Para la cultura mexicana, un referente señero a la hora de afrontar
las problemáticas relaciones entre doméstica intimidad y cívico fervor, sigue
siendo la épica sordina de Ramón López Velarde. Aunque se ha insistido en que Suave Patria no es el mejor de sus
poemas, sin duda cumple una función espiritual e histórica que mal hubiese
podido plantearse cualquiera de sus piezas dictaminadas como mayores por la
crítica especializada. Suave Patria, desde los hallazgos más hondos y
fecundos del poeta, le tiende un transitable puente para reconocerse al país
que, sin advertirlo, a través de ellos había alcanzado por fin una voz propia.
Como se ha escrito de sobra, al hablarle a la patria, López Velarde le habla
siempre a una mujer. No una mujer de mármol, bronce, jade u obsidiana, sino una
mujer hecha a la fugaz medida de los sentidos, tejida por las texturas y los
perfumes del instante. A través de esa visión, la patria (desmesurada e
intangible, ajena por innombrable, instantánea petrificadora de cuantas
palabras y voces procuran enunciarla) se amaga por fin permeable a la humana y
diaria pertenencia. Ni domesticada, ni dócil, ni distorsionada por
complacientes letargos, la Historia deviene territorio para el más íntimo de
los actos (la pasión amorosa) y entreabre así la verosímil opción de nombrarla,
concebirla y asumirla propia desde la irreductible singularidad de cada cual.
Por cuanto
respecta a la divulgada especie de que el alba lírica augurada por el poema no
despuntó jamás, y de que sus herederos no consiguieron sino convertirse en
burdos imitadores, pasando a engrosar las filas del más pueril folklorismo,
resulta indispensable esclarecer que Suave
Patria lleva tras de sí una larga y fecunda genealogía, hecha patente en
toda su dimensión de ciclo cumplido hacia 1982 por Efraín Huerta en Amor, Patria mía. Se equivocaron quienes
supusieron que la fidelidad había que asumirla en relación a los referentes
temáticos y estilísticos más superficiales, pues se trataba de una fidelidad
apenas aparente, empecinada en seguir al poema desde fuera de él y dejándolo
—para bien y para mal— intacto. La verdadera fidelidad corresponde a cuantos
autores, herederos de un impulso universal que López Velarde no había
inaugurado, pero sí matizado en perspectiva nacional de cara a la muerte de un
México y el nacimiento de otro, asumieron la experiencia amorosa como
privilegiada mediación entre instante y tiempo, entre Historia y experiencia
individual, sorteando el riesgo dual de la petrificación ante el mundo y del
extravío interior. A la artificial disyuntiva entre abstracción egocéntrica y
dispersión excéntrica, tal fidelidad supo oponer la puntual definición poética
de la identidad particular como garantía de participación universal, y de la
perspectiva universal como mediación indispensable para definir la condición y
el espacio de lo secreto.
López Velarde,
que al término de la lucha armada 1910-1920 había completado ya la espiral
ascendente de cuantos alcances regenerativos atesoraba su zozobra, antes de
morir alcanzó a rematar este fundacional poema; donde tales alcances se
ofrendan patrimonio colectivo y perfilan, sin traicionarse, las honduras a
remontar por quien sea capaz de trascender, retrospectivamente, los pintorescos
señuelos de la apariencia. A partir de tales elementos, puede perfilarse la
real vastedad de la genealogía que Suave
Patria inauguró, distinguiendo como indisputables partícipes de su linaje a
Piedra de Sol de Octavio Paz, Horas de Junio de Carlos Pellicer, Retorno de Electra de Enriqueta Ochoa, El manto y la corona de Rubén Bonifaz
Nuño, Poesía no eres tú de Rosario Castellanos o Yuria de Jaime Sabines, entre
muchas otras más.
La opción de
transmutar las emotividades patrias en prendas de íntimo retraimiento no quedaría referida en exclusiva a la esfera
literaria. “Espectáculo para la vista y el oído” señala Octavio Paz, “La suave
patria se parece, más que a la pintura mural, a la música de Silvestre
Revueltas”[1]. Por su parte, apunta Juan José Arreola:
Otra vez lo
tremendo del misterio: vamos cantando por el mundo las canciones del amor
ajeno, y de pronto la mirada de una mujer nos rompe en el alma nuestro propio
canto. Y esa mujer es mestiza, como nosotros mismos, y da la casualidad,
precisamente, de que esa mujer, rostro entrevisto en medio de una multitud, es
la Patria. Así, con mayúscula, López Velarde nos da la imagen de México en minúsculos
detalles. Por eso es el primero y el mejor de los muralistas: el que acentúa
con toda la voz y con todo el pincel un rostro anónimo.[2]
Suave Patria es una función de teatro. Todo se enmascara, atavía y dispone en
estado de representación, comenzando por el propio poeta que, para dar inicio a
la obra, se adelanta sobre el escenario y encara a los espectadores afectando
su tono de voz habitual (él, que siempre prefirió quedarse a recitar o cantar
bajito en la intimidad hogareña, consintiéndose apenas cada tanto el papel de
apuntador que susurra fuera de la visión del público):
Yo que sólo canté
de la exquisita
partitura del
íntimo decoro,
alzo hoy la voz a
la mitad del foro
a la manera del
tenor que imita
la gutural
modulación del bajo
para cortar a la
epopeya un gajo.[3]
¿Pero qué clase
de obra de teatro es la que toma por modelo Suave
Patria? Determinados enfoques críticos parecieran tácita o abiertamente
reprochar a López Velarde el voluntario alejamiento de las zonas de mayor
densidad de su obra, para refugiarse en convenciones populares más próximas al
público anónimo, sencillo y mayoritario que, a pesar de la institucionalización
oficial del poema (y no gracias a ella) terminaría por apropiárselo.
En efecto. Lo que
hizo López Velarde fue confeccionar una pieza de teatro de revista, una
mexicanísima opereta donde las más hondas obsesiones de su lírica en modo
alguno quedaban abandonadas, sino antes bien se ponían el antifaz o se
empolvaban la cara para mejor y con mayor desnudez (transparencia) compartirse;
como ha convenido siempre al arte dramático. Poeta católico en la misma línea
fraterna y franciscana que Carlos Pellicer llevaría a su máxima extroversión,
pero que en él tendió a manifestarse siempre en términos mucho más cautelosos y
discretos, temprano advierte que las tensiones y los hallazgos personales de su
travesía poética de ninguna manera le pertenecen en exclusiva, sino antes bien
constituyen su margen de participación en un vastedad secretamente compartida,
así como la teatralización del sostenido drama (acaso irresoluble) entre lo
inminente y lo perdido. Si la instancia culminante de la misa es el momento
teatral donde ministro y feligresía devienen actores para actualizar eterno
presente la comunión, ¿por qué no iba el teatro a servir de espacio y tiempo
sagrado para partir y repartir la Patria como un pan del que todos pudieran
comer?
La inclinación de
López Velarde hacia los espectáculos populares como el circo, la zarzuela y el
teatro está ampliamente documentada por sus biógrafos y comentaristas, y
suficientemente ilustrada por sus propios escritos. A propósito de cierta prosa
publicada en 1909 en el diario El
regional de Guadalajara, donde el poeta confiesa su fascinación por una
artista que le deslumbrara años atrás desde las tablas, comenta Juan José
Arreola:
No quiero decirlo
porque es cierto. Una mujer vista en la escena suele ser más impresionante que
la imagen de una mujer vista en la vida. Y aquella actriz modesta “que paseó su
juventud, en medianos éxitos de arte, por los escenarios de provincia”, parece
que dejó una imagen indeleble… “Sólo recuerdo haber abandonado el teatro con la
emoción vaga del que se inicia en el ensueño…”. Indudablemente, el texto
publicado en El Regional de
Guadalajara es una tentativa para provocar el encuentro, un mensaje amoroso
encerrado en una botella herméticamente arrojada al mar del tiempo y la memoria
[…].[4]
Esa peculiar e
indeleble impresión provocada por una mujer vista en las tablas es la que
consigue López Velarde con su célebre pieza lírica en dos actos y un
intermedio. Y la “modesta actriz que paseó su juventud en medianos éxitos de
arte, por los escenarios de provincia”, resulta ser la propia Patria ojerosa y
pintada, retocando sus encantos para una última función de gala que es al mismo
tiempo, y sin contradicción excluyente, también su debut.
Constituye
un tema ya de sobra conocido el sometimiento de López Velarde al aura tutelar
de dos figuras de mujer disímiles y complementarias, objeto cada una de
caballeroso disimulo en alguna etapa de la vida o la muerte del poeta.
Fuensanta enmascara durante apenas la primera edición del libro inaugural del
corpus velardiano (La sangre devota,
1916) a Josefa de los Ríos, pasión de
sus bisoñas horas provincianas, cuyo influjo habrá de perseguirlo hasta la
tumba y cuya identidad se verá revelada tempranamente; por su parte, Margarita
Quijano, quintaesencia de las desconocidas potencias carnales y espirituales
que lo femenino revela en el contacto de López Velarde con la gran ciudad, se
vuelve, durante los primeros lustros posteriores a su prematuro fallecimiento,
un nombre silenciado por la galante discreción de casi todos sus comentaristas,
biógrafos y críticos.
Personalidades
materiales a la vez que intuiciones metafísicas, el poeta verá madurar su
travesía cuando consiga transparentarla pendular vaivén entre ambos polos de
imantación. Y será hasta entonces cuando se halle en condiciones de precisar
cuál es el linaje a que pertenece: un linaje por encima de toda consanguinidad.
Apunta
Octavio Paz a este respecto:
En la libertad erótica de la mujer reconoce la suya
y sobre esas dos libertades enemigas funda una hermandad. Es una fraternidad
vertiginosa porque se apoya en el instante: fundación en un abismo. Sociedad
secreta donde no cuentan ni el nombre ni el rango ni la moral[…]. No es una
sociedad de libertinos sino de solitarios que se unen en un rito apartado.
También las vírgenes provincianas son parte de esa cofraternidad clandestina.[5]
Podría
decirse que Fuensanta singulariza nombre propio a ese coro de vírgenes,
habitual dentro de la poesía velardeana. En su porción de luz, las paisanas puras, las intactas
jerezanas de la edénica infancia pueblerina, serán capaces a la postre hasta de
cifrar para la Patria el misterio de la dicha perdurable (“sé siempre igual,
fiel a tu espejo diario”[6]). Pero en su porción de sombra, tan idílico sueño de instante detenido
ya de suyo atesora claustrofóbicas notas de oprobio (“he visto el manicomio en
que murmura / vuestra cabeza rota sus delirios”[7], “cuando el sol vespertino amorate / vuestros
vidrios, y os heléis / en el diario silencio del inútil combate”[8]). No están destinadas a prevalecer inmaculadas en
su paraíso, sino a precipitarse con sufrida resignación fuera del edén, en
idéntica proporción al poeta que las canta. Son ellas el edén subvertido al que
Ramón no podrá excusarse de volver, puesto que le salen al paso en cada esquina
de la gran ciudad, asomadas a las vidrieras, delineando irreparables orfandades
en cada angustiante parte noticioso de la Revolución en marcha, volviéndolo
a él mismo partícipe y cómplice directo de su mancilla durante culposas escapadas prostibularias; sugiriendo que su estatura
de ángeles en ejercicio de elevación quizá no haya sido nunca sino un piadoso
espejismo de la nostalgia: un espejismo desmentido por la cotidiana,
incontestable evidencia de ángeles para siempre caídos, almas desde siempre
desterradas, vírgenes desde siempre y para siempre dolientes.
Extranjeras,
mancilladas y extraviadas, las vírgenes caídas renuevan con el poeta sus votos
de paisanas y cofrades:
López Velarde está unido a ellas por un lazo más
fuerte que la sangre y el bautismo. En la soledad de un cuarto cerrado al mundo
exterior, caverna urbana o “perdida alcoba de nigromante”, han compartido con
él unas cuantas horas fuera de los horarios: lujuria, aburrimiento, sabor de
crimen y de inocencia, abandono y concentración.[9]
No es
posible resumir en unas pocas líneas el complejo zodiaco que lo femenino
articula en el horizonte espiritual y literario de López Velarde, ni las
múltiples, reversibles gravitaciones, influencias y problemáticas establecidas
entre las diversas figuras que lo integran. Baste decir que dicho zodiaco se
proyecta desde el íntimo contexto autobiográfico del poeta hasta amplias
magnitudes cósmicas y metafísicas, pasando de modo decisivo por la dimensión
nacional.
La Patria
se identificará a través de sus visiones como una de aquellas vírgenes
provincianas, capaz de renovar votos de perenne pureza desde los más elementales
gestos y los más modestos ritos de la cotidianidad doméstica:
Inaccesible al deshonor floreces;
creeré en ti, mientras una mexicana
en su tápalo lleve los dobleces
de la tienda, a las seis de la mañana,
y al estrenar su lujo quede lleno
el país, del aroma del estreno.[10]
Pero también se asimilará a la dama cuya
reputación (ante los ojos del agonizante moralismo porfirista) no puede sino quedar en entredicho cuando se contempla a deshoras su
despeinado retorno de la fiesta:
Sobre tu Capital, cada hora vuela
ojerosa y pintada, en carretela…[11]
Mediante el juego de espejos entre ambas fisonomías (la primera de ellas festiva y abiertamente enaltecida, la segunda púdica pero nítidamente perfilada), Suave Patria no sólo consigue enunciar privilegiadamente y en tono de celebración su hora recién cumplida, es decir, la hora entrecortada y convulsa del sobresalto revolucionario. También fija ideal el pasado perdido; pero, sobre todo, consigue anticipar la instantánea en ciernes de la triunfal Revolución hecha país. Instantánea que conseguirá cumplir un ciclo de casi cinco décadas; hasta que llegue 1968, para hacer añicos el espejo.
[1] Paz, Octavio. Cuadrivio. Joaquín Mortiz. México, 1991.
[2] Arreola, Juan José. Ramón López Velarde: el poeta, el
revolucionario. Alfaguara. México, 1997.
[3] López Velarde,
Ramón. Suave Patria. De El son del corazón.
[4] Arreola, Juan José.
Op. Cit.
[5] Paz, Octavio. Cuadrivio.
[6] López Velarde, Ramón. Suave Patria. Op. cit.
[7] López Velarde, Ramón. Jerezanas… Ídem.
[8] Ibídem.
[9] Paz, Octavio. Ídem.
[10] López Velarde, Ramón. Suave Patria. Op. cit.
[11] Ibídem.
Imagen: Alicia (1916), de Saturnino Herrán.