…sucede que a veces me canso de desaparecer…
Debo haber conocido a Gustavo
Ogarrio hace cosa de veinticinco años. A partir de ahí, nuestra amistad se ha
confeccionado alternando dos modalidades sostenidas. Durante ciertos períodos, intensas
cercanías casi siempre en torno a algún proyecto compartido de trabajo
literario. Y entre tales períodos, dilatadas pausas de lejanía y ausencia,
durante las cuales no llegamos a perdernos de vista, pero apenas si sabemos el
uno del otro mediante alguna lectura, el saludo en ocasión de los cumpleaños,
los likes y comentarios a través de las inefables redes sociales.
Esas dilatadas pausas de lejanía son en realidad la cosa más
mentirosa de este mundo. Creo que tanto Gustavo como yo tenemos claro que en
algún punto del camino, sin esoterismos ni predestinaciones, con la naturalidad
propia de los más serenos oleajes, nos tocará volver concederle razón al
cortazariano andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para
encontrarnos; y que nuestros modestos bajeles corsarios volverán a coincidir en
el mismo puerto, para compartirse con alborozo cuanto hayan recolectado en sus respectivas
travesías por los mares del vivir, el mirar, el leer, el pensar, el escribir.
Pero si esas dilatadas pausas de lejanía son la cosa más
mentirosa de este mundo, es sobre todo porque cada vez que uno de tales
reencuentros sobreviene, a Gustavo y a mí nos toca pasmarnos (ahí sí con acentos
sobrenaturales), ante la proximidad a menudo mimética de buena parte de las
cosas que él por su lado y yo por el mío, sin tener mayor noticia sustancial el
uno del otro, hemos estado viviendo, mirando, leyendo, pensando, escribiendo.
Tal proximidad, con la saludable y lúcida mediación del
escritor Antonio Monter, consintió entreabrirnos el mecanismo de su relojería profunda
allá por el año 2010; cuando, escribiendo a seis manos los guiones narrativos
de una serie de documentales para la televisión estatal, nos tocó convivir
durante varios meses en absoluta promiscuidad textual, participando directamente
de los más íntimos giros idiosincráticos, reflexivos y gramáticos del otro. Al término
del proyecto, resultaba imposible saber quién había escrito qué, cuál párrafo
sublime o deleznable era de quién.
…pero mirar es una alabanza secreta…
Para mí, leer su volumen de poemas Ningún país es mi país (Silla Vacía, 2020) ha proyectado ese
mimetismo del que hablo hasta nuevos
niveles. Mientras transitaba cada una de las nueve estancias que lo integran,
no cesaba de azorarme la constante impresión de que esta o aquella serie de
versos bien podría haber formado parte de diversas cosas que yo he escrito en
los últimos años; que diversos fragmentos de cosas que he estado escribiendo en
los últimos años bien podrían incorporarse con naturalidad a su incesante flujo
de visiones, salmodias, conjuros, blasfemias y murmullos. La pieza final, la que
da título al libro, hasta por el estilo de versificación me parecía dialogar en
musical canon con el remate de algo que, jugando a mirar la situación nacional
desde los ojos conradianos de El corazón
de las tinieblas, a su turno titulé Sentinela.
Más de un pasaje de su apartado II (Radio
Moscú) me hubiera venido a la perfección para acompañar el remate de un
texto sobre Cantinflas donde me sueño preguntándoles a los actuales policías de
la Plaza Garibaldi si me pueden indicar dónde quedó Toña La Negra. El tono general
con el cual se canta a través de sus páginas, coincide a plenitud con la cita
que elegí para concluir mi asedio a la lírica de José Emilio Pacheco:
Añicos
y agujeros en la red / nuestra herencia de ruinas. / Por fin tenemos / que
hacerlo todo a partir / de esta nada que por fin somos.[1]
Más allá de las específicas inflexiones ultraterrenas que el
asunto pueda adquirir entre nosotros dos, semejante conjunción de consonancias
obedece por supuesto también a razones mucho más racionales y lógicas. Razones
que además constituyen uno de los leitmotiv rectores del poemario. Ningún país es mi país termina hermanando
solidaria urdimbre, como parte del mismo exilio y el mismo naufragio
compartidos, a todos los perfiles generacionales que en este momento consientan
seguirse llamando México; igual si se trata de nonagenarios supervivientes de
las tandas de música romántica en la XEW durante los años cuarenta, o de infantes
desplazados por los más recientes saldos de la desorganización institucional y
la criminalidad organizada. Pero lo hace subrayando de principio a fin un
perfil generacional específico: el de quienes nacimos arrullados por el eco de
las masacres del 2 de octubre y el Jueves de Corpus, fuimos a la primaria
escoltados por los últimos coletazos del nacionalismo revolucionario, nos
convertimos en la primera generación con un aparato televisor en cada hogar del
país, alcanzamos la pubertad con el arribo de la tecnocracia neoliberal, nos
asomamos a la prepa con el polvo del sismo de 1985 oscureciendo el aire,
votamos por primera vez en las elecciones correspondientes a la célebre caída
del sistema, cumplimos treinta años con Vicente Fox ocupando la silla
presidencial.
…soy también ese comienzo de cangrejo fracturado
de hormiga con heridas felices
de ciudad que se funde con un aire que envenena…
Hay matices bien específicos en el hecho de compartir las
más recientes debacles patrias perteneciendo a dicha generación. Quizá el más
significativo tenga que ver con el hecho de que, además de extraviar un
referente de pertenencia territorial unánimemente compartido, a nosotros encima
nos ha llegado el tiempo de ver cómo aquellos puntos cardinales que una vez nos
sirvieron hasta para habitar el desamparo y la zozobra, ven consumada la
implacable fecha de su caducidad. Hace ya cosa de veinte años que se puede ser
mexicano sin experimentar ningún género de umbilical conexión con Pedro
Infante, María Félix, José Alfredo Jiménez, Angélica María, Cri Cri o El Santo.
Algo imposible para la generación de nuestros padres, de nuestros abuelos y la
nuestra; algo imposible entre nuestra primera infancia y nuestro primer
divorcio. Y el porcentaje de quienes legítimamente ejercen dicha indiferencia hacia
nuestro santoral se incrementa día tras día en forma abrumadora, aplicando
parsimoniosa la goma de borrar a cuanto fuimos o creímos ser.
Nada de tragedias. Nada que ningún bloque temporal de seres
humanos haya dejado de padecer antes o vaya a dejar de padecer después de
nosotros. La habitual erosión de los paisajes físicos y emotivos que te permitieron
reconocerte, si acaso matizada aquí por el dilatado plazo de perdurabilidad que
representó para nuestro país el modelo sociocultural de la Revolución
institucionalizada.
Yo he venido jugando desde hace cosa de un lustro con la idea de Rip Van Winkle, aquel personaje
de Washington Irving que se durmió joven y se despertó viejo. Ogarrio, sin
expresarlo de manera explícita, pareciera decantarse antes bien hacia Peter Pan,
menos en su acepción de niño negado a crecer que en la de huérfano que extravió
su sombra. Hay que aclarar que Ningún
país es mi país es un libro que a nadie excluye; admite leerse lo mismo en
perspectiva iberoamericana, que dándole literalidad de enfoques globales y
post-neoliberales a la absoluta carencia de patria. Pero sin duda hay
inflexiones, tesituras, ritmos y guiños que sólo podrá dimensionar a cabalidad quien
forme parte de la misma promoción sentimental y evocativa que el autor.
…blanca estela pavón en el umbral
siempre en el umbral de este dolor que no es dolor…
Ahora bien. Si algo me parece indispensable subrayar, es el
hecho de que Ningún país es mi país
reivindica y sustenta verso a verso su condición de libro de poemas. Pese a la
proximidad de temáticas y fechas de aparición respecto del volumen de crónicas ¿En qué país estamos, Agripina? (Nitro/Press,
2020), o tal vez precisamente por ella, nos equivocaríamos al focalizarlo como la
anómala glosa lírica de un articulista, la cana al aire de un académico, el
resbalón sentimental de un ideólogo.
Ningún
país es mi país traza con transparencia las coordenadas de un
universo lírico por demás promisorio. Como parte, sí, de las diversas estancias
de exploración creativa que conforman ya la obra de su autor. Pero también con
un horizonte de autonomía sólido y pleno, que no admite ni apoyaturas, ni dispensas,
ni coartadas. Hay por supuesto zonas de descompresión e inestabilidad; imágenes
y palabras que se reiteran aquí y allá sin esclarecer todavía su estatus de
obsesión perdurable o contingente muletilla; trechos donde las adjetivaciones
narrativas parecieran lastrar el aliento musical; alguna tentativa que no
terminó por cuajar. Sin embargo, lo que priva es una sostenida consistencia:
esa difícil conjunción entre piezas individuales fulgurantes en sí mismas, y
enlazadas a la vez como totalidad unitaria.
Aun cuando en términos anecdóticos y sentimentales pueda yo
experimentar una especial afinidad hacia apartados iniciales del libro, como Otras diez películas de vaqueros o Radio Moscú, considero que el pulso y la
mirada poéticos alcanzan su sazón y elocuencia plenos a partir del quinto
apartado, Disparos en la casa de Saturno.
Cadencia versicular e imaginería surrealista se nutren, domeñan y equilibran
con acierto y fuerza. Estimo que en futuras travesías, para este Peter Pan en
busca de su sombra singular en medio de tinieblas que a nadie
pertenecen (a las que nadie pertenece), le convendría perseverar en el formato de versos largos, con frecuencia rematados
síncopa de pie quebrado por una o varias codas con línea diagonal:
…como
una catarata de piel dura y triunfante
/en las mareas del río…
…se revuelcan sin cadáver como
dioses del hambre y se van
/cuando rompe la mañana…
…nadie despegará ya por las
heridas de este continente
/que no ha dejado
/de ser una isla…
Hay hallazgos felices también dentro del formato de prosa
poética. Sin embargo, la cadencia musical del verso —una cadencia de largo
aliento con sostenida métrica irregular— disciplina con mayor exigencia la voz
y la mirada, ciñe cada imagen suelta a la figura unitaria que es el poema,
depura las adjetivaciones.
Dicha musicalidad posee virtudes depurativas hasta en
términos discursivos e ideológicos. Y es que Ogarrio está acometiendo una
poesía abiertamente social, coqueteando a menudo con la cotidianidad noticiosa
y el panfleto, en los tonos para nada inocentes ni anquilosados de un Roque
Dalton o un Manuel Vázquez Montalbán. La suya es en casi todo momento una
mirada militante, aun cuando apartidista; una mirada militante desde la
izquierda. En las crónicas de ¿En qué
país estamos, Agripina?, esa militancia tiende a topar recurrentemente con
los insalvables límites de toda ideología: el moralismo y el marco teórico
(otro rasgo, por lo demás, de los muchos que nos aproximan). Ante la erosión de
sus mitos culposos, ante la franca escenificación apocalíptica legada por las ruinas
del capitalismo de estado y la tecnocracia neoliberal, Ogarrio parece sentirse recurrentemente
obligado por una parte a la disculpa sociológica, y por otro al desesperado
apuntalamiento de cuanto considera políticamente correcto.
En las páginas de Ningún
país es mi país, tal norma se vuelve excepción. Ahí están, sí, piezas como
“Una manifestación de caracoles recorre los tiempos”, donde el candor
reivindicativo (“/hermosas fogatas /de pájaros subversivos”) se ofrenda como un
bálsamo de buenas intenciones en medio de la erosión, la turbulencia y la
negrura. Pero a diferencia del cronista, el poeta no experimenta necesidad de
disculpar a Bruce Lee, deconstruir negativamente su gusto por las canciones de
Camilo Sesto, cubrir ninguna cuota de lenguaje inclusivo, ni disimular la
recurrente sensación (no importa cuán atinada o cuán equívoca) de que esto quizá
no tiene ya salida alguna.
…vendrá con su Antígona de
pueblo su Edipo de cantina
como una luz de confusiones
blancas
como un martillo en la cabeza
que nos arranca al amanecer
/de los brazos de helena…
No es que poemas como “El almirante”, “Sucede que a veces me
canso de desaparecer”, “El arte de perdurar en el vacío” o “Breve estancia en
ningún país” se deslicen hacia la fácil ambigüedad moral o hacia la resignada
amargura. Es que en ellos las intuiciones abandonan toda tentación de concepto,
moraleja y consigna, y asumen con valiente desnudez su destino de imagen.
Pongamos como ejemplo “El sabor del pelícano en la prisión”, para mí
uno de los momentos más logrados del poemario. ¿Quién es el atroz Jimmy tras
las rejas? ¿Un asesino serial? ¿Un ex mercenario de la CIA? ¿Un criminal de
guerra? ¿El mismo Johnny Redman que en otro poema posterior se accidentará con
su novia camino de la boda? Hay latiendo en los versos que dibujan el retrato y
la historia de Jimmy una entonación antinorteamericana próxima a la de Efraín
Huerta en “Avenida Juárez”; pero a diferencia del inmortal Cocodrilo (tan
omnipresente a lo largo de este libro poblado de cocodrilos),
Ogarrio no apela a ninguna sentencia explícita, a ningún acento de feroz
escarnio. Para hacernos sentir el peso oprobioso del personaje, y cuanto
en él se blinda más allá de cualquier posible resumen, basta que se limite a
mostrarlo, a dejarlo ser sin juicio alguno de por medio, sin tentación ninguna
de explicárnoslo. Y el retrato, adoptando como exclusiva brújula un inquietante
sabor a pelícanos devorados, termina por transmitir con plena nitidez todo el inconmensurable
azoro del presencial testigo, todo el terror acumulado de la potencial víctima;
incluso —sin mengua a cuanto el personaje tiene de doloroso, perverso,
inmisericorde y atemorizante— consiente deslizarse en determinado punto hacia
la sincera misericordia, hacia la condolida solidaridad.
Otra de las dialogantes influencias en la lírica de Ogarrio
es sin duda José Carlos Becerra. Queriendo desentrañar reflexivamente un mundo
que se derrumbaba ante sus ojos, Becerra engrosó, ramificó, prolongó y
enrareció por saturación el hilo discursivo de sus insomnes razonamientos:
espesó sobre las ruinas que emergían ante él un versicular diluvio de palabras.
Ogarrio prosigue la misma tarea, el mismo insomnio, las mismas versiculares
bocanadas de razonamiento enfebrecido, cuando aquellas ruinas reducidas a polvo han sido incluso dispersadas por el viento, y de aquel diluvio no resta sino el
eco. Lo mismo que en el Becerra de Relación
de los hechos, La Venta o Fiestas de invierno, la exaltada
meditación no deja nunca de significar, pero de tan tumultuosos y abstrusos sus
contenidos dan en deslizarse hacia la pura melodía, hacia el puro doliente
arrullo susurrado a media voz. Aquel páramo de murmuraciones con que Rulfo clausurara
el México rural tras recibir la tierra que la Revolución nos había dado,
Becerra y otros atinaron a reformularlo y actualizarlo ante la inminente ruina
de la modernidad urbana; Ogarrio lo arrostra en el punto justo donde la
distopía postindustrial abandona toda traza de anticipación futurista para
sincerarse franco costumbrismo.
…prefiero
la fogata de los que se escapan por los techos de zinc y por los tinacos de
aguas podridas en albas atroces con amor de pájaros…
Y sin embargo es justo entonces, al arrostrar el implacable
desierto —la tierra baldía cíclicamente actualizada— rehuyendo paliativos,
disimulos y consuelos, cuando aflora auténtica la medida posible de la
dignidad, la rebeldía y la esperanza. Es entonces cuando decir “ningún país es
mi país” no sólo se presenta ya como lamento de náufrago a la deriva, sino como
la eterna, orgullosa proclama del filibustero sin nombre, sin patrón y sin
bandera.
…para que otros vuelvan a soñar con su destino de
tormenta
/y de naufragio
En el título de otro de sus libros, Ogarrio había aventurado
con anterioridad lo que se antojaba una acre y tajante declaración de
principios: Nunca seremos poetas. Hoy resulta
posible esclarecer que se trataba sólo del inicio de una frase en espera de
completarse. Una frase que Ningún país es
mi país finalmente completa: “Nunca seremos poetas… porque siempre lo
fuimos”.
[1] Pacheco, José Emilio. Crónica Mexicayotl. De Los trabajos del mar [1979-1983]. En Tarde o temprano [poemas 1958-2009]. Fondo de Cultura Económica. México, 2009. 4a edición.
[Fotografía del autor: Arturo Chávez Carmona].