domingo, 11 de diciembre de 2022

Palabrejas en verso para el Jefe Mendoza.

 
Hace algunas semanas,
al término de la segunda sesión
de un homenaje póstumo a Gaspar Aguilera,
Gustavo Chávez y José Mendoza
concibieron la generosa idea
de compartirle al público asistente,
mediante proyección,
un conjunto de imágenes
correspondientes a su actividad
cultural, literaria, existencial,
allá por los setentas, allá por los ochentas
del vigésimo siglo.
Muchas fotografías, volantes y carteles,
portadas de revistas y programas de mano,
carátulas de libros, perfume de latidos,
porciones de pasión y juventud
llenando a rebosar nuestros ávidos platos
de corazón abierto, memoriosa memoria,
vida vivida, juego bien jugado.
En un momento dado, con esa exaltación
de tribuno y de niño en seis de enero
(tan suya que podría
bien registrarla bajo copyright,
si no se empecinara en seguir caminando
en sentido contrario
de la proactividad empresarial)
dijo don Pepe que eran —él, Gustavo y Gaspar
junto a su cofradía de presencias y ausencias
ahí reunidas o no—
ya pura sociedad de poetas muertos,
ya pura soledad de poetas vivos,
ya purito percance de la historia.
Al salir del evento, conversé
con Armando Salgado,
coincidiendo los dos en que había sido
como pasar las páginas
del álbum familiar de alguno de tus tíos.
Un álbum familiar cuya existencia
conocías de oídas, pero al cual
no habías tenido nunca la ocasión
de echarle algún vistazo.
Un álbum familiar que te entregaba,
en el mismo regalo inesperado,
rasgos preciosos de tu propio rostro,
tramos vitales de tu propia historia.
Hay una cierta etapa juvenil,
grosera, inevitable, necesaria
(y formativamente saludable)
en la que te encandila imaginar
que no provienes de ninguna parte,
ni debes nada a nadie, pues eres resultado
de tu exclusiva suma claustrofóbica
de mérito y demérito. No obstante,
por obtusa que tengas la cabeza,
por mezquina que sea tu perspectiva
y por muy encumbrada que se halle tu autoestima,
tarde o temprano acabas percatándote
de que si bien tus pies te pertenecen
tus pasos siempre son la huella de otros pasos;
puede quizá que huella en rebeldía,
puede quizá que huella matricida,
mas sin remedio huella,
herencia de senderos transitados y abiertos
antes que tú pudieras
soñar siquiera con tenerte en pie.
A mí en lo personal, las muchas ignorancias,
ingratitudes y desatenciones
que alcancé a acumular en esas mocedades
me llevaron al cabo a elegir que la huella
que mi paso camine sea huella agradecida.
Con don José Mendoza últimamente
me acongoja en concreto la inquietud
de en una de esas haber incumplido
cierta cita agendada tal vez por el destino
para cruzar caminos hace mucho tiempo.
Egresado recién del nivel secundario,
presenté con quince años examen de admisión
para cursar la prepa
en el bachillerato nicolaita.
La suerte deparó que me tocara
adscripción en la escuela Isaac Arriaga,
donde Pepe impartía cátedra literaria,
multiplicaba impresos,
iniciaba futuros oficiantes
en el mester de la Pajaromaquia
y alimentaba insospechadas chispas
de hogueras por venir. Puntual continuidad
de un fuego previamente alimentado
por Ocaranzas y por Ricos Canos,
Conchas Urquizas y Méndez Plancartes,
Esteres Tapias y Sanchez de Tagles,
por Navarretes,
Diegos Josés Abades y Atonios Huitziméngaris.
Mas como yo vivía
a sólo un par de cuadras del estadio,
en la colonia Vasco de Quiroga,
y hacerme moreliano me había vuelto
contumaz quisquilloso en tema de distancias,
la prepa cuatro se me figuraba
situada en los confines más extremos
del mundo conocido.
¿Cómo iba a trasladarme diariamente hasta allá?
Además, mi ilusión, tal la de casi todos,
era ser nicolaita desde San Nicolás,
desde el mero colegio del Padre de la Patria.
Y merced a gestiones de cuyos pormenores
prefiero no acordarme
entré al Colegio de San Nicolás.
Donde no resoné en literarias lides
con ningún profesor, con ningún compañero.
Donde perseguí el sueño de volverme escritor
por el sencillo método
de nunca entrar a clases,
encerrarme a leer en un salón vacío
y salir tempranito a andar y desandar
el centro de Morelia
con ojos de novela policiaca.
Al terminar el año estaba reprobado
y debí trasladarme
a nuevos horizontes escolares.
Allá, en otra línea temporal,
yo me vuelvo escritor en contubernio
y bajo el magisterio de Pepe Mendoza
sin reprobar la prepa. En esta que aquí soy
tengo que conformarme con reunir
una caja de prendas y recuerdos
bastante más modesta.
Lo cual no significa menos importante.
Por ejemplo, atesoro como entrañable joya
el haber conocido a Frida Lara Klahr
una tarde en que ambos hacíamos antesala
para que terminara de imprimirnos
ya no recuerdo qué.
Desentendido de nuestros pendientes,
don Pepe sentenciaba que debíamos leernos,
que íbamos a entendernos,
a pesar de ser Frida
la enormísima poeta que ya era
y yo exclusivamente un post adolescente
con ínfulas patosas
de futuro escritor y de teatrero.
Voz de profeta tuvo sin embargo.
Nos entendimos y nos entendemos
todavía hasta la fecha, cuando ella ya no está
sino en sus versos.
Pero ni falta que hace forzar con sacacorchos
los dobles fondos del anecdotario.
Hace más de una década
que la amistad y la complicidad
del escritor Rafael Calderón
me vienen desvelando cotidianamente
cuál es la parentela de que formo parte,
de dónde es que nos viene por vocación y herencia
leer poemas y sacar revistas,
enhebrar proyectos y guajiros sueños,
honrar como se debe la escritura,
la pasión y el trabajo
de quienes nos trazaron y nos trazan aún
horizonte posible
esta heredad de argamasa y de piedra
donde no nos tocó, sino donde elegimos
por propia mano venir a vivir,
venir a leer, venir a escribir,
venir a caminar por el reverso
de todos los silencios decretados.
De modo que no abuso ni exagero,
si vengo aquí esta tarde a declararme
sobrino de don Pepe.
Sobrino natural si ustedes quieren,
descarriado y atípico, pero sobrino al fin,
bien entendido y bien agradecido
de que no poseeríamos este rostro
bastantes de nosotros, si él no estuviera aquí,
si él y los suyos no hubieran alzado
sus carpas saltimbanquis justo aquí.
Hace unos pocos días, preparándome
para venir a sentarme a esta mesa,
había andado leyendo de ida y vuelta
un volumen que incluye
los Poemas Membrillo, la Ciudad de Argamasa
y la Pajaromaquia.
Y mientras más leía y releía
más rumiaba el peligro que corremos
por el perfil leonárdico y vincístico
de don Pepe Mendoza.
Porque siendo editor y promotor,
siendo figura pública, siendo leyenda urbana,
encomio y vilipendio,
docente legendario, nicolaita,
pasto de chisme de verdulería,
Melchor siempre al ladito del rey Pay
y carne de homenaje cada tanto,
se eleva el riesgo de no distinguir
al enorme poeta que sustenta y corona
ese currículum desmesurado.
(No me da el tiempo, ni el formato en verso,
para aquí argumentar mi convicción,
pero pronto será).
Tales cosas pensaba, camino de mi casa
siendo casi las once de la noche,
y justo fui a encontrármelo a don Pepe
a sólo un paso de su propia puerta.
Que tiene su extrañeza y hasta su esotería
el hecho de que hayamos coincidido
mientras andaba yo en pleno membrillaje,
quedará manifiesto al explicar
que viviendo a tres cuadras de distancia
desde hace siete, ocho, nueve años,
no había pasado nunca
que nos topáramos tal nos topamos.
Apenas se enteró  —tras los saludos—
de esa proximidad vecinal casi,
procedió a reclamarme
con unas cajas no por amistosas
destempladas de menos:
¿por qué nunca has pasado
para echarte un café, para echarte una meada?
Yo nada contesté, porque no lo sabía.
Sólo ahora lo sé, sólo ahora contesto.
Me faltaba empezar a escribir esta carta
—remedo paliducho del tono antipoético
en que usted es maestro—
como agradecimiento, como salvoconducto,
como reparación
o como carta de presentación:
vine a Corregidora
porque a mí me dijeron que acá me iba a encontrar
al tío mayor de muchos de nosotros,
un tal Pepe Mendoza.


Texto leído el 10 de diciembre de 2022, 
en la mesa de homenaje a José Mendoza Lara, 
dentro del 6o. Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes.

sábado, 3 de diciembre de 2022

25 años de La Sombra de Pan.

 

El germen de lo que sería La sombra de Pan apareció durante mis días de educación secundaria, teniendo yo catorce o quince años, como parte de una fiebre dramatúrgica que me había llevado a escribir una pastorela para las fiestas decembrinas y una comedia de enredos amorosos para el Día de San Valentín. La pastorela se representó en el patio de mi escuela, la comedia de enredos se quedó en los ensayos. Mi tercera entrega no estaba concebida para ninguna efeméride en especial. Había quedado vivamente impresionado por el fragmento de una tenebrosa novela de Rudyard Kipling, incluido en el libro de la materia de Español, y con la osadía propia de esa edad me impuse la peregrina misión de imitar su aliento para trasladarlo al contexto mexicano.

Así arranqué una historia ubicada en un pueblo de Querétaro durante los tiempos del porfiriato. Dos caballeros de la Ciudad de México, hombres de ocio, curiosidad y ciencia, se personaban para averiguar qué habría de cierto en el rumor de que una vecina de la localidad acababa de dar a luz un simio.

La pieza teatral aquella no consiguió llegar demasiado lejos. Apenas tres o cuatro escenas, y el impulso original se desinfló. No obstante, su anécdota base me retornó propicia cuando, cosa de siete años más tarde, en vísperas del cumpleaños de un amigo muy querido, consideré la opción de un regalo que se apartara de lo previsible y habitual.  Dada nuestra compartida devoción por las historias de Sherlock Holmes y de H. P. Lovecraft, en lugar de un libro, un disco o una prenda de vestir, yo le obsequiaría un cuento escrito de mi puño y letra, armonizando ambos estilos en principio inconciliables.

La oposición fundamental entre los universos holmesiano y lovecraftiano, proviene del hecho de que el primero de ellos sustenta su relación con el mundo en una confianza absoluta hacia la racionalidad, la lógica mecanicista y el cientificismo inapelable; mientras el segundo parte justo de la radical subversión de todos esos presupuestos.

La premisa base de aquello que no se sabía aún una novela, ni se llamaba todavía La sombra de Pan, fue preguntarme cómo se las arreglarían Sherlock y su fiel escudero el Doctor Watson para afrontar un misterio perteneciente al más allá de toda explicación razonable. Un caso sin los caminos de vuelta como los que en El sabueso de los Baskerville permiten despachar todas las fantasmagorías sobrenaturales como fruto de la superchería, la sugestión y el espejismo.

No conseguí tener listo el regalo para la fecha de cumpleaños de mi amigo. Apenas sentarme a poner por escrito la historia que traía entre manos, dos cosas se me hicieron al punto evidentes: que su aliento desbordaría los márgenes de relato breve donde yo originalmente había planeado enmarcarla; y que la adecuada contextualización de la trama en la Inglaterra del siglo XIX, por mínima que fuera a ser, me supondría un período preliminar de investigación documental.

Eran otros tiempos. La novela iba a escribirla íntegra ya en computadora, pero empleando aquel sistema operativo MS-DOS previo a la omnipotencia de Windows; respaldándola ni siquiera aún en diskette de 3½ , sino todavía en floppy de 5¼. De internet ni hablar. El acopio de cualquier acervo documental había que realizarlo de cuerpo presente, concurriendo a la biblioteca.

Mi biblioteca de cabecera había sido desde los días de secundaria la Pública Central ubicada junto al Planetario de Morelia: mi borgiana versión adolescente del paraíso. A ella, y en especial a los voluminosos tomos monográficos de la Enciclopedia Británica, acudí para informarme sobre usos horarios ingleses, sobre la fisonomía física e histórica del condado de Somerset, sobre el trazado urbano y la mitología esotérica asociados a la ciudad de Glastonbury, sobre ferrocarriles a carbón y leyendas artúricas.

Mi hermana la segunda gozó el privilegio o padeció la tortura de erigirse en tiempo real como la lectora inaugural de la novela. Apenas terminar un capítulo, iba a tocar a su puerta en la casa de junto, y ella venía solícita y estoica a dar el visto bueno; quedándose en ascuas con cada golpe de efecto de final de episodio, dado que no tenía manera de averiguar (ni yo mismo lo sabía a menudo) cómo continuaría la cosa. Mientras de esa guisa íbamos avanzando semana tras semana, nos pasó por la cabeza la idea de redondear el proyecto con ilustraciones que fueran acompañando cada capítulo. Mi hermana sólo llegó a realizar la primera de ellas, correspondiente a Thomas Godwin, el atribulado hombrecillo encargado de introducir en el enigma a Watson y a Holmes.

Para mediados de aquel año de Dios 1994 la novela estaba lista, si bien encabezada por el título tentativo y al final desechado de “Los hombres de Pan”. Además de ponerla en manos de su destinatario, quien la leyó en vísperas del Mundial de futbol, imprimí otra copia y se la remití por correo a Daniel González Dueñas, quien generoso había apadrinado los festejos de aniversario de mi primer grupo de teatro un par de años atrás.



Conservo la carta de respuesta que Daniel me envió hacia el mes de octubre, como uno de los más preciados tesoros de mi travesía literaria. Además de responder a toda la serie de abigarradas inquietudes librescas que yo le planteaba en mi misiva, y de compartirme un invaluable esquema cartográfico que él había elaborado para el abordaje de la obra de Italo Calvino, procedió a hacerme puntuales comentarios sobre la novela. No sólo eso; se tomó el trabajo de añadir un par de páginas identificando erratas. Y me hizo ver que el juego de palabras que yo pretendía con “Los hombres de Pan” se perdía por completo al prescindir de las mayúsculas.

Ya debidamente puesta a punto, La sombra de Pan salió en busca de buena fortuna, respondiendo a la convocatoria del primer premio de novela Gran Angular, versión México, lanzada por la editorial española SM. Lo hizo en condiciones por demás precarias. El inminente cierre del plazo de entrega coincidió con una racha de peculiar penuria económica. Disponía del importe justo para las fotocopias y la paquetería, de modo que los tres o cuatro juegos se fueron sin engargolar, unidas sus páginas con un amarre de estambre en la esquina superior izquierda, dentro de un paquete improvisado con papel periódico. Encima, con las prisas, uno de los juegos se había ido sin los dos capítulos finales. Así que mis expectativas de recompensa durante las siguientes semanas oscilaron entre lo modesto y lo nulo. Imaginaba que, no bien abrir mi paquete, la editorial lo desecharía por desprolijo.

Asistí a la FILIJ 1996 para recibir el premio del certamen “El mejor teatro para niños” por Los ojos perdidos de Mirmidón. Andando en esas, Rosalía Chavelas, funcionaria del Conaculta a cargo de mi logística, me preguntó si era yo el mismo Monreal que había participado en Gran Angular, para enseguida confiarme que a David Huerta, miembro literario del jurado, le había encantado mi novela, y había dado la batalla para que se le otorgara el primer lugar; no obstante, ante la férrea oposición de una pedagoga o algo así, según la cual el lenguaje de la obra no era el adecuado para un público juvenil, había conseguido no sólo que se le concediera una mención, sino que el acta correspondiente incluyera una recomendación expresa para publicarla.

Fue así como La sombra de Pan tomó rumbo editorial. Fue así como se convirtió acaso en el ejemplar más visible y autónomo de cuanto he escrito. Por más que nos pese, o por más ejemplos de marginalidad imperecedera que podamos traer a colación, la resonancia de una obra literaria en nuestras sociedades está altamente subordinada a los canales comerciales de impresión, distribución, oferta y consumo. La sombra de Pan  es el único libro que he llegado a publicar hasta ahora en una editorial comercial propiamente dicha. SM llegó a México hacia mediados de los años noventa, para posicionarse como una de las principales firmas editoriales de nuestro país dirigidas al público infantil y juvenil; merced a su catálogo literario y escolar, y merced a su privilegiada vinculación con el sistema educativo nacional, que la han vuelto presencia habitual en centros de enseñanza públicos y privados desde nivel preescolar hasta el medio superior.

La sombra de Pan se benefició o formó parte de dicho fenómeno, incorporándose a la lista de lecturas recomendadas y recomendables para estudiantes de bachillerato. Que algún respetable número de docentes decidieron incluirla dentro de los materiales a leer y reseñar en clase, lo certifica siquiera colateralmente el hecho de que una ficha-resumen suya se encuentre incluida en esa inefable página web llamada “Buenas tareas”. El correspondiente contrato firmado entre SM y yo tenía vigencia de una década. Durante los primeros tiempos mantuve un contacto constante y fluido con la dirección de la editorial. A partir de determinado relevo directivo, la comunicación cesó. El plazo de vigencia del contrato, a través del cual SM se arrogaba la propiedad sobre traducciones, adaptaciones e impresiones en el extranjero, concluyó sin que manifestaran interés alguno por renovarlo, ni menos aún respondieran a mis inquietudes sobre un par de reimpresiones extemporáneas o una potencial edición española.

Mi interés en este último sentido había aparecido, por supuesto, desde el momento mismo de firmar contrato con una casa cuya matriz estaba en España. Pero se incrementó al paso de los años, cuando la legión de holmesianos de habla hispana esparcida por el mundo comenzó a dar a cuentagotas muestras de interés en la novela, a través de referencias, reseñas, comentarios y elogios a través de blogs y páginas web. Cuatro o cinco personas a las cuales yo no conocía escribieron directamente a mi correo electrónico desde el otro lado del mar, para preguntarme cómo podían conseguir el libro.  Les sugerí que escribieran directamente a la editorial, pero como ésta les correspondiera también a ellas con un absoluto silencio, hacia 2007 me asumí otra vez en usufructo exclusivo sobre los derechos de mi obra… si bien con escasas ideas y menos contactos para hacer algo con ella.

Fue hasta diez años más tarde, en 2017, cuando el escritor y editor Alberto López Aroca, una de aquellas personas que otrora me escribieran manifestando interés, y que se las ingeniara para conseguir La sombra de Pan por vía transoceánica, me la solicitó para incluirla en dos entregas en “Ulthar”, revista de fantasía, ciencia ficción y terror que él publica y distribuye de manera independiente desde España. Así tuvo mi novela su debut europeo, en el mismo bello tipo de formato donde vieran luz por vez primera los relatos de Lovecraft y Conan Doyle.

Hace un par de años probé ofertarla por mi cuenta en formato digital, con resultados menos que discretos. Si la autogestión y la autopromoción no son lo mío, menos aún el emprendedurismo capitalista.

Entre 2019 y 2020, la tenaz iniciativa de mi esposa Bárbara consiguió que Ricardo Peláez Goycochea, uno de los máximos exponentes del cómic nacional, cuya obra yo conocía y admiraba desde lustros atrás, y que por entonces ponía a circular su versión de El complot mongol con guión de Luis Humberto Crosthwaite, acometiera la adaptación de La sombra de Pan al formato de narrativa gráfica. Se trató de una fecunda colaboración, durante la cual yo escribía el guión, le aportaba a Ricardo soporte gráfico-documental para locaciones, vestuario y atrezo, y él procedía a dibujar con absoluta potestad de ajuste y enmienda a partir de mis propuestas. Creo que el resultado nos satisfizo a ambos. A mí en particular, regresar a la novela me permitió implementar algunas resoluciones argumentales divergentes del original, que según mi juicio no sólo son más funcionales para un cómic, sino que mejoran la historia en sí.

Ya tocará al potencial público lector pronunciarse a este último respecto cuando la pieza llegue a publicarse, y La sombra de Pan comience a vivir así, pian pianito, paso a paso, con dilatadas pausas y sin ningún género de prisas, su segunda, tercera, quinta o ya no sé cuál vida; luego de aquel germen originario, salido hace ya casi cuarenta años de la pluma de un estudiante de secundaria que quería ser escritor.  



 
1. Portada de La sombra de Pan publicada por SM y el CNCA.
2. Ilustración elaborada por Patricia Monreal para la primera versión inédita.
3. La sombra de Pan en Ulthar, revista de fantasía, ciencia ficción y horror.
4. Boceto de la novela gráfica, tomada del facebook de Ricardo Peláez Goycochea.