miércoles, 25 de noviembre de 2015
Michoacán y su evaluación
I
El suizo Philippe Perrenoud era
uno de los escasos autores que lograban hurtarse del dominante tono apologético
y propagandístico en los materiales de apoyo de la especialidad PROFORDEMS
(para la capacitación de docentes de nivel bachillerato en el modelo educativo
por competencias) que a mí como a miles de maestros me tocó cursar hace cosa de
tres años. En medio de un alud de
textos donde se tendía a privilegiar la entonación paternalista y la actitud de
proselitismo festivo, reconfortaba hallar cada tanto materiales como los suyos,
donde no te escatimaban ni te excusaban el papel que como profesor te
corresponde: el de un profesional adulto con capacidad crítica, desdeñando el
de pasivo adepto en espera de conversión.
Uno
de dichos materiales (Diez
nuevas competencias para enseñar) aborda, entre otros varios temas, la
amplitud de perspectivas con que debe contemplarse la incorporación de las
Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) al proceso de
enseñanza-aprendizaje. A partir de los planteamientos ahí vertidos, pueden
perfilarse tres rubros o perfiles, con una amplia gama de matices intermedios.
Por un lado, estarían las TIC como medios útiles para la adquisición de
competencias no remitidas a ellas (el uso de un blog para el estudio del
Imperio Romano, por ejemplo); por otro, las TIC como competencias en sí mismas
(conocer el funcionamiento y uso genéricos de una plataforma digital,
independientemente de los estudios que en ella vayan a cursarse); por último,
la variante que acaso quepa identificar como más esencial, emblemática y poco
advertida de este enfoque formativo: las TIC como pretexto para la adquisición
de competencias y logros de objetivos que no es necesario enunciar de manera
explícita, que el educando puede adquirir sin conciencia clara de estarlas
adquiriendo, y cuya revelación consiente ser verticalmente dosificada y
dirigida desde las instancias de control superior.
Si antaño el fin justificaba
los medios, y ayer el medio era el mensaje, hoy los medios están ahí para garantizar
la administración discrecional de mensajes y fines. Reflexión que puede y debe
abordarse más allá del ámbito de las TIC, para abarcar todos y cada uno de los
medios y estrategias implementados en la reforma del sistema educativo nacional
durante los últimos años.
¿En qué consiste el “éxito”, oficialmente
celebrado con bombo y platillo, lo mismo a nivel estatal que federal, de la
jornada de evaluación para docentes llevada a cabo en Michoacán durante el
pasado fin de semana? ¿Cuál es el fin y cuál el mensaje enmascarados tras este
medio denominado “evaluación”? ¿Qué es lo que en realidad se está evaluando? Porque
pareciera que la idoneidad o no de los docentes para desempeñar la tarea que
les ha sido encomendada, es en este caso lo último que interesa. Menos de dos
mil profesores de una población aproximada de sesenta mil (contabilizando sólo
las escuelas públicas entre nivel básico y medio superior), examinándose en un
modelo educativo cuya caducidad y remoción inminente era anunciada a esas
mismas horas por el Secretario de Educación Pública en la Ciudad de México.
Fuera del segundo rubro contemplado
(Examen de Conocimientos Disciplinares), mismo que arrojará resultados útiles
para cualquiera que sea el modelo por venir, el resto del proceso de evaluación
docente (Presentación de Evidencias, Examen de Casos para Competencias
Didácticas, Planeación Argumentada) está concentrado en verificar la intachable
conversión de los profesores a la verdad revelada del modelo por competencias.
Si, como se ha manifestado en reiteradas ocasiones, aquellos que no aprueben el
proceso recibirán durante los meses venideros capacitaciones a fin de atender
sus “áreas de oportunidad” (eufemismo empresarial para disimular lo que antes
se denominaba carencias), ¿significa que recibirán capacitación en el modelo
evaluado, aun cuando a partir del siguiente ciclo escolar éste comience a ser
sustituido por “un nuevo modelo de educación básica, con nuevos planes y
programas de estudio”, de acuerdo con declaraciones hechas por Aurelio Nuño,
titular de la SEP, el pasado domingo?
Nos equivocaríamos al suponer
que estamos sin más ante un equívoco cantinflesco o un absurdo kafkiano, de
esos en que la vida pública nacional suele parecer pródiga, pero tras los
cuales tienden a escatimarse sistemáticamente las reales intencionalidades e
implicaciones de cuanto sucede.
El ocultamiento y la
discrecionalidad siguen constituyendo normas omnipotentes para el ejercicio del
poder en nuestro país, aun cuando la resultante sea una panorámica de desfachatado
cinismo, prepotencia generalizada y vergonzante descaro. Con idealismo que la
realidad material de nuestras sociedades y sistemas educativos se ha encargado
sobradamente de refutar, Perrenoud advierte en Diez nuevas competencias…:
¡Que
los que quieran formar a los profesores en TIC para que a su vez «inicien» a
sus alumnos no avancen a escondidas! Este objetivo no es ilegítimo, pero
resulta peligroso: con la excusa de ampliar los medios, se implica
implícitamente los propósitos de la escuela. Si la apropiación de una cultura
informática debiera ser considerada como un objetivo de pleno derecho de la escolaridad
básica, mejor sería justificar esta proposición y debatirla abiertamente…
“Con la excusa de ampliar los
medios, se implica implícitamente los propósitos de la escuela”. Es decir, los
medios no son inocentes jamás.
Si de algo careció desde el
primer momento la reforma educativa en nuestro país fue justo de un debate
abierto. Dejemos por un instante de lado las implicaciones laborales, decisivas
en su implantación, y aboquémonos a la arena de la discusión pedagógica. El
modelo por competencias fue proclamado como la más vanguardista y perfecta
opción educativa a nivel mundial, y sus detractores quedaron caracterizados en
automático como víctimas de la desinformación y la ignorancia, cuando no como perversos
agentes de las más retrógradas inercias y las más populistas taras. La opción
del disentimiento fundamentado y crítico quedó inhabilitada por principio.
En otro de sus textos (El proceso didáctico como proceso de comunicación)
Perrenoud insiste en la importancia de que, antes de lanzarse a la implementación de un sistema
orientado hacia el desarrollo de competencias, se precise la definición puntual
de una idea de educación, una idea de sociedad, una idea de país.
En
México, los señalamientos críticos hechos a la reforma educativa en función de
sus orientaciones ideológicas y políticas, fueron desde que se postuló (y siguen
siéndolo todavía) sistemáticamente atajados con el argumento de una supuesta (a
todas luces imposible) neutralidad. Como iniciativa de gobiernos concretos, guiados
según directrices históricas claras, obedecen a una orientación bien precisa de
rumbo para los asuntos públicos de México. En nuestro país, la adopción del modelo
por competencias no constituyó nunca un enfoque “neutro”, del
cual cada quien podía aprovechar determinadas “bondades” según su particular
enfoque y juicio. Omitiendo toda discusión sobre el tipo de sociedad y espacio
público a construir (discusión imprescindible antes de definir las competencias
que buscan desarrollarse), el rumbo se dio por sentado de antemano. El
resultado es que los fines institucionales, las competencias genéricas y las
divisiones disciplinares establecidas obedecen a una visión claramente
condicionada: la del neoliberalismo más recalcitrante.
El argumento de que cuanto se
pretende es propiciar una educación de calidad, omite el hecho de que en materia
de espacio público la calidad no constituye un valor en sí mismo, y debe remitirse
a los contenidos, las funciones y los fines que
a su amparo pretenden ser legitimados.
II
¿Quiénes eran realmente los que
estaban siendo evaluados el pasado fin de semana en Michoacán? ¿Cuáles eran las
competencias que se pretendía ver adquiridas? ¿Qué tipo de evaluación
diagnóstica y qué tipo de planeación argumentada estaba realmente ensayando en
nuestra entidad el gobierno federal, por encima de la aplicada en concreto a
los profesores que concurrimos a la correspondiente convocatoria?
Por un lado, no cabe duda que estaba
siendo evaluada la incondicional obediencia del penúltimo bastión perredista
del país, ante las directrices establecidas por la definitiva puesta en marcha
de las reformas estructurales que han venido habilitándose durante los últimos
sexenios, y frente a las cuales el PRD naciera en su momento como impulso de una
alternativa divergente.
Por otro, estaba siendo
evaluada la funcionalidad del operativo logístico-policiaco para aquellas entidades
identificadas como focos rojos en función de la fortaleza que en ellas ha
mostrado históricamente el sindicalismo magisterial disidente. Para nadie resultó
nunca un secreto que la mayor resistencia a la reforma educativa en general y a
la evaluación docente en específico (antes de la inesperada reacción del
magisterio veracruzano) iba a presentarse en Michoacán, Guerrero, Oaxaca y
Chiapas; y que entre esas cuatro entidades la que, por diversas razones,
presentaba un escenario más manejable y menos virulento, era precisamente
Michoacán. La celebrada “experiencia de
éxito” de la evaluación docente michoacana, constituyó apenas un primer ensayo
integral, y ahora enfrentará el reto real para el que fue diseñada, frente a secciones
sindicales infinitamente menos desarticuladas, menos corrompibles y menos dúctiles.
Porque otra de las cosas que con
toda claridad estaba siendo evaluada, era el grado de debilitamiento y
descomposición de la disidencia magisterial michoacana, fruto no sólo de las
prácticas clientelares, la acumulación inescrupulosa de prebendas, los usos cupulares
y los abusos corporativos que los diversos niveles gubernamentales procuran
esgrimir como exclusivo y virtuoso motor de su reforma educativa, y que en
efecto constituyen el insoslayable saldo negro de nuestro envilecido
sindicalismo; sino también —bajo patrocinio de esos mismos niveles gubernamentales—
como consecuencia de la cooptación, la guerra
sucia, el acoso institucional, la retención de recursos, el linchamiento
mediático y la sistemática instrumentación de medidas que atentan contra el más
elemental derecho laboral y la legítima organización de los trabajadores.
Cuando Aurelio Nuño declara que la reforma derriba las barreras de un sistema
caracterizado por relaciones corporativas que premiaban el clientelismo
político, buen cuidado tiene de omitir toda alusión a las nuevas barreras, las
nuevas relaciones corporativas y el nuevo clientelismo empresarial que a través
de ella se prohija.
Pero quizá el propósito educativo
central, la competencia adquirida más apreciada tras la primera etapa de la
evaluación docente en Michoacán, sea la incorporación de la normatividad,
logística, infraestructura y fisonomía policiacas como componente natural de los
trámites institucionales y del discurrir cotidiano. La columna “Punto de vista”,
aparecida sin firma en la edición del pasado lunes de La Jornada Michoacán (franquicia local que desde su creación ha
usufructuado a partes iguales, sin el menor escrúpulo, el prestigio
contestatario de la marca que la apadrina y el servilismo editorial ante la
institucionalidad estatal de cuyo financiamiento depende) celebraba el “palmo
de narices” de quienes pronosticaban la militarización de Morelia (como si ésta
no se hubiera implantado con lógica de intensidad progresiva desde el sexenio
de Felipe Calderón), aseverando que la
presencia policiaca se desplegó “sin atentar ni inhibir la movilidad ciudadana y
la convivencia social”.
La excedencia de elementos
policiacos y militares en las calles de cualquier ciudad, así se trate de la
fuerza pública más confiable y apreciada por la población civil, es en sí misma
intimidatoria e inhibe por ese sólo hecho la vida cotidiana de la ciudadanía. Ni
qué decir del matiz que adquiere cuando se traduce en el creciente despliegue de
efectivos cada vez más espectacular y amenazadoramente pertrechados, adscritos a
un sistema de seguridad sobre el que (sólo en fechas recientes y a manera de
botón de muestra) penden con elementos de sospecha más que justificados nombres
como Ostula, Tlatlaya o Ayotzinapa.
El anónimo redactor de “Punto
de vista” acaso experimentará un deleite estético para el que la mayoría de los
morelianos nos hayamos todavía incapacitados, al admirar desde los portales el tranquilizador
perfil de una tanqueta recortado contra el fondo de la Catedral, o al
contemplar la acechanza de los vehículos antimotines en las inmediaciones de la
Avenida Madero cada vez que hay una manifestación programada. Seguro le pareció
divertido el modo en que un empleado de Televisa ordenó orillarse a las decenas
de uniformados que colmaban la calle el día que se transmitió (con onerosa
carga al erario público) el programa “Hoy” desde la Plaza de Armas, a fin de
que en la toma el paisaje urbano se apreciara despejado y apacible. Y seguro
habría sonreído con patria satisfacción o ecuánime naturalidad el domingo, tras
advertir que para “proteger” a los maestros durante la evaluación docente se
habían apostado granaderos incluso al interior de los sanitarios.
Ironías aparte, el hecho es que
se trata apenas de un pequeño botón de muestra, en mitad de una abierta cargada
propagandística que incluye a la mayor porción de los medios informativos, de
las organizaciones partidarias, de los representantes de la iniciativa privada
y de flamantes funcionarios hace apenas unas semanas irreductiblemente críticos
ante el reformismo peñista.
La militarización y el estado
de emergencia, así en Morelia como en París, siempre podrá cargarse a la cuenta
de “los otros”, cualesquiera que estos sean, más amenazantes y funcionalizables
cuanto más difusos. Que la autoridad incurra en medidas indeseables quedará
tácitamente justificado bajo los argumentos de que no se le dejó otra salida,
de que ante lo desconocido ningún coste resulta caro y de que en estos tiempos ninguna
precaución es poca.
El viernes pasado, cuando ya
todos los profesores contemplados para la evaluación habíamos sido notificados de
que el examen daría inicio el domingo a las 8:00 a.m. y debíamos presentarnos
con una hora de antelación, comenzaron a circular correos electrónicos donde la
SEE nos emplazaba para acudir desde las 5:00 a.m. a diversos puntos de reunión
de la ciudad, donde se dispondría de “transporte seguro, debidamente
resguardado” y en el que se cuidaría “la privacidad de los pasajeros, para trasladarlos a la sede de evaluación”. Alarmismo amedrentador que siempre cabrá disculpar a
posteriori como diligente exceso de buena fe, provocado por la impredecible
amenaza de “los otros”.
Legitimar la omnipresencia
intimidatoria de la fuerza pública como norma del día a día, bajo excusa de que
no se ha dejado otro remedio a las apenada pero decidida autoridad —misma que
hará cuanto sea necesario para garantizar nuestro bien, incluso (o sobre todo)
cuando no estemos capacitados para distinguirlo como nuestro bien—, constituye
el eje rector y la espuria coartada de cuantos órdenes han decidido quitarse la
careta para asumir, fuera de todo disimulo, un franco carácter autoritario.
viernes, 14 de agosto de 2015
Nuestro Don Juan y sus desventuras
I
Orillado a las márgenes del más previsible
guiñol por la reiteración periódica (ya menos fidelidad ritual que mera inercia
condicionada), el Don Juan Tenorio de
José Zorrilla mira cómo, al menos en nuestro país, la distancia entre sus
parodias cómicas y sus versiones "serias" tiende prácticamente a
desaparecer.
Si el espacio que distingue
tradición vital de costumbre refleja, está hecho todo de valor y de sentido, a
estas alturas, vista la penuria estética de la inmensa mayoría de las puestas
en escena perpetradas bajo su referencia tutelar (sin otro aliento que el
señuelo de éxitos cuantificables garantizados), podemos decir que el Tenorio se
sostiene en exclusiva por la incondicional generosidad que su sola evocación
sigue generando en el público. Una y otra vez, el respetable estará dispuesto
no sólo a abarrotar las gradas, sino a ovacionar de pie y sin concesiones
cuanta humana presencia se coloque en proscenio tras la caída del telón, lo
mismo en la versión paródica del año (ante los cómicos de siempre y las vedetes
en turno) que en la enésima reposición del texto original (ante puestas que
imitarán fielmente, con mayor o menor voluntad, con mayor o menor fortuna, con
mayor o menor despilfarro de recursos, el muy particular estilo de los viejos
programas televisivos de Enrique Alonso).
Por lo demás, esto no es nuevo.
Cerca ya de la muerte, movido quizá a partes iguales por un exceso de celo
crítico (que lo llevaba a magnificar ciertos yerros literarios del original) y
por el resentimiento financiero (un contrato prematuro le impidió obtener
beneficio alguno por las ediciones y representaciones de su obra), Zorrilla se
jactaba amargamente de dar, con una creación insoportablemente imperfecta,
manutención a todos los teatros, empresarios y compañías de España, para
quienes la temporada anual del Tenorio representaba desde entonces garantía
irrecusable de audiencia y de taquilla.
Mucho tinta ha hecho correr esa
especial fascinación popular generada por las andanzas del peculiar personaje
en España e Hispanoamérica. Bastante tinta más, por supuesto, que la invertida
(al menos en las tierras que le prodigan o prodigaron devoción) para
desentrañar el poco prestigio de que, por contraste, goza el Tenorio en el
resto de Europa dentro del contexto general del mito de Don Juan, uno de los
más señeros para la imaginería literaria de Occidente.
Víctima de su propia popularidad,
el texto de Zorrilla parece cada vez más inhabilitado para tentar a una
sensibilidad escénica tan digna de su vigente pertinencia y de su no
esclarecida hondura, como capacitada para otorgarle el sitio que por mérito
propio debía corresponderle junto a los don juanes de Moliére, Mozart, Hoffman,
Byron o Shaw.
Y es que su universo quizá no sea
ya ni siquiera el del habla hispana. Cabría indagar de cuánto favor gozan hoy
sus representaciones en los países del resto del continente y en la propia
España, y preguntarnos si no estaremos delante de un fenómeno estricta o al
menos prioritariamente mexicano.
(Las resonancias poéticas y
espirituales del Tenorio con ciertos rasgos de la identidad nacional más
convencional —no por ello menos auténtica— son evidentes. Sus fechorías caben
íntegras en la lógica del calavera que
Pedro Infante quintaesenciara como mitad dual de su propio mito en un largo
rosario de películas. Pedro "el malo", tan incorregible como
irresistible, cábula, seductor, entrón y sólo redimible a través de la pasión
amorosa; el complemento necesario para la integridad a toda prueba encarnada en
el extremo opuesto del espectro por Pepe el Toro y sus derivados.)
Si en nuestras manos reposa el
futuro de Don Juan Tenorio, sus
expectativas difícilmente podrían enfrentar mayor adversidad. Arrebatado por la
iniciativa comercial, el hábito institucional y la (en muchos sentidos loable)
curiosidad amateur, a los creadores capaces, no de revitalizarlo, sino de
advertir y potenciar su vitalidad intacta, no les produce atracción alguna.
Poco interesará tan poco a una compañía o a un director serios, como acometer
una puesta en escena del Tenorio.
Los resultados de este desdén se
hallan a la vista.
Y, no obstante, el texto continúa
atesorando tanto las honduras poéticas inherentes al mito de Don Juan, como las
ramificaciones y connotaciones específicas con que Zorrilla lo enriqueció al
pasarlo por el tamiz del duende ibérico. Hay cosas de Don Juan que sólo el
Tenorio ha sido capaz de decir.
Ese tesoro permanece intacto en
sus musicales octosílabos, en la modesta gloria y la cómica vileza de sus
personajes, en la mucha carnalidad y el escaso platonismo de su historia de
amor, en su privilegiada síntesis de la escindida identidad española y su
prefiguración del destino que la acechaba al traspasar el umbral del siglo XX,
en sus múltiples y en ocasiones penosamente flagrantes desprolijidades,
absurdos, incoherencias y chabacanerías. La verdad poética a menudo brota como
imprevisible confluencia de empeños y de azares, poco o nada circunscritos a la
corrección formal.
El Tenorio, sin ser una maravilla
literaria, es un prodigio poético.
Un prodigio poético amparado en
la estructura de una corrida de toros. De la gestación solar a la resolución
lunar. En él laten, a su manera, las mismas arrebatadas certidumbres (no
certezas) que antes habían latido en Cervantes, Quevedo, Velázquez y Goya, y
que más tarde latirían en Machado, Lorca, Picasso y Falla.
Será fruto de ello la generosidad
incondicional de su público. A veces el espectador, aun cuando para hacerlo
deba superar la barrera interpuesta por toda suerte de lamentables mediaciones
(direcciones caóticas, reminicencias zarzueleras, actuaciones insufribles,
autocomplacencia absoluta), si se le pone delante una materia propicia, es
capaz de acometer los hallazgos más fecundos. No importa que luego no sea capaz
de explicarlos. Lo importante es que viven en él.
II
En principio, el planteamiento base del
Tenorio parecería menos que propicio a controversias y equívocos, toda vez que
las declaraciones del propio Zorrilla siempre compartieron y reforzaron la
superficial interpretación general de que la obra fue objeto desde sus primeras
representaciones; los múltiples reparos que hasta su muerte prodigó contra
ella, iban más bien orientados hacia sus flagrantes desaliños estilísticos (en el
uso del lenguaje y el trazo de caracteres), así como a sus muchas
inconsistencias escénicas (defectos de tiempo, lugar y acción). Que fuera
interpretada como una suerte de fábula sobre la redención del libertinaje
sacrílego por obra y gracia de la castidad y la pureza, no mereció hasta donde
sabemos objeciones de su parte; por el contrario, a tal punto era suya la misma
idea, que estaba convencido de que toda posibilidad de gloria futura para el
drama se debería a la invención de una doña Inés cristiana, en contraste con
las heroínas paganas de otros don juanes.
No obstante, en la creación artística (y acaso
no solamente en ella) la última verdad poética de la obra, única capaz de
otorgarle medida justa, escapa con frecuencia a las intenciones de su creador,
sin importar cuán elevado o ruin pueda resultar el aliento que las anima, de la
política a la moral, de la adhesión ideológica a los intereses comerciales e
institucionales, de la complicidad gremial a la animadversión intelectual.
La lectura oficializada, prácticamente
unánime, que el Tenorio ha debido padecer, y que lo circunscribe de manera
íntegra a los códigos y valoraciones no digamos de la fe cristiana, sino de un
catecismo de primera comunión, es a todas luces insuficiente para explicar la vigencia
de la fascinación poética que por encima de sus múltiples y confesos defectos
continúa ejerciendo.
Contra lo que se cree, el Tenorio, aun cuando
toma como andamiaje referencial las más previsibles convenciones del
catolicismo ibérico, no les queda circunscrito.
Es de suponer que esta fallida convicción haya
dado origen a la hoy tradicional entonación guiñolesca de sus puestas en
escena. A estas alturas, la asociación automática de entonación y obra en la
conciencia del espectador, espesa un velo que impide discernir cuál pudiera
ser, en términos estéticos, el
verdadero planteamiento original, invisible incluso para su artífice.
Lo verdadero, en términos estéticos, no puede
extraerse sino de la propia obra.
Tomemos como punto de partida (sin perder de
vista que el Don Juan Tenorio en su
conjunto ha pasado a convertirse ya en un enorme lugar común) el mayor de sus
lugares comunes: el diálogo de amor entre don Juan y doña Inés durante el
cuarto acto. Hasta el hartazgo repetida con afectación declamatoria
("...en esta apartada orilla / más pura la luna brilla..."), la
escena remite de inmediato a la imagen de una piadosa e inmaculada novicia
mirando al cielo, y de un postrado galán en trance de platónica redención. Sin
embargo, basta desprenderse del reflejo condicionado y retomar las palabras de
Zorrilla como si nunca las hubiésemos oído, para advertir, sin necesidad de
suspicacia sino apenas de sentido común, que si algo no hay en ese diálogo es
platonismo o castidad. En él, aún sin alcanzar el hondo lirismo arrebatado de
Lorca, está nítidamente prefigurada la sensualidad trágica de Bodas de Sangre y de sus propios amantes
prófugos.
"Tu presencia me enajena, / tus palabras
me alucinan, / y tus ojos me fascinan / y tu aliento me envenena" profiere
Inés, reconociendo dentro de sí la misma fuerza que anima a don Juan;
reconociéndose en don Juan al ser nombrada por él. Si, valiéndonos de los
términos habituales, concedemos que lo que ahí ocurre es en su caso una caída
("...o arráncame el corazón, / o ámame, porque te adoro"), no cabe
duda de que tal caída es hacia su propio interior; una mirada integral de sí
misma a partir del descubrimiento de las zonas, impulsos y deseos que la vida
conventual había pretendido mantener velados. Ya desde el acto tercero, sus
reacciones ante la lectura de una carta de don Juan no dejan lugar a
confusiones. La pasión que se despierta en ella (esos "sentimientos
dormidos", ese "tan nunca sentido afán", "ese encendido
color que en tu semblante no había"), está más que lejana del
sentimentalismo asexuado y la contención penitente.
"Esa palabra / cambia de modo mi ser, /
que alcanzo que puede hacer / hasta que el Edén se me abra" repone a su
vez don Juan. Tomando en cuenta que el arrebato que late tras "esa
palabra" (es decir, tras la pasión enunciada por Inés en toda la amplitud
de su iluminación carnal), es tan, digámoslo así, poco cristiano, cabría
preguntarse cómo puede abrirle a ésta o a cualquier otra alma
"descarriada" la posibilidad del cristiano cielo.
Siguiendo la lógica de capilla que ha usurpado la lectura del Tenorio,
podría argüirse que, al advertir la dimensión del sacrilegio que está por
cometer profanando con sus artes amatorias un espíritu tan puro, don Juan
retrocede aterrado, renuncia de golpe a lo que ha sido y encuentra la ruta de
su salvación a través del arrepentimiento.
No es así. Basta leer.
Don Juan no renuncia al impulso
primero que lo llevó a seducir a Inés; por el contrario, es en ese impulso, por
primera vez correspondido con proporcional intensidad y pareja estatura, que
entrevé la posibilidad de salvarse. Lo que se comienza a consumar en esa escena
es, sí, una redención. Mas no una redención de pandereta, cerrado y sacristía.
Tratándose de España, así en la historia como en el arte, toda auténtica redención
se consuma siempre a través de la carne (y de la sangre), no de espaldas a
ella.
Ahora bien: ¿salvarse de qué? ¿salvarse para
quien? ¿Salvarse del satán de pastorela que la inercia de temporadas anuales ha
acabado por perfilar tras las accciones del protagonista? ¿Salvarse para el
dios de la tradición hispana más recalcitrante, el dios que la abadesa de las
Calatravas pondera ante Inés, el del "pedazo de cielo / que por las rejas
se ve"? ¿Es el "dios de don Juan Tenorio" el del arrepentimiento
temeroso y pragmático en el borde mismo de la tumba?
No. No es así. Basta leer.
A través de la pasión como despertar pleno y
total, como mirada absoluta, Don Juan e Inés se salvan del mal dual que los
acecha (el mismo mal que ha acechado desde siempre a España) y que consiste por
un lado en la obstinación irrefrenable y hueca, y por otro en la renuncia
lacerante y estéril.
El dios de don Juan Tenorio es el de la
conciencia unitaria que el amor conquista.
Al cabo, don Juan y doña Inés no se salvan más
que para sí mismos. Es decir, se salvan para nosotros.
III
"¿Conciencia de visionario / que mira en
el hondo acuario / peces vivos, / fugitivos, / que no se pueden pescar, / o esa
maldita faena / de ir arrojando a la arena, / muertos, los peces del mar?"
se pregunta Antonio Machado en uno de sus célebres Cantares más de medio siglo después del estreno de Don Juan Tenorio en 1844. Y sus
cavilaciones son un eco de las certeras intuiciones esenciales que la obra de
Zorrilla iluminara en su momento y hasta nuestros días.
Superada en lo que cabe la
añoranza del oropel perdido (aunque esa obsesión recurrente estuviese
alimentando ya la grotesca caricatura de lo que sería el franquismo); puesta en
el trance de nombrarse más allá del apego religioso y del fasto imperial que
una vez le permitieron cohesionar transitoriamente su múltiple y contradictoria
identidad; colocada desnuda ante sí misma, España advierte durante el siglo
XIX, a través de sus más lúcidas sensibilidades (de Francisco Goya a los poetas
de la generación del 98) la amenaza de dos sombras complementarias y terribles
latiendo en su propia sangre. Esas sombras que animan por separado a don Juan y
a Inés. Esas sombras cuya dicotomía no resuelta quizá sólo España, por su
naturaleza, se atreve a exhibir a descubierto, pero que es posible reconocer en
los fundamentos mismos del malestar de toda la cultura occidental.
Hermano de Fausto, don Juan adquiere el
aparente poder sobre las cosas (el secreto para manipularlas instrumentalmente)
a costa de su alma; es decir, a costa de la pérdida absoluta de sentido, sin
más valor que la cuantificación mecánica de conquistas mediante las cuales le
está vedado reconocerse.
No puede reconocerse quien ha renunciado a
ser.
Por su parte, Inés adquiere el aparente poder
sobre sí misma a costa de renunciar al mundo. Enunciada por la abadesa de su
convento, la atroz virtud que se le propone ("la virtud de no saber")
consiste, no digamos en la aceptación de su humana ignorancia ante las
inescrutables honduras fundamentales del ser, sino en la adopción voluntaria de
la ingenuidad y la estupidez, en la dudosa paz de quien cierra los ojos, aparta
la vista y se entierra en vida.
No puede ser quien ha renunciado a reconocerse como parte del mundo.
¿Qué camino tomar entre la conciencia
abstraída y el afán obstinado? ¿Qué ruta elegir entre la mera luna (esa luna
hispana, tan propicia para la fantasmagoría y el delirio) y el puro sol (ese
lacerante sol hispano que reseca la tierra y marchita los campos)? ¿Doña Inés o
don Juan?
En su Tenorio, Zorrilla no se limita a
confrontar a estos dos personajes (estos dos impulsos, estos dos principios),
ni procede a anticipar con ese simplismo conciliador, característico de nuestra
época, la solución no conquistada de un analgésico término medio. En un juego
de móviles simetrías, perfilará ante nosotros los caracteres en su estado
"puro", las variantes posibles de su mutua influencia (junto con los
nuevos equívocos que de ello pueden derivarse) y la ardua y laberíntica
constitución redentora de un sentido de vida que le restituye el valor de lo
real a los actos y el entendimiento.
Su primera parte está regida por el sol y por
don Juan. La propia Inés, una Inés que en la pasión se desborda y reconoce,
aparece como una suerte de luna solar, y la voluntad que desencadena la acción
es siempre la del personaje masculino, exceptuando el breve y decisivo lapso
durante el cual Inés refrena su ímpetu para nombrarlo ("Tal vez Satán puso en vos / su vista
fascinadora, / su palabra seductora / y el amor que negó a Dios"). No será
suficiente la repentina autoconciencia de esa voluntad en acción para consumar
la Obra. Será obligadamente en la acción que esa voluntad deberá redimirse. Al
final de la primera parte, pretendiendo ante don Gonzalo y don Luis el amparo
de una palabra cuyo valor él mismo se encargó de destruir, entrevisto apenas el
umbral del paraíso del sentido, don Juan se confronta ante la evidencia de que
deberá andar un largo trecho todavía antes de hallar su sitio en el mundo y en
sí mismo. Mata y huye, dejando detrás suyo una mujer, como tantas veces hasta
ese momento. La diferencia es que, por primera ocasión, huye en compañía de
aquello de lo cual no puede huirse: su propia conciencia, revelada por la
pasión de Inés. Él, para quien nombrar lo conquistado representaba la condena
de un inventario infinito, sólo entrevé la posibilidad de la salvación al ser
nombrado; es decir, al entreverse.
La segunda parte está regida por la luna y por
Inés. En vano, y sin mucho afán, se empeña don Juan delante de sus viejos
conocidos en simular que sigue siendo el mismo. Vuelve enlunecido,
fantasmagórico y fúnebre. En las antípodas de Hamlet, para quien locura,
melancolía y diálogo con los muertos son en todo momento simulación,
representación y cálculo (la loca real es Ofelia), don Juan Tenorio, aunque
produzca en cuantos asisten a su retorno efectos acaso similares, ni simula, ni
representa, ni calcula. Es un sonámbulo, tan verdecido de luna como la
protagonista del más célebre romance lorquiano (¿y no habrá sido precisamente
Inés aquella niña amarga que, esperando, soñaba "el barco sobre la mar y
el caballo en la montaña"?). Puede argüirse que durante todo este tiempo,
su carácter se ha mantenido invariable, que desafía al escultor de los
sepulcros con la misma insolencia de siempre, que pese a las manifestaciones
ultraterrenas que lo acechan no deja de irse con los amigos a relatar sus
hazañas. Pero incluso las hazañas relatadas han sufrido una radical
transformación. En la primera parte, don Juan viajaba a su aire, sin rendir
cuentas ni someterse a la autoridad de nadie; no tenía casa, ni la necesitaba;
ahora, no sólo la tiente, sino que vuelve al amparo del emperador, por los
favores dispensados. Ha tomado lugar en un mundo que ya no se restringe a la
medida de su obstinación individual. Y, sin embargo, eso no basta; pues el
hecho de quedar circunscrita a un referente institucional, por sí mismo no
otorga sentido a una acción que continúa siendo vacía, despojada incluso de la
simpatía libertina que antaño conseguía generar. El doble filo de las bromas se
ha vuelto áspero, abstraído, incierto. Imposibilitado tanto para recobrar su
talante originario, como para alcanzar la plenitud que fugazmente la pasión
amorosa le permitió adivinar, don Juan afecta un profundo desprecio por la
vida, que paradójicamente no hace sino agudizar en él un terror supersticioso
ante la muerte.
Por lo que a Inés respecta, se ha transformado
en aquello que, tras los muros del convento, sin don Juan, estaba condenada a
ser: una muerta. Una muerta que no puede morir. La tensión entre estas dos
negaciones a la vez dispares y complementarias, quintaesencia de los terrores
históricos más recurrentes del pueblo y la nación hispanos, dota a la segunda
parte del Tenorio de una enrarecida gravidez.
La salvación de Inés no depende de la de don
Juan porque haya caído en la tentación del pecado, y el dios católico le haya
impuesto desde su sitial la penitencia de devolverlo al camino del bien, así
sea mediante una declaración de arrepentimiento y fe proferida por conveniencia
ya con un pie en el sepulcro. Si su destino es salvarse juntos o condenarse
juntos, se debe a que la visión del cielo de la conciencia les fue revelada
precisamente cuando a través del otro fueron capaces de romper el círculo cerrado
de sus particulares inercias egocéntricas (la acción ciega, la conciencia
ciega).
Si el dios de don Juan Tenorio es el dios de
la conciencia unitaria recobrada, el hecho de que la alcance al pie de la
sepultura, no significa más que la demarcación del margen dentro del cual esa
conquista (la única conquista verdadera) puede alcanzarse.
Desde tal perspectiva, no existe sino una
moraleja capaz de serle atribuida legítimamente a la obra: el límite del
sentido sólo es posible trazarlo en el espacio de la vida.
martes, 16 de junio de 2015
Ser o no ser stanislavskiano
La revolución
teatral de finales del siglo XIX y principios del XX, que tiene en Constantin
Stanislavski a uno de sus señeros referentes, constituyó en primer término la
reivindicación de un Teatro de Arte contrapuesto a la lógica del
entretenimiento consumista, misma que se enseñoreara de la escena europea tras
la entronización y crisis del drama romántico. Tanto Stanislavski (de la mano
de Nemirovich-Danchenko) en Moscú, como Antoine en su Theatre Libre de París,
siguen y profundizan la estela de hallazgos trazada en su recorrido europeo por
la compañía Meininger, consistente en la subordinación de todos los componentes
individuales de la escenificación a las necesidades y exigencias globales de la
puesta en escena.
Los hallazgos
específicamente técnicos de Stanislavski en el ámbito de la formación de
actores, sólo cabe dimensionarlos a cabalidad como parte de sus ideas generales
respecto de lo que el Teatro es y debe decir. El hecho de que numerosos apoyos
para el oficio, cristalizados tras arduos años de exploraciones en su
laboratorio, hayan pasado a convertirse en fundamento formativo para una
abrumadora mayoría de las escuelas de actuación de todo el mundo, funcionales
incluso en el caso de aquellos que más contrapuestos se hallen a las premisas
estéticas de su artífice, no debía hacernos olvidar que para él estaban muy
lejos de poder tomarse como meras herramientas útiles (cuya validez radicaría
exclusivamente en su probada eficacia), y que los concebía parte integral de
una franca actitud militante, una auténtica profesión de fe frente al acto
creador. Pero, incluso restringiéndonos
al ámbito estrictamente técnico, la aspiración resultaba por demás ambiciosa:
no menoscabar la maestría en el oficio como indeseable, sino exigir su
subordinación a las necesidades de conjunto del universo dramático, y trabajar
con la hipótesis de un futuro donde los elencos dejaran de tomarla como
excepción contingente y pasaran a convertirla en norma general, a través de su
metódica aprehensión.
Para el ámbito
teatral, declararse “stanislavskiano” pasó rápidamente a identificarse, con
irresponsable automatismo, en sinónimo del empleo utilitario y efectista de un
cada vez más reducido número de apoyos para la interpretación actoral,
descolocándolos no sólo de la perspectiva pedagógica que el maestro ruso
madurara durante décadas de trabajo, sino lo que es todavía más grave: ignorando
por completo la visión del arte y del ser humano que habían contribuido a
madurar, y que les había dado origen, sentido, razón de ser. Al cabo, los
extravíos y callejones sin salida provocados por los artífices de tal
descolocación y tal enmienda, pasaron a endilgársele con toda naturalidad al
propio Stanislavski. Dentro del mundo teatral, no resulta infrecuente toparse
—lo mismo entre creadores que entre formadores y críticos— festivos desplantes
de suficiencia y sentencias investidas de erudita inobjetabilidad, que se
deleitan aseverando: “Stanislavski hace ya mucho que caducó y fue superado”. ¿A
qué se refieren con eso? ¿Qué es lo que, festiva y victoriosamente, se presume
superar? ¿La frontal reivindicación de un Teatro de Arte que no transija con la
banalidad y el comercio? ¿La convicción de que todos los componentes
individuales de la puesta en escena deben armonizarse integralmente en función
de su unidad colectiva? ¿La apuesta por actores capacitados a plenitud para
ejercer sus potestades creadoras, abandonando la estéril disyuntiva entre la
narcisista estrella y el ejecutante servil? ¿El entendimiento de la profesión
actoral como una privilegiada vía de conocimiento del espíritu humano? ¿La
intuición de que el repertorio de consejos útiles acumulados por la historia de
la actuación es —además de renovable— susceptible de organizaciones
sistematizadas que vuelvan más democrática y efectiva su compartibilidad?
Porque tales son
las esenciales cuestiones de fondo que hacen que Stanislavski sea Stanislavski,
y en función de las cuales debía tasarse en todo caso el atrevimiento de
declararse stanislavskiano o no.
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