domingo, 28 de junio de 2020
José Emilio para que se entretenga.
Tenga para que se entretenga, de José Emilio Pacheco, apareció como parte del volumen
de relatos El principio del placer,
en 1972. Desde el día en que lo leí por vez primera, pasó a convertirse en uno
de esos cuentos que se quedan ahí, quién sabe por qué. Tal y como apunta Julio
Cortázar en una célebre conferencia impartida en la Habana en 1963, cada uno de
nosotros acumula tras el paso de los años una personal y entrañable colección
de narraciones, sin que siempre resulte del todo claro qué es lo que ha ido
depurando la lista en el camino.
Y he aquí que los años han pasado, y
hemos vivido y olvidado tanto; pero esos pequeños, insignificantes cuentos,
esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo
en nosotros. [1]
Hay historias así. Historias cuya
fascinación puede no resultarnos perceptible de entrada, pero al cabo no nos
queda más que reconocer misteriosamente perdurables. Mi primer contacto con El principio del placer, allá hacia mis
años de secundaria, convirtió de inmediato a Tenga para que se entretenga en mi pieza predilecta del libro. Y
luego esa pieza se quedó para siempre. De la misma manera que todos los cuentos
que se quedan con nosotros: por razones inexplicables. Razones que tratamos de
esclarecer una y otra vez, en cuyo escrutinio nos demoramos a lo largo de
infinidad de meditaciones y de páginas, pero que prevalecen a la postre intocadas
en su misterio, ejerciendo sobre nosotros una inagotable demanda, a la vez
sosegada y perentoria. Nos vamos de ellas prevenidos de la siguiente vuelta por
venir, que nos devolverá más temprano que tarde sus mismas preguntas, a la vez
intactas y renovadas, en una especie de marítimo vaivén.
¿Qué alcanzo a recordar de aquella primera
lectura del cuento? Por encima de todo el estupor. El estupor de haberlo
atravesado, y encontrarme de regreso en la vida sin una explicación. No sólo
una explicación específica que aclarara (acallara) el enigma anecdótico
planteado en él; aunque ese, por supuesto, fuera el punto de partida.
Para mí, como para la mayoría de los
adolescentes, todo debía tener una explicación. Y el hecho de que el relato de
José Emilio terminara sin que al final pudiera entender con claridad qué había
sucedido, se me figuraba fruto de una deficiencia mía. Seguro había pasado algo
por alto, o carecía de alguna necesaria referencia filosófica, periodística o
literaria a través de la cual se esclarecía (y se domesticaba) el misterio.
Todo era una cuestión de paciencia. Debía documentarme más, leer más, hacerme
más culto. Seguro para los literatos consumados el cuento era prístino en sus
significaciones, alusiones y giros. Y si
ellos eran incapaces de explicarlo, seguro José Emilio sí disponía de una
explicación, una respuesta, una lógica apaciguadora contra toda zozobra y toda
incertidumbre.
Ignoro cuántas veces habré podido
releerlo entonces. Sí recuerdo, por el contrario, que en ningún instante se me
ocurrió contemplar la opción de que no hubiera respuesta alguna: que la
inconclusión y la incertidumbre fueran parte fundamental (por no decir la parte fundamental) de la historia que
José Emilio estaba narrando. Tampoco me pasó por la cabeza la posibilidad de
que todo lector, culto o no, se fuera del cuento (o se quedara en él
eternamente) atesorando mi misma duda adolescente. Mucho menos la posibilidad
de que José Emilio no supiera.
Tardaría mucho tiempo en comprender
que José Emilio realmente no sabía, no podía saber, no debía saber. Y que
aquella ignorancia era fruto de una sabiduría menos espectacular pero más
esencial: la que adquieren los escritores al percatarse de que su deber no
consiste en ofrecer brillantes respuestas para la galería, la posteridad y la
Historia, sino en formular sus propias preguntas con la mayor transparencia
posible, esperando que alguien más termine identificándolas como propias. Tal y
como lo sentencia el propio José Emilio en algún poema:
…hacer que mis palabras sean tu voz
por un instante al menos.[2]
Yo quería que José Emilio me aclarara
si el viejo que se llevó al niño a la
cueva era un fantasma de la época de la intervención francesa; o si se trataba
de un caracol agigantado, y la boca de la cueva era entonces la entrada de su
concha. O las dos cosas. Pero sobre todo quería que José Emilio me explicara
por qué el viejo se había llevado al niño, para qué se lo había llevado. Y era
incapaz de advertir que José Emilio me había estado contestando todo el tiempo
desde las mismas breves páginas del cuento. Y que me respondía: “no lo sé”. Y entonces
me sentía (me siento aún) como el niño Rafael de la mano del viejo, camino del
reino de los muertos a través de una caverna abierta fugazmente debajo mismo
del Castillo de Chapultepec. Avanzo de la mano de José Emilio hacia la boca del
cuento, y no sé adónde me lleva, y no entiendo por qué ni para qué, aunque una
sensación de cosa muy honda y muy sagrada no cese de apretarme el pecho
(igualito al peso que, en el cuento, oprime las copas de los árboles “como
aplastados por un peso invisible[3]”),
abriéndome un sostenido hueco en el estómago (un hueco idéntico a la cueva).
Recién era ahí donde comenzaba la
cuestión. Porque ya no se trataba sólo de que incomodidad, fascinación y duda
me envolvieran durante la lectura del cuento en función de su trama; sino que
al salir del cuento hacia la vida (mejor aún, al descubrir que el cuento era
parte de la vida), la propia vida no era ya la misma, ni nada volvería a
resultar igual. La pregunta irresoluble formulada por Tenga para que se entretenga se extendía en ondas concéntricas
mucho más allá del niño Rafael perdido, de su madre Olga aguardándolo, y del
detective Ernesto Domínguez Puga redactando su informe muchos años después.
Desde mi punto de vista, la pregunta
más perturbadora del relato corresponde precisamente a Domínguez Puga. Aun
cuando, por extraño que parezca, no haya llegado a formulármela sino en etapa
bastante tardía. ¿Quién ha contratado al detective para que resucite su fallida
investigación de 1943, casi tres décadas más tarde? ¿Quién se interesa por
recobrar los pormenores de esa historia enterrada?
Por supuesto, cabe postular que el
cliente del investigador privado sea alguien ajeno por completo a la historia,
con suficiente curiosidad para interesarse en ella (topándosela de rebote en un
viejo periódico, por ejemplo), y con suficiente presupuesto para cumplirse el
capricho de una pesquisa que en el fondo ni le va ni le viene. Pero según yo, alguien
interesado en la historia de Rafael hasta ese punto, a tanto tiempo de
ocurrida, debe por necesidad estar directamente involucrado en ella.
No pretendo descartar aquí las
lícitas hipótesis de nadie, sino apenas reivindicar, por incómoda que resulte, o
acaso justo por ello, otra de tantas. ¿Qué pasa si quien ha contratado al
detective es el propio Rafael ya de regreso, preguntándose cómo desapareció,
adónde fue y qué sucedió durante su ausencia? ¿No es eso, en todo caso, lo que
mientras leemos nos hace preguntarnos esa superposición de reminiscencias
históricas, ese resonar de ecos, esa evocación sin remedio nostálgica de un
México que ya no existe, contrastada con un presente que se formula siempre en términos
de incógnita y de fantasmagoría?
Y es que en Tenga para que se entretenga, como en Pedro Páramo, frente al vívido retrato del pasado perdido (allá la
construcción del viejo cacicazgo rural, acá la consolidación del cacicazgo
político-empresarial posrevolucionario) el presente queda pintado con trazos
francamente espectrales. En el clásico rulfiano, dicho contraste resulta de una
equitativa distribución narrativa entre lo que fue y lo que quedó: las cuitas
del sonámbulo deambular de Juan Preciado contrapunteadas por la completa
crónica de la ascensión y la caída del imperio paterno. En el cuento de Pacheco
obedece más bien a la contención y la parquedad de informaciones relativas a la
actualidad. El hoy no se describe, no pareciera haber interés en aludirlo como
no sea para que sirva de punto de referencia, y para que le otorgue profundidad
de perspectiva a lo narrado. Cada alusión al presente, más que designar una
presencia, semejaría delimitar un hueco.
Sin embargo, el verdadero
destinatario de cuanto Tenga para que se
entretenga narra, es el presente. Ya el arranque mismo del relato adelanta
el puntual juego de consonancias e inflexiones que al cabo permitirá situar con
transparencia sus coordenadas de sentido. Ernesto Domínguez Puga fecha el
informe que está por rendir el sábado 5 de mayo de 1972. Rima de tiempos en
retroceso que no puede tomarse por irrelevante o casual. Rememorar en 1972 una
historia de tres décadas atrás, enigmáticamente asociada a los días de la
intervención francesa en razón del ejemplar del Diario del Imperio puesto en manos de la joven madre abandonada, y
concluir el informe correspondiente justo el 5 de mayo, en un aniversario más
de la Batalla de Puebla, establece sugestivos puntos de contacto entre el ayer
y el hoy.
Inútil resultará, por supuesto,
forzar esas consonancias temporales con la esperanza de entresacar de ellas una
explicación tranquilizadora o convencionalmente lógica a propósito de lo
sucedido. Pero la consonancia existe, está ahí. Acaso su significado sólo quepa
verse esclarecido al ubicar otra alusión
temporal que la complementa; formulada esta última ya no como un rastro del
presente que se proyectara en ondas de eco hacia el pasado, sino en la
dirección opuesta: un rastro del pasado que se proyecta hacia el presente con
una sugerencia imposible de obviar.
La fecha del ejemplar de la Gaceta del Imperio que Olga recibió del viejo,
antes de que el pequeño Rafael se fuera con él, lleva la fecha del 2 de octubre
de 1866. En 1972, como ahora mismo, semejante referencia no podía aludir sino al único 2 de octubre célebre (atrozmente
célebre, trágicamente célebre) de toda la historia nacional. Y esa madre volviendo
durante treinta años en retorno ritual, buscando al hijo que perdió, ya no
puede verse en exclusiva como una referencia al pasado mítico de la Colonia o
el México prehispánico, sino como una dolorosa alusión de presente cíclicamente
actualizado.
Por supuesto, resultaría absurdo y
hasta grotesco pretender reducir el relato a mero panfleto narrativo en memoria
de los saldos de 1968. Tenga para que se
entretenga, lo mismo que el conjunto de la obra de José Emilio Pacheco,
lejos de cerrar, simplificar o restringir las opciones para el pensamiento y la
mirada, entraña una permanente demanda de reformulación y apertura. Del lector
frente a la obra, y del lector frente al mundo a través de la obra.
En charla con Hernán Bravo Varela,
señalaba Pacheco en el año 2009:
La parte agradable del anonimato es
lo ocurrido con el cuento Tenga para que
se entretenga. Como sabes, tiene dos interpretaciones posibles. Lo puedes
ver como un cuento de fantasmas o como un relato de la corrupción política y
policial en México. Es mi mayor éxito literario porque he desaparecido como
autor: me lo han contado como si fuera real y sin saber que yo lo escribí.
Recuerdo al menos dos versiones muy superiores al original: la de un niño
repartidor de periódicos y la de un taxista. [4]
No obstante la innegable autoridad de
un escritor para referirse a su propio trabajo, lo cierto es que esta
observación sobre las potenciales interpretaciones del relato, hecha de pasada
a la mitad de un comentario que se encamina en otra dirección, debilita el
alcance y el enfoque de Tenga para que se
entretenga al disociar sus dos más evidentes líneas de lectura.
En efecto se trata de un cuento que puede
leerse de cualquiera de ambas maneras: pero exige en todo momento ser leído
simultáneamente desde ambas. Limitarlo a una anécdota fantástica de la que el
escritor “se valió” con el fin de trazar un rico fresco social y de costumbres,
o a un contexto histórico que el escritor “eligió para” otorgar verosimilitud y
color local a su historia de fantasmas, escatima su complejidad, distorsiona su
sentido, petrifica su misterio. Para enfocar con la mayor transparencia posible
Tenga para que se entretenga, empezando
por sus múltiples cabos sueltos y sus inquietantes preguntas sin respuesta,
debemos eludir la tentación de caracterizarlo en exclusiva como fresco social o
como juguete fantástico. Es una y otra cosa, en mutua, simultánea e
inextricable influencia. Y ello nos coloca en el corazón mismo de la obra de
José Emilio Pacheco como totalidad articulada. Ahí, en esa obra, lo estético es
siempre histórico, lo íntimo transparenta lo público, lo sagrado sólo sabe
reivindicarse demanda y derecho desde el espacio más doméstico y cotidiano.
Bien podemos reflejarnos nosotros
mismos en la hipotética imagen de ese Rafael regresando para indagar su propia
historia, preguntándonos dónde fue nuestra memoria, dónde están nuestros
pasados. Pero podemos vernos también en
esa Olga ya vieja, que vuelve diariamente al sitio de la tragedia, en espera de
ver abrirse otra vez la gruta mágica que lleva y trae desde el reino de los
muertos.
Conjeturándola, podemos comprender y
compartir la misma lúcida, aterrada perplejidad de un Rafael ya de vuelta;
preguntando cómo es posible que el mundo, su mundo, cambiara hasta tal punto,
cómo pueden ser éstos —a la vez tan distintos y tan iguales— su ciudad y su
país. Conjeturándola, podemos comprender y compartir la doliente paciencia de Olga,
imaginando y a la vez temiendo el instante de la reaparición de su hijo, quién
sabe si solo, quién sabe si acompañado; quién sabe si detenido en el instante
mismo de su partida (y por lo tanto niño aún), o quién sabe si convertido en un
hombre que se ha sustraído del espacio, mas no del tiempo.
Difícil decantarse por alguna de
ambas posibilidades como la más aterradora. Rafael retornando envejecido a un
paisaje que podrá reconocer, pero en el que le será imposible reconocerse. O
Rafael retornando de su misma edad: niño extranjero ante una tierra ya sin
remedio extraña.
En esta segunda opción, más que
cuanto él pueda contar o revelar, aterra lo que a nosotros tocará decirle.
Aterra ese informe que, de la misma manera que alguien se lo solicita a Ernesto
Domínguez Puga, tarde o temprano tendría Rafael que requerirnos. Ya no “adónde
fui, dónde anduve, hasta dónde llegué”. Sino “adónde fueron, dónde estuvieron,
dónde quedaron, hasta dónde llegaron”.
¿Qué cuentas tendremos pare
entregarle a ese niño futuro?
[1]Cortázar,
Julio. Algunos aspectos del cuento. En
Obra Crítica /2. Alfaguara. México,
1994.
[2]Pacheco,
José Emilio. Observaciones, 7. Contra los
recitales. De Irás y no volverás,
en Tarde o temprano…
[3]Pacheco,
José Emilio. Tenga para que se entretenga.
En El principio del placer. Joaquín
Mortiz. México, 1972.
[4]Bravo Varela, Hernán.
Nuevo elogio de la fugacidad. Una
conversación con José Emilio Pacheco. Revista “Letras Libres”, num. 94.
Julio de 2009.
sábado, 20 de junio de 2020
La bicicleta.
Aprendí a andar en bicicleta
durante unas vacaciones, por las polvorientas calles del pueblo donde moraba y
mora todavía la hermana menor de mi mamá. Uno de los escasos episodios de mi
vida propicios para la sensación de heroica hazaña motriz y deportiva, y para
los orgullos de la proeza física consumada. Durante cosa de tres días recorrí
el pueblo aquel en pedaleante frenesí, enrojecido el rostro, cubierto de tierra
desde la cabeza hasta los pies. Sobrevive por ahí una fotografía que certifica
la efeméride: playera a rayas, pantalón de mezclilla, ocre tonalidad debida
menos al paso del tiempo que al omnipotente terregal, poso tras el manubrio
chupando una paleta de caramelo, con expresión de piloto consumado, veterano de
todos los misterios que supone andar en ruta, en carretera, en el camino; Jack
Kerouac On the Road, versión película de Juliancito Bravo. Estoy a dos o tres meses
de cumplir diez años de edad.
Tal vez resulte exagerado
aseverar que la bicicleta me quedaba chica; mejor sería decir que me quedaba
apenas justa. La menor insinuación de pérdida de equilibrio permitía la
inmediata intervención de mis pies, y ese pequeño pero decisivo detalle de
seguridad había facilitado enormemente mi veloz aprendizaje. Creo que durante
aquellos tres días no me sentí ni una sola vez en riesgo de caer. Hubo, sí,
alguna caída aislada (nadie aprende a andar en bicicleta sin caerse), pero
amable, apacible, indolora, amortiguada tanto por la protectora proximidad del
suelo como por el mullido soporte que, en comparación con el asfalto, brinda el
polvo.
La bicicleta pertenecía a la
mayor de las hijas de mi tía, para entonces de siete u ocho años. Me gustaba
esa bicicleta. A tal punto que me habría encantado llevármela conmigo a casa, y
me supo a galleta triste entender que era imposible, aun cuando su dueña no
estuviera en condiciones de utilizarla debido a que le quedaba todavía enorme.
Sin embargo, mis padres, hechos a fin de cuentas desde entonces al hábito
bonachón de sentirse felices y orgullosos de mí bajo el menor pretexto,
propusieron comprarme una bicicleta para mi cumpleaños, ya sólo a unas cuantas
quincenas de distancia.
Sólo que para mi siguiente
cumpleaños yo tenía ya en mente una fiesta y un uniforme completo del Atlante,
de modo que hubo que mediar. Tuve fiesta con pastel y piñata; mi papá y yo
asistimos al estadio Azteca con uno de sus hermanos y con mis primos favoritos,
para cumplimentar la iniciática experiencia de ver colmado su graderío,
mientras sobre la cancha se enfrentaban el Cruz Azul de Jara Zaguier y el Wendy
Mendizábal contra el América de Vinicio Bravo y Miguel Ángel Gamboa; mi mamá me
llevó al Mercado de Portales para comprarme unos tenis con tachones de plástico
y un short azul marino, y le adhirió con la plancha un escudo del Atlante a una
playera roja que ya tenía. La bicicleta tuvo que aguardar hasta el año
siguiente.
Al año siguiente estaba yo en
quinto de primaria, y mis padres anticipaban con juicioso entendimiento la
inestable, anfibia transfiguración que en materia de estatura comenzaría a
experimentar mi cuerpo en breve. Fui en compañía de mi mamá a sacar a mi papá
de su trabajo antes de la hora de salida; ocupaba él solo una oficina espaciosa
y semivacía en el último piso de un viejo edificio de la calle de Ayuntamiento,
desde cuyas ventanas alcanzaba a verse, cosa de una cuadra más adelante, el
rótulo de la XEW.
Tres condiciones debía reunir,
de acuerdo con mi muy subjetivo y personal criterio, la bicicleta que iban a
comprarme: tener canastilla, tener timbre, y tener el mismo tamaño de la que
apadrinara entre nubarrones de tierra mi aprendizaje preliminar. Una sola de
ellas pude ver cumplirse: la canastilla. El timbre era un accesorio aparte, a
los ojos de la autoridad materna tan excesivo en su costo como peligroso por
las potenciales perspectivas de uso que pudiéramos darle dentro del pequeño
departamento donde morábamos mis tres hermanas (ruidosas de suyo desde siempre)
y yo. Y en cuanto al tamaño, ellos tenían en mente un modelo que pudiera seguir
utilizando varios años más adelante, ingresado ya en la secundaria.
Con el asiento ajustado en su
nivel más bajo, mis pies en punta apenas conseguían entrar en contacto con el
piso, brindándome un apoyo de lo más inestable. Ni hablar de que con la
bicicleta en marcha pudiera yo echar mano de ellos para frenar o equilibrarme.
Decía antes que cuando aprendí
a andar en bicicleta por el pueblo de mi tía no experimenté en momento alguno
la sensación de que fuera a caerme. Aquella tarde de los últimos días de
primavera en que celebré mis once años cumplidos, a bordo de la flamante
bicicleta que mis padres acababan de comprarme, la única sensación que me
hallaba en condiciones de experimentar era la de que iba a caerme. Aterrado por
el bello pero hostil armatoste lo mismo que frente al más hermoso pero salvaje
de los potros, pregunté con candidez cómo íbamos a regresar a nuestro hogar,
ubicado varios kilómetros rumbo al sur de la ciudad. La respuesta resultaba
obvia, natural, previsible, por mucho que yo me hubiera aferrado a hipótesis
capaces de diferir para más adelante (un par de años, digamos) la doma de mi
amenazante montura. Volveríamos a casa caminando, conmigo trepado en la
bicicleta.
Teníamos por placentera costumbre
realizar largas caminatas familiares, obligatorias por lo demás en la Ciudad de México para todo clan de
clase media baja cuando saca la cuenta del monto a erogar cada vez que sus
(pongamos por ejemplo este caso) seis integrantes abordan un vehículo del
transporte público que amerita trasbordo. Así que, sin que cupiera calificarla
de hábito recurrente, la opción de remontar caminando Eje Central desde
Victoria o Artículo 123 hasta una cuadra antes del Eje 6 Sur tampoco resultaba
descabellada o inverosímil.
Elucubré un par de salidas de
emergencia para el trance. Acometer la dilatada marcha a pie, llevando la
bicicleta del manubrio; ceder a mi papá el privilegio de que fuera él quien la
estrenara para aligerar así la travesía. Inútilmente. Por supuesto, durante las
primeras calles, todavía demasiado próximas al Centro Histórico y siempre harto
concurridas, no quedó más remedio que caminar, remolcando la bicicleta. Pero
apenas las aceras comenzaron a lucir algo despejadas, digamos pasando la fuente
de Salto del Agua, tuve que encaramarme hasta el asiento para estrenarla yo
mismo. De nada me valieron ni protestas ni súplicas (“está muy alta, mejor
después, es mi cumpleaños”). Yo ya sabía andar en bicicleta, llevaba meses
jactándome de ello, y ambos me habían visto pedalear sin problema con sus
propios ojos. Además, aunque estirados mis pies sólo alcanzaran a establecer
precario contacto con el suelo, la verdad es que alcanzaban los pedales con
plena comodidad. Detenerme era asunto de los frenos y no de los pies, pero yo
no estaba para semejantes sutilezas de la maestría ciclista. Tenía miedo, tenía
miedo, tenía miedo.
Ante el manifiesto pavor que yo
mostraba por la posibilidad de caerme, y para atajar la creciente cólera de mi
mamá (a quien mis recurrentes cobardías de pubertad y adolescencia siempre
enervaron, pese a su incondicional devoción), mi papá ofreció ir sosteniendo
todo el tiempo la bicicleta, aferrándola del borde posterior del asiento.
A lo largo de las primeras
cuadras, casi podría decirse que iba cargándonos a ambos, vehículo y jinete.
Obcecado por la sensación de inminente caída y por la histérica vigilancia de
que él no fuera a soltarme, apenas si atinaba yo a pedalear de vez en vez. Poco
a poco, no obstante, vi diluir mi desconfianza. Mi papá sostenía el asiento,
corregía el menor desequilibrio, giraba instrucciones, prodigaba palabras de
aliento, hacía avanzar las ruedas. Así que, en un momento dado, el hecho de
sentir su protectora presencia a mis espaldas me permitió concentrarme en disfrutar
la recuperación de las sabidurías y de los prodigiosos sentires que conjuga ir
en bicicleta. Algo entre bailar, correr, nadar y volar, como todo el mundo sabe.
Una cuadra, y ya no tuve
necesidad de voltear una sola vez. Otra cuadra, y me sentí en condiciones de
acrecentar la velocidad, obligando a mi papá ya no a caminar, sino a trotar.
Otra cuadra, y me sentí en condiciones de acrecentar aún más la velocidad,
obligando a mi papá ya no a trotar, sino a correr. Otra cuadra, y tuve nítida
la sensación de que conducía sin que nadie me sostuviera. Para cuando cruzamos
Viaducto, mi confianza era ya absoluta. Pedaleaba sin escrúpulo ni
consideración hacia mi protector y escolta, confiado porque al aproximarse cada
nueva esquina y aminorar yo la velocidad, lo sentía claramente detrás de mí,
ayudándome a equilibrar la bicicleta hasta detenerme. Aguardábamos a que mi
mamá nos alcanzara para cruzar juntos la calle (“no vayas tan rápido, mira cómo
traes a tu papá” me reprochaba), y vuelta a empezar.
Google Maps me informa que la
distancia total que recorrimos a lo largo de Eje Central aquella tarde, es de 5.8
kilómetros. Pasado Viaducto, nos restaban aun para llegar a casa algo más de
dos kilómetros y medio. Lo cual dicho así puede sonar a poco. Pero ver en el
mapa la cantidad de cuadras efectivas que aquello representa, pensar que varias
de ellas son esas típicas cuadras defeñas con apariencia de no tener fin, y
representarme la imagen de un hombre que las recorrió completas a velocidad
progresiva tras su hijo en bicicleta, para evitar que sintiera que iba a
caerse, sin sombra de metáfora ni de retórica me estruja el corazón dentro del
pecho. De ternura, gratitud y ganas de reírme hasta las lágrimas por los
filones cómicos de la estampa.
Habíamos consumido ya la mayor
parte de aquellos 5.8 kilómetros. Faltaba sólo una cuadra para llegar a la
calle del edificio donde vivíamos. Mi completa confianza, mi recobrada pericia,
me consentían a semejante altura lujos media hora antes inconcebibles; entre
los cuales el principal era permitirme mirar a lo lejos y en torno mío, sin
obligación ya de llevar por fuerza clavada la vista en la banqueta y al frente.
Como resulta comprensible, ante la proximidad de mi calle aumentaba la urgencia
de que me vieran mis hermanas, para lucirme ante ellas. Aceleré, quizá
alcanzando una velocidad no mayor que la de anteriores cuadras, pero sí para
entonces ya excesiva para quien había venido corriendo todo el rato tras de mí.
La garantía certificada de seguridad, ahora que asumía con confiada certidumbre
que mi papá no iba a soltarme, era escuchar sus pasos a mi vera, acompasados según
la aceleración que al pedalear fuera imprimiéndole yo a la bicicleta.
En ese penúltimo tramo de
nuestro ya culminante recorrido, me pareció que el repiqueteo de los pasos de
mi papá avanzando a la carrera sonaba de pronto a una incongruente distancia
como para que alcanzara a mantener asido el borde posterior del asiento. Giré
apenas la cabeza, y con el rabillo del ojo advertí por encima del hombro lo que
en ese momento ocurría, lo que sin yo percatarme había venido ocurriendo desde
quién sabe cuántas manzanas atrás. Mi papá venía corriendo, siempre muy cerca
de mí, pero sin sujetar la bicicleta. La conciencia de que avanzaba abandonado
a mis propios medios fue fatal. Perdí el control, el manubrio pareció torcerse
como por decisión propia hacia la derecha, y fui directo a estrellarme contra
una alta pila de ladrillos, agrupados frente a una obra en construcción.
Lo que me arrancó más lágrimas
y lamentos no fueron ni el golpe ni el amor propio herido, sino la nula
disposición de mis padres a sentir remordimiento y disculparse. Ambos se
limitaban a repetirme que llevaba ya largo rato controlando la bicicleta solo,
avanzando solo, equilibrándome solo, frenando solo. Mi papá se había limitado a
ayudarme a mantener la estabilidad cada vez que comenzaba a detenerme en pos
del alto total.
Amé esa bicicleta. Mi
bicicleta. La única que tuve en la vida. Cuadro blanco, vivos y guardabarros
azules. Perteneciente al típico modelo ochentero inmortalizado por Spielberg
durante las secuencias culminantes de ET.
Un par de años más tarde, habiéndonos mudado, y viviendo ahora muy cerca del
cruce entre División del Norte y Avenida Universidad, emprendí lo que me
pareció la mayor odisea exploratoria de mi vida hasta entonces: trasladarme en
bicicleta, con dirección norte media docena de cuadras hasta Eugenia, para
recoger a mi primo y recorrer luego juntos las calles de la Colonia Narvarte
que mediaban entre nuestros respectivos hogares.
Hacia mis quince años, ya en
Morelia, inscrito a la secundaria dentro del turno vespertino, acometía durante
las mañanas las empinadas cuestas de las colonias Vasco de Quiroga y Eréndira,
y me trasladaba hasta la Casa de la Cultura, a tomar clases de pintura. Y
aunque para entonces ya iba siempre solo, no era extraño sentir que, a fin de
procurar que no sintiera yo que iba a caerme, detrás de mí venía corriendo mi
papá.
domingo, 14 de junio de 2020
domingo, 7 de junio de 2020
La letra.
“La
letra con sangre entra” reza cierta máxima popular, hoy en franco descrédito
mediático pese a su sorprendente (y soterrada) vigencia práctica. No es mi
intención debatir sobre los equívocos que siguen enlazando entre nosotros
enseñanza escolarizada e inquisición medieval, hoy de manera acaso menos
espectacular pero infinitamente más implacable. Mi inquietud tiene forma de
pregunta.
Un
concéntrico minuto nocturno ronda los entretelones de mi capacidad evocativa,
sin hallarse circunscrito a ningún período biográfico específico; se trata de
un minuto capaz de ceñir a las prendas de su nomenclatura, férreo y sutil,
cualquier edad contada a partir de los seis años (edad que, como a tantos
otros, me inició en la decodificación de los arcanos del alfabeto).
Cabe
situarlo en las últimas horas de ayer, cuando ceñido ya por el reposo del
cuerpo amado, se confabularon para prodigarme monocordes sobresaltos el libro
que entre los dedos se me torcía y los lentes que nariz abajo se me deslizaban,
obligándome de último a abandonarlos juntos sobre el buró. Cabe situarlo en una
remota velada de la época en que cursaba tercer año de primaria, y durante la
cual los juegos vespertinos, tan faltos de escrúpulo como olvidados de la
intransigencia de la autoridad paterna en asuntos semejantes, prefirieron
diferir el cumplimiento del deber escolar.
Sé
que se trata de un minuto, porque bien en el solícito compás de mi pulso, bien
en la pared de enfrente, bien sobre el buró, bien en mi muñeca, asisto siempre
que de su invocación se trata al cansino desplazarse de un segundero que no
termina de completar la órbita, que avanza sin cesar y no obstante parece,
quizá por ello mismo, aquejado de cósmica quietud.
Ese
minuto me abre delante una página que es siempre distinta y es siempre la
misma, y que he de leer de inmediato, por obligación, por empecinamiento, por
disciplina, por ansia, por sentido de responsabilidad, por curiosidad llana.
Sólo que una implacable somnolencia abate mis párpados y una infranqueable
línea escrita se difumina grano a grano ante mis ojos, como si el universo
empezara a descomponerse en sus más elementales corpúsculos. No los átomos,
sino las letras.
En
algunas versiones de este minuto idéntico, mi frente se abate contra el libro
desplegado sobre la mesa. En otras, es el libro el que se abate contra mi
pecho. En todas, mis afanes por discernir lo que estoy leyendo, lo que acabo de
leer, resultan inútiles. Vuelvo al inicio de una frase sobre la cual he
demorado cansinamente la vista, pero que no ha dejado impresión alguna en mi
interior. De modo oscuro sé que esa incapacidad de hollarme nada tiene que ver
con solidez conceptual, poética hondura o retórica urdimbre. La barrera
infranqueable que esa frase me opone es independiente de su significado. O más
bien debiera decir que pertenece y me devuelve, por obra de la fatiga, a cierta
significación incomprensible que toda frase atesora por el sólo hecho de serlo.
A partir suyo, la totalidad íntegra de cuanto hasta ese momento he leído se ve
transmutada informe masa sensitiva, extraviado esbozo de materia primordial.
Cada previa articulación del pensamiento parece descoyuntarse en mí, desde mí,
a través mío.
La
somnolencia no me permite continuar leyendo. Trato de hacerlo, conservar unidad
la idea en su transcurrir de un signo a otro, mas la dispersión nos vence. A la
idea y a mí. Sólo queda el signo inescrutable, sucediéndose con progresiva
autonomía en los ires y venires que la mirada traza sobre el mismo sendero.
Leer es, como mínimo, enhebrar palabras. Y yo apenas si estoy mirando letras.
De
modo que vuelvo a no saber leer. Reintegradas a la condición de partículas
independientes, sin cohesión posible, las letras retroceden hacia su sonoridad
más básica, y al punto ya no son sino la misteriosa elocuencia visual de los
primeros días, cuando conservaban cerrado el umbral de la abstracción y se
ofrecían mero dibujo, sugerente enlace de perímetros con los que cabía
establecer filias y fobias según propendieran los sentidos a ciertas figuras
concretas. Sólo de cuando en cuando logra abrirse paso entre el oleaje del
sopor una mínima correspondencia entre articulación y figura, entre sonido y
forma, volviendo la F un remanso de voluptuosas sugerencias afelpadas, la O un
abismo constelado de ecos, la Z fascinación atávica por la serpiente cuando
silba. La mayor parte del tiempo, E resulta apenas el perfil de un hombre que
sonríe malicioso, R un paso de dama levemente bailarín, M un ave en cuclillas,
J un calcetín colgado.
Sólo
que ese pensamiento que la somnolencia transfigura, más allá de caricaturescas
licencias, sabe de modo secreto, como lo sabía mi pensamiento iletrado antes de
los seis años, que tales trazos pertenecen a un plano de realidad distinto,
irreductible a la representación visual. Nadie podrá arrojarse jamás desde el
pretil de la H y será en vano organizar expediciones para echarle el guante a
una X sorprendida en flagrante exhibición de corporeidad manifiesta.
Aun
cuando sea posible enternecerse imaginando desfiles de vocales, y hasta
aprovechar la puesta en escena como pretexto de memorización, habitar un
sentido configurado por letras, exige asumirlo totalidad abstracta. Más allá,
ser capaz de configurar un sentido inédito a partir de las letras, implica
entrever los vínculos secretos que enlazan, distinguen y ensanchan el horizonte
de lo enunciado y lo enunciable. De ahí que el hecho de que una sociedad haya
sido alfabetizada, por sí mismo nada revele sobre su capacidad efectiva para
nombrar y nombrarse.
Quien
no sabe leer, reconoce, a menudo con mayor transparencia que quien sabe
hacerlo, la absoluta potestad que a las letras les confiere sobre este mundo el
hecho de no pertenecer a este mundo. La administración y la ingeniería
aplicadas al pensamiento, por el contrario, reducen el misterio del nombre, y
con él la sustancia de sus componentes más elementales, a simple herramienta,
sin valor propio.
Cada
vez que el sueño viene fugazmente a devolverme la ignorancia originaria de
quien tiene todo por ser dicho, instalándome en el mismo concéntrico minuto,
ante la misma línea incomprensible, a la atmósfera general de desatino viene a
sobreponerse en algún punto (quizá en el centro donde sus extravíos se
ensimisman) un tenue vórtice. Sé que se trata de un segundo porque la manecilla
o su ausencia lo signan con un solo gesto de reverente parsimonia, análoga a la
del latido. En él, la letra no es en exclusiva una figura plena de plásticas sugerencias,
ni la representación visual de un sonido específico, ni la unidad básica a
partir de la cual se articula testimonio el pensamiento. Lo es todo a la vez.
Fugazmente sostenido en equilibrio sobre el filo que distingue y enlaza
vigilia, sueño y deseo, la lectura, lejos de otorgarme la comprensión de lo
escrito o el discernimiento cabal del camino que ha debido recorrer cada letra
antes de ir a agruparse ante mis ojos, me otorga algo infinitamente más
poderoso: la intuición simultánea de ambas cosas. Jugueteando con los abstrusos
vínculos entre sonoridad y signo, así como con las sugerencias materiales de
que tales vínculos provienen, sé sin embargo que lo que estoy tratando de leer
dice algo que puede ser leído. Aunque yo por ahora no disponga de capacidad
para leerlo. Nuestro entendimiento no agota la verdad, aunque la funde.
Vuelvo
a la popular máxima del inicio, para concederle absoluta razón: La letra entra
con sangre. Sí, pero con la sangre que fluye del corazón al sueño.
Imagen: Buster Keaton en el cortometraje "The Love Nest" (1923), dirigido por él mismo
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