sábado, 26 de marzo de 2022

Peter Pan en el Jamás de Nunca País.

 

…sucede que a veces me canso de desaparecer…

 

Debo haber conocido a Gustavo Ogarrio hace cosa de veinticinco años. A partir de ahí, nuestra amistad se ha confeccionado alternando dos modalidades sostenidas. Durante ciertos períodos, intensas cercanías casi siempre en torno a algún proyecto compartido de trabajo literario. Y entre tales períodos, dilatadas pausas de lejanía y ausencia, durante las cuales no llegamos a perdernos de vista, pero apenas si sabemos el uno del otro mediante alguna lectura, el saludo en ocasión de los cumpleaños, los likes y comentarios a través de las inefables redes sociales.

Esas dilatadas pausas de lejanía son en realidad la cosa más mentirosa de este mundo. Creo que tanto Gustavo como yo tenemos claro que en algún punto del camino, sin esoterismos ni predestinaciones, con la naturalidad propia de los más serenos oleajes, nos tocará volver concederle razón al cortazariano andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos; y que nuestros modestos bajeles corsarios volverán a coincidir en el mismo puerto, para compartirse con alborozo cuanto hayan recolectado en sus respectivas travesías por los mares del vivir, el mirar, el leer, el pensar, el escribir.

Pero si esas dilatadas pausas de lejanía son la cosa más mentirosa de este mundo, es sobre todo porque cada vez que uno de tales reencuentros sobreviene, a Gustavo y a mí nos toca pasmarnos (ahí sí con acentos sobrenaturales), ante la proximidad a menudo mimética de buena parte de las cosas que él por su lado y yo por el mío, sin tener mayor noticia sustancial el uno del otro, hemos estado viviendo, mirando, leyendo, pensando, escribiendo.

Tal proximidad, con la saludable y lúcida mediación del escritor Antonio Monter, consintió entreabrirnos el mecanismo de su relojería profunda allá por el año 2010; cuando, escribiendo a seis manos los guiones narrativos de una serie de documentales para la televisión estatal, nos tocó convivir durante varios meses en absoluta promiscuidad textual, participando directamente de los más íntimos giros idiosincráticos, reflexivos y gramáticos del otro. Al término del proyecto, resultaba imposible saber quién había escrito qué, cuál párrafo sublime o deleznable era de quién.

 

…pero mirar es una alabanza secreta…

 

Para mí, leer su volumen de poemas Ningún país es mi país (Silla Vacía, 2020) ha proyectado ese mimetismo del que hablo  hasta nuevos niveles. Mientras transitaba cada una de las nueve estancias que lo integran, no cesaba de azorarme la constante impresión de que esta o aquella serie de versos bien podría haber formado parte de diversas cosas que yo he escrito en los últimos años; que diversos fragmentos de cosas que he estado escribiendo en los últimos años bien podrían incorporarse con naturalidad a su incesante flujo de visiones, salmodias, conjuros, blasfemias y murmullos. La pieza final, la que da título al libro, hasta por el estilo de versificación me parecía dialogar en musical canon con el remate de algo que, jugando a mirar la situación nacional desde los ojos conradianos de El corazón de las tinieblas, a su turno titulé Sentinela. Más de un pasaje de su apartado II (Radio Moscú) me hubiera venido a la perfección para acompañar el remate de un texto sobre Cantinflas donde me sueño preguntándoles a los actuales policías de la Plaza Garibaldi si me pueden indicar dónde quedó Toña La Negra. El tono general con el cual se canta a través de sus páginas, coincide a plenitud con la cita que elegí para concluir mi asedio a la lírica de José Emilio Pacheco:

 

Añicos y agujeros en la red / nuestra herencia de ruinas. / Por fin tenemos / que hacerlo todo a partir / de esta nada que por fin somos.[1]

 

Más allá de las específicas inflexiones ultraterrenas que el asunto pueda adquirir entre nosotros dos, semejante conjunción de consonancias obedece por supuesto también a razones mucho más racionales y lógicas. Razones que además constituyen uno de los leitmotiv rectores del poemario. Ningún país es mi país termina hermanando solidaria urdimbre, como parte del mismo exilio y el mismo naufragio compartidos, a todos los perfiles generacionales que en este momento consientan seguirse llamando México; igual si se trata de nonagenarios supervivientes de las tandas de música romántica en la XEW durante los años cuarenta, o de infantes desplazados por los más recientes saldos de la desorganización institucional y la criminalidad organizada. Pero lo hace subrayando de principio a fin un perfil generacional específico: el de quienes nacimos arrullados por el eco de las masacres del 2 de octubre y el Jueves de Corpus, fuimos a la primaria escoltados por los últimos coletazos del nacionalismo revolucionario, nos convertimos en la primera generación con un aparato televisor en cada hogar del país, alcanzamos la pubertad con el arribo de la tecnocracia neoliberal, nos asomamos a la prepa con el polvo del sismo de 1985 oscureciendo el aire, votamos por primera vez en las elecciones correspondientes a la célebre caída del sistema, cumplimos treinta años con Vicente Fox ocupando la silla presidencial.

 

…soy también ese comienzo de cangrejo fracturado

de hormiga con heridas felices

de ciudad que se funde con un aire que envenena…

 

Hay matices bien específicos en el hecho de compartir las más recientes debacles patrias perteneciendo a dicha generación. Quizá el más significativo tenga que ver con el hecho de que, además de extraviar un referente de pertenencia territorial unánimemente compartido, a nosotros encima nos ha llegado el tiempo de ver cómo aquellos puntos cardinales que una vez nos sirvieron hasta para habitar el desamparo y la zozobra, ven consumada la implacable fecha de su caducidad. Hace ya cosa de veinte años que se puede ser mexicano sin experimentar ningún género de umbilical conexión con Pedro Infante, María Félix, José Alfredo Jiménez, Angélica María, Cri Cri o El Santo. Algo imposible para la generación de nuestros padres, de nuestros abuelos y la nuestra; algo imposible entre nuestra primera infancia y nuestro primer divorcio. Y el porcentaje de quienes legítimamente ejercen dicha indiferencia hacia nuestro santoral se incrementa día tras día en forma abrumadora, aplicando parsimoniosa la goma de borrar a cuanto fuimos o creímos ser.

Nada de tragedias. Nada que ningún bloque temporal de seres humanos haya dejado de padecer antes o vaya a dejar de padecer después de nosotros. La habitual erosión de los paisajes físicos y emotivos que te permitieron reconocerte, si acaso matizada aquí por el dilatado plazo de perdurabilidad que representó para nuestro país el modelo sociocultural de la Revolución institucionalizada.

Yo he venido jugando desde hace cosa de un lustro  con la idea de Rip Van Winkle, aquel personaje de Washington Irving que se durmió joven y se despertó viejo. Ogarrio, sin expresarlo de manera explícita, pareciera decantarse antes bien hacia Peter Pan, menos en su acepción de niño negado a crecer que en la de huérfano que extravió su sombra. Hay que aclarar que Ningún país es mi país es un libro que a nadie excluye; admite leerse lo mismo en perspectiva iberoamericana, que dándole literalidad de enfoques globales y post-neoliberales a la absoluta carencia de patria. Pero sin duda hay inflexiones, tesituras, ritmos y guiños que sólo podrá dimensionar a cabalidad quien forme parte de la misma promoción sentimental y evocativa que el autor.

 

…blanca estela pavón en el umbral

siempre en el umbral de este dolor que no es dolor…

 

Ahora bien. Si algo me parece indispensable subrayar, es el hecho de que Ningún país es mi país reivindica y sustenta verso a verso su condición de libro de poemas. Pese a la proximidad de temáticas y fechas de aparición respecto del volumen de crónicas ¿En qué país estamos, Agripina? (Nitro/Press, 2020), o tal vez precisamente por ella, nos equivocaríamos al focalizarlo como la anómala glosa lírica de un articulista, la cana al aire de un académico, el resbalón sentimental de un ideólogo.

Ningún país es mi país traza con transparencia las coordenadas de un universo lírico por demás promisorio. Como parte, sí, de las diversas estancias de exploración creativa que conforman ya la obra de su autor. Pero también con un horizonte de autonomía sólido y pleno, que no admite ni apoyaturas, ni dispensas, ni coartadas. Hay por supuesto zonas de descompresión e inestabilidad; imágenes y palabras que se reiteran aquí y allá sin esclarecer todavía su estatus de obsesión perdurable o contingente muletilla; trechos donde las adjetivaciones narrativas parecieran lastrar el aliento musical; alguna tentativa que no terminó por cuajar. Sin embargo, lo que priva es una sostenida consistencia: esa difícil conjunción entre piezas individuales fulgurantes en sí mismas, y enlazadas a la vez como totalidad unitaria.

Aun cuando en términos anecdóticos y sentimentales pueda yo experimentar una especial afinidad hacia apartados iniciales del libro, como Otras diez películas de vaqueros o Radio Moscú, considero que el pulso y la mirada poéticos alcanzan su sazón y elocuencia plenos a partir del quinto apartado, Disparos en la casa de Saturno. Cadencia versicular e imaginería surrealista se nutren, domeñan y equilibran con acierto y fuerza. Estimo que en futuras travesías, para este Peter Pan en busca de su sombra singular en medio de tinieblas que a nadie pertenecen (a las que nadie pertenece), le convendría perseverar en el  formato de versos largos, con frecuencia rematados síncopa de pie quebrado por una o varias codas con línea diagonal:

 

…como una catarata de piel dura y triunfante

                                                              /en las mareas del río…

 

…se revuelcan sin cadáver como dioses del hambre y se van

                                                             /cuando rompe la mañana…

 

…nadie despegará ya por las heridas de este continente

                                                               /que no ha dejado

                                                              /de ser una isla…

 

Hay hallazgos felices también dentro del formato de prosa poética. Sin embargo, la cadencia musical del verso —una cadencia de largo aliento con sostenida métrica irregular— disciplina con mayor exigencia la voz y la mirada, ciñe cada imagen suelta a la figura unitaria que es el poema, depura las adjetivaciones.

Dicha musicalidad posee virtudes depurativas hasta en términos discursivos e ideológicos. Y es que Ogarrio está acometiendo una poesía abiertamente social, coqueteando a menudo con la cotidianidad noticiosa y el panfleto, en los tonos para nada inocentes ni anquilosados de un Roque Dalton o un Manuel Vázquez Montalbán. La suya es en casi todo momento una mirada militante, aun cuando apartidista; una mirada militante desde la izquierda. En las crónicas de ¿En qué país estamos, Agripina?, esa militancia tiende a topar recurrentemente con los insalvables límites de toda ideología: el moralismo y el marco teórico (otro rasgo, por lo demás, de los muchos que nos aproximan). Ante la erosión de sus mitos culposos, ante la franca escenificación apocalíptica legada por las ruinas del capitalismo de estado y la tecnocracia neoliberal, Ogarrio parece sentirse recurrentemente obligado por una parte a la disculpa sociológica, y por otro al desesperado apuntalamiento de cuanto considera políticamente correcto.

En las páginas de Ningún país es mi país, tal norma se vuelve excepción. Ahí están, sí, piezas como “Una manifestación de caracoles recorre los tiempos”, donde el candor reivindicativo (“/hermosas fogatas /de pájaros subversivos”) se ofrenda como un bálsamo de buenas intenciones en medio de la erosión, la turbulencia y la negrura. Pero a diferencia del cronista, el poeta no experimenta necesidad de disculpar a Bruce Lee, deconstruir negativamente su gusto por las canciones de Camilo Sesto, cubrir ninguna cuota de lenguaje inclusivo, ni disimular la recurrente sensación (no importa cuán atinada o cuán equívoca) de que esto quizá no tiene ya salida alguna.

 

…vendrá con su Antígona de pueblo    su Edipo de cantina

como una luz de confusiones blancas

como un martillo en la cabeza que nos arranca al amanecer

                                                         /de los brazos de helena…

 

No es que poemas como “El almirante”, “Sucede que a veces me canso de desaparecer”, “El arte de perdurar en el vacío” o “Breve estancia en ningún país” se deslicen hacia la fácil ambigüedad moral o hacia la resignada amargura. Es que en ellos las intuiciones abandonan toda tentación de concepto, moraleja y consigna, y asumen con valiente desnudez su destino de imagen.

Pongamos como ejemplo  “El sabor del pelícano en la prisión”, para mí uno de los momentos más logrados del poemario. ¿Quién es el atroz Jimmy tras las rejas? ¿Un asesino serial? ¿Un ex mercenario de la CIA? ¿Un criminal de guerra? ¿El mismo Johnny Redman que en otro poema posterior se accidentará con su novia camino de la boda? Hay latiendo en los versos que dibujan el retrato y la historia de Jimmy una entonación antinorteamericana próxima a la de Efraín Huerta en “Avenida Juárez”; pero a diferencia del inmortal Cocodrilo (tan omnipresente a lo largo de este libro poblado de cocodrilos), Ogarrio no apela a ninguna sentencia explícita, a ningún acento de feroz escarnio. Para hacernos sentir el peso oprobioso del personaje, y cuanto en él se blinda más allá de cualquier posible resumen, basta que se limite a mostrarlo, a dejarlo ser sin juicio alguno de por medio, sin tentación ninguna de explicárnoslo. Y el retrato, adoptando como exclusiva brújula un inquietante sabor a pelícanos devorados, termina por transmitir con plena nitidez todo el inconmensurable azoro del presencial testigo, todo el terror acumulado de la potencial víctima; incluso —sin mengua a cuanto el personaje tiene de doloroso, perverso, inmisericorde y atemorizante— consiente deslizarse en determinado punto hacia la sincera misericordia, hacia la condolida solidaridad.

Otra de las dialogantes influencias en la lírica de Ogarrio es sin duda José Carlos Becerra. Queriendo desentrañar reflexivamente un mundo que se derrumbaba ante sus ojos, Becerra engrosó, ramificó, prolongó y enrareció por saturación el hilo discursivo de sus insomnes razonamientos: espesó sobre las ruinas que emergían ante él un versicular diluvio de palabras. Ogarrio prosigue la misma tarea, el mismo insomnio, las mismas versiculares bocanadas de razonamiento enfebrecido, cuando aquellas ruinas reducidas a polvo han sido incluso dispersadas por el viento, y de aquel diluvio no resta sino el eco. Lo mismo que en el Becerra de Relación de los hechos, La Venta o Fiestas de invierno, la exaltada meditación no deja nunca de significar, pero de tan tumultuosos y abstrusos sus contenidos dan en deslizarse hacia la pura melodía, hacia el puro doliente arrullo susurrado a media voz. Aquel páramo de murmuraciones con que Rulfo clausurara el México rural tras recibir la tierra que la Revolución nos había dado, Becerra y otros atinaron a reformularlo y actualizarlo ante la inminente ruina de la modernidad urbana; Ogarrio lo arrostra en el punto justo donde la distopía postindustrial abandona toda traza de anticipación futurista para sincerarse franco costumbrismo.

 

…prefiero la fogata de los que se escapan por los techos de zinc y por los tinacos de aguas podridas en albas atroces con amor de pájaros…

    

Y sin embargo es justo entonces, al arrostrar el implacable desierto —la tierra baldía cíclicamente actualizada— rehuyendo paliativos, disimulos y consuelos, cuando aflora auténtica la medida posible de la dignidad, la rebeldía y la esperanza. Es entonces cuando decir “ningún país es mi país” no sólo se presenta ya como lamento de náufrago a la deriva, sino como la eterna, orgullosa proclama del filibustero sin nombre, sin patrón y sin bandera.

 

…para que otros vuelvan a soñar con su destino de tormenta

                                                             /y de naufragio

 

En el título de otro de sus libros, Ogarrio había aventurado con anterioridad lo que se antojaba una acre y tajante declaración de principios: Nunca seremos poetas.  Hoy resulta posible esclarecer que se trataba sólo del inicio de una frase en espera de completarse. Una frase que Ningún país es mi país finalmente completa: “Nunca seremos poetas… porque siempre lo fuimos”.




[1] Pacheco, José Emilio. Crónica Mexicayotl. De Los trabajos del mar [1979-1983]. En Tarde o temprano [poemas 1958-2009]. Fondo de Cultura Económica. México, 2009. 4a edición.

[Fotografía del autor: Arturo Chávez Carmona].


sábado, 5 de marzo de 2022

La hermana, el juglar y el llanto.


El mítico clown Ricardo Bell

Dice Ramón López Velarde en unos de sus más célebres versos:


Fuensanta: / dame todas las lágrimas del mar. / Mis ojos están secos y yo sufro  / unas inmensas ganas de llorar.[1]

 

Al que padece —mientras no le sobrevenga aunque sea el más vago resabio de resignación u olvido— las lágrimas vertidas, por muchas que éstas sean, continúan no sólo antojándosele escasas e insuficientes, sino amagándosele nulas, apenas las contrasta con la expectativa de las que habrá aún de verter antes de asomarse a algo que se parezca al sosiego. El poema de López Velarde no habla tanto de un llanto contenido, como de un llanto insuficiente: un llanto cuya medida de suficiencia apenas admite concebirse en escala marina.

 

Yo no sé si estoy triste por el alma / de mis fieles difuntos / o porque nuestros mustios corazones / nunca estarán sobre la tierra juntos.[2]

 

Dentro del marco del poema, esa especificación de que los mustios corazones no podrán estar nunca juntos sobre la tierra, sugiere de forma tan discreta como inequívoca a las aguas; aguas con que al cabo rematará su último verso, a manera de hipnótica opción. Nunca sobre la tierra, pero acaso sí en el fondo del mar. Es decir, en la definitiva sordera de ese infinito de lágrimas, cuyo misterio y magisterio parecieran obrar bajo entera potestad de la hermana.

Las lágrimas adquieren, por elemental metonimia, las propiedades más convencionales de las aguas, remitiéndolas y ajustándolas a su propio universo referencial. Mancha, sed y ahogamiento, representan magnitudes jerárquicas ante las cuales cada quien ha de cotejar su propio dolor. Hay tristezas que del llanto sólo aguardan la sencilla limpidez que les permita ser lavadas; hay tristezas que lo apuran con la aprehensión de un náufrago que descubre una fuente. La tristeza de quien sin grandilocuencias ni aspavientos reclama para sí un océano de llanto, participa de ambas modalidades, proyectándolas hasta su más extremo límite. La mancha es ya la carne, y por tanto la única forma de lavarla consiste en que las aguas la arrebaten y se la lleven con ellas de modo definitivo; el ahogo de la sed sólo será saciado para aquellos dispuestos a de verdad ahogarse.

Fuensanta presumirá ese don en otra emblemática y culminante pieza del corpus velardeano: El sueño de los guantes negros.

 

Soñé que la ciudad estaba dentro / del más bien muerto de los mares muertos.[3]

 

Asomándose por gracia del sueño a la misma ciudad sumergida que el poeta tabasqueño José Carlos Becerra afrontará enigma de la vigilia cuatro décadas más tarde, Ramón López Velarde se reencuentra con su muerta. No necesita sino sugerir sus descarnados huesos bajo los guantes y su imperio sobre aquel universo submarino, para que ambos elementos se perfilen con plena nitidez.

 

Al sujetarme con tus guantes negros / me atrajiste al océano de tu seno, / y nuestras cuatro manos se reunieron / en medio de tu pecho y de mi pecho, / como si fueran los cuatro cimientos / de la fábrica de los universos.[4]

 

¿Ha vuelto a reintegrarse lo disperso en lo hondo de las aguas? ¿Están otra vez juntos los hermanos en esa ensoñación de fantasmas ahogados? No es esa la impresión que el inconcluso poema produce. Apunta al respecto Octavio Paz:

 

Ha cesado la separación pero la verdadera unión, como lo insinúa la prudencia de los guantes negros, es imposible. El poema, más que la consagración de un amor que se consuma, parece ser el presentimiento de una eterna condenación.[5]

 

En cualquier caso, no es con este presentimiento de una eterna condenación, detectado por Paz, que la travesía espiritual propuesta por el conjunto de la obra de Ramón López Velarde remata. Las ansias por un llanto de cataclísmicas proporciones, que permita reunir ahogados al hermano y la hermana, constituye una etapa indispensable, esencial, pero con claro carácter propiciatorio. De manera elocuente y harto significativa, sin importar cuán azarosa, El sueño de los guantes negros quedará inconcluso. El enigma de sus puntos suspensivos en los huecos de aquellas palabras que el poeta no llegó a precisar —tan inquietantes como las manos ocultas de su ultraterrena protagonista— prevalece a manera de recordatorio y guiño: no nos hallamos ante una definitiva sentencia, sino ante una pregunta inagotable. Pregunta para la cual, en cierto punto, a nadie le parece posible sino una única respuesta; y por eso, cada uno a nuestro turno, con diversos acentos, suplicamos:

 

Hermana: / dame todas las lágrimas del mar...[6]

 

Para situar con plena perspectiva los matices que puede adquirir el llamado del océano y del olvido, útil será recurrir a otro de los representantes estelares del modernismo mexicano, Luis G. Urbina, en su también célebre Balada de la vuelta del juglar, de 1913, así como a las inflexiones que a través suyo atisbara.

 

—Dolor: ¡qué callado vienes! / ¿Serás el mismo que un día / se fue y me dejó en rehenes / un joyel de poesía? / ¿Por qué la queja retienes? / ¿Por qué tu melancolía / no trae ornadas las sienes / de rosas de Alejandría?[7]

 

Las rosas de Alejandría, junto con su prestigio perfumístico y cosmetológico, poseen una dilatada historia dentro de la farmacopea, cuyos orígenes se remontan a regiones legendarias y épocas ancestrales; son conocidas sus cualidades laxantes, y su empleo como ingrediente en ciertos purgantes infantiles; signo pues no de ornato sino de terapéutica fluidez. Lo cual refuerza de nueva cuenta aquí la declaración de que no se llora, aun cuando el poema mismo sea puro incontenido llanto. Otra vez la insuficiencia que se identifica inexistencia. La queja se antoja retenida no porque aún esté por emitirse, sino porque proferirla no acarrea alivio alguno.

Pero además la pena pasa aquí a reclamar íntegra para sí la identidad del pesaroso, multiplicando y retrayendo simultáneamente al protagonista desde la aislada individualidad hasta la dualidad y la triada.

El poeta le habla primero al dolor, y el dolor se materializa afligido juglar con quien el poeta se conduele, para delinear enseguida un acompañamiento que en último término sugerirá la más radical de las soledades. Acaso en todo momento no hemos asistido sino a la ensimismada y excluyente intimidad del poeta consigo mismo. Pero esa soledad nos involucra al convertirnos en testigos, y por tanto somos dos (quien escribió y quien lee) quienes habitamos el poema. Y ambas impresiones resultan por completo compatibles con la opción de que el lector es un tercero, el testigo de una estampa donde otros dos, distintos aunque semejantes a él, se acompañan.

Concentrémonos ahora en la caracterización del personaje central de la estampa. Ese que puede ser, indistintamente, el dolor, el doliente individual o duplicado, así como la suma integral que conjuga y sintetiza todos estos elementos.

 

¿Qué te pasa? ¿Ya no tienes  / romances de yoglería, / trovas de amor y desdenes, / cuentos de milagrería? / Dolor: tan callado vienes / que ya no te conocía…[8]

 

La reiteración del motivo, su obvia geometría y su añeja entronización como lugar común, han sido incapaces de menguar la impresión universalmente renovada de que nada ni nadie encarna la tristeza de modo tan cabal como un payaso genuinamente triste. Señala al respecto Hugo Hiriart:

 

En el payaso pintarrajeado y gesticulante la melancolía alcanza su cumbre. ¿Por qué es melancólico el payaso? De entrada porque si hay algo libre, libérrimo, y ajeno a impostación, eso es la risa. Nadie ríe por mandato o decreto. En el disfraz del payaso hay un elemento de risa obligatoria, por eso fracasa siempre en su intento. Y aparece ahí ese otro sentido, más suave, lateral, el del fracaso estrepitoso y esencial. La delicada poesía del fracaso.[9]

 

 “¿Qué te pasa, ya no tienes romances de yoglería?”; ¿ya no te quedan gracejadas, canciones, mohines, chistes, malabares, juegos de palabras? “Dolor, tan callado vienes que ya no te conocía”; por poco y no te reconozco, aquejado de tamaña parquedad, de tan afligido talante (y sin embargo debo aceptar que en él te hallas quizá en tu patria más natural y más propicia).

 

Y él, nada dijo. Callado, / con el jubón empolvado, / y con gesto fosco y duro, / vino a sentarse a mi lado, / en el rincón más obscuro, / frente al fogón apagado.[10]

 

Tal ya apuntábamos, el poema de Urbina juega a mimetizar y a desdoblar la identidad del doliente protagonista. Ora podemos postular que el juglar se encuentra por completo solo, interpelando su dolor. Ora podemos decir que quien se encuentra solo es el poeta, ataviando con galas de payaso al dolor que creía ausente. Ora podemos considerar que los términos de la estampa que se dibuja son los de esa soledad acompañada, propia de los hermanos de la misma pena: esos a quienes no resta más prerrogativa que la de “acompañarse en el sentimiento”.

 

Y tras lento meditar, / como en éxtasis de olvido, / en aquel mudo penar / nos pusimos a llorar / con un llanto sin ruido...[11]

 

El último verso de la balada no hace sino fortalecer semejantes evocaciones.

 

Afuera, sonaba el mar…[12]

 

En su Antología del modernismo de 1970, José Emilio Pacheco, tomando como base una versión distinta a la aparecida en la edición de Lámparas en agonía de 1914 (la que habitualmente suele reproducirse), reúne dicho verso con el precedente en un dístico blanco:

 

con un llanto sin ruido… / Afuera, sonaba el mar…[13]

 

Además de la nueva frase veladamente sugerida por tal disposición (“con un llanto sin ruido afuera sonaba el mar”), la impresión de silencio que el llanto produce por contraste con el estruendo marino resulta aún más nítida. Los que lloran desearían una magnitud sonora como la que estalla afuera para sus propias lamentaciones.

Sólo el mar otorga cabal expresión a la hondura de la tristeza padecida. Sólo confundidos con la indistinta desmesura de las aguas aspirarán los dolientes a en verdad llorarla.


Luis G. Urbina y Ramón López Velarde



[1] López Velarde, Ramón. Hermana, hazme llorar... De La sangre devota. En Poesías completas y El Minutero…

[2] Ibídem.

[3] López Velarde, Ramón. El sueño de los guantes negros. De El son del corazón. Op. cit.

[4] Ibídem.

[5] Paz, Octavio. Cuadrivio.

[6] López Velarde, Ramón. Hermana, hazme llorar... Op. cit.

[7] Urbina G. Luis. Lámparas en agonía. Librería de la Viuda de Ch. Bouret. México, 1914.

[8] Ibídem.

[9] Hiriart, Hugo. Circo callejero. INAH, Era. México, 2002.

[10] Urbina, Luis G. Op. cit.

[11] Ibídem.

[12] Ibídem.

[13] [En] Pacheco, José Emilio. Antología del modernismo (1884-1921) UNAM, Era. México, 1999. 3era edición.