cristal, con la escoba suspendida entre los dedos (tal si estuviese a punto de quedar suspendida por sí sola y llevársela volando adonde de otra suerte jamás conseguiría llegar), es el semblante entristecido, los ojos bajos, el esbozo sutil de una mueca amarga en los labios. Aurora se pregunta qué puede provocar semejante expresión de tristeza en una dama como aquella. Siente incluso tentación de elaborar hipótesis a partir de lo leído en alguna revista de chismes, pero deja que la idea se diluya por sí sola.
Como desde una distancia de años luz, que sin embargo resulta muy semejante a la que la separa de su propio reflejo en el espejo del tocador cada noche al regresar del trabajo, se abisma contemplando las míticas facciones de María, la Reina de México, abstraídas en su inconcebible tristeza. Entonces ella, la Reina, en un momento dado, sintiendo acaso sobre sí el peso de su mirada, alza los ojos y descubre a Aurora. Y sin que medie transición alguna, sin abandonar ni por un instante el aire entristecido, le dedica una sonrisa. 
La memoria entera de tu vida y la mía cabe en el espacio impalpable que media entre esa sonrisa y el asombro de los ojos que la imaginan y contemplan, no importa en cuál orden de factores.
Y este es apenas un breve pedacito de tu historia, niño mío. Que cuento nada más porque lo sepas, sin exigencias, réditos, ni cuentas añadidas de ninguna especie. Lo he escrito a vuelapluma, sin tachones ni enmiendas, igual que se vive; dejando huella del tropezón ahí donde las letras se anudaban balbuceo, estirando cada frase hasta donde la exigencia de su propia urdimbre interior la ha intrincado (así traspasáramos los límites del ilegible delirio). Tal cual se vive, sin vuelta de regreso sobre el paso ya dado. Esto somos, Emilio. Nuestra historia como rayo en la rueda de una bicicleta, conectada allá al centro  (que es el final, pero también el principio) con el resto de las historias; sin otra posibilidad de hallar sentido como no sea en el giro que ellas fundan, y que es ya en sí mismo ruta, viaje, travesía.



Imagen: María Félix en La diosa arrodillada (1947), de Roberto Gavaldón.

domingo, 5 de abril de 2020

El imperativo invisible.


¿Cuál es la frontera, a menudo por demás sutil, que distingue petición de exigencia? ¿Cuál la trenzada liga que vuelve inseparables a la sugerencia y la instrucción? ¿Cuál el variado y matizable contraste que separa a la invitación de la orden? ¿Cuál la consonancia capaz de asimilar al menor descuido mandamiento y súplica?
Empecinado estoy desde hace tiempo en acometer la abierta apología gramatical y moral del modo imperativo. Poner mi granito de arena para hurtárselo, desde la modesta medida de mis posibilidades, a esa cómoda y malintencionada inercia que se empeña en reducirlo a indisputable, monocorde y provechoso sinónimo de la imposición. Vamos acostumbrándonos a asumir, con burocrático escepticismo y automático sabor a hiel en la boca, que quien convida, propone, indica, sugiere o pide, en realidad está siempre ordenando; de forma tal que todo matiz atenuador en el tono de la enunciación quedaría reducido a simuladora cáscara, alevoso fingimiento, táctica argucia para medio disimular —y volver más eficaz en sus alcances— a la única voluntad objetivamente existente: la voluntad de imponernos al prójimo y obtener de él alguna ventajosa plusvalía. La comodina sentencia de la podredumbre como norma universal de existencia; el acogedor tedio de proclamar a ojos cerrados la omnipotencia de lo detrítico; el ansia perezosa de justificar sin excesivos trámites nuestras más incómodas y esenciales renuncias.
Yo, en efecto, he visto ordenar, mandar e imponer desde fraudulentas y abusivas afectaciones de suplicante candidez; he padecido —lo mismo que millones de seres humanos— diversas modalidades de violencia autoritaria enmascaradas de cordial y aun afectuosa civilidad, de desinteresada y piadosa mansedumbre. Y he empleado de forma recurrente y cotidiana, al igual que cualquiera —en equitativas, salomónicas porciones de inconsciencia y alevosía—, la piel de cordero de la solicitud para cubrir al lobo del mandato, la socarrona mojiganga de la demanda para mal disimular el santo con pies de barro de la súplica. Pero sé distinguir también los acentos ya desesperados, ya corteses, ya fraternos, que admite la propuesta; conozco la amplitud inagotable de guiños seductores que posee la invitación; he gustado a su turno cada una de las festivas gracias y cada uno de los incómodos privilegios que dejan tras de sí todas las sugerencias genuinamente respetuosas (genuinamente solidarias con tu derecho a decidir y equivocarte).
Hay una rara y decisiva generosidad implícita en el modo verbal imperativo, medio oculta por lo regular tras el bronco talante que nos hemos acostumbrado a atribuirle. Ya algo debía decirnos de por sí el hecho de que sólo admita al tiempo presente y a la segunda persona, sea del singular o del plural. Siempre aquí y ahora; siempre de cara al nosotros y al tú. Tal vez, para perfilar con toda amplitud sus vastas y multiformes potencias, eludiendo la ilusa pretensión de confinarlo entre las fronteras de un juicio definitivo, sea necesario regresar por vía de la memoria a los imperativos de la infancia; mientras más gratuitos, perentorios y absurdos, mejor; a menudo sin ninguna referencia visible que pareciera avalarlos, y sin embargo por eso mismo transparentes e inapelables en todas las multiformes modalidades de su demanda. No tanto los invisibles imperativos de la infancia, como los infantiles imperativos de lo invisible.
El imantado reclamo, por ejemplo, que ejercía en mi hermana la primera y en mí la coladera del baño de la casa, hacia mis primeros días en la escuela primaria. Convencidos estábamos de que la tubería del desagüe comunicaba con seres (ya no recuerdo si humanos o no humanos) que vivían allá abajo. Durábamos inclinados largo rato bajo la ducha abierta o cerrada, mirando la oscuridad a través de las ranuras de la pequeña plata metálica del piso, platicándoles a los inquilinos del mundo subterráneo ande a saber qué cosas, que ellos seguramente nos contestaban aunque nosotros no alcanzáramos a escucharlas. Nos provocaba entre entusiasmo y pánico la impresión de que en cualquier momento veríamos asomarse a alguien; quién sabe si minúsculo y por lo tanto capaz de deslizarse entre las apretadas rejas de su prisión hasta nuestro lado; quien sabe si condenado a conversarnos a través del metal en razón de su excesiva estatura para semejantes estrecheces; en cualquier caso, inconcebible. La casi física solicitud de aquellos fantásticos seres no tuvo consecuencias logísticas ni traumáticas de ninguna especie; ni alcanzaron el estable estatus de amigo imaginario, ni se convirtieron en obsesión pesadillesca de alguna mala noche. Pero el imperativo de su llamada, su solicitud, su invocación, continúa resultando para mí peculiarmente nítido, no obstante tanta vida transcurrida entre estos días y esos.
Si los seres aquellos resultaban invisibles por no llegar nunca a emerger, aunque pareciendo siempre a punto de hacerlo, mi hermana y yo, en perverso contubernio, confeccionamos un día para la entonces más pequeña —que a la sazón sobrepasaría apenas los tres años— otros personajes de invisibilidad literal. Y si a los ya referidos los creamos amables y cordiales, a estos los concebimos pendencieros y hostiles. Guerreros de otra dimensión u otro planeta, a quienes sólo los más grandes (cinco y seis años, respectivamente) podíamos percibir, y que resultaban por completo inaprehensibles para la menor. Le indicamos ponerse a buen resguardo mientras nosotros combatíamos, y ella obedeció presurosa, observando desde su escondite la fiera batalla que sus valientes hermanos le presentaban a los invasores invisibles; eran, no obstante, demasiados, y al final terminamos sucumbiendo con espectaculares despliegues de patetismo, hasta quedar desparramados por el piso, cerrados los ojos y expresión en el rostro de consumado nocaut. Permaneció algunos instantes escondida la pequeña, para luego reunir valor y salir a suplicar que nos levantáramos, para revisar nuestros supuestos estropicios, para ir acumulando in crescendo su desesperación y su alarma. Nosotros sostuvimos el papel hasta que el llanto era ya en ella manifiesto; entonces fingimos despertar aturdidos, con un atolondrado “qué pasó” dibujado en los labios.
Recuerdo, con la misma claridad de aquel otro invisible imperativo ya narrado, este que nos llevaba a permanecer en el piso hasta el último instante, asistiendo desde el regocijo y el estrujón en el pecho a la progresiva zozobra de la pequeña. Y me niego a enturbiarlo con la mojigatería, los falsos pudores y la inquisitorial exaltación que hoy se empecinan en volver sujetos de diván siquiátrico, histérica medicación y posmoderno sentimiento de culpa hasta a los recién nacidos. Nadie traumó en este caso a nadie. Nadie acumula en este caso soterrados rencores, ni indelebles lastimaduras, ni falocráticas puniciones mal enmascaradas contra el indefenso, ni oportunas coartadas para dejar de hacerse cargo de sí mismo a nombre del remoto pasado. Con el transcurso de las décadas, la anécdota quedó fijada para a los tres involucrados en ella dentro de muy diferentes tesituras: divertida, ambigua, misteriosa, inquietante; y por todo ello también, desde su entrañable y doméstica sencillez, sagrada.
Fue por aquellos mismos días que el imperativo de lo invisible eligió tentarme con otro de sus convites, en perspectiva por completo inverosímil, pero tan urgente como abstrusamente razonable durante el plazo de vigencia de su hechizo. Guardada toda proporción, me sentiría autorizado a homologarlo al que experimenta Macbeth desde el momento en que las brujas le aseguran que su destino es convertirse en rey de Escocia, hasta que sobreviene lo que parecía imposible y el bosque comienza a caminar hacia el castillo de Dunsinane. Y es que quizá el verdadero eje de gravitación del modo imperativo, capaz de ramificarse hasta los más insospechados extremos de la exigencia y de la sugerencia, se halle menos en el mandato que en la tentación. La tentación de tentar; la tentación de ser tentado.
Esta vez, la invisibilidad no quedó remitida a terceros, fueran pacíficos u hostiles, sino que me reclamó como su agente, depositario y ejecutor directo, convenciéndome de que la mente lo puede todo y de que, por tanto, si yo decidía hacerme invisible con absoluta e inquebrantable convicción, lo conseguiría. Largo rato estuve solo en el patio del edificio de departamentos donde vivíamos; concentrándome, reuniendo toda la certidumbre necesaria para la proeza, exigiéndome no cuestionar ni por un segundo la veracidad de la transformación, dado que eso de inmediato me volvería visible para los otros. No me causaba problema alguno el hecho de que yo siguiera viéndome; "claro que yo voy a seguir viéndome" me decía, "pero los demás no podrán". El espejismo de una férrea coherencia lógica es la primera merced que toda profesión de fe le brinda a sus adeptos. Apenas me sentí seguro de mi plena invisibilidad, pasé a la segunda parte de la misión.
Vivíamos en el primer departamento de la planta baja. Esa tarde, estaba de visita, apoltronada en el único sillón individual de la minúscula sala, una vecina. Como cualquier niño de seis o siete años, yo la veía muy mayor dada su condición de ama de casa y jefa de familia. Lo más probable es que, como mi propia madre, no rebasara aún los veinticinco años. No logro reconstruir si lo que llevaba puesto era un vestido o una falda, pero recuerdo en cambio con plena transparencia que su postura en el sillón, con el torso apenas inclinado hacia adelante y la espalda separada del respaldo, provocaba que la prenda encargada de cubrir sus piernas se le izara hasta poco más arriba de la rodilla.
Sólo se encontraban en la sala ella y mi madre. Mis hermanas estarían supongo en la recámara, y mi papá por llegar aún del trabajo. Conversaban con esa placidez apresurada de todas las señoras a quienes la cotidiana vorágine doméstica ha consentido brindarles una breve tregua. Habían dejado la puerta principal abierta, y no acusaron recibo de mi entrada, confirmándome (por si hiciera falta) que no podían verme. Y entonces yo, invisible, me deslicé a gatas hasta los pies de la vecina: para mirarle las piernas lo más arriba que se pudiera.
No resultó sencillo. Favorecer una panorámica óptima hubiera exigido que insertara mi cabeza entre sus rodillas, y yo era consciente de que mi poder de invisibilidad no incluía, como suplemento, poderes de intactibilidad. Así que bajo ninguna circunstancia podía rozar ni a mi mamá ni a la vecina, so pena de quedar al descubierto. Y la dificultad fue aumentando cada vez más, puesto que la vecina —debido a alguna razón que se me escapaba— comenzó a cerrar furiosamente las piernas, a taparse con una mano, a acomodarse en ángulos que dificultaban mis tentativas de contemplación. No obstante, persuadido con total certidumbre de mis recursos, y desechando por inconcebible y despreciable la opción de dar marcha atrás luego de llegar hasta donde había llegado, no cejé en mi empeño. Estiré el cuello, ladeé la cabeza, entorné los ojos, apelé lo mismo al recurso de las cuclillas que al del arrodillamiento, y en un momento dado llegué incluso a tenderme de espaldas en el suelo para atisbar el amplísimo y lechoso dorso de esos muslos aéreos. Todo observando el más estricto silencio, pues me sabía también desprotegido de los cobijos de la inaudibilidad. Hasta que, presurosa, incómoda y bastante atribulada, la vecina dijo que lo mejor era que se fuera, se puso de pie, se despidió de mi madre, y se marchó.
¿Qué puede buscar a los seis o siete años, entre las piernas de una mujer, un niño todavía capaz de creer a pie juntillas que puede volverse invisible por el solo hecho de desearlo? No lo sé. Supongo que más o menos lo mismo que puede buscar cuarenta años después, al escribirlo, el hombre en que acabó por convertirse. Y a mi cabeza acuden, con cierto retintín burlón por las sin duda excesivas referencias, y en todo caso sin capacidad para explicar nada a partir suyo, aquella breve pero inolvidable secuencia-collage del Casanova de Fellini, donde aparecen varios perturbadores grabados consagrados a la entrepierna femenina; aquel pasaje central de Tópico de cáncer, donde Henry Miller se extravía y nos extravía durante párrafos de luminoso fuego entre los pliegues entreabiertos del sexo de una prostituta. El liguero de la institutriz asesinada, hacia el inicio de Ensayo de un crimen de Buñuel. Altazor y su caída inexorable: “Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada. La tumba abierta con todos sus imanes. Y esto te lo digo a ti, a ti que cuando sonríes haces pensar en el comienzo del mundo”.
Llegado el instante en que, todavía de hinojos sobre el piso, escuché a la voz de mi madre preguntar: “¿qué le estabas buscando a la vecina entre las piernas?", recién empecé a comprender, confirmar, reconocer, que jamás había llegado a volverme invisible. Y quizá fue precisamente entonces cuando en verdad deseé —con todas las ocultas fibras del alma, con todos los abiertos poros del cuerpo, como nunca antes lo había deseado  y nunca después lo desearía— alcanzar el prodigio. En verdad consumar el devorador y artero imperativo de lo invisible. 

Imagen: Fotograma de la película 
El regreso del Hombre Invisible 
(Joe May, 1940)