lunes, 26 de noviembre de 2012
LA SÍLABA
Durante
seis años de educación primaria, mi corazón adiestró el futuro margen de sus
alcances sentimentales en una progresión depurativa que a estas alturas no me
atrevería a calificar sino de silábica. Si en primer grado, el inédito pulso de
ese latido recién descubierto figuraba ensimismarse monosílabo (Sol), entre
segundo y tercero los diástoles y los sístoles transmutaron, sin sentirlo casi,
el bisílabo (Lilia) en trisílabo (María), para arrullar cuarto con el
prodigioso compás del tetrasílabo (Araceli). A partir de quinto, como en toda
espiral que se precie de serlo, mi personal minutero comenzó a volver sobre sus
pasos sin por ello dar marcha atrás; el trisílabo (Violeta) se recogió otra vez
bisílabo (Cuca) y la vida, sabia siempre, culminó sexto grado antes de que esa
temprana colección de inconfesados deliquios consumara un flagrante abuso de
simetría.
La
vuelta al monosílabo original habría de completarse hasta primero de secundaria,
cuando una sesión de confidencias retrospectivas entre veteranos egresados de
la educación básica (novicios de la educación media básica), me empujara a
reconocer con melodramáticos acentos que Sol había sido mi único verdadero
amor. Como esta última confesión puede antojarse a todas luces excesiva, debo
aclarar que los caminos entre mi monosilábica pasión inaugural y yo, aun cuando
fatalidades administrativas vinieran tempranamente a distanciarlos
(desaparecido nuestro idílico 1º C ella engrosaría el 2º A y yo el 2º B), sólo
llegaron a separarse de manera definitiva hacia cuarto grado, cuando su familia
se mudó de colonia y ella desapareció de la escuela.
Algo de
bobalicón valseo adquiere a la distancia todo este crecer y decrecer de
sílabas, cada una de cuyas estaciones (sobra decirlo) transité en secreto casi
absoluto, quebrado apenas por la artera delación ocasional de alguna amistad
traidora.
La
sílaba es la unidad rítmica base de toda expresión verbal. Y aun cuando ello
pareciera ubicarla de manera natural, por la filiación misma del lenguaje, en
el ámbito de la música (vínculo que la poética ha explorado de sobra a lo largo
de los siglos), a mí tiende a remitirme
más bien a la danza.
Los
balbuceos inaugurales de quien está aprendiendo a deletrear, pertenecen a la
misma especie que los tropiezos de quien supone que el baile entra por la
cabeza, estimando ímproba gesta eso de aprender a pensar con el cuerpo, a fin
de que el pensamiento propiamente dicho pueda concentrarse en cuanto, sin ser
baile, completa y da sentido al baile. Del mismo modo que al cuerpo que ha
asimilado la danza le resulta imposible separar un paso del siguiente, cuando
al fin se sabe leer las sílabas desfilan armónicamente articuladas, olvidadas
de su condición de golpes de aire a través de los cuales ganan las palabras y
las frases continuidad, respiración, sentido.
Encarnado
voz el pensamiento, baila al compás de las sílabas. Puede incluso asumirse nada
más que sílabas bailando. Toda verdadera literatura es siempre oral. Por más intrincadamente
abstracta que erija ante nosotros su nudo de significaciones y giros
lingüísticos, ha de poder oírse. Desconfiemos de aquella literatura que, así
sea amparada en elaboradas retóricas estructurales, resulte inaccesible para
los sentidos. Las más elevadas travesías del concepto, llevan en la poesía el
germen originario del canto que se danza. Beckett se oye, Joyce se oye, Pessoa
se oye, Lezama se oye. Eurípides, Shakespeare y Strindberg escribieron para ser
oídos.
Hay que
regresar a la literatura oral, sin que ello signifique renunciar a aquellos
horizontes ensanchados por los alcances abstractos de la palabra escrita. La
compleja urdimbre de significaciones de nuestro tiempo, incluso allá donde el
sinsentido la hace vociferar o enmudecer, posee una sonoridad que debemos
aprender a oír, que debemos ser capaces de enunciar. Para entenderla primero.
Para acatarla o transformarla, después.
Acaso
un día anulemos así los abismos que siguen separando lucidez y carne, plenitud
y tiempo. Es en la renovada dignidad del paso cotidiano donde la danza aprende
a volverse sagrada.
Por
cuanto respecta al creciente y decreciente desfilar de femeninas sílabas por
las diferentes aulas de mi educación primaria, más allá del impudor confesional
propio de toda autobiografía, si ahora me afano en puntualizar tan distantes
prendas sobre el papel (como cada vez que la evocación me devuelve a
territorios semejantes) lo hago más bien por razones de oficio.
Uno
empieza a escribir sin hacer demasiadas preguntas, suponiendo, con el jubiloso
candor de la certidumbre adolescente, que las respuestas son resultado natural,
casi automático, del alma encarnada puño y el puño encarnado letra. Sentir el
alma transparentada de su propio puño y letra parece y se asume como un procedimiento
muy sencillo, al término del cual aguarda la feliz consecuencia de un verso
todo luz, una trama toda hipnosis, un personaje todo seducción. Y una tarde
completa es excesivo tiempo para la redacción de veinte poemas. Y manos y tinta
faltan para darle salida al nítido tumulto de historias que se nos agolpa tras
los ojos. Y escribimos nuestra primera novela en quince días a los quince años.
Tal vez
la distancia que separa a un escritor potencial de un escritor a secas, no sea
sino aquella que media abismalmente entre convicción e intuición. Un buen día,
algo viene y les revela a algunos que no hay catálogo de respuestas capaz de
sostenerse realidad si no se halla enraizado en el vértigo de una sola pregunta
verdadera. Que escribir no es un subterfugio para contestarles a los otros,
sino la impiadosa demanda de interrogarnos a solas, con la vaga esperanza de
que el eco de esa duda resulte lo suficientemente hondo para al final revelarla
compartida.
A
partir de ahí, no digo que encontrar carezca de importancia, pero sí que el
valor de los hallazgos pasa a subordinarse a la central demanda de buscar. Sin
garantía, y en ocasiones hasta sin esperanza. Cada cual busca donde puede.
Donde cree haber percibido alguna vez, siquiera como sutil perfume, los rastros
de su particular pregunta. En mi caso específico, la búsqueda suele llevarme
cada tanto, por vías de una imagen, un diálogo, un esbozo de relato o, como
ahora sucede, de la remembranza llana, a aquella silábica asunción de la
experiencia del amor a través de los territorios de la infancia
Nada
puedo explicar. Sólo presiento que algo esencial procuran insinuarme, no de
manera aislada éste o aquél detalle de la anécdota, sino el conjunto. El
corazón niño que se descubre al deslumbrarse, y el modo en que lo vivido se
fija testimonio a partir de la juguetona sonoridad de algunas de sus prendas.
Será
que es sílaba a sílaba como articulamos palabra la memoria. Si letra es el
mínimo gráfico para cuanto puede en tinta sangre pensarse, sílaba es el mínimo
sonoro para cuanto de viva voz puede decirse.
sábado, 27 de octubre de 2012
BARBARIE
Imagen: Bárbara Cortazar |
I
Hay días que no puedo salir de casa. Por culpa
del espejo.
Bueno, no exactamente. No es del espejo la
culpa. Es en el espejo donde la culpa ocurre.
Porque, dispuesto a precipitarme en pos de la
calle, cumplo antes de abrir la puerta el hábito añejo (practicado desde los
días de infancia) de ver mi imagen. No por vanidad, sino me atrevería a decir
(vanidosamente) más bien por lo contrario. Me busco en el espejo antes de
salir, para ratificar la corporeidad sensible y compartible del yo que me
siento sin de modo cabal llegar a darlo por sentado. ¿Te imaginas que fuese yo
en la calle un mero perfume, una transparente cavilación ensimismada, un ansia sin
latido, un andar sin peso de pasos? ¿Te imaginas que pidiese yo la hora y no me
oyera nadie? Mejor ratificar, antes de cualquier hipotética zozobra, antes de
cualquier histérico e invisible papelón, que sigo siendo una instancia
compartible.
Sólo que a últimas fechas viene sucediéndome
mirar al espejo y no encontrarme.
La primera vez no sé cómo mantuve el sentido
para aproximarme al cristal y rastrear en todos los rincones del reflejo, hasta
dar con que la imagen no se había esfumado, sino sólo desentendido de mí,
demasiado ocupada en recordarte, en anhelar tu rastro, en deletrear tu nombre.
Ahí estaba, sentada en un rincón, mirando el cielo purísimo a través de la
ventana, acariciando quién sabe qué huella que dejaste en el aire, y que del
lado interior del espejo casi alcanza todavía a delinearse perfil.
Inútiles los ruegos, las invectivas, las
amenazas. La imagen hace su voluntad, y yo debo esperarla. No es cosa de andar
saliendo al mundo sin reflejo. Cualquier alucinado se sentirá de pronto con
derecho de emplazarme a linchamiento por vampiro.
Así que espero. Así que acepto (como se acepta
la lluvia) invertir los papeles. Ser yo quien se ajuste a los humores del
espejo, duplicar sus melancolías, sus incandescencias, sus pueriles ademanes de
nostalgia, sus bochornosos arrebatos, su aplicado velar en pos de tu retorno.
Hay días que no puedo salir de casa. Por culpa
del espejo.
II
Resulta muy fácil olvidar que el amor, siendo
vuelo, primero que vuelo es ala. Y si se fija usted bien, cuando vuelan los
pájaros no se andan revisando las plumas. Si lo hicieran, se vendrían abajo
como mala ratificación empírica de lo que los imanes de antemano saben: que las
cosas y las almas caen por su peso, pero se elevan por lo que, no pesando de
suyo en ellas hacia arriba, ha de aprender a ganarse.
Es el amor quien nos topa. No hace falta ir a
buscarlo. Él, a su tiempo, siempre llega. Para después preservarlo (y esto
–fíjese bien— es importante) no necesitamos estarlo revisando cada dos
segundos, como cuenta de banco. No necesitamos verlo. No se puede ver. Lo que
necesitamos es algo infinitamente más a la mano, y por ello mismo infinitamente
más complicado: dejarnos mirar por él; aprender a mirarnos con él; saber
mirarnos en él.
La mayoría de las personas obran con el amor
como esos bobos que, habiendo hallado una moneda en la calle, se niegan a
gastarla para que en nada mengüe la impresión de que es suya, de que les
pertenece. Como si alguien pudiese declararse dueño del azar. Como si los
milagros fuesen un llano pretexto para que las flores se marchiten adentro de
los templos y no una invitación y un desafío para ver qué tan capaces somos de
hacer que, sin más ayuda que la de nuestros pasos, la peregrinación llene de
flores los caminos.
Flaca prueba de amor es eso de tirarse a
llorar por ausencia. Vergonzosos afanes los de quien espera en el reencuentro
la mezquina oportunidad de balbucear en tono de reproche: “mira cómo he sufrido
por ti”.
El amor no se prueba sufriendo, se prueba
viviendo. Haga usted de luz su casa, en honra de la luz que el amor le ha
confiado, y cuando ella regrese a una estancia hecha a la medida del sol,
dígale como quien enciende el alba: “mira cómo he vivido por ti”. Y ella
entenderá no que usted le pertenece, no que ella le pertenece, sino que juntos
le pertenecen a algo que ocurre a través nuestro pero no se agota en nosotros.
Y nadie sentirá la tentación de irse cuando hayan encontrado la fórmula sin
rejas de ya nunca marcharse.
III
Pero el corazón no
entiende. Para el corazón, entelerido erizo de blandas púas multicolores, las
razones no que no existan, sino que llanamente son otras.
Y el corazón se empecina en preguntar a
diestra y siniestra, en todas las gavetas verticales que abre y cierra el aire,
si no es una falta de respeto, una irresponsabilidad, una injuria para la
floración de los mirasoles y la germinación de las estrellas granulares, eso de
andar manteniendo separadas en su cenit las dos mitades de la incandescencia
milagrosa que mutuamente encarnamos.
El corazón dice que habiendo tantos que están
juntos sin quererse, desqueridos, malqueridos, requeridos, es crimen
equiparable a traición a la patria eso de mantenerlo a él en cuarentena. Que se
separen los que no se quieren, dice el tonto. Que no se vean los que no ven
temblar de sed sus venas ante la sola mención del nombre amado, clama el
irresponsable. Que guarden distancia los que extraviaron todos los joyeles de
su milagrería, exige el simple. Que se den plazos los que puedan hacer de la
transparente urgencia, del sagrado canibalismo, de la ansiedad fosfórica,
motivo de cálculo, estrategia de guerra, especulación bursátil, medición
ingenieril.
¿Qué hago yo con estos ramos de llamarada
desbordándome las manos? ¿Qué hago yo con la irrepetible ofrenda de mi devoción
de hoy? ¿Qué hago con los besos que en la boca se escarchan no pasado mañana,
no el día que el planificado quinquenio estalinista de las prudentes razones dé
comienzo? ¿Qué hago con el amor de ahorita? ¿Qué hago con las quemaduras de
hielo bajo la almohada ahora?
Óyelo nada más, al infeliz. Lanzado al aire en
su delirio como un pájaro gordo. Guajolote carmín que en pleno vuelo se
recordara espécimen de corral, gallina frankenstein, y se precipitara a tierra
pintando en el azul una franja colorada, clamando a voz en cuello y ahora qué
hago yo con tantas nubes, con tantos papalotes, con tantas serpentinas
erizadas. Si yo no tengo serpentinas mañana. Si yo no tengo mis papalotes
plegados en la agenda. Si las nubes no están como globos en bolsa, esperando.
Yo soy nube, papalote y serpentina hoy. Yo
estoy aquí volando hoy, y me pides que teja en torno mío (cabeza sin entraña)
una especie de crisálida en mitad de la caída, para ajustar mi nacimiento de
ayer y mi mirar de hoy a la medida de tus asépticos mañanas.
Qué sabes tú de los volcanes, escuadra
milimétrica. Qué sabes tú de los latidos como estampida de corceles sobre el
horizonte de la carne, metronómico archivador de la sangre en carpetas. Qué
sabes tú, saber, de los sabores que duran un día. Qué sabes de la urgencia del
instante por ser siempre presente.
No entiende el corazón. Y promete venganzas,
represalias, hecatombes y crímenes. No se dejan marchitar impunemente en el
pecho, por prudente que sea la prudencia, flores como éstas, clama el atroz. No
se conserva en refrigerador el bebedizo que madura en su ansiedad la hora. No
se hace eso. No se hace, va obstinándose con la frente sobre las manecitas,
acompasando retuntún sus aspavientos.
Que pongan tierra de por medio entre sí las
costas. Que platonicen cuerdos los satélites que no sabrán nunca estrellarse en
el espacio. Que planeen los aeroplanos. Que proyecten los proyectores. Yo soy
corazón ahora. Yo soy hoguera ahora. Yo tengo los pétalos abiertos ahora. ¿Qué
diantre de catalepsia quieren que aplique? ¿Qué puñetero letargo me proponen?
¿Qué paciencia pueril me están pidiendo?
¿Quién se atreve a pedirle a una quemadura que
detenga el sol? ¿Quién es el imbécil capaz de sugerirle a la marea una noche
sin luna? ¿Cuándo han oído de vampiros que confíen su mordedura al arbitrio del
alba? Yo soy ámpula aquí. Yo huracanezco aquí. Yo me desangro aquí.
No tienten a la suerte para ya no encontrarme
cuando a buscarme vengan. No tienten a la suerte para hallarme distinto cuando
lleguen.
No jueguen a enviarme por correo adonde ya
llegué, adonde yo los traje, adonde tan desesperado le trazo su apremio real a
la esperanza.
IV
Hoy no te escribo
por amor. Te escribo por oficio, por disciplina literaria.
No le hagas caso a
mi corazón. Él se engaña, se eriza, se ufana, creyéndose el alma de esto que ni
a fiesta llegar pretende.
No le hagas caso a
mis venas. Están locas. Se han habituado a vestir de serpentinas ante la más
leve insinuación de tu inminencia. Se ponen a agitarse como culebras borrachas
a la menor barbaridad.
No le hagas caso a
mi piel. Es llanamente tonta. Le vienen resolanas imprevistas con sólo apoyarle
encima el recuerdo de la tuya (ya lo ves, al tocarte, sin más ni más, se
incendia).
No le hagas caso a
mis ojos. Se están quedando miopes, y propenden a hacer brotar dondequiera
minerales honduras de agua, especialmente ahí donde les salen al paso las
tenues coloraciones de desearte a lo lejos.
No hagas caso. Estoy apenas tratando de escribir unas líneas epistolarmente correctas. Algo
que tenga cierto vaguísimo aroma a prosa de Arreola. Frases que no tropiecen al
andar.
Si
parece que vuelan estas letras, no hagas tampoco caso. Es que las letras son al
mismo tiempo tontas, locas, miopes y borrachas, y últimamente anda
figurándoseles que cada nueva cosa que dicen no es sino una manera distinta de
repetir una y otra vez Bárbara, Bárbara, Bárbara, Bárbara...
(de El canto de las ranas. Verdehalago, IMC, 2004)
viernes, 12 de octubre de 2012
ESTA BOCA ES MÍA
(Meditaciones para el esbozo de un Arte Poética personal)*
Cada vez que me pongo a teorizar sobre poesía, antes que poeta o ensayista,
me siento profesor de bachillerato. Algo tendrá que ver sin duda el hecho de
que soy profesor de bachillerato, y que a lo largo de los años la mayor parte
de mis tentativas por compartir con otros lo que intuyo y entiendo que es la poesía,
ha tenido lugar en un salón de clase, delante de personas de más de quince años
y menos de veinte.
Más de quince años y menos de veinte. La edad del todo o nada; incluso en
esta época de letárgicos e indefinidos términos medios. Ante semejantes
auditorios, sutilezas del tipo “cada quien tiene su respetable y potencialmente
válida opinión respecto de lo que las cosas son o dejan de ser”, o doctas
ambigüedades pacianas estilo “nada prohíbe considerar
poemas las obras plásticas y musicales” no tienen cabida alguna. La necesidad
de delimitarse para darle forma y cauce a la vertiginosa, inaprensible realidad
de su ser en devenir —que tantas dificultades le causa a la hora de dimensionarla
dentro de su espacio personal— el joven bachiller tiende a reivindicarla con
transparente, implacable intransigencia cuando interpela a lo que queda más
allá de él.
Aun cuando sean capaces
de entender perfectamente el modo en que las excepciones contradicen toda
preceptiva, exigen conocer con puntualidad la insuficiente norma que hace que
ciertos textos se llamen poemas y nadie los confunda con un aforismo, una
tragedia o un relato. Y la verdad sea dicha, ejerciendo semejante derecho sin
consentirte excusas, te devuelven una de las evidencias más elementales de la
actividad artística en general, del quehacer literario en particular y del
decir poético en específico: la capacidad de responsabilizarte con tu punto de
vista. A menudo pienso que Poesía no es sino el modo más enfático y más puro
encontrado por la voz humana para decir esta boca es mía.
Por supuesto, después
de Pessoa y de Pirandello, ninguna definición de identidades puede tomarse
demasiado al pie de la letra, y donde con mayores aspavientos se pregona eterno
un contenido, inalterable una forma, más cabe sospechar histéricos e impostados
disimulos de vacío. Nadie es igual a sí mismo. Pero salvaguardar la conciencia
de cuán efímera y precaria acaba resultando a final de cuentas la definición de
rasgos en cualquier rostro, en modo alguno nos exime de la responsabilidad de esbozar
dichos rasgos con el más aplicado esmero. Jurar amor eterno no significa demarcarle,
con suficiencia aritmética, rígidos márgenes de futuro a las furtivas
corrientes del corazón, sino honrar la realidad de un hallazgo consumado, y a
partir suyo asumir nuestras intuiciones de voluntad ante el horizonte posible.
No de muy diversa
manera procede ante su obra el poeta. De entre la infinita variedad de lo
apenas existente —que al interior de la patria del poema sólo él mientras
escribe y el lector al reescribir pueden elevar a la estatura de lo propiamente
real—, elige y es elegido por ciertas fuerzas y materias específicas. Su primer
aprendizaje consiste en asumir que el abismo entre la libertad aparente de lo
informe y la libertad verdadera de lo multiforme, lo delimita cada forma
singular, captada y enunciada en un tiempo y un espacio específicos.
He dicho captada y
enunciada así, de modo sucesivo, a falta de un término que reúna simultáneos y
unísonos ambos atributos. El decir poético nombra mirando y mira nombrando, sin
establecer distinción alguna entre percepción y expresión. Probablemente sea
esa cualidad originaria la que imposibilita separar forma de fondo, anulando
todo distingo entre sonoridad y significado.
Evitemos confusiones. Lo
mismo como norma de procedimiento general que como tentativa excepcional, el
poeta goza de plena licencia para enfatizar uno de ambos factores en aparente
desmedro del otro. Semejante énfasis puede retraerse incluso hacia las
herramientas y componentes más elementales con que elabora su obra. Es un
hábito mayoritario considerar, por ejemplo, que la imagen poética corresponde
ante todo al ámbito de la significación discursiva, siendo que, en tanto unidad
verbal mínima a partir de la cual el poema detona universo, consiente verse
referida con idéntico privilegio hacia los territorios de la pura
musicalidad (o de la pura sugerencia
visual, cuando la obra elige circunscribirse a los parámetros de la palabra
impresa).
No obstante, si el
poema es en verdad un poema, el más autosuficiente de los desarrollos
significativos devendrá a final de cuentas valor sonoro: será música. Y
asimismo, toda tentativa por privilegiar música las palabras sin excesivo
interés por lo que puedan estar diciendo, significará; en el contexto
específico de la lengua castellana, hace un siglo que los protagonistas de la
travesía modernista hicieron patente para nosotros las hondas connotaciones
espirituales (morales, éticas, políticas, históricas) que implica ensanchar con
aparente gratuidad los horizontes del ritmo y la prosodia.
Puede argüirse que
semejante rasgo no corresponde en exclusiva a la poesía, y que acaba aludiendo
de últimas no sólo al resto de los géneros literarios, sino a toda
manifestación humana asentada en el concurso del lenguaje, hablado o escrito. Y
en efecto, así es. Pero la irrompible reversibilidad entre sonar y decir sólo
en la poesía resulta vitalmente imprescindible. Si ningún área del hacer
estético a través de la palabra puede obviarla por completo, ninguna tampoco se
halla condicionada por ella de manera tan inexcusable. Son sin duda numerosos
los ejemplos de narradores, ensayistas y dramaturgos que convirtieron la
fidelidad a la imagen en rasgo fundamental de su travesía creadora. Siempre,
sin embargo, han podido escribirse novelas, cuentos y obras de teatro
colocándola en segundo o tercer término para privilegiar otros énfasis (la
multiplicidad narrativa, la tensión interna, el desarrollo conceptual, la
noción escénica, etc.); prerrogativa que ningún poema puede consentirse sino a
costa de sí mismo.
Referido a la imagen,
el término fidelidad apunta hacia lo que acaso constituya la más importante
condición para un cabal ejercimiento del oficio poético. No bastan las imágenes
por sí mismas. No basta la virtud de generarlas con llamativa originalidad, ni la
capacidad para multiplicarlas con inagotable inventiva, ni el vigor para enlistarlas
hasta el apabullante tumulto, ni la destreza para ordenarlas con atinado
cálculo, ni el genio para ensamblarlas con admirable sutileza; dentro de su
aparente heterogeneidad, méritos tales apenas si establecen diferencias de
grado en un mismo orden unidimensional: el de la acumulación.
Una imagen poética es
apenas la fulguración augural de ciertos potenciales cosmos; el oficio del
poeta consiste en develar (presenciar, asistir, acometer) el devenir
constitutivo de esa entrevisión primigenia. Lejos de acontecer como suma más o
menos afortunada de elementos independientes, el poema emerge totalidad
indivisible, demandando se le mire entero: demandando, plena, la integridad de
la mirada. Es con tal perspectiva que Daniel González Dueñas plantea a la figura y no a la imagen como su
componente esencial, como la unidad básica a partir de la cual es posible
ubicar toda la amplitud de sus potencias y de su horizonte de sentido.
Los poemas
verdaderamente grandes, sea que engrosen varias centenas de versos, que
completen tres párrafos o tres páginas de apretada prosa, o que no lleguen a superar
las diez palabras, se resisten siempre al subrayado. No porque cada sucesiva
idea suelta resulte genial, sino precisamente porque no hay ninguna idea suelta. Incluso en aquellas piezas donde las
únicas normas perceptibles son la fragmentación y el balbuceo, el poema se
impone figura completa. Y al hacerlo, nos impone intuir figura completa al
universo entero, comenzando por nosotros mismos.
Un poema verdaderamente
grande, aunque tenga por reconocible plataforma de soporte a la literatura y a
la lengua, antes que como construcción lingüística o patrimonio literario
adquiere esa grandeza, impermeable a toda cuantificación competitiva, por su
específica, inédita, irrepetible encarnación de la multiplicidad en devenir. Se
trata ante todo de una privilegiada instancia de redimensión para lo real.
Después de cada nueva lectura, sabemos y sentimos (sabemos porque sentimos,
sabemos sintiendo) que las cosas dentro y en torno nuestro ya no son las
mismas, que el mundo ha sido transmutado de una forma tan esencial como
secreta.
Tal es, al menos, la
poesía que me interesa. Tal el aliento y la demanda que imitar procuro en mis
poemas. Tal el compromiso que, todo o nada, mis alumnos bachilleres renuevan
cada vez que sus preguntas cristalizan forma nuestro mutuo devenir, obligándome
(con una boca que no es mía, o que en todo caso no es más mía que suya) a la
inagotable renovación de nuestro primer soberano compromiso: decir esta boca es
mía.
* (Texto originalmente publicado en el número 4 de la revista PalabraPoesía)
miércoles, 27 de junio de 2012
EL MIEDO DEL ELECTOR ANTE EL PENALTI
I
Hace años que, cada vez que surge en alguna clase el tema del 68 y los movimientos juveniles de hace más de cuarenta años, acostumbro decirles a mis alumnos preparatorianos que sí, que lean, que escuchen, que investiguen, que se informen y aprendan. Pero precaviendo el mohín displicente y perdonavidas con que muchos veteranos de aquellos años suelen venir a mirarlos (“nosotros sí fuimos jóvenes, nosotros sí fuimos rebeldes, nosotros sí fuimos propositivos, no como ustedes”), también me he habituado a darles dos consejos para mí fundamentales. Primero: tú, por edad, disposición vital, horizonte y hasta hormonas, estás infinitamente más próximo a aquellos estudiantes, que cualquier adulto, no importa cuán cargados pueda éste tener el pecho o el currículum de metafóricas medallas; segundo: no permitas que nadie, así sea con las mejores intenciones, desde su sapiencia acumulada se permita venir a aleccionarte respecto a cuál es el modo correcto de tener dieciocho años.
Estos dos consejos me han estado viniendo recurrentemente a la cabeza a partir del despliegue del Movimiento 132. Y no pienso tanto en la previsible actitud de Televisa (adoptando desde su propio dueño los prefabricados discursos y looks RBD de siempre, para proclamar que su lado y el de los jóvenes son exactamente el mismo). Pienso sobre todo en el beligerante apremio con que muchos simpatizantes del lopezobradorismo desesperan porque el 132 se manifieste en abierto respaldo a su candidato. Entre los muy activos prosélitos del tabasqueño, han menudeado argumentos de sobra conocidos. Aquellos argumentos que en nombre de la urgencia llaman a no pensar, a no dudar, a no cuestionar, a no disentir. Como para ellos lo único importante parece ser que Enrique Peña Nieto no llegue a la silla presidencial, cualquier otra argumentación les parece ociosa, prescindible, retórica, cuando no hasta sospechosa y cómplice.
El movimiento 132 ha convertido en ejes fundamentales de su propuesta el llamado a la reflexión ciudadana, el acceso a la información plena y sin sesgos, y el ejercimiento de la conciencia como condición para emitir voto. Acaso el espacio y el tiempo que semejantes ejes reclaman, sumados a la decisión de reafirmar el apartidismo de la propuesta, legitimen a los ojos de los lopezobradoristas la desesperación. Lo cierto es que, frente al activismo estudiantil en marcha, la distancia entre entusiasmo y menosprecio pareciera ser en ellos muy corta. Qué padre e inesperado su movimiento, ahora fórmense en nuestra fila sin preguntar, es por su propio bien. Qué bueno que aparecieron, nos hacía falta voto duro.
Lejos de mi interés proclamar que el 132 por sí solo va a cambiar a México, o que está condenado a la perfección o la infalibilidad por alguna suerte de designio divino. Yo, como muchos connacionales, vengo preguntándome también si esta vez los estudiantes, a diferencia de lo ocurrido (por brutal represión) en los 60’s y (por desgaste y extravío) en los 80’s y 90’s, sí podrá superar la legítima oposición contra un orden para pasar a la configuración e instrumentación de una propuesta alternativa. Pero considero que reconocer su valía exige como mínimo concederle el beneficio de la duda a sus propuestas.
En lo personal, me parece que la deuda de este país para con el 132 ya es a estas alturas impagable, sólo por el hecho de que tras muchos ignominiosos años de manipulado apoliticismo (donde los bien portados movimientos se apresuraban a declararse “solamente civiles” para beneplácito del poder dominante, y donde la configuración del espacio público parecía sumisamente dejada al garete de las envilecidas organizaciones partidarias existentes), estos estudiantes tengan la lucidez y la valentía de reivindicar la condición política de sus acciones.
Antes que salir a decir qué deben hacer y cómo deben hacerlo, considero que mi obligación como simpatizante y ciudadano es responder a su llamado. Este escrito es mi muy personal forma de hacerlo. Han pedido que reflexionemos nuestro voto; eso pretendo hacer. Mientras tanto, tienen mi plena solidaridad, mi pleno respeto y mi plena gratitud. Yo no puedo enseñarle a los jóvenes a ser jóvenes; pero ellos diariamente me enseñan a serlo a mí.
II
Uno de los axiomas fundamentales de la democracia electoral, reza que el voto es libre y secreto. Dejemos de lado por el momento la primera de esas condiciones. Ya habrá sobrado tiempo para referirnos a ella, cuestionando el margen efectivo de libertad que se otorga a quien decide cumplir con el deber ciudadano de ir a depositar la boleta que le toca en una urna.
Quiero aquí violentar mi derecho a votar por quien me venga en gana y sin rendirle cuentas a nadie, confesando por quién he votado y por quién votaré. No con un afán exhibicionista, sino antes bien con la intención de que las personales incidencias de mi intimidad cívica puedan ayudarme a exponer, con mayor claridad, algunas reflexiones que considero pertinentes en torno al proceso de elección presidencial que estamos viviendo.
Y para no bajarle el tono morboso a esta introducción medio sicalíptica en el tema, empezaré sin agua va, por confesar que en las más recientes elecciones para la gubernatura de Michoacán, marqué con una cruz el logo tricolor. Acaso parecerá que diciéndolo así pretendo disimular con tono de eufemismo el imperdonable pecado. “¡Por qué no lo aceptas!” “¡Traicionaste tus principios!” “¡Te vendiste!” “¡Hiciste lo único que no tiene ningún perdón de dios!” “¡Dilo con todas sus letras! ¡Votaste por el PRI! ¡Votaste por el PRI! ¡Votaste por el PRI!”.
Una de las películas más enigmáticas de Wim Wenders es sin lugar a dudas “El miedo del portero ante el penalti”; enigmática desde el título mismo, toda vez que, como cualquiera sabe, el auténtico asustado en ese trance futbolero es el jugador que va a tirar, y ante el cual a cada paso la figura del guardameta da la impresión de agigantarse. Ese miedo ha hecho fallar en momentos cumbre a los más grandes: Maradona, Platini, Baggio, Messi.
Guardada toda proporción, creo que bien pudiéramos hablar por analogía de “el miedo del elector en la casilla”. Con claustrofóbicos matices cuando lo colocamos en la perspectiva nacional, estatal y municipal de los últimos sexenios. Ir a votar era como saber de antemano que no podías meter gol, hicieras lo que hicieras. Resumiendo las prendas anecdóticas, he de decir que yo no voté ni por Lázaro Cárdenas Batel ni por Leonel Godoy; aunque tampoco contra ellos. En la elección que acabó por perpetrar para nosotros la peor caricatura de ese fenómeno ya de suyo medio caricaturesco llamado cardenismo, anulé mi voto. En la elección que entronizó en la gubernatura al hoy senador, eso de anular tu voto se había convertido en una moda, y como mi relación con las modas es que ni ellas me van a mí ni yo les voy a ellas, opté por una alternativa sucedánea que venía siendo lo mismo pero de ningún modo era igual: voté por uno de los mini-partidos.
Así que, durante dos sexenios de rapiña neoliberal amparada en el aura tutelar de un apellido, asistí a la patente y progresiva devastación del espacio público michoacano a manos del perredismo estatal (y el panismo federal), contemplando con circunspección los malabares de que muchos echaban mano para convencerse de que eso era un gobierno de izquierda (“cuando menos” se acostumbraron a consolarse), y pudiendo permitirme el estético orgullo de responder ante cada nueva ignominia y cada nuevo despropósito: “no con mi voto”.
Aunque a final de cuentas la sensación terminaba siendo la de que no votar lo único que conseguía era el pírrico triunfo de sustraerte de complicidades nefastas. Tu no-voto te servía a ti, pero no servía para nada más. Era como consolarte sabiendo que tu equipo había perdido en la tanda de penales sin que tú estuvieras incluido en la lista de tiradores.
III
El día que crucé en la soledad de la casilla el logo tricolor (“¡votaste por el PRI!”) lo hice sonriendo con autocrítica ironía. Ver para creer. Las vueltas de la vida. Como para tener una cámara e inmortalizar el histórico momento. Ignoro cuál sería el símil futbolístico apropiado para describir esa sonrisa. De lo que no me cabe duda, es que apenas comenzaron a fluir horas después los resultados preliminares, anunciando la derrota estatal del calderonismo (el perredismo ya venía sobradamente autogoleado) la sonrisa que se perfiló no sólo en mi rostro sino en el de miles de michoacanos era bastante parecida a la que esbozara en su momento Heriberto Ramón Morales, antes de consumar el penalti que otorgaría a Monarcas su único campeonato de liga de la historia.
Recordemos con detalle la efeméride. Aquella tarde, la maltrecha afición local ya había padecido por vía televisiva todo lo humanamente padecible. Desde la temprana pérdida de la ventaja inicial hasta el yerro garrafal de Alex Fernández, pasando por las inspiradas atajadas de Ángel David Comizzo. Llegados a la muerte súbita, podía esperarse cualquier cosa. Pero creo que en el momento en que vimos que Morales, a punto de iniciar carrera para patear el esférico, se sonreía, todos supimos que eso iba a ser gol.
Pese a las rabietas y presiones estelarizadas por la presidencia de la república tras las elecciones para gobernador, tengo la impresión de que la inmensa mayoría de los michoacanos estábamos de acuerdo en que Fausto Vallejo, sin discusión posible, había ganado las elecciones. Lo sabíamos porque desde muchas semanas antes, más allá del voto duro corporativo (que todos los partidos practicaron) y de la coacción y la compra de votos (que todos los partidos ejercieron), al platicar con los vecinos de la cuadra o los compañeros de viaje en el camión, pescando conversaciones al vuelo en la mesa del café, escuchando a las señoras en la fila del banco, había quedado claro que la inmensa mayoría de los que no tenían comprometido el sufragio por militancia o soborno iban a cruzar el logo tricolor (“¡iban a votar por el PRI!”).
¿Irresponsabilidad ciudadana? ¿Olvido de la historia? ¿Pérdida de toda brújula ideológica? ¿O más bien exactamente lo contrario?
Porque ser elector no sólo en este país, sino en cualquier país circunscrito a esa forma de perfecta dictadura que es la democracia neoliberal (elegir meras opciones de matiz dentro de un modelo monolítico e incuestionable) ha terminado por plantarnos frente a la realidad pública de nuestras naciones con la perspectiva de cualquier ama de casa popular ante el gasto: no tiene sentido preguntarte qué te gustaría comprar, estás obligado a delimitar con puntería de apache para qué te alcanza.
¿Alcanzaba el voto de la ciudadanía michoacana durante las pasadas elecciones para conseguir un proyecto público capaz de representar de modo autorizado y pleno su interés y su derecho? De ninguna manera. Y creo que todos los que cruzamos el logo tricolor sin ser interesados militantes ni comprados simpatizantes del PRI, teníamos eso perfectamente claro. Por eso digo que cruzamos el logo tricolor; por eso no digo que votamos por el PRI: porque no votamos por el PRI. Votamos contra la voz de científico loco en película del Santo, que durante seis larguísimos años ha venido acompañando la cotidiana pesadilla de vivir en este estado (“a Michoacán le va a ir bien, m-u-u-u-y bien”). Votamos contra doce años de trágica ignominia (¿un gobierno con la gente?, ¿un gobierno diferente?), en los que un partido se encargó de sepultar lo que alguna vez fuera su base ciudadana y popular más real y más legítima, sin que alcance para atenuar esa evidencia un puñado de honrosas excepciones individuales. ¿Lo mejor para Michoacán? Eso no venía en la boleta. Pero sin duda lo menos malo que podía pasarle era que ni el maximato calderonista ni el perredismo en caída libre llegaran a la gubernatura.
El voto alcanzó para eso, probablemente para nada más. Sin embargo, aunque modesto, el sentimiento de satisfacción ante el hecho consumado era inequívoco. Después de tantos años escuchando cualquier suerte de delirantes tonterías y maquiavélicas desvergüenzas a propósito del llamado “voto útil”, advertir que tu voto había servido para algo era una experiencia por demás novedosa. Nada de lo cual anulaba tu conciencia de todo lo negativo que apareja estar gobernados por el PRI; a fin de cuentas, permitirte cruzar el logo tricolor era también una manera de manifestar tu fundamentado entendimiento de lo poco en que eso, cuando menos en Michoacán, se distingue de ser gobernados por el PAN o el PRD.
Y la sonrisa de Heriberto Ramón Morales volvía a pincelarnos el rostro ante cada aparición a cuadro de la hermana cómoda con el gesto cargado de hiel. Pero sobre todo ante los estupefactos semblantes de la amplia gama de usufructuarios menores y mayores de la infraestructura pública estatal durante los últimos dos sexenios, mientras desfilaban rumbo a la salida por la puerta de atrás, y nosotros nos preguntábamos cómo era posible que hubieran pensado que iban a quedarse para siempre (porque sí, llevar tanto tiempo dentro del presupuesto los tenía absurdamente convencidos de que iban a ganar las elecciones).
Supongo que esa sonrisa bien podría equipararse a la de la pequeña minoría de quienes, en el año 2000, votaron por Fox sabiendo a ciencia cierta lo poquísimo positivo que el triunfo de Fox representaba (apenas el relevo de unas siglas en la silla presidencial para garantizarle continuidad al modelo económico y político vigente). No lo sé; en el 2000 pertenecí a aquellos para quienes el triunfo de Fox no ameritaba ningún tipo de sonrisa, y votaron en consecuencia.
IV
Debuté como elector en el mítico proceso presidencial de 1988. Una cosa rarísima, vista en perspectiva. Porque si párrafos atrás hablaba yo de la sensación de penaltis que es imposible marcar, aquí más bien habría que referirse a un penalti que era imposible fallar; la sensación nacional (sensación que, por supuesto, resultaría absurdo tipificar en términos de unanimidad absoluta) era que no había manera de equivocarse, el margen entre lo correcto y lo incorrecto quedaba nítidamente dibujado y claramente esclarecido. Claro que se trataba de otro país. Si alguna duda generaba el movimiento aglutinado en torno de Cuauhtémoc Cárdenas, no era en razón de fórmulas viciadas y compromisos adquiridos, sino de su tumultuosa espontaneidad; no había proyecto claro porque no había habido tiempo de ponerse a trazarlo, pero las legítimas razones detrás del Frente Democrático Nacional parecían incontestables. Y votamos por Cuauhtémoc Cárdenas; y Cuauhtémoc Cárdenas ganó las elecciones (dicen los rumores que por un margen escandaloso). ¿Voto inútil? No lo creo. Aquel masivo señalamiento electoral de una intuición distinta de país, fue responsable directo de buena parte de lo que ocurriría durante la siguiente década, por más que los beneficiarios directos de la descomposición del partido de estado terminaran resultando quienes más habían engordado bajo su sombra: la entonces aún flamante generación de políticos tecnócratas, y el poder de la iniciativa privada.
Muchas cosas sucedieron en los siguientes seis años. Y en 1994, a diferencia de los cándidos perredistas convencidos de que iban a ganar porque habían llenado más plazas que sus oponentes, yo, lo mismo que la inmensa mayoría de los mexicanos, tenía perfectamente claro que iban a quedar en tercer lugar. Pero volví a votar por Cuauhtémoc Cárdenas. Y lo haría otra vez en el año 2000, cuando la andanada por el voto útil antipriísta consiguió invisibilizar el hecho patente de que el verdadero candidato de Ernesto Zedillo era Vicente Fox. De ninguna manera idealizaba yo a Cárdenas; su vergonzante silencio en aquel célebre debate (donde Fox se arrogó la representatividad y la herencia del movimiento del 68 y hasta de los muertos del sol azteca, y donde él se limitó a engancharse en una ofensiva descalificatoria contra el candidato del PRI) quedará como uno de los episodios más palmarios de discapacidad política de nuestra historia. Pero formar parte de ese tercer lugar en los porcentajes, implicaba para mí contribuir a seguir señalando aquella nada despreciable intuición de una idea distinta de país, independientemente de los muchos errores, callejones sin salida e insuficiencias del candidato y el partido que en las urnas la representaba (o al menos nebulosamente la sugería). Y me quedaba claro que, en esas condiciones, a eso era a lo más digno que mi voto podía aspirar.
Supongo que, con todos estos antecedentes, a estas alturas estará bastante claro que hace seis años yo también voté por Andrés Manuel López Obrador. Lo que me gustaría que estuviera igual de claro es que voté sin ver en él al mesías que vendría a redimirnos de todos nuestros pecados, ni al político infalible que tenía todos los ases a punto bajo la manga, ni al efectivo representante de un proyecto alternativo de nación, capaz de revertir desde su base las ignominiosas inercias del jolgorio neoliberal estelarizado por PAN y PRI desde hace ya tres décadas. Tampoco pasé por alto los costosos errores de su estrategia política, ni su acomodaticia disposición amor-odio ante la encuestocracia, ni las flagrantes contradicciones e inconsistencias ideológicas de su discurso, ni la corrompida infraestructura partidaria sobre la que se alzaba su candidatura.
Puestas así las cosas, dado que el primero de julio próximo volveré a votar por López Obrador, considero de elemental civismo puntualizar las razones que me impelen a ello, señalando asimismo los múltiples disensos que su candidatura, su campaña y el movimiento que encabeza me provocan.
IV
La ofensiva mediática iniciada contra López Obrador hace ya más de seis años, ha puesto especial cuidado en caracterizar al tabasqueño y a su movimiento como proclives a la confrontación, la intolerancia y la violencia, así como a prácticas de presión política harto impopulares, tales como marchas, tomas, bloqueos, huelgas y plantones. Siempre me ha parecido que dicho énfasis obedece más bien a la intención de estigmatizar y satanizar el derecho a la manifestación ciudadana y la protesta organizada; si bien no cabe duda de que, a manos de diversas fuerzas, buena parte de tales recursos han agotado tanto su legitimidad como su eficacia.
Lo curioso es que quienes denuestan a López Obrador por virulento hagan tamaña vista gorda ante el amarillismo estridente y visceral con que el PAN sigue acometiendo cada vez que el agua de las encuestas comienza a llegarle a los aparejos, y concedan la más ancha manga del silencio cómplice a las prácticas gangsteriles, así como a los grupos de choque y de presión en los que el PRI, hasta por longevidad y experiencia, lleva indisputable mano.
En lo personal, los motivos de escrúpulo que el lopezobradorismo y su candidato me generan, corresponden más bien a otros órdenes: por un lado, está su eterna dilación (cuando no su franca permeabilidad) ante el ejercicio de la autocrítica; por otro, sus compromisos para con infraestructuras organizativas y partidarias aquejadas por un alto grado de envilecimiento y deterioro.
Hace seis años, la tarea de impugnar las irregularidades del proceso electoral que llevara a la presidencia a Felipe Calderón, pareció excusar para el lopezobradorismo cualquier análisis de los flagrantes errores cometidos antes, durante y después de las elecciones. El propio Andrés Manuel manifestaría la necesidad de diferir todo balance y deslinde de responsabilidades para el “momento oportuno”. Sin embargo, acumulados los meses, ya de por medio varios vergonzantes espaldarazos electoreros, el “momento oportuno” se exhibió condenado a no llegar nunca (como no había llegado en el 94, como no había llegado en el 2000), si no era bajo el patrocinio de corrientes y grupos rivales, menos interesados en el esclarecimiento de situaciones y principios que en el posicionamiento que la denuncia pudiera otorgarles al interior de su partido. Suponer que la autocrítica debe diferirse para el momento oportuno (cuando no haya trabajo que hacer) o al cónclave privado (cuando nadie esté mirando), obvia que la verdadera lucha política siempre tiene por escenario el espacio público, y que las idílicas condiciones de un paréntesis histórico sólo pueden reclamarse a costa de traicionarla en tanto tal.
Por otro lado, aunque no cabe duda que el hacer político implica obligatoriamente el establecimiento de alianzas tácticas, las urgencias de la circunstancia electoral en curso parecieran desdibujar en el horizonte de los incondicionales del lobezobladorismo la palmaria realidad de que esta candidatura está condicionada por la infraestructura, los recursos y los logros del PRD en el escenario de la política partidaria nacional; y también por sus inercias, vicios y deterioros. El PRD es una organización política en un altísimo grado de descomposición, envilecimiento y extravío. Y si acaso en el Distrito Federal el balance entre esa conflictiva realidad partidaria y los logros obtenidos como gobierno pudiera acaso arrojar saldo a favor, en el resto del país (Zacatecas, Baja California Sur, muy especialmente Michoacán, etc.) ocurre todo lo contrario.
Suponer que un eventual triunfo en las elecciones presidenciales purificaría semejantes rasgos como por arte de magia para convertir al perredismo en motor (o al menos propicio agente) del “cambio verdadero”, o que —cumplido el coyuntural trámite de ver colocada sobre su pecho la banda presidencial— López Obrador podría desprenderse a placer de los muchos lastres incómodos que posibilitaron la materialización de su candidatura, sólo puede representar una preocupante candidez o un intencionado disimulo. Pues entre dichos lastres habría que contabilizar no sólo aquellos acuerdos y compromisos adquiridos al interior del PRD, sino los adelgazamientos ideológicos y las ambiguas declaratorias de conciliación que, en aras de paliar la desconfianza de diversos sectores, el tabasqueño y su equipo de campaña consideraron indispensable consentirse durante los últimos meses. Acuerdos, compromisos, adelgazamientos y ambigüedades que vienen a sumarse a las inconsistencias propias del discurso y proyecto planteados. Porque lo cierto es que los contenidos de transformación del lopezobradorismo jamás han tenido ni la amplitud de perspectiva ni la profundidad histórica que sus simpatizantes les atribuyen.
La aspiración de constituir un nuevo orden público, a partir de fundamentos que pongan en el centro la voluntad soberana de la ciudadanía, sólo resultaría concebible a partir de una acción organizada de dicha ciudadanía, capaz de trascender el estrecho horizonte de miras de la política partidaria en particular y de los procesos electorales en específico. Acaso sea ahí que radique el punto más débil del lopezobradorismo. Más que un movimiento político de amplio alcance y múltiples niveles de acción organizada, para el cual la campaña presidencial fuera un espacio significativo de lucha, pero no el único, tiene toda la traza de estárselo jugando a una sola carta. La silla presidencial (como en otros casos la gubernatura, o la presidencia municipal, o el escaño) no aparece como un medio, sino como el fin a partir del cual todos los medios se definen y legitiman.
V
¿Por qué voy entonces a votar entonces por López Obrador el próximo domingo? Porque, en los términos de asistir o no a la casilla, y depositar en la urna la boleta correspondiente, es a mi juicio para lo más que mi voto alcanza. No para optar por un nuevo proyecto de nación, ni para que ahora sea efectivamente el pueblo de México quien gobierne, pues la candidatura de Andrés Manuel no representa ninguna de ambas cosas, aun cuando él y muchos de sus seguidores pudieran tener la honesta intención de que así fuera. Ni la política ni la historia se hacen de buenas intenciones, ni la ilusión y el desaliento electoral pueden ser la medida de la acción ciudadana de cara a la constitución de su espacio público.
No obstante, el voto puede alcanzar como manifiesta oposición contra el catastrófico jolgorio neoliberal estelarizado por PRI y PAN durante el último cuarto de siglo; pero sobre todo contra los devastadores matices que dicho jolgorio ha adquirido durante los últimos seis años bajo el calderonismo. Matices que lo mismo con Enrique Peña Nieto o Josefina Vázquez Mota gozarán de plena, irrestricta e impune continuidad. Los despiadados golpes bajos y la enconadas guerras sucias entre el blanquiazul y el tricolor nada tienen que ver con proyectos divergentes, sino antes bien con expectativas grupales de usufructo, pero basta escuchar sus propuestas en materia de economía, política, educación, seguridad, etc., para apercibirse hasta qué punto están de acuerdo, hasta qué punto han estado de acuerdo desde el principio. Peña Nieto impugna el gobierno de Felipe Calderón, pero apenas llega la hora de pasar a las puntualizaciones, exhibe su disponibilidad servil de mantener inalterable el mismo rumbo que él trazo. Si algún mérito hay que reconocerle a personajes como Manuel Espino y Vicente Fox, es la brutal honestidad con que asumen lo que el rejuego partidario mal procura disimular: Peña Nieto representa la continuidad del proyecto de país por el que ellos han venido trabajado.
Lo cual remite a otro aspecto de la oposición crítica dentro del actual proceso electoral que me parece francamente erróneo: insistir en que el regreso del PRI a la silla presidencial representa el regreso de aquel dinosaurio septuagenario, y que semejante retorno es la peor de las cosas que podría sucederle al país. Lo pernicioso de este PRI no radica en que vaya a traer de regreso a los Díaz Ordaz idos, sino que pretende perpetuar en su sitio a los Salinas, Zedillos, Calderones (y Azcárragas y Slim y Salinas Pliego) entronizados señores durante los más recientes lustros.
Ante semejante panorama, el reformismo lopezobradorista se muestra no sólo como una alternativa, sino ciertamente como la única alternativa electoral a disposición. Lo cual no significa de ninguna manera que vaya a ganar las elecciones. Sumar con ilusionada esperanza las concentraciones masivas en las plazas, los simulacros de votación en instituciones privadas y públicas de educación superior, así como los porcentajes de popularidad e impopularidad en las redes sociales, no debería desdibujar en la conciencia de los electores el hecho de que en este país las condiciones están dispuestas de tal modo que el peso del voto corporativo (militante o coaccionado) y la manipulación mediática sigue siendo fundamental. La actual geografía partidaria de este país no deja en tal sentido lugar a dudas. En todo caso, la tarea más relevante tal vez consista justo en entender y asumir que las responsabilidades cívicas de la ciudadanía no pueden quedar reducidas a optar por una o por otra alternativa electoral.
La importancia del movimiento 132 en ese sentido resulta inobjetable, así sea únicamente por el hecho de plantear la posibilidad y la urgencia de otras formas de activismo político, no sometidas a los usos, el enfoque, las expectativas y los plazos de los partidos. Probablemente el verdadero tema de fondo no sea en última instancia a quién le vamos a otorgar nuestro sufragio el próximo primero de julio, sino de qué manera asumirá a partir del dos de julio sus responsabilidades públicas cada uno de los ciudadanos a los cuales la carrera por la presidencia de la República ha venido a recordárselas de un modo u otro.
martes, 15 de mayo de 2012
MAESTROS
Mi primer maestro se llamó Ricardo.
Podría demorarme aclarando que jamás se trató de un maestro en el sentido estricto del término, pero la verdad es que al hacerlo no añadiría gran cosa. En buena medida, todo verdadero maestro acaba adquiriendo tal condición por no serlo en sentido estricto, por hurtársele de modo sutil a las previsibles circunscripciones con que nuestro burocratizado espíritu ha terminado por lastrar y definir el término.
A lo que me refiero es más bien a que Ricardo, mi primer maestro, no me dio clases nunca; esto es, nunca se colocó delante de mí con voluntad expresa de transmitirme ninguna enseñanza. O casi nunca. Recuerdo ahora uno de los escasos episodios norma que de cuando en cuando acontecían entre nosotros nada más que para confirmar la excepción, y que si permaneció aguardando paciente en el olvido todos estos años, acaso no fuera sino en prevención del momento en que su sutil elocuencia vendría a ser necesaria para ajustar cierta aflojada, esencial tuerca, entre memoria, sentido y vida.
El episodio es el siguiente: Ricardo y yo caminamos por el Centro Histórico de la Ciudad de México. Entramos y salimos de diversas tiendas expendedoras de material eléctrico; recorremos casi puerta a puerta la calle Victoria, a un par de cuadras de la oficina de mi padre; atravesamos Eje Central entre la multitud, nos demoramos en los saldos revisteros de una librería, comemos hamburguesas y malteadas; terminamos comprando lo que buscaba en una enorme tlapalería a espaldas de Palacio Nacional. Más tarde, todavía hinchados los pies por la caminata, todavía revueltos los ojos por tanto haber mirado, Ricardo desembala y arma su flamante multímetro sobre el tocador de mi abuela, y trata de enseñarme cómo funciona.
Jamás aprendí a utilizar un multímetro. Pero cada vez que una visita me lo permite, procuro salir a Eje Central desde Victoria, Ayuntamiento o Artículo 123; soy capaz de alargar hasta el anochecer un mediodía en las mesas de saldos de las librerías de viejo; cuando como una hamburguesa me gusta mirar hacia la calle a través del ventanal (si está lloviendo, mejor). Y llevo varios años aguardando, con pueril alborozo, igual que regalo del seis de enero, esa tarde en que al lado de mi hijo, sin tener ya que llevarlo de la mano, volveré a recorrer los bulliciosos laberintos que a espaldas de Palacio Nacional se ensimisman.
Tal vez alguien pueda considerar que aprendizajes de este tipo son, si no inútiles, cuando menos sí accesorios, secundarios, complementarios. Eso de la poesía está bonito, pero la vida es la vida, y debemos ser realistas. A la larga valoras más aquello que no te gusta pero es por tu bien.
Lo lamento. Desde semejante perspectiva, no dispongo de mejores estampas para legitimar a Ricardo como mi primer maestro. De hecho, si apelé a ésta en particular fue justo porque ilustra una de las contadas ocasiones en que Ricardo puso voluntad manifiesta para adiestrarme en algo de provecho. Dudo que agrupando la disímil multitud de conocimientos prácticos que junto a él pude adquirir con el paso del tiempo, pudiera granjearle puntos a favor en tal sentido. La sensación de inútil gratuidad no haría sino multiplicarse. Ricardo, que no era mi padre, que era apenas el hermano de mi madre y mi padrino de bautismo, me enseñó a qué hora hay que levantarse para darle de comer a las vacas, a escuchar a Joan Manuel Serrat, a ubicar por constelaciones las estrellas en el cielo, a mantener ovejas dentro del rebaño cuando están pastando, a no llorar en un velorio donde todos piensan que es tu obligación llorar, a dormir con la radio encendida, a jugar turista, a entender un albur, a guardar un secreto que podría ser doloroso para la gente que amas.
Y me enseñó todo eso sin enseñármelo, con la misma disposición de estos otros episodios sueltos que se me vienen ahora a la cabeza. Tengo cuatro años, ceno sentado al final de una mesa que se me antoja infinita en la cocina de la casa de mi abuela, y Ricardo aparece con un ejemplar de El llanero solitario para mí. Tengo seis años, y cada vez que miro en la televisión el comercial de cierta marca de cerveza, se me llenan los ojos de lágrimas, recordando que hace unas cuantas semanas vi en pantalla grande ese mismo comercial, antes del inicio de la primera versión fílmica de El Hombre Araña que Ricardo me llevó a ver. Tengo ocho años, mis padres no están en casa y Ricardo me pasa por debajo de la puerta varios ejemplares de Supermán que acaba de comprarme a tres o cuatro cuadras, en un expendio de revistas usadas. Tengo once años, mis padres me han dado veinte pesos para que esta vez sea yo quien invite, pero Ricardo se adelanta para pagar primero en la taquilla donde exhiben El capitán América.
A los doce años, mi padre me enseñó por qué las historietas de superhéroes pueden ser perjudiciales para la salud mental. Cosa que le agradezco. Pero yo para entonces ya sabía, sin saber, que los superhéroes de historieta no fungían para mí como adoctrinadores ideológicos a futuro, sino como sobrecargado énfasis poético para la medida heroica de lo real.
Los maestros esenciales tienen menos de curas que de Batman.
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