viernes, 19 de febrero de 2010
EL NAUFRAGIO Y EL PUERTO
En una célebre carta de mayo de 1871 dirigida a Paul Demeny, Arthur Rimbaud expone su concepción del poeta como vidente, incesante inaugurador de horizontes inéditos, cuya valía corresponde a la experiencia del hallazgo en sí misma. Lo importante para Rimbaud no es que el poeta herede a sus semejantes un testimonio más o menos articulado de lo que ha visto, sino que consagre la totalidad de sus fuerzas a la ya de suyo titánica empresa de verlo. La obra no es en él una referencia al nuevo horizonte inaugurado, sino un pedazo vivo de tal horizonte. Como si los exploradores del relato de Ray Bradbury “Las doradas manzanas del sol” trajeran hasta nosotros, en vez del recuento de su fabulosa expedición, el propio trozo de incandescencia cósmica que su nave desprendió de la superficie solar. A Rimbaud no le preocupa el hecho de que, moviéndose en la zona donde los límites de lo humano comienzan a romperse, el poeta se pierda, enloquecido, devorado por las potencias que su travesía desató. Todo lo contrario. El viaje sólo parece hallar justificación plena en el extravío.
Recuperando la máxima esencial de los Argonautas, navegar es preciso, vivir no es preciso.
De ahí que, en tanto fragmento directamente desprendido de una travesía vital, su obra tenga tanto de perturbador galimatías. No queda duda de que el poeta vio, ni de que lo que vio —perteneciente al orden de las esencias universales— nos refiere inexcusablemente a todos. Sin embargo, nadie puede decir con plena certidumbre qué territorios pisaba. Lo que sus poemas nombran se halla en las fronteras mismas de lo innombrable, del mismo modo que los monstruos concebidos por H. P. Lovecraft. (Resulta idiota que alguien, con banales criterios comerciales y una mediocre noción del horror —modelada por Freddy Kruger y el narcosatanismo—, haya pretendido escribir el Necronomicón. La abominable magia del libro de Abdul Alhazred brota precisamente del hecho de que el lector del corpus lovecraftiano no sabe jamás qué cosa dice).
En cierto sentido, sin menoscabo del alcance y la pertinencia que semejantes planteamientos desprenden para toda la literatura en su conjunto, ni de la especificidad de obras y autores pertenecientes a muy distintas (cuando no opuestas) genealogías espirituales, lo que Rimbaud está en cierto sentido haciendo es caracterizar y delimitar las márgenes del género poético propiamente dicho. La poesía, independientemente de las particulares propensiones del poeta en turno, y sin perder de vista que sólo es posible fundar sobre un horizonte previamente develado, pertenece más al orden del develamiento que al de la fundación. Empleando la figura con que Daniel González Dueñas aborda la obra de Roberto Juarroz, diríamos que en el género poético lo que prima es la “fidelidad al relámpago”, la intuición luminosa, la fulguración augural e inaugural.
Articular a partir de dicha fidelidad una unidad perdurable (en la efímera medida que esto es humanamente posible) constituye una tarea que la poesía puede por supuesto plantearse, pero a la que de ninguna manera se halla obligada. A menudo, la propia sustancia del género imposibilita planteársela. La rara avis del poema largo (“Muerte sin fin”, “La Tierra Baldía”, “Primero Sueño”, “El cementerio marino”), menos que como modelo general de referencia ha de entenderse privilegiada síntesis delimitadora de las fronteras del género, un paso antes de la zona donde la relampagueante lucidez de lo lírico y la búsqueda de unidad de lo novelístico cristalizan atípicas tensiones y equívocas armonías en obras tan inclasificables como “Eureka”, “Los Cantos de Maldoror” o “Cómo es”.
Rota la unidad épica que en la edad antigua regeneraba lo real sin distingo alguno entre cuento y canto, Occidente confió a la poesía la tarea de descubrir los nuevos mundos. La novela nació para fundar en ellos un espacio habitable.
Un espacio cuya habitabilidad, a menudo circunscrita a la claustrofobia, la fugacidad, la locura, el extravío y lo intransferiblemente individual, podría antojarse menos que precaria, pero que hasta en las travesías del género más extremas, caóticas, underground, dinamiteras o iconoclastas, restituye como horizonte posible la unidad de sentido. Si la novela se halla fatalmente destinada a proyectar semejante horizonte sobre el mundo, se debe a que la unidad no constituye una norma exterior impuesta sobre la realidad viva de las obras, sino su más elemental condición de existencia. Al suprimir la unidad narrativa, es la propia novela quien desaparece.
Tal es lo que plantea de manera implícita Italo Calvino en la conferencia final de su libro “Seis propuestas para el próximo milenio”. Cuando identifica como noción clave del género novelístico a la multiplicidad, lo hace sabiendo que si se le asume en tanto llana enumeración acumulativa de lo diverso, a lo más que alcanzaría en términos literarios a aspirar es al catálogo. A contracorriente de una época que ha convertido la sobreabundancia de información en un atentado contra el conocimiento, y la hueca ponderación de la diferencia en tácita legitimación del más unívoco totalitarismo de la historia humana (el del capital), Calvino jamás pierde de vista que asomarse a la multiplicidad es en todo momento un desafío para hallar en ella sentidos unitarios válidos, donde el devenir humano pueda verse permanentemente reconstituido.
El enciclopedismo de la novela participa, sí, de la desmesurada pretensión de abarcar extensivamente el universo infinito a través de una obra, como todas las del hombre, hecha de finitud. Pero tal pretensión, en significativa paradoja, exige que la obra se constituya interiormente unidad perdurable.
Los modos de dicha unidad son diversos, por no decir potencialmente infinitos, y hace mucho tiempo que dejaron de referir de manera exclusiva o prioritaria a la anécdota, si bien la historia por contar continúa erigiéndose como la más privilegiada y fecunda mediación entre las potencias primordiales de lo real, la sensibilidad creadora del escritor y el razonamiento crítico de su tiempo y su espacio históricos. A partir de esta sencilla evidencia, podemos decir que la novela tiene plena libertad para romper la unidad de tiempo, la unidad de espacio, la unidad del lenguaje, la unidad de personajes, la unidad de líneas narrativas; la unidad, en fin, de los diversos planos de realidad que el trinomio trazado por obra, autor y lector conjuga. Sin embargo, se halla imposibilitada para romper con toda noción de unidad. En el plano novelístico, el cadáver exquisito (reunión arbitraria de fragmentos sin vínculo originario entre sí) no existe. Si Julio Cortázar se hubiese limitado a entregar a la imprenta la tercera parte de “Rayuela” (ese entrañable y abigarrado cajón de sastre titulado “de otros lados”) probablemente seguiríamos hablando de una obra literaria significativa y perturbadora, pero en modo alguno de una novela.
La poesía es una travesía desnuda hacia lo real, y suele abrirse con frecuencia hacia las inmediaciones de lo humano. La novela elabora la crónica de dicha travesía, volviéndola experiencia memorable, a la manera de la épica. Sólo que lo hace en un contexto donde la memoria ha dejado de ser reiteración ritual de los orígenes para volverse meditación crítica del devenir. Y aunque pueda con atronadora lucidez asomarse a la misma dimensión limítrofe hollada por los navegantes de la estirpe Poe, Holderlin o Rimbaud (tal lo muestran Conrad, Melville o Dostoievsky) lo hace siempre desde este lado. Sin disimular el abismo, pero articulando la ruta que conduce hacia él cartografía común, patrimonio compartido. Destino de ida, pero también de vuelta.
En tanto género, la novela representa el recordatorio colectivo de que toda ciudad se funda, lo sepa o no, sobre el testimonio del más reciente naufragio, pero también el de que hasta la más osada y terminal de las navegaciones presupone no sólo un puerto, sino el arduo “vivir es preciso” en que la propia idea de puerto se enaltece y justifica.
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