Imagen: Dibujo de Bárbara Cortazar, Sin Título (2017) |
domingo, 23 de febrero de 2020
Todas las mañanas del mundo.
Sentado a la mesa del café, me
da de pronto por sentir que esta mañana no es sólo esta mañana. Que esta mañana
admite desde cierta luz mirarse como todas las mañanas del mundo en una sola,
súbita y al mismo tiempo sosegada fulguración. Todas las mañanas del mundo se
concentran aquí, en esta mañana cualquiera. En la taza de café y el vaso de
agua algo ya más que mediados. En la resolana que acaricia las columnas de los
portales. En los vehículos de la fuerza pública alineados al otro lado de la
calle. En los árboles del atrio de Catedral cuyos troncos debo mirar a través
del enrejado, pero cuyas copas, cuyas hojas y cuyas más altas ramas, se engríen
libres de todo obstáculo a la vista en pos de la ni siquiera tibia luz del sol,
y del blanquecino borrón de nubes que a esta hora es el cielo. Todas las
mañanas del mundo en la brisita fría de finales de enero. En las catedralicias
campanadas que han comenzado a repicar. En la omnipotencia fácil y sin embargo
perennemente irresistible de la cantera hacia donde quiera que gires la mirada.
Todas las mañanas del mundo concentradas sin grandilocuencias, aspavientos ni
concesiones, en este pedazo de día. En este minúsculo jirón de tiempo. En este
diálogo de sordos enmudecidos por el asombro. En este diálogo de sordos que
celebran no ser ciegos. En este no cansarse de mirar y este no cansarse de ser
mirada, establecido entre los ojos de un tipo que es también cualquiera, y una
ciudad con la suficiente magnanimidad y la suficiente alevosía para no escatimarle
el derecho, el abuso o el desatino, de nombrarla suya.
Todas las mañanas del mundo en
la cadencia del andar de cada mujer que pasa, y en la licencia impune de
desearlas a todas, una a una, con desfachatada obscenidad caníbal. Reencuentro en
el silencioso, puntual, reiterado cumplimiento de esa afrenta, la limpidez algo
rústica del niño que alguna vez le rezó a su ángel de la guarda como pacto y
augurio para sortear con buena estrella la noche por venir. Codicio desde la misma
lúbrica quietud de los otros parroquianos aquella sólida y sin embargo etérea
parábola alejándose, y sé que desearla es desearle también el mejor de los
días, la mejor de las rutas, el mejor de los tránsitos, los mejores naufragios.
Mujer que con tu paso das eje a
la ciudad y a la mañana, y al hacerlo devuelves del modo más pueril y elemental
a este que escribe la conciencia de su propio eje. Que el fulgor de tu ritmo te
proteja del frío y la dentellada, y nos resguarde así a todos los demás la
gracia de la prórroga, la opción del día siguiente ante el café recién servido
y caliente todavía. Que lo correcto y lo incorrecto que quepa deslindarle a la
fugaz codicia con que tu paso incandesce la mañana, retorne las veces que
resulte necesario para desnudar intacta la devoción de cuantos feligreses te
contemplamos sin movernos de nuestro sitio, apretando apenas los labios,
enarcando las cejas, desmesurando los ojos mediante el torpe disimulo de
entornarlos. Que a través de tu carnalidad, cotidianamente renovada como
indisputable medida del paisaje, la mañana de mañana pueda otra vez reconocerse
y enunciarse como sinónimo de todas las mañanas el mundo. Y que en el principio mismo del
tiempo y del espacio, antes de verbos y de dioses, se escuche como enunciada
por la brisa aquella versificada consagración litúrgica de Luis García Montero
para cuantas estás ahora mismo siendo en todos los rincones del planeta, bajo
la bendición de tus devotos infinitos: “Que tengas un buen día, / que la suerte
te busque / en tu casa pequeña y ordenada, / que la vida te trate dignamente”.
Pero esta mañana no es sólo la
página que escribo desde la mesa del café, ni cuanto alcanzo a desear y a
contemplar desde mi sitio. Esta mañana es también un espesar de oprobios que no
están a la vista de momento, pero ante los que basta afinar un poco la atención
y la memoria para recordarlos acechantes y omnipotentes en derredor, debajo,
por encima. Y si esta mañana puede ser y es de hecho todas las mañanas del
mundo, hay que enlistarle y añadirle el sucesivo espesar de oprobios que ha
acompañado cada salida del sol ante esta misma mesa de café, o en este pedacito
de ciudad cuando no había aún en los portales mesa de café. O en este pedacito
de universo cuando aquí no había ni portal, ni ciudad, y el mundo contaba ya
sin embargo como mundo, y el oprobio contaba como oprobio, y las personas ensimismaban
y entretejían infinitamente sus respectivas dosis de vileza y virtud.
¿Era menos malo el mundo en el
pasado? ¿Era menos mala la gente?
Mirábamos cierta noche por
televisión un documental a propósito de los usos y costumbres de
entretenimiento en el Coliseo romano; uno de esos documentales convencidos de
que los programas educativos sólo tienen futuro asimilados a la narrativa de
las películas de acción y a la estética de la nota roja. Y mirando en pantalla
las subjetivas recreaciones contemporáneas de pretéritas escenas de violencia,
y escuchando los atroces datos brindados cada tanto como aderezo por el
comentarista (bajo la más doctoral y pedagógica de las entonaciones), me
pareció advertir con claridad no sólo las vigentes líneas de continuidad de esa
barbarie antigua, sino la franca
filiación entre los remotos sanguinarios de obra y sus actuales presentadores de
palabra a cuadro. El nivel de refinamiento para la vejación va adquiriendo con
cada nuevo giro de la Historia lógicos matices de adecuación espacio-temporal y
tecnológica. Pero a final de cuentas, más allá de dichos matices, consiente
mirarse como un único ademán, como un único gesto.
Todas las mañanas del mundo ha
habido sitios y caras a los que la resolana no llegaba, o llegaba como la broma
brutal de algún sádico dios, regocijado en poner un poco de luz inútil sobre el
padecimiento del horror. Y no hablo sólo ni pienso de modo primordial en las
celdas de los torturadores. Pienso sobre todo en quienes han construido
atalayas de prístina limpidez sobre los huesos y las almas machacados de sus
semejantes, excusando siempre la cochambre como exageración, como difamación,
como mentira, como saldo de otros.
Vivo en un mundo injusto. Vivo
en un mundo que ha convertido al lucro en la medida del sentido, la dignidad,
la convivencia y la supervivencia, anulando toda distinción entre candidez y
cinismo. El miedo a no tener como motor y condición de nuestro ser con los
otros. El miedo a no tener, ejercido como ofensiva y vertical histeria sobre
todo por aquellos que no han reparado en medios ni en escrúpulos para tenerlo
todo. El miedo a no tener, prolongado escalón tras escalón hacia abajo, hasta
el último peldaño, hasta cada resquicio donde quede medio centímetro cúbico de
aire por disputarle al prójimo.
Y no sé cómo contar eso para
volverlo transparente y compartible a los ojos de quien por azar llegue hasta
aquí y lea la fábula. No sé de pronto si vale la pena traducir a verso la
zozobra; no sé qué verso en todo caso darle. Palabras como dignidad y esperanza
suenan huecas y ridículas apenas enunciadas, y yo me pregunto quién a traición
me puso los oídos de mi tiempo en el hueco de la oreja. Quién a contramano me
inocula de súbito la dominante inercia de cinismo y desencanto. Quién consigue
ir convenciéndonos poco a poquito de que el peor pecado del mundo es hacer el
ridículo, y de que la medida del ridículo consiste en el afán de seguir
alimentando la fe desde el entendimiento.
Vuelvo los ojos hacia mi padre
Esquilo. Y me abrazo a sus ropas. Y dejo que me pase por el escaso y ya
entrecano entramado de los cabellos su mano solidaria. Su mano fraternal. Su
mano respetuosa. Su mano implacable. Su mano situada en el reverso cósmico de
toda compasión. La misma mano que escribió de los buitres que se cebaban en las
entrañas de Prometeo, la gemela furia de Electra y Clitemnestra, los aterrados
llantos de mujer por las calles de Tebas en vísperas del ataque contra sus
siete puertas. La misma mano que en los días de su pueblo triunfador fue capaz
de estrechar como propio el dolor de los persas vencidos.
La mano de Esquilo. Que es mi
padre, sí, pero es también mi hermano. Que no me miente consuelos, ni me excusa
obligación de claridades, ni me escatima derecho la mañana, ni me llora, ni
pide que le llore. La mano de Esquilo. Como tantas otras veces, lo mismo que a
tantos otros desde hace tantas mañanas (mañanas que parecían, y eran cada una,
todas las mañanas del mundo), me levanta, me palmea el hombro, estrecha la mía.
Insinúa apenas un empujón con la punta de los dedos en mi espalda. Y me manda
de regreso a la vida: a mis ojos, a mi mesa de café y a mi resolana tibia. A mí
ración de deseo, duda, zozobra y osadía.
De regreso a mi mano que aquí
escribe. Sabiendo, aceptando y celebrando el entendimiento de que éste no será
tampoco, aun cuando así lo parezca, el punto final.
domingo, 16 de febrero de 2020
Marinas.
Cada atisbo de frase que acude a tu
cabeza cuando quieres ponerte a hablar del mar sabe a banalidad, a reiteración
estúpida, a saturadísimo lugar común. Y sin embargo el mar, con esa indiferente
capacidad de seducción que lo caracteriza, impone más allá de toda resistencia
posible que uno se suelte a palabrear sin remedio, recurriendo a los más
diversos acentos: desde la salmodia hasta la vociferación, desde la xilofónica
cantinela infantil hasta el marmóreo arrebato épico.
Resulta llamativo que algo o Alguien
tan recurrentemente asimilado al silencio (sea por física desmesura, metafísica
impenetrabilidad o cósmico desborde) estimule de inmediato, incontenible, a la
enternecedora y patosa perorata humana. Y no, no considero que sea menester
presentar disculpas por el hecho de que entre los orfebres de dicha perorata se
hallen un Lautréamont, un Perse o un Homero. Porque lejos estoy de empuñar la
caracterización empleada con intenciones denigratorias o con pereza nihilista. Mediante el término “perorata” me permito en
primerísimo lugar honrar nuestro más privilegiado margen de dignidad y de
belleza, desde la complicidad jubilosa de quien se distingue apenas uno entre
los miles de millones alguna vez apabullados por el mar. Si patosos peroramos es porque, comparadas con la elocuencia indescifrable y monumental de cualquier
espectáculo marino, nuestras palabras no pueden sino antojarse balbuceos;
incluso aunque se trate de las palabras más elocuentes y monumentales que la
voz humana haya sido capaz de proferir (la cólera de Aquiles canta, diosa, /
sobre el fondo del mar color de vino).
El renovado turista que asume haber
comprendido ya el ritmo y el plazo de las olas para sortearlas sin vergonzosos
revolcones (siempre cerca de la playa, por más avezado nadador que se considere y por más intrusiones al mar abierto
de que se jacte) acaba tarde o temprano zarandeado patas arriba, con la boca
colmada de espuma. Del mismo modo, cada afán literario de homenaje, indagación
o vilipendio, debe rendirse ante la evidencia de que nada ni nadie cuenta,
interroga o maldice al mar con la hermosura sagrada que él por sí solo
despliega hasta en el más humilde de sus embates. Ese embate, por ejemplo, que
ahora mismo, mientras la claridad de la tarde da en extinguirse ya sin camino
de vuelta ante mis ojos, alboroza allá abajo a los últimos bañistas del día.
Sus voces llegan hasta mí tal si se tratara antes bien de gaviotas, albatros, o
acaso inclusive difusos ecos provocados por el propio oleaje.
El mar nos mesura e iguala pues a todos
dentro de la tribu humana, por vía de democrático apabullamiento. Buena parte de
nosotros somos extranjeros de tierra adentro, que por época, condición y
destino sólo aspiramos al contacto con su divina inmensidad durante mansas
excepciones de recreo; visitantes ocasionales que, aun sublevándonos airados al
calificativo de turistas, no podemos sino asumirnos circunscritos a éste
durante nuestras breves escalas playeras. Abundan quienes suponen con imbécil
petulancia que las tarjetas de crédito otorgan derecho de propiedad sobre los
paisajes y sus artífices, sean estos naturales o humanos; pero si conservamos
mínimo sentido de la decencia y del ridículo, resulta inevitable que
experimentemos una sensación liliputiense cada vez que, frente al eterno
alzarse y romperse de las olas, se nos vienen a la cabeza los capitanes de
Conrad, los piratas de Salgari y de Stevenson, los marineros de Melville.
Sobrepongámonos no obstante a ese balde de agua
fría bañando nuestro amor propio. Una serena meditación a propósito de aquellos heroicos,
limítrofes y ejemplares destinos, basta para reparar en que los seres de
tormenta, ensueño y altamar que los acometieron se hallan infinitamente más cerca de nosotros que del
corazón del enigma marítimo; enigma a través suyo asediado de maneras tan
prodigiosas e inolvidables, como a final de cuentas infructuosas. Al término de
cada una de tales travesías, la cifra del misterio oceánico prevalece igual de intocada e insondable que al principio, sea que nuestros ojos madurados y
(ellos sí) ya jamás iguales, abracen la imbatible distancia redescubierta con
risueño júbilo, con serena aceptación o con horrorizado estupor.
Y por su parte el mar no consagra a la
tripulación —pongamos por ejemplo del Pecquod en Moby Dick— aspavientos ni furias mayores a las que cada niño,
incauto y temeroso ante su primera experiencia marina, siente abatirse sobre
sí; los pies todavía firmemente apoyados en la arena, y el nivel del agua a una
altura que si consiguiera erguirse no alcanzaría a mediarle el pecho. Pero el
caso está justo en que de pronto ese niño no logra erguirse, por mucho que lo
intente. Un estruendo de infinito le embota hasta la sordera los oídos, y una
memoria de honduras cuyo insuficiente símil más a mano es el vientre materno le
acompaña la súbita sospecha de que no podrá salir, la irracional urgencia de
recobrar a bocanadas el extraviado hilo del aire.
El niño regresa trastabillando, sin que
el cristalino reverberar de la ola ya rota que viene, ni la espumeante resaca que
va, consiga elevarse más allá de sus tobillos. Los adultos ríen desde la más
pasiva de las serenidades, y el resto de los niños, si no es que partícipes a
pie juntillas de su mismo drama, le dedican burlonas puyas que por alguna
extraña razón resultan indoloras.
Lo cierto es que a su manera, como en
semilla, él trae ya entre los dedos y bajo la lengua la misma inquietud y la
misma sabiduría del único sobreviviente del Pecquod; ese que, no bien abierta
la primera página del libro, te sale abrupto al paso para solicitar “llámame
Ismael”. Y tú no requieres explicación en ninguno de ambos casos para entender
a quién tienes delante: a uno que viene de atisbar el reflejo del rostro de
Dios… y que regresó para contártelo.
(para
Milo, amor de mi sangre abierta)
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