domingo, 26 de abril de 2020
La sensación copretérita.
¿Cuántas
cosas, hechos, escenarios y personas que irreparablemente ya no están,
continúan empero intactas a nuestro lado, enfrente y dentro de nosotros, tal si
bastara afinar apenas la mirada para materializarlos de vuelta con todos sus
atributos restituidos a plenitud?
Uno
de los dos conserjes de mi escuela primaria se llamaba Román, pero respondía antes
bien al puede decirse institucional apelativo de “Don Romancito”. Como cada
grupo tenía indicación de saludar a coro a cualquier autoridad, secretaria,
docente o trabajador que se presentara a la puerta de salón trayendo algún
aviso, y como el viejo Román fungía como principalísimo portador de recados
para nuestra comunidad, los pasillos solían resonar a todas horas, por los cuatro
puntos cardinales, con el mismo “bueeenos díaaas Don-Ro–man-ciii-to”. Don
Romancito era un menudo viejecillo de cabellos blanquísimos, disposición
bonachona y traza general modelada a
partir del Gepeto de Pinocho según Walt Disney. Tenía su vivienda en el
interior de la propia escuela, al lado creo recordar de la bodega de la
cooperativa, muy cerca de los baños y de los bebederos.
Estos
datos los razono más que visualizarlos. En cambio, recuerdo con absoluta
nitidez el erosionado trozo de madera con una armella apenas abierta en la
punta, del que el viejo se valía para ir a tocar la campana al fondo del
pasillo principal, lo mismo para anunciar el principio o el fin del recreo que
la hora de la salida. La campana, situada a la altura necesaria para que la
chamaquiza ladina no se la pasara repicándola a su capricho, podía ser
alcanzada sin ningún género de dificultad alzando el brazo por el otro
conserje, Don Gregorio; pero Don Romancito, dada su corta estatura, precisaba
de dicha herramienta para la labor.
Entre
primero y segundo grado (pues a partir de tercero mis aulas no volvieron a dar
a ese pasillo), mirar que Don Romancito pasaba fuera del salón rumbo a la
campana para anunciar la salida, conjugaba a la vez un infinito regocijo y una
rara melancolía. Regocijo y melancolía que puedo aquí mismo restaurar intactos
con sólo entrecerrar los ojos, preguntándome si se trata de prendas que perdí
para siempre o que no se han marchado jamás. La sensación copretérita en una de
sus para mí prendas de gala.
Hasta
donde a recordar alcanzo, para la asimilación del pasado imperfecto o
copretérito durante los años de enseñanza básica, nos eran ofrecidas dos alternativas en el
fondo indiscernibles y complementarias. La primera de ellas era estrictamente
formal, y consignaba que para conjugar un verbo en dicho tiempo, bastaba ubicar
el lexema correspondiente y complementarlo, según fuese el caso, con los
gramemas "aba" o "ía", a escoger. Caminar: camin-aba;
llover: llov-ía; empezar: empez-aba; comer: com-ía; llorar: llor-aba. La
fórmula, infalible, sólo presentaba dificultades a las imaginaciones demasiado
fecundas y a los temperamentos demasiado indecisos, capaces ambos de generar
artesanías lingüísticas tan prodigiosas como caminía, llovaba, empecía, comaba,
lloría. Mágicamente, del mismo modo que en ciertas ensaladas donde se depende apenas
de la adecuada combinación de ingredientes, el copretérito podía consumarse sin
mayor dificultad. A lo sumo, las dificultades quedaban reducidas, como siempre que
de conjugaciones se trata, al irritante capricho de los verbos irregulares,
reacios a todo corsé normativo. Así, por ejemplo, especial regocijo
proporcionaba al maestro o la maestra en turno preguntarnos por el copretérito
del verbo ser. En vano íbamos del "seía" al "seraba" y del
"sía" al "seba", para finalmente, exhaustos, malhumorados y
avergonzados, rendirnos ante la incontrovertible y simple evidencia del sentido
común: el copretérito del verbo ser es "era".
La otra alternativa imprescindible para una
cabal comprensión del copretérito, desdeñada casi por unanimidad entre la clase
debido a la tendencia que, ya desde ese nivel, va circunscribiendo el
conocimiento a la llana resolución de problemas prácticos, quedaba como
patrimonio exclusivo de aquellos pocos empeñados en entender para qué diablos
queríamos un pretérito imperfecto si ya teníamos uno perfecto (¿para
testimoniar las fallidas tentativas del pretérito antes de alcanzar la
perfección?). Consignaba la menospreciada opción que mientras el pretérito hace
referencia a una actividad ya concluida (caminé, lloví, empecé, comí, lloré), el
copretérito alude a una actividad cuya consumación, aunque iniciada en el
pasado, no se cierra, queda indefinida, potencial, abierta, proyectada en
última instancia hasta el presente mismo. La inquietante sugerencia del pasado
instilada en el presente; más aún, el pasado como vigencia potencial de lo
presente. Hay un abismo entre preguntar "qué hiciste" o "qué
pasó", y preguntar "qué hacías" o "qué pasaba" (de
hecho ante la sensación copretérita no preguntamos nunca "qué
pasaba", sino "qué pasa"). Lo que hiciste puedes, quizá, volver
a hacerlo, pero en modo alguno seguir
haciéndolo. Lo que pasó, puede volver a pasar, pero no sigue pasando. El pretérito refiere una cancelación definitiva. El
copretérito, por el contrario, si bien no entraña garantía alguna de
continuidad para la acción referida, proyecta en el ahora la sugerencia inminente de su
posibilidad, y a la vez consigna inapelablemente su realización
inconsumada.
Moneda corriente en los estudios gramaticales
de nuestra lengua es el tema de los verbos transitivos. Yo, en cambio, nada he
escuchado al respecto de tiempos transitivos. El copretérito es un tiempo
transitivo, puente franco tendido entre pasado y presente que, como corresponde
a todo puente que se precie de serlo, se halla en ambas orillas aunque no está
en ninguna de ambas, sino en el tránsito irresoluto que va y viene de una a
otra. Tiempo transitivo como el pospretérito, tendido a su vez entre presente y
futuro (caminaría, llovería, empezaría, comería, lloraría), sin llegar a la
complejidad de los tiempos compuestos, donde entre análogas florituras, el
futuro puede proyectarse como pasado (habré llovido), o la acción neutralizarse
en la más inquietante pasividad (haber
llovido).
De acuerdo, pues, con la conclusión que al
sonar la campana de salida en el pasillo llevaban consignada nuestras libretas,
el copretrérito alude a una acción iniciada pero no necesariamente concluida.
Años después, ya sin campana en el pasillo, leí que tratándose de copretrérito
lo indefinido corresponde no sólo al término de la acción, sino también a su
inicio, lo cual ratificó en mí la certidumbre de su naturaleza transitiva.
Si me he extendido hasta la minucia en esto de
las apoyaturas técnicas de la sensación copretérita, es sobre todo con el afán
de lograr aprehenderla de manera debida a la hora de tratar de ubicar su sitio
justo en el ejercicio de la memoria. ¿Pero en qué consiste eso del ejercicio de la memoria? ¿Ejercitamos la memoria o es la memoria
quien se ejercita a través de nosotros? ¿Recordamos o somos un pretexto para
que el recuerdo pueda inventarse una y otra vez?
No lo sé. Sólo sé que al recordar descubro en
mí prendas pretéritas y prendas copretéritas. Prendas cuyo fascinante influjo
proviene de su condición de cosa concluida, de verdad consumada; prendas que me
contemplan desde la modesta dignidad de lo irrecuperable. Pero también prendas
que al ser convocadas, no importa que provengan de un ayer en apariencia
lejano, se manifiestan como huella viva, multiplicadas cuentas de un ajuste
pendiente con algo más que el tiempo. Puede resultar pretérita una impresión de
hace cinco minutos, y copretérita una de hace veinte años.
Por supuesto, toda memoria es ya en sí misma
copretérita: conciliación transitoria y móvil entre presente y pasado. Tan
importante a la hora de recordar el que recuerda (ahora) como el que vivió
(entonces), pero siempre en función el uno del otro, inútiles cada uno por su
lado. Ahora bien, ya en el ejercicio propiamente dicho de la memoria, hay en
específico imágenes y sensaciones pretéritas y copretéritas. La intención
inicial de esta apunte consistía en procurar esclarecerlas, aunque llegado a
estas alturas me encuentre igual de imposibilitado para hacerlo que cuando
decidí tomar como punto de partida el cruce de mi infancia con una específica porción
del universo gramatical del idioma castellano.
No se trata de un espejismo. No se trata de un
juego intelectual. He experimentado la sensación copretérita. He sentido que
una corriente incontestable venía de lo perdido a dejarme un sedimento de
inminencias. Entonces el recuerdo deja de ser recuerdo y se convierte en
recordatorio. La vida se revela litúrgica invocación de un acuerdo
inmemorial aún no cumplido. Tal vez todo radica, una vez más, en el sentido
común. Las inminencias no pueden sino sugerirse. Yo no puedo llevar al lector
al centro del misterio, sino apenas colocarlo en una de sus puertas.
Miro a través de la ventana y descubro en un
pasillo que ya no está a Don Romancito, el anciano conserje que se encamina
desde mi niñez, madero en mano, para tocar la campana y anunciar la hora de la
salida. Y yo no tengo voz para decirle que se detenga, que por favor aguarde. Que
no he logrado entender nada todavía.
Imagen: Harold Lloyd en una escena de Safety Last! (1923),
dirigida por Fred C. Newmeyer y Sam Taylor.
domingo, 19 de abril de 2020
Nostalgia de llanuras.
Una como nostalgia de llanuras,
de planicie infinita abismando línea recta el horizonte por los cuatro
costados, allá a lo lejos. Y esa espacial desmesura inseparable siempre de la
sensación de soledad. Una amplitud de magnitudes siderales no obstante remitida
de antemano al ámbito terrestre, y vivida en el ensueño cada vez como un estado
del ánimo, del pensamiento y del espíritu, que debe siempre dirimirse a solas.
Al menos en principio.
Aunque quizá la palabra deber
no resulte aquí la más exacta. Porque la soledad no se presenta como una
obligada imposición externa, sino como una condición natural y propia tanto de
la situación como del escenario. Te encuentras solo en medio de la planicie
inabarcable; y aunque eso ni está bien ni está mal, el hecho de saber que es
así como corresponde, hace que se sienta que está bien: sin aspavientos ni
euforias, sin divertidos contentos de esos que los temples banales gustan
confundir con la felicidad, sin aristocráticas presunciones de nirvana.
La llanura ya polvorienta, ya
rocosa, ya verdeante de rala y crecida hierba, se extiende con amagos de
infinito, y ahonda la concavidad del cielo. El viento sopla a veces y a veces
no. El sol es a veces una mansa y acogedora caricia para la piel y los ojos, y
a veces una inclemencia chata de la que alcanzan a resentirse hasta las
ligaduras de los músculos y la médula de los huesos. Pero en cualquiera de los
casos está bien. Pradera, cañaveral, valle o desierto, la tierra se sugiere mar
en calma sin por otro lado guardar parecido alguno con el mar. Y eres navegante
a pie sin nostalgia de embarcaciones ni premura de avance. En cualquier
dirección que te encamines, el paisaje accederá a concederte a ras del suelo
toda clase de novedades para tu modesto azoro y para tu serena curiosidad, pero
el horizonte seguirá quedando todo el tiempo a la misma distancia.
Ensueños de tranquila
claustrofobia, de paciente y suspirante tedio. No el último habitante del
mundo, no el primero. La sola idea de los otros como inexistencia, como una
noción ante la cual no puedes manifestar postura porque resulta no digo
inconcebible (lo inconcebible es el reverso geométrico de lo concebible) sino
ajena por completo a la idea misma de concepción. Como cuatro meseros perfectamente
ataviados que llevaran sobre los hombros, en una bandeja, un enorme salero, a
la mitad de la séptima entrada de un juego de beisbol sin embasados. Y ni
siquiera eso. Ni siquiera el absurdo.
Lo insólito por inhabitual y
extravagante corresponde a distintos órdenes, a distintos escenarios
potenciales en el vasto repertorio del ensueño. Acá en la llanura lo prodigioso
no asombra, sin dejar empero de ser prodigio: sin dejar de susurrarte todo el
tiempo que aquello que contemplas sólo se podría llamar milagro; si existieran
dios, los otros, la fe y el desespero.
Una como nostalgia de llanuras
que, ya de regreso, ya otra vez de este lado, hurtada de bochornosas épicas, te
insinúa a manera quién sabe si de sombra o de reflejo para que puedas (si quieres)
reconocerte en alguna de ellas, todas las convencionales siluetas históricas
asociadas más allá de la frontera con el Lejano Oeste, y en mexicanas tierras
con el Extremo Norte.
Por ejemplo, el perezoso
gambusino que pretendía huir de la ancestral alquimia para obtener el oro a
cielo abierto, lejos de claustros, libros, retortas y desvelos; pero que ya
inclinado por enésima ocasión con su mellado plato sobre una raquítica lengua
de riachuelo recién hallada, entiende que ha venido a cumplir en el otro extremo
de la tierra el mismo arduo destino de desvelos, trabajos, fracasos e
iniciáticos reintentos que algún antepasado suyo ensayara siglos atrás en
Utrecht, Praga o Basilea.
O también, por ejemplo, el
anónimo piel roja que, azarosamente hurtado del exterminio, se sumerge en los
inhóspitos imperios de un mundo que
sabía suyo pero no conocía; y frente al cual la barbarie ha pasado a
convertirlo de súbito y por igual en monarca en funciones, solitario guarda
guerrero, real ministro de inventario: sacerdotal preservador de una memoria a
medias por inventar y a medias a punto de perderse.
O también, por ejemplo, el
indígena chichimeca que, al contrario, no reconoce aquella tierra como propia,
sino penitencia del extremo exilio a que se ha impuesto someterse para no
transigir comercio ni con la servidumbre, ni con la acomodaticia astucia, ni
con la hipócrita conversión, ni con la muerte heroica, ni con el vano afán de
procurar comprender (aunque sea un poquito) a los recién llegados.
O también, por ejemplo, el
misionero que ha debido venir a instalarse ante este árido, inhóspito y para él
por completo anómalo paisaje. Ddonde sus sermones ora se diluyen en el viento
seco, y ora van a rebotar sin ecos contra la roca parda, la picante arenisca y
los espinosos matorrales. Y es aquí y sólo aquí, desde su desolación, desde sus
lacerantes dudas, desde su ya ciega y fatigada terquedad, que se le concede la
merced de entrever por fin con plena transparencia el rostro terrible y
misericordioso del Señor.
Personaje secundario en algún
cuento de Jesús Gardea. Incidental rostro durante las primeras páginas de alguna
novela de Cormac McCarthy (fugazmente entrevisto, y afortunado de poder fugarte
a tiempo, antes de la primera masacre).
Esa espalda que la protagonista
de quién sabe cual película ya no filmada por Wim Wenders se topa en la barra
del primer restaurante del camino, tras cuatro horas de lineal carretera. El
cofre del automóvil está hirviendo, el mozo está llenando otra vez de agua el
carburador y de gasolina el tanque, la vieja rockola toca una canción de Johnny
Cash, allá al fondo (se escucha y se olfatea) la mujer del dueño prepara café y
huevos con tocino. La espalda admite por encima del hombro el perfil de un
rostro que mira y admira a la mujer recién llegada, que alza una ceja a manera
de homenaje y saludo. Y la invita a sentarse.
Imagen: Valley of the Gods, Utah, 1977. Fotografía de Wim Wenders.
domingo, 12 de abril de 2020
La reina de México.
Había una vez en México una
mujer llamada María Félix. Era muy hermosa. Y aunque el cine le había dado fama
mundial a su belleza, es justicia decir que siempre fue una pésima actriz. Sólo
que en ese tiempo —estoy ahorita hablándote de los años cuarenta del siglo
pasado— no importaba mucho que las estrellas de cine supieran actuar. Se
agradecía cuando así sucedía, pero lo que en realidad importaba era que
aceptaran darle cuerpo al sueño de las gentes, y la ilusión compartida se
encargaba de todo lo demás. Algo parecido intentan o fingen hacer hoy las
series, la televisión y Hollywood, sólo que sin sueños reales ni ilusiones
compartidas capaces de sostener las carísimas baratijas que venden. Ser capaz
de darle cuerpo a un sueño no es asunto sencillo, ni depende de que alguien se
empeñe por sus pistolas en lograrlo. Entran en juego múltiples factores para
que algo así termine sucediendo. Y entre tales factores el azar no es el menor.
Así que a punta de azares,
elecciones y milagrerías diversas, María Félix se convirtió en el sueño
compartido de un país que no sabes cuánto me hubiese gustado vivir: Ciudad de
México, años cuarenta. Los hombres vestían de saco, sombrero y corbata, aunque
no fueran ricos; excepto los campesinos llegados del interior, y los obreros
que iban o venían de su jornada de trabajo con hermosos overoles de mezclilla,
en las fotos de aquellos años todo o casi todo el mundo aparece vestido así. El
centro de la capital era, sin necesidad de maquillajes ni retoques, el mejor
escenario imaginable para una novela negra. Mejor que el San Francisco de Sam
Spade o que Los Ángeles de Phillip Marlowe, porque acá en los bares las
sinfonolas podían desgranar danzones con sabor a banda pueblerina, o canciones
de amor engañosamente dulces cantadas por Guty Cárdenas. Los gángsters le rezaban
a la Virgen de Guadalupe; los detectives desayunaban platones de menudo antes
incluso de que saliera el sol; y la escena del crimen atesoraba como
acrisolados entre sus muros de adobe, cal y tezontle, lo mismo el perfume de
los sótanos de la Inquisición, que la transparencia prodigiosa y terrible
salida al paso de Bernal Díaz del Castillo cuando él y sus compañeros dejaron
atrás los últimos volcanes.
Una ciudad pues, como todo en
esta vida, para amar a plena luz y a plena sombra, sin disimulos (ni para bien
ni para mal). Ahí fue donde María Félix se convirtió en el sueño vuelto cuerpo
tanto de quienes habían hecho una revolución sabiéndola perdida, como de sus
hijos y después también de sus nietos; todos ellos, trayendo crispadas y
confundidas en la sangre las arrugas de la madre España y de la madre tierra
americana, se asomaban entre inocentes y valentones al tiempo sin madre que la
Segunda Guerra Mundial hizo nacer. Podríamos decir que cada cual era un poco
Cantinflas, un poco Tin Tán y un poco Pedro Infante. Y todos amaban a María
Félix, aunque no supiera actuar, aunque a menudo (y en cada vez mayor medida
conforme el tiempo iba transcurriendo, volviéndola mito) resultara insoportable
en sus desplantes y actitudes; o a lo mejor justo por eso.
A ese México, igual que a todos
y que a todo, también le tocó morirse. Y a María Félix le tocó vivir durante
años del sueño que había sido, igual que a tantos. Convirtió su vida en
prolongación del sueño real que había sido capaz de encarnar en la pantalla,
y a cada giro del calendario la
distancia entre una y otro venía a mostrarle a quien tuviera ojos de qué está
hecho el tiempo, de qué está hecha la muerte: porque ver a la Doña imitando
cuando era ya casi una momia en vida los mohines de lo que fue, significaba de
algún modo colocarle delante un espejo a la patria.
No nos apresuremos, sin
embargo. Miremos a María Félix cuando la plena correspondencia entre tiempo,
cuerpo y sueño no se hallaba aún tan
distante, y podía todavía fingirse con sólido margen de credibilidad. Miremos a
María Félix veinte años después de aquella ciudad años cuarenta. Los que la
habían vivido niños se habían hecho adultos, los que habían abierto en ella su
juventud se estaban haciendo viejos, y los que habían alcanzado en ella su
vejez ya estaban en su mayoría muertos.
En los años sesenta del siglo
pasado, antes de que los estudiantes salieran a las calles, Aurora era una
mujer todavía joven, pero al mismo tiempo ya madura por intensidades e incidencias
de vida. Vivía sola, aunque no le había faltado jamás asedio masculino de entre
el cual elegir selectivamente compañía; tenía cuatro hijos, aunque sólo la
menor compartía casa con ella. Trabajaba de sirvienta.
A la hora de las confidencias,
ya desde entonces le gustaba conversar a Aurora sobre los años en que estaba
recién llegada a la ciudad (esa ciudad años cuarenta de que antes te hablé).
Sus trabajos en casa de Tony Aguilar y de ande a saber cuál hermano superviviente
de Francisco I. Madero; la fotografía donde aparece poniéndole las medias a
Kitty de Hoyos; la invitación de algún conocido para que asistiera a un
gimnasio y probara volverse luchadora; la lujuria de dientes apretados con que
vecinos y paseantes le murmuraba “india bonita” cuando vivía frente a la Plaza
Garibaldi; los salones de baile, las tandas en el Tívoli o la carpa Fru-frú.
Aurora tenía conocimiento de
que María Félix vivía, o al menos tenía una residencia con terraza a espaldas
del edificio donde ella trabajaba como empleada doméstica. Aunque decir “a
espaldas” tal vez no sea el término justo, pues sugiere una proximidad que en
los hechos resultaba inexistente. La terraza de María Félix quedaba situada en
algún imprecisable punto del horizonte urbano al que Aurora alcanzaba a
asomarse durante las ocasionales pausas de su cotidiana faena. Las ventanas
posteriores del departamento mostrarían supongo una panorámica de
construcciones, muros, cristales y calles ensimismadas, consintiendo a veces una
hilera de macetas, un tendedero con ropa puesta al sol, un penthouse, una que
otra figurilla humana fugazmente entrevista en la distancia. Y sin embargo,
informada de que en aquella dirección moraba la Reina de México —la María
Bonita con que algún antiguo pretendiente su empeñara en hallarle parecido—,
día tras día se acostumbró Aurora a mirar en aquella dirección, buscándola. Y
aguzaba la vista, convencida de que su tenacidad y su paciencia obtendrían
recompensa tarde o temprano.
Obsérvala ahora mismo ahí,
encarada al ventanal trasero del departamento donde trabaja, adormeciendo el
mango de la escoba entre sus brazos, extraviando sus ojos insolentes en una
panorámica de traspatios y cubos de luz, azoteas y cuartos de servicio. Dejando
que sus sueños la lleven despierta a todas las imágenes de la Doña que ha
contemplado desde la penumbra del cine, pero también a los episodios de su
propia vida que a veces enmarcan, a veces acompañan, y a veces incluso juegan a
superponerse y confundirse con el blanco y negro de la pantalla.
Una tarde, quién sabe mediante
qué tipo de artes, blancas o negras (porque Aurora mucho ha tenido siempre de
bruja), consigue ubicar por fin la terraza de María. Una terraza como una
torre, suerte de nicho en la cúspide de la ciudad, desde donde la diva puede
otear a placer el perímetro de sus dominios. No te distraigas buscándole lógica
al prodigio, no hace falta. Las cosas como son. Tal cual me lo relató a mí
Aurora, así te lo relato ahora yo a ti. Ella persevera buscando a María Félix
en la enrarecida lejanía de los entretelones capitalinos, y ve recompensados
sus esfuerzos al hallar la terraza.
En la terraza hay sólo un
diván. Y en el diván la diva solitaria, vistiendo una elegante bata, seguro de
satín. Pero no es en el atuendo que Aurora concentra su atención. Lo que la
deja como encantada ante el cristal, con la escoba suspendida entre los dedos
(tal si estuviese a punto de quedar suspendida por sí sola y llevársela volando
adonde de otra suerte jamás conseguiría llegar), es el semblante entristecido,
los ojos bajos, el esbozo sutil de una mueca amarga en los labios. Aurora se
pregunta qué puede provocar semejante expresión de tristeza en una dama como
aquella. Siente incluso tentación de elaborar hipótesis a partir de lo leído en
alguna revista de chismes, pero deja que la idea se diluya por sí sola.
Como desde una distancia de
años luz, que sin embargo resulta muy semejante a la que la separa de su propio
reflejo en el espejo del tocador cada noche al regresar del trabajo, se abisma
contemplando las míticas facciones de María, la Reina de México, abstraídas en
su inconcebible tristeza. Entonces ella, la Reina, en un momento dado,
sintiendo acaso sobre sí el peso de su mirada, alza los ojos y descubre a
Aurora. Y sin que medie transición alguna, sin abandonar ni por un instante el
aire entristecido, le dedica una sonrisa.
La memoria entera de tu vida y
la mía cabe en el espacio impalpable que media entre esa sonrisa y el asombro
de los ojos que la imaginan y contemplan, no importa en cuál orden de factores.
Y este es apenas un breve
pedacito de tu historia, niño mío. Que cuento nada más porque lo sepas, sin
exigencias, réditos, ni cuentas añadidas de ninguna especie. Lo he escrito a
vuelapluma, sin tachones ni enmiendas, igual que se vive; dejando huella del
tropezón ahí donde las letras se anudaban balbuceo, estirando cada frase hasta
donde la exigencia de su propia urdimbre interior la ha intrincado (así traspasáramos
los límites del ilegible delirio). Tal cual se vive, sin vuelta de regreso
sobre el paso ya dado. Esto somos, Emilio. Nuestra historia como rayo en la
rueda de una bicicleta, conectada allá al centro (que es el final, pero también el principio)
con el resto de las historias; sin otra posibilidad de hallar sentido como no
sea en el giro que ellas fundan, y que es ya en sí mismo ruta, viaje, travesía.
Imagen: María Félix en La diosa arrodillada (1947), de Roberto Gavaldón.
domingo, 5 de abril de 2020
El imperativo invisible.
¿Cuál es la frontera, a menudo
por demás sutil, que distingue petición de exigencia? ¿Cuál la trenzada liga que
vuelve inseparables a la sugerencia y la instrucción? ¿Cuál el variado y
matizable contraste que separa a la invitación de la orden? ¿Cuál la
consonancia capaz de asimilar al menor descuido mandamiento y súplica?
Empecinado estoy desde hace
tiempo en acometer la abierta apología gramatical y moral del modo imperativo.
Poner mi granito de arena para hurtárselo, desde la modesta medida de mis
posibilidades, a esa cómoda y malintencionada inercia que se empeña en reducirlo
a indisputable, monocorde y provechoso sinónimo de la imposición. Vamos acostumbrándonos
a asumir, con burocrático escepticismo y automático sabor a hiel en la boca,
que quien convida, propone, indica, sugiere o pide, en realidad está siempre
ordenando; de forma tal que todo matiz atenuador en el tono de la enunciación
quedaría reducido a simuladora cáscara, alevoso fingimiento, táctica argucia
para medio disimular —y volver más eficaz en sus alcances— a la única voluntad
objetivamente existente: la voluntad de imponernos al prójimo y obtener de él
alguna ventajosa plusvalía. La comodina sentencia de la podredumbre como norma
universal de existencia; el acogedor tedio de proclamar a ojos cerrados la
omnipotencia de lo detrítico; el ansia perezosa de justificar sin excesivos
trámites nuestras más incómodas y esenciales renuncias.
Yo, en efecto, he visto
ordenar, mandar e imponer desde fraudulentas y abusivas afectaciones de
suplicante candidez; he padecido —lo mismo que millones de seres humanos—
diversas modalidades de violencia autoritaria enmascaradas de cordial y aun
afectuosa civilidad, de desinteresada y piadosa mansedumbre. Y he empleado de forma
recurrente y cotidiana, al igual que cualquiera —en equitativas, salomónicas
porciones de inconsciencia y alevosía—, la piel de cordero de la solicitud para
cubrir al lobo del mandato, la socarrona mojiganga de la demanda para mal
disimular el santo con pies de barro de la súplica. Pero sé distinguir también los
acentos ya desesperados, ya corteses, ya fraternos, que admite la propuesta;
conozco la amplitud inagotable de guiños seductores que posee la invitación; he
gustado a su turno cada una de las festivas gracias y cada uno de los incómodos
privilegios que dejan tras de sí todas las sugerencias genuinamente respetuosas
(genuinamente solidarias con tu derecho a decidir y equivocarte).
Hay una rara y decisiva
generosidad implícita en el modo verbal imperativo, medio oculta por lo regular
tras el bronco talante que nos hemos acostumbrado a atribuirle. Ya algo debía
decirnos de por sí el hecho de que sólo admita al tiempo presente y a la
segunda persona, sea del singular o del plural. Siempre aquí y ahora; siempre
de cara al nosotros y al tú. Tal vez, para perfilar con toda amplitud sus vastas
y multiformes potencias, eludiendo la ilusa pretensión de confinarlo entre las
fronteras de un juicio definitivo, sea necesario regresar por vía de la memoria
a los imperativos de la infancia; mientras más gratuitos, perentorios y
absurdos, mejor; a menudo sin ninguna referencia visible que pareciera
avalarlos, y sin embargo por eso mismo transparentes e inapelables en todas las
multiformes modalidades de su demanda. No tanto los invisibles imperativos de
la infancia, como los infantiles imperativos de lo invisible.
El imantado reclamo, por
ejemplo, que ejercía en mi hermana la primera y en mí la coladera del baño de la
casa, hacia mis primeros días en la escuela primaria. Convencidos estábamos de
que la tubería del desagüe comunicaba con seres (ya no recuerdo si humanos o no
humanos) que vivían allá abajo. Durábamos inclinados largo rato bajo la ducha
abierta o cerrada, mirando la oscuridad a través de las ranuras de la pequeña
plata metálica del piso, platicándoles a los inquilinos del mundo subterráneo ande
a saber qué cosas, que ellos seguramente nos contestaban aunque nosotros no
alcanzáramos a escucharlas. Nos provocaba entre entusiasmo y pánico la
impresión de que en cualquier momento veríamos asomarse a alguien; quién sabe
si minúsculo y por lo tanto capaz de deslizarse entre las apretadas rejas de su
prisión hasta nuestro lado; quien sabe si condenado a conversarnos a través del
metal en razón de su excesiva estatura para semejantes estrecheces; en
cualquier caso, inconcebible. La casi física solicitud de aquellos fantásticos
seres no tuvo consecuencias logísticas ni traumáticas de ninguna especie; ni
alcanzaron el estable estatus de amigo imaginario, ni se convirtieron en
obsesión pesadillesca de alguna mala noche. Pero el imperativo de su llamada,
su solicitud, su invocación, continúa resultando para mí peculiarmente nítido,
no obstante tanta vida transcurrida entre estos días y esos.
Si los seres aquellos
resultaban invisibles por no llegar nunca a emerger, aunque pareciendo siempre
a punto de hacerlo, mi hermana y yo, en perverso contubernio, confeccionamos un
día para la entonces más pequeña —que a la sazón sobrepasaría apenas los tres
años— otros personajes de invisibilidad literal. Y si a los ya referidos los
creamos amables y cordiales, a estos los concebimos pendencieros y hostiles.
Guerreros de otra dimensión u otro planeta, a quienes sólo los más grandes
(cinco y seis años, respectivamente) podíamos percibir, y que resultaban por
completo inaprehensibles para la menor. Le indicamos ponerse a buen resguardo
mientras nosotros combatíamos, y ella obedeció presurosa, observando desde su
escondite la fiera batalla que sus valientes hermanos le presentaban a los
invasores invisibles; eran, no obstante, demasiados, y al final terminamos
sucumbiendo con espectaculares despliegues de patetismo, hasta quedar
desparramados por el piso, cerrados los ojos y expresión en el rostro de
consumado nocaut. Permaneció algunos instantes escondida la pequeña, para luego
reunir valor y salir a suplicar que nos levantáramos, para revisar nuestros
supuestos estropicios, para ir acumulando in crescendo su desesperación y su alarma.
Nosotros sostuvimos el papel hasta que el llanto era ya en ella manifiesto;
entonces fingimos despertar aturdidos, con un atolondrado “qué pasó” dibujado
en los labios.
Recuerdo, con la misma
claridad de aquel otro invisible imperativo ya narrado, este que nos llevaba a permanecer
en el piso hasta el último instante, asistiendo desde el regocijo y el estrujón
en el pecho a la progresiva zozobra de la pequeña. Y me niego a enturbiarlo con
la mojigatería, los falsos pudores y la inquisitorial exaltación que hoy se
empecinan en volver sujetos de diván siquiátrico, histérica medicación y
posmoderno sentimiento de culpa hasta a los recién nacidos. Nadie traumó en
este caso a nadie. Nadie acumula en este caso soterrados rencores, ni
indelebles lastimaduras, ni falocráticas puniciones mal enmascaradas contra el
indefenso, ni oportunas coartadas para dejar de hacerse cargo de sí mismo a
nombre del remoto pasado. Con el transcurso de las décadas, la anécdota quedó
fijada para a los tres involucrados en ella dentro de muy diferentes tesituras:
divertida, ambigua, misteriosa, inquietante; y por todo ello también, desde su
entrañable y doméstica sencillez, sagrada.
Fue por aquellos mismos días que
el imperativo de lo invisible eligió tentarme con otro de sus convites, en
perspectiva por completo inverosímil, pero tan urgente como abstrusamente
razonable durante el plazo de vigencia de su hechizo. Guardada toda proporción,
me sentiría autorizado a homologarlo al que experimenta Macbeth desde el
momento en que las brujas le aseguran que su destino es convertirse en rey de
Escocia, hasta que sobreviene lo que parecía imposible y el bosque comienza a
caminar hacia el castillo de Dunsinane. Y es que quizá el verdadero eje de
gravitación del modo imperativo, capaz de ramificarse hasta los más
insospechados extremos de la exigencia y de la sugerencia, se halle menos en el
mandato que en la tentación. La tentación de tentar; la tentación de ser
tentado.
Esta vez, la invisibilidad no quedó
remitida a terceros, fueran pacíficos u hostiles, sino que me reclamó como su
agente, depositario y ejecutor directo, convenciéndome de que la mente lo puede
todo y de que, por tanto, si yo decidía hacerme invisible con absoluta e
inquebrantable convicción, lo conseguiría. Largo rato estuve solo en el patio
del edificio de departamentos donde vivíamos; concentrándome, reuniendo toda la
certidumbre necesaria para la proeza, exigiéndome no cuestionar ni por un
segundo la veracidad de la transformación, dado que eso de inmediato me
volvería visible para los otros. No me causaba problema alguno el hecho de que
yo siguiera viéndome; "claro que yo voy a seguir viéndome" me decía,
"pero los demás no podrán". El espejismo de una férrea coherencia
lógica es la primera merced que toda profesión de fe le brinda a sus adeptos. Apenas
me sentí seguro de mi plena invisibilidad, pasé a la segunda parte de la
misión.
Vivíamos en el primer
departamento de la planta baja. Esa tarde, estaba de visita, apoltronada en el único
sillón individual de la minúscula sala, una vecina. Como cualquier niño de seis
o siete años, yo la veía muy mayor dada su condición de ama de casa y jefa de
familia. Lo más probable es que, como mi propia madre, no rebasara aún los
veinticinco años. No logro reconstruir si lo que llevaba puesto era un vestido
o una falda, pero recuerdo en cambio con plena transparencia que su postura en
el sillón, con el torso apenas inclinado hacia adelante y la espalda separada
del respaldo, provocaba que la prenda encargada de cubrir sus piernas se le
izara hasta poco más arriba de la rodilla.
Sólo se encontraban en la sala
ella y mi madre. Mis hermanas estarían supongo en la recámara, y mi papá por
llegar aún del trabajo. Conversaban con esa placidez apresurada de todas las
señoras a quienes la cotidiana vorágine doméstica ha consentido brindarles una
breve tregua. Habían dejado la puerta principal abierta, y no acusaron recibo
de mi entrada, confirmándome (por si hiciera falta) que no podían verme. Y
entonces yo, invisible, me deslicé a gatas hasta los pies de la vecina: para
mirarle las piernas lo más arriba que se pudiera.
No resultó sencillo. Favorecer
una panorámica óptima hubiera exigido que insertara mi cabeza entre sus
rodillas, y yo era consciente de que mi poder de invisibilidad no incluía, como
suplemento, poderes de intactibilidad. Así que bajo ninguna circunstancia podía
rozar ni a mi mamá ni a la vecina, so pena de quedar al descubierto. Y la
dificultad fue aumentando cada vez más, puesto que la vecina —debido a alguna
razón que se me escapaba— comenzó a cerrar furiosamente las piernas, a taparse
con una mano, a acomodarse en ángulos que dificultaban mis tentativas de contemplación.
No obstante, persuadido con total certidumbre de mis recursos, y desechando por
inconcebible y despreciable la opción de dar marcha atrás luego de llegar hasta
donde había llegado, no cejé en mi empeño. Estiré el cuello, ladeé la cabeza,
entorné los ojos, apelé lo mismo al recurso de las cuclillas que al del
arrodillamiento, y en un momento dado llegué incluso a tenderme de espaldas en
el suelo para atisbar el amplísimo y lechoso dorso de esos muslos aéreos. Todo
observando el más estricto silencio, pues me sabía también desprotegido de los
cobijos de la inaudibilidad. Hasta que, presurosa, incómoda y bastante
atribulada, la vecina dijo que lo mejor era que se fuera, se puso de pie, se
despidió de mi madre, y se marchó.
¿Qué puede buscar a los seis o
siete años, entre las piernas de una mujer, un niño todavía capaz de creer a
pie juntillas que puede volverse invisible por el solo hecho de desearlo? No lo
sé. Supongo que más o menos lo mismo que puede buscar cuarenta años después, al
escribirlo, el hombre en que acabó por convertirse. Y a mi cabeza acuden, con
cierto retintín burlón por las sin duda excesivas referencias, y en todo caso sin
capacidad para explicar nada a partir suyo, aquella breve pero inolvidable
secuencia-collage del Casanova de
Fellini, donde aparecen varios perturbadores grabados consagrados a la
entrepierna femenina; aquel pasaje central de Tópico de cáncer, donde Henry Miller se extravía y nos extravía
durante párrafos de luminoso fuego entre los pliegues entreabiertos del sexo de
una prostituta. El liguero de la institutriz asesinada, hacia el inicio de Ensayo de un crimen de Buñuel. Altazor y
su caída inexorable: “Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de
la amada. La tumba abierta con todos sus imanes. Y esto te lo digo a ti, a ti
que cuando sonríes haces pensar en el comienzo del mundo”.
Llegado el instante en que,
todavía de hinojos sobre el piso, escuché a la voz de mi madre preguntar: “¿qué
le estabas buscando a la vecina entre las piernas?", recién empecé a
comprender, confirmar, reconocer, que jamás había llegado a volverme invisible.
Y quizá fue precisamente entonces cuando en verdad deseé —con todas las ocultas
fibras del alma, con todos los abiertos poros del cuerpo, como nunca antes lo
había deseado y nunca después lo
desearía— alcanzar el prodigio. En verdad consumar el devorador y artero
imperativo de lo invisible.
Imagen: Fotograma de la película
El regreso del Hombre Invisible
(Joe May, 1940)
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