viernes, 10 de enero de 2014
El regreso de Iturbide
I
En algún pasaje de su biografía de Pancho Villa, Paco Ignacio Taibo II señala la falta de tino de algunos análisis macro-históricos a propósito de la derrota de la División del Norte frente al obregonismo en 1915. Dicho señalamiento no es sino uno de los muchos a través de los cuales el autor, como ha sido una constante a lo largo de su obra (sin por ello descartar en definitiva la ubicación de coordenadas generales de tipo social, económico y político) reivindica el espacio y el papel de lo particular, lo específico y aun lo estrictamente individual en la configuración de los rumbos de la Historia.
Perspectiva que no me parece menor ni desatinada, sobre todo por cuanto respecta a hurtarnos de probados extravíos esquemáticos, del dogmatismo simplificador y de la generalización arbitraria. Sin embargo, considero que la situación dominante del análisis histórico y político de los asuntos nacionales ha dado por inclinarse con alarmante automatismo hacia el exceso opuesto.
Hace algunas semanas escuchaba por radio a un panel de comentaristas que externaba su opinión en torno a la muerte de Joaquín Hernández Galicia “la Quina”, el mítico líder petrolero del sindicalismo charro, cuyo encarcelamiento cerró el definitivo giro del Estado mexicano hacia la tecnocracia neoliberal. Los participantes del panel se concentraron en despachar el quinazo como un episodio culminante en la biografía personal de Carlos Salinas de Gortari, resaltando su ansia ilimitada de poder, sus rencores, la truculenta muerte de su sirvienta cuando era niño. De ahí pasaron a lamentar el regreso del PRI —que para ellos es el mismo de siempre—, a equiparar sin mayor puntualización el encarcelamiento de la Quina con el de Elba Esther Gordillo, y a preguntarse con una candidez donde el dejo de ironía no alcanzaba a cristalizar malicia lúcida —menos aún a esclarecer motivos— por qué no se procede de igual manera con otros líderes sindicales probadamente corruptos. Ese silencio establecía tácitamente que el encarcelamiento de la líder magisterial tenía que deberse obligadamente a razones de índole personal o partidista (como apoyaste al PAN, ahora me cobro).
Que las relaciones y pasiones personales y de grupo juegan su papel en el desarrollo de los asuntos públicos resulta innegable. Pero obviar que su margen de influencia se halla condicionado, acotado, provocado y regulado por una configuración histórica no sometida a su arbitrario capricho, entraña una irresponsabilidad analítica de cuyos nocivos efectos ya debíamos habernos cansado de ser víctimas. La sensación de que es imposible entender lo que está sucediendo con nuestro momento histórico, o por el contrario, de que la interpretación es tan doméstica y tan simple como ineficaz para afrontar con perspectiva de unidad analítica cuanto sucede a nivel mundial, nacional, estatal, local, proviene en buena medida de esa lectura en descontextualizado close up. Vemos hechos y figuras, pero somos incapaces de discernir causas y tendencias, menos aún de atisbar opciones más allá del golpe emotivo y la frustración sentimental.
Ejemplificando: resulta indispensable deslindar las responsabilidades de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría en la masacre del 2 de octubre de 1968. Pero suponer que dicha masacre puede interpretarse en función del carácter individual de ambos personajes, elude discernir que se trataba de ejecutores de intereses y fuerzas que no les quedaban circunscritos. Nos hemos acostumbrado a repetir que en los años dorados del priísmo el presidente obtenía carta de omnipotencia, e imponía verticalmente su personal voluntad, pero se nos ha olvidado puntualizar que el ocupante en turno de la silla presidencial nunca fue el único ni el principal beneficiario del presidencialismo; que el presidencialismo era un medio y no un fin en sí o para sí.
Difícilmente podrían haber perpetrado presidente y secretario de Gobernación el crimen de Tlatelolco, si ello no hubiera convenido al proyecto político, económico, histórico de que formaban parte. Un proyecto frente al cual funcionarios y políticos, por más ganancias que obtuvieran, por más justo encono que generaran y sigan generando, siempre ocuparon la posición de empleados y sirvientes. De hecho, lo que inquieta es advertir hasta qué punto el crimen de Tlatelolco habría sobrevenido igualmente con otros funcionarios ocupando dichos cargos, toda vez que se trataba de aplastar una intuición emergente de país, en beneficio de los usufructuarios del poder de facto.
No basta proclamar que el de Tlatelolco fue un crimen de Estado. Es preciso enunciar con todas sus letras que el de Tlatelolco fue un crimen de aquellos a quienes el Estado mexicano servía.
De la misma manera, sin obviar las rencillas personales que Salinas de Gortari alimentara en contra de Hernández Galicia, el encarcelamiento de éste representó primero que nada el último capítulo en la reconfiguración tecnocrática del PRI, antecedente indispensable para la entronización de nuestro actual estado empresarial. La transición había iniciado con el ascenso de Miguel de la Madrid a la primera magistratura (los administradores de empresas sustituyendo a los abogados como depositarios del servicio público), continuado con la aparición de la llamada Corriente Democrática y la final salida de Cuauhtémoc Cárdenas y compañía de las filas del tricolor, y alcanzado sus puntos culminantes con el fraude electoral de 1988 y los asesinatos de Javier Francisco Ruiz Massieu y Luis Donaldo Colosio.
El encarcelamiento de la Quina constituyó, en efecto, una medida práctica y un mensaje. Pero no sólo ni primordialmente un mensaje personal de Salinas (“de aquí en más se va a hacer lo que yo diga”). Si la Quina hubiera resultado funcional para el proyecto de ingeniería neoliberal que venía instrumentándose desde 1982, mal hubiera podido el presidente removerlo por más resentimientos íntimos que contra él albergara. El quinazo representó la demostración de que el PRI y el estado mexicano no eran ya (ni volverían a ser jamás) los mismos. La vieja retórica populista podría seguir siendo sostenida, en la medida que no comprometiera fuerzas y recursos.
II
¿Quiénes eran en el contexto del último cuarto del siglo XX los llamados “dinos”? Los que habían heredado dentro de la estructura partidista del tricolor y su revolución institucionalizada el énfasis en la propiedad nacional y el derecho popular.
Aun cuando manipulados, distorsionados, mediatizados, los intereses de la nación y de la clase trabajadora tuvieron que ser obligatoriamente atendidos. No podía ser de otro modo. Su derecho había sido conquistado a punta de sangre y de metralla. Si en su momento, el carrancista Plan de Guadalupe omitió calculadoramente toda alusión al reparto de tierras, los derechos obreros y la impartición de justicia, las confrontaciones con el villismo rápidamente llevaron a Carranza a incorporar un “paquete social” a su propio movimiento. Paquete social del que, triunfante, no hubiera podido en definitiva desprenderse (aunque sí adelgazar) sino a riesgo de perpetuar el ya de suyo dilatado período de lucha armada. La Constitución de 1917 ofrece puntual cuenta de ello.
Las tentativas a final de cuentas abortadas de Salinas de Gortari por cambiarle el nombre al partido durante la década de los 90, eran mucho más que una ocurrencia. Tenían que ver con un entendimiento puntual del definitivo giro que el PRI había experimentado, y de la importancia de deslindarse hasta en términos de nomenclatura de cuanto pudiera seguir asociándolo a los fines ya pasados de moda de la revolución institucionalizada. De lo que ahora se trataba era de enterrar la idea misma de revolución, catalogándola como mito caduco, y de liberar cualquier atadura que entorpeciera el desmantelamiento y usufructo de la infraestructura institucional construida bajo su amparo durante medio siglo.
Asumir que el regreso del PRI a la silla presidencial —así como la recuperación de su papel como fiel inobjetable de la balanza partidista nacional— significa un mecánico retroceso a los dorados años de la Revolución Institucionalizada, distorsiona, adelgaza y entorpece el entendimiento de un país y un momento histórico que, si por algo se caracterizan, es precisamente por el abandono radical de todos los contenidos que configuraron a la Revolución Mexicana (sin remedio difunta), así como por el desmantelamiento inescrupuloso y rapaz de las instituciones que generó.
Durante setenta años, así sea acotados o francamente sometidos a la perversa lógica del poder y los negocios, el nacionalismo, el sindicalismo y los derechos laborales no eran una entidad meramente discursiva, retóricamente abstracta o sentimentalmente idealista. Constituían fuerzas reales que, con sus corrompidas virtudes y sus lacerantes vicios incidían en el rumbo efectivo de los destinos del país. Hoy, la franca impotencia del discurso opositor frente a la avalancha privatizadora, la patente inhabilitación de toda forma de disidencia para retardar (no digamos ya detener, no soñemos ya revertir) la asimilación de la vida pública mexicana a los parámetros, lógicas e intereses de la clase empresarial, tendría que evidenciarnos hasta qué punto afrontamos nuevas, inéditas variantes de autoritarismo, cooptación, manipulación e injusticia.
Puestos a comparar, yo no diría que regresaron los dinosaurios. Diría que regresaron los que querían quitar a Porfirio Díaz por atrasado e ineficiente para los nuevos negocios, pero preservando el esquema de explotación y control heredado por él. Diría que regresaron los criollos que querían deshacerse de los gachupines pero mantener intocados el poder clerical y la esclavitud.
Puestos a comparar, no me parece que haya regresado Echeverría. Me parece más bien que regresó Iturbide.
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