lunes, 19 de enero de 2009
OFICIO
Fue en segundo año de secundaria cuando sentí por vez primera, de modo inaplazable y vehemente, la pulsión por la escritura. Como en cualquier otro caso, de Homero a la fecha, nacía directamente entreverada de la pulsión por la lectura. Quien conoce de esto por la única vía en que es posible conocerlo, es decir, por carne propia, sabe que hay un punto indeterminado donde ambas pulsiones se confunden en una sola y devastadora compulsión. Como el amor. Después, el camino de la perseverancia puede llenarse de monstruos y al incipiente aprendiz de brujo, como a los amantes, es posible que esa pasión transparente y pura se le enturbie, en algo que los entendidos suelen llamar "pérdida de frescura" pero que en el fondo es algo mucho más profundo y mucho más patético: la pérdida de la intuición desnuda que lleva al hombre a la palabra.
Una vez que los talleres, los profesores, las novedades editoriales, la carrera de letras, los chismes del medio, los suplementos y revistas, convencen a alguien de que el trabajo literario es una mera suma de ritos sociales orientados hacia el reconocimiento individual, haciéndolo olvidar que cuando la intuición desnuda vino a buscarlo no había delante nadie para verlo y aplaudir, puede afirmarse con un margen casi absoluto de certeza que acaba de abortarse un escritor. Poco importa si es precisamente a partir de ese momento que empieza a participar en encuentros, publicaciones y certámenes. Poco importa si a la vuelta de la esquina se convierte en una personalidad reconocida, obtiene premios, imparte cursos. Poco importa que quienes hayan logrado ascender con él la escala social por encima de otras cabezas traten de legitimar su obra extrayendo de ella inexistentes virtudes más allá del mero dominio técnico o teórico (finalmente asequible a cualquiera). La obra por sí misma está incapacitada para mentir, e invariablemente desnuda a su artífice. De ahí que un gris empleadillo introvertido y conflictivo llamado Franz, desvinculado por completo de los círculos literarios oficiales, sea una de las piedras angulares de toda la historia de la literatura.
La puerta que nos abre el camino hacia el centro de nosotros mismos no la elegimos. Borges fue predestinado a la vocación literaria por la anglofílica biblioteca de su padre. Amó a de Quincey, Chesterton y Kipling por encima de todas las cosas, leyó del Quijote la versión inglesa antes de acceder a la obra original en castellano. A mí, desde temprana edad y hasta los albores de la adolescencia, mi madre me obligaba a leer, llegando al extremo de mantenerme encerrado en una habitación mientras no concluyera un capítulo completo y le relatara suficientemente de qué trataba. Stevenson, Juan Ramón Jiménez y Conan Doyle, entre otros, fracasaron en sus afanes de conquista, acaso con la sabiduría alevosa de que años más tarde no requerirían esfuerzo alguno para conquistarme cuando fuera a buscarlos por mi propio pie.
Podría decir que la vocación literaria me la decidió una página de Rulfo, Musil o Joyce. Sería tan digno como previsible, pero por completo falso. La vocación literaria me la decidieron un par de cuentos de Richard Mathesson, autor norteamericano de ciencia ficción ni siquiera considerado entre las figuras indispensables del género (Asimov, Bradbury, Silverberg, Dick), pese a que suele reconocerse que una de sus novelas, "Soy leyenda", constituye sin lugar a dudas una obra maestra.
Como Aristóteles sabía hace ya tiempo, uno de los impulsos que lleva a la creación artística en general y la literaria en particular, es el de la mimesis, entendida no como mera imitación de formas, sino sobre todo como persecución de las esencias fundamentales que la apariencia contiene. Procuré imitar el aliento de Mathesson en una serie de textos hoy por fortuna desaparecidos. Podría decir que en seguida los alientos que me tentaron fueron los de Neruda, Pound o Blake, pero una vez más estaría mintiendo. Luego de que Mathesson (o lo que Mathesson y sus dos cuentos encarnaron en ese momento preciso) marcara indeleblemente en mí la tentación todavía oscura de la Alta Fantasía, los alientos que me guiaron fueron los de Nervo y Bécquer. Rimas sensibleras y de rústicas pretensiones metafísicas colmaron las páginas que antes habían colmado balbuceantes historias fantásticas. Vuelvo los ojos a lo que ahora escribo, y concluyo que bien pueden serle aplicados los mismos calificativos. Las obstinaciones sobreviven al paso del tiempo porque las alimentan una misma búsqueda y una misma intuición.
En tercero de secundaria, me obsesionaba la posibilidad de conseguir que el lector pudiera ver algo exactamente como yo lo estaba viendo, y me daba a la tarea de acometer angustiados y estériles ejercicios de descripción inspirados por la entonación más decimonónica del realismo español. A los quince años había decidido no escribir otra cosa que novelas policíacas comprometidas con la denuncia social.
No he padecido nunca el mal de la página en blanco. Al menos no de la forma que lo padecen la mayor parte de quienes dicen padecerlo. Siempre he tenido algo qué decir. Si a veces las palabras no acuden, es por la incapacidad de serle fiel al compromiso que invariablemente demandan. A menudo, sobre todo en los últimos tiempos, me da la impresión de no estar a la altura de las exigencias que una imagen, un personaje o una historia me están planteando. Para salir del atolladero podría contarme al oído mis magras conquistas de reconocimiento social. No. El reconocimiento social, involucrado en la gestación de una obra, se convierte inevitablemente en un lastre.
A los dieciséis años caminaba incansablemente la ciudad, convirtiendo paso tras paso cada persona en un personaje, cada imagen en una atmósfera, cada diálogo en una situación. Estaba convencido que ello me colocaba en la médula de lo real, una médula hecha de la materia de todo lo que veía, pero cuyo reconocimiento le estaba vedado por principio a esa materia. Sin poderlo formular de manera teórica, yo sabía ya que no hay medio más profundo y cierto de conocer y edificar el mundo que la rigurosa generosidad de la imaginación.
Hoy, al caminar por la calle, lo que mis ojos buscan es la mirada de aquel adolescente. El oficio de escritor no consiste sino en la renovación infinita de esa primera inocencia.
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