domingo, 29 de septiembre de 2024

Verano del 86.

Y cuando desperté, el dinosaurio ya no estaba ahí.

Volví  a la Ciudad de México para las vacaciones de verano del año 1986. Pero la casa de mi abuela ya no existía. Al menos no de la forma en que yo la había conocido ni bajo la fisonomía que a partir de ahí me tocaría asediar desde las devociones, las insuficiencias, las avideces, las imprecisiones y las distorsiones propias de cualquier memoria. La vieja vecindad de la calle de Mosqueta, casi esquina con Reforma, no se había venido abajo con el temblor del 19 de septiembre. Pero había sufrido irreparables daños, obligando a que la piqueta gubernamental consumara el trabajo iniciado por las ondulaciones y trepidaciones del subsuelo profundo.

Ignoro si para la fecha en que mi mamá, mi papá, mis hermanas y yo recalamos en la ciudad, el inmueble ya habría sido demolido o si le tocó aguardar todavía algún tiempo en la agenda. En cualquier caso, me hubiera sido imposible ir a consagrar un minuto de silencio a su vera. La zona donde se había alzado, y donde ahora se llevaban a cabo los trabajos para su derrumbe y reedificación, tenía bloqueado el acceso, como no fuera para máquinas y trabajadores. Un escenario que se repetía aquí y allá por numerosos espacios del centro histórico y sus aledaños. La ciudad de mi infancia se me mostraba como constelada de parches, con el brazo en cabestrillo, la pierna enyesada y la cabeza envuelta de apuro en vendajes que apenas le mal disimulaban las heridas.

Pero mentiría si dijera que aquello provocó en mí algún género de consternación inmediata. El perdurable dolor por la pérdida de las estancias de cal, adobe, duela, vigones y apolillados postigos, en medio de los cuales mi abuela había acrisolado nuestra niñez, sería obra de los años: cuando la construcción sustituta alzada por la autoridad materializara ante mis cinco sentidos el hueco incontestable de todo lo que se había perdido para siempre.

Sin embargo, aquel verano de 1986 yo me las arreglé para aferrarme con jubilosa fruición a lo mucho que, no obstante el devastador cataclismo padecido, había logrado sobrevivir. Poco interés despertaban en mí los campamentos de damnificados instalados por aquí y por allá, en cualquier explanada, glorieta, parque o jardín público. Y más bien me consagré a contemplar los sórdidos micropaisajes de novela negra que antaño me habían enmarcado numerosas caminatas de la mano de mi madre, mi padrino o mi abuela, como si fuese la primera vez que los mirara; de hecho, mirándolos verdaderamente quizá por vez primera en la vida. Sí. Durante aquella semana yo caminé Eje Central y las inmediaciones del mercado de la Lagunilla tras los ahumados cristales de unos anteojos negros. No me refiero a un par de literales anteojos con armazón de metal o de fibra de carbono, sino a unos anteojos hechos de novela negra. Me alborocé contemplando edificios, calles, personajes y rincones con unos anteojos hechos de novela negra.

A los quince años no se es especialista en nada. Correspondientes al género yo había leído El complot mongol de Rafael Bernal, Ensayo de un crimen de Rodolfo Usigli, El halcón maltés de Dashiell Hammett, poco más. Mi devoción por El halcón maltés la había terminado de cimentar la pantalla chica, mas no a partir de una reposición del clásico de John Houston estelarizado por Humprey Bogart y Mary Astor, como cabría presuponer, sino a través de una teleserie nacional de cinco capítulos, donde a Sam Spade lo interpretaba Héctor Bonilla y a Briggite O’Shaugnessy creo recordar que Hilda Aguirre. Sin embargo, no cabría otorgarle ninguna prioridad jerárquica a la novela de Hammett respecto de las obras vernáculas encargadas de apadrinar mi bautismo negro.

El clásico hammettiano, con San Francisco como escenario, con sus umbrales abiertos al mundo medieval mediante el origen templario del halcón, con el exotismo incorporado a la intriga mediante aquellos preliminares que el autor ubica en el lejano oriente, había aportado su dosis de novedad y distancia, sumándola a la inolvidable galería de personajes y a la impecable factura de la trama. Pero Bernal y Usigli, además de los específicos méritos literarios que quepa reconocerles a sus respectivas obras, habían aportado algo distinto: una convicción casi física de proximidad e inmediatez. Ello, lejos de rebajar el universo de cochambrosos misterios al que apenas comenzaba yo a asomarme, para situarlo al nivel de mi cotidiano andar a pie, había obrado el prodigio inverso: es decir, había elevado mi cotidiano andar a pie, sus personajes y escenarios, a un nivel nuevo, desconocido, fascinante. Leer historias negras que hubieran podido ocurrir en territorios mucho más próximos a mí, territorios que de hecho yo había materialmente transitado, me llevó casi en automático a conjeturar estampas negras de manufactura propia en los rincones predilectos de mi diario transcurrir. Miraba en torno mío, hallando por doquier un lirismo inédito, relacionando al mismo tiempo ese lirismo con estancias y pasajes de mi pasado en general, pero sobre todo con los rumbos que mi abuela me enseñara tempranamente a recorrer y amar.

Puedo evocar con nitidez la sensación que me produjo aquel episodio casi inicial de Ensayo de un crimen, durante el cual Roberto de la Cruz pasea por la Alameda Central, comenzando a perfilar la idea de convertirse en un gran criminal. Entre la infancia y los albores de la adolescencia, yo había caminado muchas veces por esos mismos sitios, había corrido por sus senderos, me había tumbado en sus prados; como cualquier niño, me había encaramado con voluntad de juego en los mármoles del Monumento a Juárez y había ido a retratarme con Santa Claus o los Reyes Magos durante la temporada decembrina. Recuperar todo aquello a través de la lectura, convertido en escenario de una aventura policial, me lo devolvía enriquecido.

Por aquellos días de mediados de la década 1980, aparecía mensualmente en los puestos de periódicos una revista dirigida al público juvenil. Encuentro de la juventud, del CREA. A pesar de ser publicada por el gobierno, mucho distaba de tener un tono servilmente oficialista. El equipo editorial se las había ingeniado para despachar sus ineludibles obligaciones institucionales dentro de una sección bien delimitada, consagrando el resto de las páginas con entera libertad a lo que realmente daba sustancia a la publicación: crónicas y reportajes sobre temas de actualidad, entrevistas, reseñas de discos de rock, cuentos de ciencia ficción, cómics, estampas históricas, recomendaciones literarias, etc. El número atrasado que llevaba yo bajo el brazo aquel verano del ochentaiséis, había consagrado su tema central a la novela negra. Traía un texto de Raymond Chandler sobre cómo se escribe una novela policiaca, un divertido relato de Woody Allen en tono de parodia filosófico-detectivesca, y no recuerdo ya cuáles otros materiales más. Me parece evocar, eso sí, que el texto de Chandler estaba ilustrado con carteles de películas de Humprey Bogart y viñetas de Alack Sinner, acaso el mejor cómic que se haya producido dentro de esta vasta demarcación genérica, obra de los argentinos Muñoz y Sampayo.

Pertrechado con semejante arsenal negro, pasé aquellos días de vacaciones indeciso entre contemplarme bajo fisonomía de detective o bajo fisonomía de escritor de historias de detectives. En cualquier caso, dicha indecisión no suponía conflicto alguno, sino que antes bien multiplicaba por dos mi sostenido alborozo, permitiéndome lo mismo conjeturar multitud de bocetos argumentales, que contemplar en las vidrieras con inéditos ojos el reflejo de mis quince años recién cumplidos.

Mi abuela no había ido a incorporarse a ningún albergue de damnificados con el resto de los inquilinos de la vecindad. El hombre con quien desde hacía décadas sostenía una sui generis relación de pareja en calidad de segundo frente, había preferido arrendarle un minúsculo departamento en un edificio ubicado muy cerca del Mercado de la Lagunilla.

No conocí el interior de aquel departamento. Hubiera sido imposible acomodarnos todos en él dadas sus reducidas dimensiones, y mi abuela le atribuía al portero una arbitrariedad iracunda. De modo que durante aquellos días nos limitamos a aguardar abajo para trasladarnos a desayunar con ella en algún otro lado. Tales esperas en las inmediaciones del inmueble, imantadas por la voluntad de novela negra que daba en presidir mis sensaciones, mis pensamientos, mis ensoñaciones y mi disposición sentimental, fijarían de manera indeleble varios fotogramas, a través de los cuales yo conjeturaba detectives de gabardina entre huacales y cargadores, desveladas femmes fatales en el portal de los despachaderos de menudo, contrabandistas maquinando audaces operaciones desde los traseros de un cochambroso expendio de leche embotellada.

Ninguna de las historias que, incipientes, haya podido tejer entonces, ha perdurado en mi recuerdo. De las vacaciones del verano de 1986, aparte de aquella atmósfera de novela enseñoreándose del paisaje de la ciudad en ruinas, las postales más perdurables en mi memoria corresponden a posteriores días, cuando visitando a la hermana menor de mi mamá en un polvoriento municipio del estado de Puebla, asistí desde la sala de su casa al modo en que Maradona se coronaba campeón del mundo sobre la cancha del Estadio Azteca. Días durante los cuales la negritud policial se tomó una tregua… o pareció tomársela para mis ojos todavía neófitos. Ya más adelante podría dimensionar la épica populachera y mafiosa que permitió entronizar al Diego como santo patrono de la ciudad de Nápoles, o el subtexto de las campales batallas entre hooligans ingleses y barras bravas argentinas por Paseo de la Reforma el día de la mano de dios y el gol del siglo. 

Ya más adelante entraría en contacto con otras variables de la picaresca policial a la mexicana a través de Las muertas de Jorge Ibargüengoitia, y descubriría el vasto horizonte rural del género a través de las insondables sordideces de Jim Thompson (1280 almas, La sangre de los King, El asesino dentro de mí). Otorgándole cuerpo, dimensión y hondura a la sabia sentencia del decir popular: pueblo chico, infierno grande. 

sábado, 17 de agosto de 2024

Apurar cielos pretendo.

 

Hay cosas que nos negamos a escribir, palabras que nos resistimos a enunciar, frases a las cuales ni siquiera permitimos articularse estructurada idea, con las comas y los puntos en su sitio dentro de nuestra cabeza. Una cobarde precaución, mezclada con cierto perfume de resignado tedio, con una prematura convicción de inutilidad, nos lleva a guardar o más bien diluir la materia con que esas hipotéticas declaratorias quedarían confeccionadas.  Y las palabras, las frases y las declaratorias propiamente dichas avanzan por otros derroteros, con otras inflexiones y otras cataduras.

Sin embargo, las materias primas así ocultas o disimuladas no desaparecen, no llegan jamás a desvanecerse en el aire o el agua de los días. Prevalecen ahí, menos como una amenaza que como una insinuación, menos como una perentoria solicitud que como un énfasis paciente y comprensivo. Lo incómodo entiende la magnitud de la incomodidad que provoca, como no podría ser de otra manera, dado que la conoce de primera mano; entiende, y en ningún momento llega a sonreír con la suficiencia socarrona de quien sabe inevitable su turno, ni a amenazar consecuencias añadidas por la postergación. Se limita a aguardar, haciendo gala siempre de la misma paciencia y la misma comprensión.

Temas a propósito de los cuales nos resistimos a hablar, a sabiendas de que habitan en nosotros todo el tiempo, que nos acompañan a cada instante como el acto mismo de respirar. Al rumiarlos tras bambalinas de modo permanente con intención de no cederles su hora de función sobre el escenario, de últimas pasan a ocuparnos atenciones mucho más amplias y más arduas en la suma del balance final, aunque consintiendo no obstante el espejismo de que resultan menos dolorosos y molestos sometidos a demora.

Mientras no lo nombremos no existe, es el íntimo y automático razonamiento que aplicamos para ellos. Las más de las veces sin apercibirnos con claridad de que así razonamos. Y no es del todo equivocada la conclusión; es, en todo caso, incompleta. Pues efectivamente, en humanos términos, la realidad representa ante todo el acto fatal o jubiloso de nombrarla. Del mismo modo que las tinieblas en la boca del abismo aguardaban a que la voz de dios dijera “hágase la luz” para dar origen al universo desde el ensimismamiento de su nada. Del mismo modo que el enamorado siente haberse hurtado desde el vacío hasta la potencial existencia mediante el talismán mil veces repetido del nombre de la persona amada, y aguarda todavía  el momento cuando esa persona enuncie el suyo en esos idénticos términos para dar paso a la existencia verdadera (no soy digno de que vengas a mí, pero una palabra tuya bastará).

Sin embargo ni el universo tenía irrevocable garantía de existencia, ni hay hasta la fecha enamorado con anticipada garantía de que su nombre llegará a verse enunciado por obra de Amor en labios de la persona amada. Así también hay gente que se muere sin haber proferido la disculpa que llevaba media vida quemando su garganta. O quien se pasa la vida entera incubando en el vientre un estentóreo alarido, y se marcha no obstante a la tumba sin llegar a gritarlo. Odios que jamás se sinceraron, sin dejar empero de ser odios; amores que no se sinceraron, sin empero  dejar de ser amores. Tallos retraídos en la promesa para siempre incumplida de su dilatada raíz.



Así también, en el día a día, con su sabor ya acogedor o ya claustrofóbico a rutina, cada uno de nosotros va cargando consigo un arduo repertorio de potenciales brotes, a veces no propicios para la espectacularidad; esa espectacularidad correspondiente a las instancias climáticas del desamor, el rencor, la zozobra o la catástrofe. Pero que a veces atesoran tempestades dignas de Lady Macbeth, Orestes, Medea o Segismundo en el más apacible parroquiano de café, en la más discreta y anónima ama de casa camino del mercado.

Ahora mismo, mientras esto escribo, me da por preguntarme cuántos de los ocupantes de las mesas vecinas, en esta hora temprana donde el café aparece aún mayoritariamente despoblado, agradecerían que de súbito les vinieran al pecho, a la frente y a la boca —torrente abriendo de par en par con su empuje las compuertas que lo contenían— aquellas celebérrimas e indesgastables palabras de Calderón:

 

¡Ay mísero de mí, y ay, infelice!

Apurar, cielos, pretendo,

ya que me tratáis así

qué delito cometí

contra vosotros naciendo…

 

Puedo imaginar con absoluta nitidez ese emblemático monólogo de La vida es sueño en cada una de las voces de quienes a mi lado conversan de futbol o de política, consultan el menú o toman la orden. Sin apelar en momento alguno a las grandilocuentes convenciones que solemos asociar a la declamación o al teatro de época, sino en cada caso desde la específica tesitura, el específico porte y la específica gestualidad de la persona en turno: el maledicente mendigo ciego, el periodista jubilado, la jovial pareja en ropa deportiva, el lustrador de calzado con su cajón a cuestas, la secretaria que bebe su café tratando de mantener intacto el trazo de labial que le delinea la boca, el diputado rodeado de subalternos que otea en torno suyo con la algo mezquina ilusión de que al menos un parroquiano llegue a reconocerlo.

 

Bastante causa ha tenido

vuestra justicia y rigor;

pues el delito mayor

del hombre es haber nacido.

 

¿Vanos delirios literarios o fílmicos? No lo creo. No sé cuándo, ni a propósito de qué. Pero a alguno, a algunos o a todos estos personajes, les llegará la hora de Segismundo tarde o temprano. La hora de articular frase, con todas sus letras, cierto incómodo sentimiento que traían incubando como nubarrón dentro del pecho desde hacía mucho tiempo.

Será de forma premeditada, cautelosa y en principio serena en medio de la sala familiar. Será de forma imprevista durante una borrachera que pretendían banal y feliz. Será de forma a la postre dictaminada vergonzosa y absurda, por obra detonante de cualquier nimiedad en la oficina o la cola del banco. Será a solas frente al espejo del baño, en compañía de un chofer desconocido desde el asiento trasero de un taxi o en el atestado pasillo de cualquier unidad del transporte público.



Lo cierto es que en cada uno de los casos, el exabrupto tendrá cierto perfume de artificio dramático, escénica anomalía, impostada representación: justo por tratarse de una excepción culminante. Visto desde fuera, nada parece menos sincero que el más sincero “te lo juro”. La extravagancia propia de lo enfático; igual que si ahora mismo nos soltáramos todos aquí, parroquianos, meseros y transeúntes, a recitar sin agua va La vida es sueño. Pero aparejada de dicha extravagancia, asoma también la transparencia que sólo al teatro corresponde: más desnudos cuanto más enmascarados.

Puede ser que tras la teatral catarsis nada en torno a la cuestión verbalizada vuelva jamás a ser igual; que el arrojo, la imprudencia, la elección o el arranque vengan acompañados por consecuencias ya sin camino de vuelta. Pero puede y suele suceder también que, tras la resaca del estallido, todo retorne al mismo exacto punto de partida. Ese sereno terror de los dramas mayores de Antón Chéjov, donde la cotidianidad impone con parsimonia su implacable “aquí no ha pasado nada” después del vértigo y la expectativa de que estaba todo por pasar; o peor aún, después de que en efecto hubiera pasado todo. Y comenzará a parecernos mentira que hayamos en verdad llegado a enunciar lo inenunciable, equidistantes otra vez entre la cautelosa cobardía, la escéptica renuncia y la aceptación resignada.

Cada cual trae todo el tiempo consigo su respectivo cúmulo de nubarrones que no serán aguacero, su propio archivo de dilaciones infinitas, su propio cúmulo de intuiciones incómodas oponiéndose tenaces a la palabra que las volvería transparentes. Nuestro propio repertorio de amenazadoras certidumbres condenadas al silencio. La monumental, invisible y terrible lucha cotidiana contra todo lo que nos atrevemos a no decirnos para mejor no saber.

Hay una valentía tristona en el vilipendiado “mejor me callo”. Y esa valentía adquiere, sin márgenes para bonificación alguna, sus más altas cotas  de heroísmo cuanto más íntima y personal resulta la materia prima con que nos atrevemos o nos resignamos a confeccionar un silencio que no es silencio. Un silencio que es más bien susurro contenido, abstruso, indescifrable.

Pedro Páramo soñó que todo podía quedar circunscrito a la frontalidad de la orden y del grito. Pero un día le deparó topar con lo único que no admitía decirse en voz alta: que Susana no iba a amarlo nunca. Entonces descubrió el susurro. Aprendió, por la mala, a descubrirse susurro él mismo. Hasta que Comala toda se le reveló como un túmulo de susurros. Hasta que, íntegras y reversibles, la vida y la muerte se le sinceraron susurro. Hasta que el universo entero quedó reducido ante sus ojos a mero torrente de murmullos ensimismados.




Imágenes:
Stan Laurel y Oliver Hardy en el cortometraje Liberty (Leo MacCarey, 1929).

domingo, 31 de marzo de 2024

Discoteca Paradise (poesía en acetato).

 

I

En 2014, es decir hace diez años, fui invitado a prologar una antología en ciernes, donde se incluían siete poetas de Michoacán con fecha de nacimiento correspondiente a la década 1980: Moisés Ramírez, Jorge Arturo Reyes, Leonarda Rivera, Armando Salgado, José Agustín Solórzano, Magdiel Torres y Daniel Wence.

La antología, titulada Discoteca Paradise (poesía en acetato), no llegaría a la imprenta, quedando como uno de tantos proyectos al final inconclusos, consustanciales a la vida cultural de cualquier ciudad. Lo cual no impidió en modo alguno que la totalidad de aquel elenco siguiera consolidando fecundas trayectorias no sólo en los territorios de la poesía, sino también en los de la narrativa y el ensayo. Hoy se trata de nombres significativos, de inobjetable y legítima pertinencia para nuestra actualidad literaria, sea que permanezcan en michoacanas tierras o hayan emigrado a otras entidades.

No me pareció ocioso recobrar tras una década y en perspectiva dicho prólogo.

 

II

Dice Cesar Pavese  que a los cuarenta años cada persona es responsable de su cara. ¿Significa que antes de la fecha fatal podemos desentendernos con jubilosa irresponsabilidad de nuestros rasgos, o que cuantos afanes empecinemos en perfilarnos identidad se hallarán condenados al fracaso? ¿Significa que, llegada la fecha fatal, quedarán proscritas las enmiendas, los añadidos y las divergencias, y de ahí hasta la postrera caída del telón nos veremos pétreamente condenados a perdurar iguales a nosotros mismos?

No lo creo. Como todas las fronteras humanas, la señalada por Pavese es una frontera móvil, aproximativa, abierta por partes iguales al matiz y a la excepción que la confirma. Y ello sin que vea menguados en lo más mínimo su implacable veracidad, su puntual cumplimiento, su cotidiana confirmación. A los cuarenta años, cada persona es responsable de su cara.

Porque trae en la maleta —acumulado— un patrimonio de experiencias y elecciones que en adelante condicionarán sin remedio tanto sus sostenidas fidelidades como sus imprevistas rupturas. Porque hasta a incertidumbres, hallazgos y zozobras, los filtra un colador de vida vivida impregnado de sabores familiares, dispuesto según hábitos de los que resultará ya difícil desprenderse por mucho que empecinemos voluntad en ello (la verdad es que para entonces la voluntad se empecina más bien en otras cosas).

José Agustín Solórzano

Se dirá —puesto que ninguno de los poetas incluidos en Discoteca Paradise ha alcanzado los cuarenta años, y todos ellos se encuentran más bien remotos aún de dicha demarcación— que esta entrada es ociosa y estoy hablando más de mí que de ellos. La órbita biográfica de los aquí antologados gira en torno a la treintena.

Me disculpo de antemano por la posible confusión. Nada más lejos de mi interés que  impostarme protagonista de una fiesta a la que he sido generosamente invitado en términos de presentador. Lo que sucede es que, pasados los cuarenta años, uno entiende que sólo puede ver y decir desde la cara de que es responsable, y consideré de mínima honradez poner bien abiertas mis cartas sobre la mesa como primer paso.

Pero también se trata de algo más. Dando por buena la sentencia de Pavese, ninguno de los poetas incluidos en Discoteca Paradise es todavía responsable de su cara. Pero todos han entrado ya en el trecho de camino que trazará decisivamente los rasgos de la cara de que deberán responsabilizarse.

Moisés Ramírez

Ninguno de ellos es ya un poeta joven; y sin embargo todos lo son. Al menos por estos rumbos, hay que ser cuidadoso con eso de andar administrando etiquetas de juventud a diestra y siniestra. Lo habitual es estacionar al prójimo en la condición de eterno augurio, como recurso —quiero creer inconsciente— para disimular en el espejo y el currículum propios tanto el paso del tiempo como las incómodas sugerencias de caducidad .

Ninguno de los poetas incluidos en Discoteca Paradise es un poeta joven, porque ninguno puede ser tomado como escritor primerizo. Sus respectivas travesías creadoras ya alcanzan a medirse en páginas y en años. Además, tras su franja generacional hay un par de promociones más noveles, integradas o en trance de integrar al quehacer literario michoacano con perspectivas de profesionalización.

Y, sin embargo, todos los poetas incluidos en Discoteca Paradise son jóvenes. A sus diversas, disímiles tesituras, así como a la variopinta amplitud de lo que miran, las ritma una curvatura ascendente, un sentido augural y propiciatorio (así en la meditación como en el responso, así en la invectiva como en la blasfemia), una inequívoca impronta de camino de ida. Y dicha impronta me parece necesaria de resaltar a la hora de proyectarla hacia el azar o la elección de vivir en Michoacán, de escribir desde Michoacán.

Leonarda Rivera

Es posible y plenamente lícito que la filiación michoacana no interese en demasía a alguno de estos poetas. No la propongo como indispensable ni como la más importante; menos aún como la única necesaria de situar. Sino apenas como una de tantas posibles, reivindicando en todo caso para ella opciones de pertinencia y validez.

Desde hace varios años, una automática pregunta se dibuja en los ojos de tus interlocutores cada vez que andas de viaje fuera del estado. A menudo ni siquiera hay intervalo de salto entre ojos y labios para dicha pregunta: ¿Cómo puedes vivir en Michoacán? ¿Cómo pueden vivir en Michoacán?

Por curioso que parezca, y aun cuando el michoacano promedio no haya sentido a lo largo de estos tres sexenios —y contando— la menor tentación de suscribir los apaciguadores y triunfalistas argumentos gubernamentales y empresariales (“aquí no pasa nada”, “las cosas no están tan mal”, “la situación es grave pero está bajo control”, “Michoacán ya cambió”), lo cierto es que tales interrogatorios suelen generar en uno cierta automática dosis de incomodidad e indignación.

Magdiel Torres

¿Cómo vivimos? Como todo el mundo. Vamos al trabajo, llevamos a los niños a la escuela, nos quejamos del tráfico, llenamos los cafés en los portales, vemos alimentar una floreciente vida nocturna que hace tres décadas (a lo menos en Morelia) hubiera resultado inconcebible, asistimos al cine y al futbol, rebuscamos saldos en las librerías de viejo. Y hacemos todo eso sin andar pensando cada dos segundos (pero también sin olvidar) que estamos parados en un azaroso campo minado, en una feria de horror donde la adversa ley de las probabilidades no hace sino ceñir su cepo alrededor de nosotros. Acaso el posible saldo de esperanza de estos años terribles deba contabilizarse íntegro en dichos términos: los michoacanos hemos reivindicado intransigentes y sin aspavientos nuestro derecho de habitabilidad, incluso en aquellos instantes y vórtices donde con mayor virulencia ha parecido proscrita la posibilidad de asumirnos habitantes.

Muchos de los versos que el lector recorrerá a continuación son testimonio fiel de esa batalla. Ninguno aborda de manera frontal —convirtiéndola en tema, moraleja o anécdota— la circunstancialidad histórica que ha acompañado los primeros lustros del siglo XXI en michoacanas tierras. Pero será imposible leerlos sin la conciencia de que se trata de versos, visiones y vidas construyéndose sentido, zozobra o sinsentido precisamente durante los primeros lustros del XXI michoacano.

Testimonio de que aquí se defendió el empeño de habitar. Y de que parte de ese empeño consistió en escribir poesía. Cuán significativa o cuán periférica resultará esa específica porción del empeño, sólo podrán decirlo los lectores y los años transcurridos. Pero aquí, en este paisaje que desde la distancia puede parecer a menudo llano decorado apocalíptico, donde acaso asalte la impresión de que no queda espacio más que para declararse cómplice ejecutor o indefensa víctima de la barbarie y la rapiña, hubo jóvenes que justo durante las horas más álgidas eligieron ser poetas, se hicieron adultos escribiendo y leyendo versos, le abrieron paso a la continuidad de una herencia que no importa demasiado si aman, respetan, desprecian o sencillamente ignoran (pues en cualquier caso es suya).

Armando Salgado

Arraigo o desarraigo son proporcionalmente fecundos y riesgosos. Celebro como conquistado hallazgo y augurio promisorio, tanto las reconocibles resonancias ante la tradición lírica michoacana de algunas de estas páginas, como la manifiesta impermeabilidad de otras. Y lo mismo puede decirse de la alusión o no a nuestro pedazo de tiempo y tierra compartido. 

Jorge Arturo Reyes se ocupa de la quejumbre antigua en las piedras de Tzintzuntzan, como para ensimismarse en la dolorida música del vasto linaje a que pertenecen. Armando Salgado formula que nunca arrinconará el nombre de sus difuntos ni el aroma del cempasúchil recién cortado, como una suerte de bendición en la puerta de la casa antes de salir a extraviarse y descubrirse en las múltiples patrias íntimas y públicas por las que se siente convocado. Daniel Wence y Moisés Ramírez ensayan entonaciones de metafísica amplitud con tentación de desmesura, encarado uno a la sacra solemnidad demonológica, y el otro como arrullado por las armonías de una naturaleza aún traducible y entonable en términos de cántico. Dice Charly García (en acetato) que no va en tren, sino en avión; Magdiel Torres y José Agustín Solórzano prefieren ir a pie, y desde el paso, el dialecto y la mirada cotidianos, construir la cautelosa sacralización o la pendenciera desacralización de El Día y  los días. Leonarda Rivera asedia a la ciudad como realidad global, como patria específica, como metáfora, alegoría y concepto, como impiadoso doble en el espejo. Nadie habla pues de Michoacán. Nadie deja de hablar pues de Michoacán.

Daniel Wence

Tal sucede con cualquier antología, la que tenemos delante es apenas un botón de muestra; lo mismo en relación al conjunto de la obra que los incluidos están madurando, que en términos de la promoción generacional a que pertenecen. Tal sucede con cualquier antología, estas páginas los han reunido como resultado de diversos azares, decisiones, encuentros, desencuentros, filias y fobias. Tal sucede con cualquier antología, su verdadero valor ha de medirse menos en razón de las envidias que consiga generar o de las estimas que consiga elevar, y más de cara a su efectiva utilidad pública (sin importar cuán absurdo pueda sonar aquí dicho término).

Tengo la impresión de que, en un escenario donde la febril necesidad de publicar y la no siempre sencilla posibilidad de hacerlo, tienden a menudo a perfilar en el gremio literario un aire de estridencia e insustancialidad, Discoteca Paradise lleva ya de suyo garantizada cierta elemental garantía de pertinencia, lo mismo para el instante actual que para los años por venir.

No es lícito ponerse a profetizar quiénes serán estos autores el día que les toque asumirse plenamente responsables de su cara. Pero estimo que en una década no nos sentiremos defraudados al venir a buscar, entre sus poemas, reveladores rasgos de nuestro propio rostro: acordes extraviados de una canción común ya cantada, y sin embargo siempre todavía por cantar.

Jorge Arturo Reyes

sábado, 27 de enero de 2024

Puntos suspensivos.

 

Durante significativa parte de mi infancia, el recorrido habitual y natural para enfilar desde casa hacia la colonia Guerrero donde moraba la abuela, consistía en recorrer con rumbo norte esa avenida que a la postre terminó siendo el Eje Central Lázaro Cárdenas, pero que en los más tempranos desvanes de mi memoria iniciaba llamándose Niño Perdido para convertirse luego en San Juan de Letrán.

Aquello de Niño Perdido estimulaba grandemente mi masoquista favor infantil por las angustias gratuitas. Sobre todo a la hora del regreso, cuando ya bajo las sombras de la noche remontábamos en trolebús la ruta de regreso a casa. Pegando la nariz a la ventanilla conjeturaba un niño solitario, condenado a deambular ida y vuelta ante los portales infranqueables, anegados los ojos de lágrimas, sin alma a la vista propicia a echarle un lazo, brindarle un consuelo, preguntarle dónde vivía.

Seguro hay alguna leyenda o algún episodio histórico relacionado con el nombre Niño Perdido, pero ni la conozco ni me interesa buscarla. Prefiero resguardarme en el limpio masoquismo que a los cinco, los siete o los nueve años me llevaba a mirar en esa avenida nocturna un desolado escenario como sacado de un cuadro de Giorgio de Chirico. El peculiar sentimiento de desolación incubado al amparo del epíteto logró filtrarse incluso alguna vez al ámbito del sueño, con una pesadilla durante la cual el niño perdido resultaba ser yo mismo, arrojado a la brutal intemperie del asfalto, la noche, el concreto. Algo sin duda capaz de generarle un hueco en el estómago a cualquiera.

Sin embargo, por lo que hace a huecos en el estómago, durante aquel plazo de infancia la avenida que al cabo acabaría llamándose Eje Central dispuso para mí como estelar otra prenda distinta.

Abordado el correspondiente trolebús y ocupado el correspondiente asiento para encaminarnos rumbo a casa de la abuela, sin importar la disposición anímica del día, ni la especial ocupación en turno (mirar por la ventana, conversar, jugar, pelear con alguna de mis hermanas), llegaba siempre el punto donde venía a imponerse la conciencia de que estábamos a punto de atravesar el Viaducto. Nosotros nos habíamos acostumbrado a denominar aquel cruce como El Puente. Durante cosa de diez o quince segundos, el trolebús alteraba su estable desplazamiento horizontal para ascender y descender la parábola impuesta por el correspondiente paso a desnivel. Y no importaba cuánto te hubieras preparado, cuántas rutinas respiratorias hubieras improvisado, con cuánta anticipación hubieras cerrado los ojos para esta vez no sentir, cuánta voluntad afanaras en ocuparte de otra cosa. Inevitablemente, el descenso de la parábola te provocaba un súbito vacío de vértigo en el vientre.

¿Cuánto tiempo luchamos contra él mis hermanas y yo? No lo sé. Pero debió tratarse de varios años, durante los cuales aquel vacío se impuso invicto a todos nuestros afanes por conjurarlo o siquiera sobrellevarlo.

Sabiéndonos ya en las inmediaciones del cruce fatal, en prevención de que alguien por despiste no lo hubiera advertido, solíamos decirnos: “el puente, ahí viene el puente”. Anunciábamos a coro que esta vez no sucumbiríamos a su influjo, nos prometíamos en silencio afectar la misma ecuánime indiferencia de nuestros padres y el resto de los pasajeros, nos resignábamos con alborozado pánico compartido a lo que se venía: “el puente, ahí viene el puente”. Y el hueco en el estómago, la temida aun cuando indolora suspensión, sobrevenía con toda puntualidad, acicateada o incluso —pienso ahora— propiciada por cada tentativa de oposición que improvisáramos.

Creo que la variante más temida era la de que el vacío consiguiera sorprendernos más acá de toda prevención. Que por algún motivo aquel día fuéramos cavilando otras cosas, mirando en otras direcciones, enfrascándonos con especial intensidad en un juego o en un pleito. Y que lo que nos arrancara de la distracción fuera justo el temido golpe de vértigo en la panza, especialmente sádico al descubrirnos indefensos, o acaso más bien irritado al advertir la imperdonable falta de que hubiéramos sido capaces de olvidarnos de él.

Ignoro en qué momento de mi vida logré sobreponerme a la inevitabilidad de dicho hueco en la boca del estómago. Hasta cuándo conseguí que las súbitas bajadas y subidas de un paso a desnivel puesto en mi camino se incorporaran como detalle anecdótico sin ningún género de consecuencia extra, pudiendo llegar incluso a pasarme desapercibidas. En cualquier caso, el aprendizaje, la conquista o la pérdida —según queramos calificarla— debió verificarse lejos del cruce entre Eje Central y Viaducto. Primero nos mudamos a un departamento distinto, desde el cual había que abordar el metro y no el trolebús para trasladarnos hasta casa de la abuela. Después abandonamos la ciudad de mi infancia y nos instalamos en Morelia. Me parece recordar que alguna visita adulta a la capital me restituyó casualmente cierto día el viejo recorrido, arrancándome una sonrisa triste al advertir que el correspondiente sube y baja no provocaba ya efecto alguno en mí; pero seguro distorsiono y manipulo, como hace siempre sin remedio toda evocación al articularse testimonio.

La cuestión es que, llegado determinado punto en el tránsito de la vida, las pendientes provocadas por los pasos a desnivel dejaron de provocarme aquel golpe de suspensión en el estómago, dentro de cuya pausa a la vez brevísima e infinita el universo entero daba en pasmarse con una fisonomía muy parecida al susto, sin que por ello cupiera asimilarla íntegramente al susto. Como no soy aficionado a los juegos mecánicos, ni menos aún a los entretenimientos extremos que gustan llevar hasta su más exacerbado  límite este tipo de sobresaltos, aquella prenda de mi remota infancia sólo llego a recobrarla muy raramente. Quiero decir, en términos físicos. Los metafísicos son otro cantar.

No podría explicar por qué, pero dicho vértigo ha terminado por quedar asociado en mí con los puntos suspensivos: esos tres puntitos ocasionalmente alineados a ras de renglón. Al aparecer en un texto, este signo representa siempre el espacio de una pausa. No la pausa habitual, cotidiana, carne y espíritu de la respiración y el habla, que cristaliza en la coma, sino otra pausa distinta, acentuada por lo excepcional. Excepción que abarca en su caso no sólo cuanto no puede decirse o cuanto no quiere decirse, sino también ese peculiar énfasis a menudo exigido por cuanto justo está a punto de decirse.

Igual que todos los signos gramaticales, también ellos poseen su propio esoterismo. Y es que a través suyo el punto, inequívoca expresión de lo concluyente, no se reafirma al triplicarse, sino que se transmuta en su propio vilo. La muerte ensimismada hace brotar de su ensimismamiento—en forma de sugerencia, inconclusión, promesa o reserva— el hálito mismo de la vida. Tal el poder de estos puntos suspensivos. Tal el poder de estos puntos capaces de suspender.

No disociemos los dos significados básicos del verbo. Suspender es sí, por un lado, interrumpir temporalmente. Pero por otro también alzar, sostener en alto. Así pues, ¿qué es lo que este signo suspende? Es decir, ¿qué es lo que este signo interrumpe temporalmente? O mejor aún: ¿qué es lo que alza y sostiene en alto?

¿Qué alzaba y sostenía en alto aquella abismal pausa del paso a desnivel en el cruce de Eje Central Lázaro Cárdenas y Viaducto durante mis días de infancia? No lo sé. Sólo sé que hoy me basta evocarla aquí para sentir restituido en la boca del estómago un hueco bastante parecido, más demorado en eso de instalarse, más perdurable en eso de arraigarse. Un hueco de imposible. El rastro de un niño perdido que recorre ya para siempre una avenida llamada igual que él: Niño Perdido. Instalado en el asiento de un trolebús, a la espera de que voces queridas vuelvan a anunciarle con el más gozoso de los espantos: “el puente, ahí viene el puente”.


Imagen: Buster Keaton en Daydreams (Cline-Keaton, 1922)