martes, 30 de mayo de 2017
El teatro de Antón Chéjov
Pulviscular. La palabra que, como
moscardón viene a aletearme en la oreja cada vez que, en privado o en público,
trato de dar con una cifra capaz de centrar de modo conjunto los cuatro grandes
dramas chejovianos de madurez (La Gaviota, Tío Vania, Las tres
hermanas y El jardín de los cerezos) es “pulviscular”. Dice el
director Peter Stein que uno de los rasgos distintivos del teatro de Chéjov
consiste en recortar las acciones “en una serie de miniacciones que forman una
cadena de escenas minúsculas”. Buen punto para advertir la omnipotencia que lo
pulviscular adquiere en todo lo que Chéjov toca, siquiera desde esos cuatro
dramas.
La revolución chejoviana para la
escena es el equivalente dramático de cuanto Marcel Proust ensayó desde la
novela, aun cuando a primer golpe de vista acaso pueda parecer que Proust
consuma, partiendo de zonas de interés y focalización muy próximas a Chéjov,
una vuelta de tuerca mucho más radical.
Porque en Chéjov se reconoce, sí —y
de modo casi unánime—, la preeminencia de cuanto por lo habitual es considerado
anodino, banal y ordinario; parte de la maestría que festejan los comentaristas
de su narrativa y de su teatro tiene que ver con la capacidad que despliega
para volver digno de contarse y de leerse aquello que, en manos de otros
escritores, sirve apenas como complemento y aderezo: útil desde la periferia a
la hora de otorgar color, verosimilitud y coherencia a lo “realmente
importante”, pero sin auténtica relevancia en sí mismo. No obstante, dicho
elogio pareciera quedarse dando vueltas en una difusa zona fronteriza, donde
nunca queda claro si el mérito será a final de cuentas haber reformulado desde sus
propios cimientos las nociones de relevancia y banalidad, haber sabido sacar
convencional provecho de materiales hasta ese momento despreciados por las
convenciones vigentes, o de plano haber anticipado el desencanto nihilista de
las décadas por venir bajo la visionaria convicción de que todo es irrelevante
y trivial.
Divergentes y aun contrapuestas
posturas ante el teatro, la literatura, el arte, el hombre y la existencia en
general se desprenden del peculiar entendimiento que se tenga del universo chejoviano.
Personalmente estimo que la tarea primaria de cualquier devoto de Chéjov,
respetuoso a partes iguales de su escritura y su persona, consiste en
evidenciar el hondo sentido de responsabilidad espiritual que en todo momento
lo anima, las convicciones morales y éticas de su punto de vista, la
comprometida solidaridad ante el prójimo de su convicción creadora.
Chéjov nos invita a mirar sin
complacencias. Pero Occidente lleva ya demasiado tiempo conviniendo con
inercial automatismo —y erigiéndolo axioma indiscutible— que mirar sin
complacencias equivale a dictaminar por anticipado que el ser humano está
podrido, que el mundo está podrido, que la realidad y la existencia están
podridas. La objetividad se identifica así con un cinismo nihilista, impermeable
a todo atisbo de luz. Por eso adquiere tal importancia distinguir en toda su
amplitud las coordenadas esenciales de un escritor que, a la par de una aguda
sensibilidad para captar la infelicidad, el desencuentro y el tedio, guiaba su
aguda observación del ser humano amparado en una permanente sonrisa cómplice y
en un hondo sentido de la comprensión. En lo personal, llevando acaso al
extremo las intuiciones de varios de sus más lúcidos exégetas, considero que no
se puede mirar y leer a Antón Chéjov si no es en una escala cósmica, aun cuando
de entrada magnitudes tales se antojen tan remotas, tan ajenas a él. Será justo
por la aparente insustancialidad de aquello en que demora su mirada, por el
talante de doméstica cotidianidad en que semeja abstraerse, y por el riesgo de
despacharlo a partir de ahí en cerrados términos de virtuosismo técnico o
prestigio curricular acumulado, que diversas figuras, tales como Nemirovich
Danchenko, Sergio Pitol, Antonio González Caballero, Raymond Carver, Galina
Tolmacheva, Julio Cortázar o el propio Peter Stein insisten de modo tan
sostenido como sutil en aguzar la atención y la intuición ante el pulviscular
tumulto de impresiones que Chéjov nos prodiga, para advertir los múltiples y
vastos más allá a que nos invita. Será por ello también que el propio Chéjov
coloca en el primer acto de La gaviota (con su ironía, su ternura y su
puesta en duda permanentes) esa obra tan extraña, tan atípica, tan
convencionalmente antichejoviana, escrita por Konstantin Gavrílovich Tréplev.
Una pieza que juega, con alegóricas
intenciones, a materializar sobre el pequeño escenario habilitado en una finca
campirana un puñado de magnitudes metafísicas y siderales. ¿Qué actitud hemos
de adoptar frente a ella? ¿Qué actitud nos atreveremos a aventurar que es la
que adopta el autor de La Gaviota? Es cierto que, de cara al teatro,
Chéjov compartía expectativas y entusiasmos de renovación análogos a los que el
joven e infortunado dramaturgo de La Gaviota, a lo largo de cuatro
actos, no se cansa de manifestar como contrapunto y prolongación de sus cuitas
amorosas y existenciales; pero también es cierto que Chéjov nunca dio a los
escenarios o a la imprenta nada que en términos de enfoque y manufactura se
pareciera ni remotamente al texto que escribe su personaje. ¿Se toma en serio
Chéjov lo que Tréplev dice en su obra? ¿Se toma Chéjov en serio la forma en que
lo dice? ¿O en ambos casos se está riendo, primero y antes que nada de sí
mismo?
El mundo de impresiones sensoriales
que las novelas de Proust postulan como punto de partida para una reconfiguración
general de la propia noción de realidad, es el mismo que Chéjov, a partir de La
Gaviota, aspira a ver representado sobre el escenario teatral, ya no
mediante digresiones discursivas, sino mediante la acción presente del actor.
Dicho mundo de impresiones también interesaba a Constantin Stanislavski, y de
ahí la confluencia entre ambos. Pero mientras Stanislavski veía en él un medio,
Chéjov asumía ese mundo y su representación como el fin último y esencial de
cuanto en teatro le interesaba decir. Y eso los distanciaba irreparablemente,
según hacen constar diversos testimonios, a menudo despachados con excesiva
ligereza por los comentaristas.
Los cuatro dramas de madurez de
Chéjov fundan una teatralidad nueva, inédita, no porque con anterioridad la
impresión de antidramática naturalidad cotidiana hubiera estado por completo
ausente de los escenarios, sino porque hasta entonces nadie había concebido la
opción de que pudiera convertirse en centro, fin y eje dominante de una
propuesta dramática completa: un artificio capaz de aparentar naturalidad
extrema, sostenidamente anticlimático, privilegiador del “no hacer”, ajeno a
cualquier género de impostación, y apoyado esencialmente en la vivencia
sensorial (antes que emotiva), así como en la construcción y combinación
impresionista de diversas atmósferas (individuales, colectivas, de
interrelación, espaciales, etc.).
En pleno siglo XXI, el espectador
mayoritario difícilmente asociará tal naturalidad con la escena teatral, dadas
las exigencias de proyección, énfasis y “agrandamiento” que ésta exige; sin
embargo, hace tiempo que se ha habituado a ella, gracias a las posibilidades y
exigencias que la actuación adquiere en el contexto cinematográfico.
Cuesta trabajo recordar que Chéjov
fue el primero en soñar (y tomar medidas prácticas para llevarlo a efecto) un
artificio escénico íntegramente sostenido por la fiel impresión de minucia
cotidiana. Cuesta trabajo reconocer que Chéjov estaba plenamente convencido de
la plena viabilidad de semejante artificio dentro de las condiciones de
representación del teatro de su tiempo. Chéjov concibió La Gaviota, Tío
Vania, Las tres hermanas y El jardín de los cerezos (e
insistió en lo que le parecía el modo más correcto de representarlas con una
voluntad que a la distancia resulta cada vez más transparente) durante una
época donde el cine se hallaba lejos de poder requerir un tipo de
interpretación actoral determinada, y donde el edificio teatral europeo
obedecía a ciertos estándares de diseño y aforo generalizados. Chéjov conocía y
amaba el teatro. Y fue desde ese conocimiento (físico, material, sensorial) y
desde esa devoción, que concibió como verosímil y viable ya no digamos obras
donde el verismo dramático se sustentara en los detalles más íntimos, sutiles e
impalpables, sino donde dichos detalles fueran a la vez el punto de partida y
de llegada.
El ruso Antón Chéjov, el noruego
Henrik Ibsen, el sueco August Strindberg y el italiano Luigi Pirandello son lo
que el investigador argentino Jorge Dubatti denomina instauradores de
discursividad. A la par de la indispensable valía que en tanto artífices de
singulares, geniales e irrepetibles travesías creadoras quepa reconocerles, su
relevancia tiene que ver con el hecho de haber propuesto, desde el ejercicio
dramatúrgico, modalidades expresivas que a partir suyo se volverían
indispensables para la noción misma de teatralidad.
La definitiva consolidación de la
sociedad burguesa y el capitalismo industrial planteó para Occidente
necesidades inéditas en el orden de la representación escénica. Había no sólo
que representar cosas que no habían sido jamás representadas; aun los
ancestrales temas y los perennes conflictos que el teatro venía actualizando
desde la Grecia ática adquirían configuraciones desconocidas. Un nuevo perfil
de individuo y un nuevo perfil de orden social demandaban nuevos perfiles de
enunciación dramática. La sostenida vigencia del legado de estos dramaturgos se
explica en parte por el hecho de que, con todos sus estrafalarios movimientos
de superficie, continuamos en buena medida habitando la misma, incólume y
socarrona sociedad burguesa cuyo advenimiento celebrara tan enfáticamente
Diderot, y cuya más temprana crítica integral correspondió a ellos cuatro junto
a tantos otros (Meininger, Stanislavski, Antoine, Maeterlinck, Jarry, etc.).
Las discursividades incorporadas por
Chéjov, Ibsen, Strindberg y Pirandello al lenguaje teatral no son excluyentes,
sino complementarias, y permanentemente están entrecruzándose, lo cual
complejiza su abordaje y análisis. El ejemplo más ilustrativo a este respecto
quizá lo ofrezca la relación e influencia entre Ibsen y Strindberg. Los
primeros dramas del dramaturgo sueco muestran una intencionada voluntad de
mimesis frente al noruego, a quien comenzó admirando y terminó fustigando de
manera implacable. En El Padre está presente ya con nitidez y a plenitud
el universo inconsciente que da eje de principio a fin a la dramaturgia
strindbergiana, pero se halla permeado por una voluntad de exposición polémica,
de debate ideológico explícito, propios de Ibsen. Por su parte, la influencia
de Strindberg en su maestro y antagonista irá haciéndose cada vez más clara en
los llamados dramas simbolistas de la última etapa de la travesía creadora
ibseniana; sin dejar de ser ante todo polémicas a propósito del orden, el
ascenso y el descenso sociales, así como un debate abierto sobre las normas de
convivencia civil dentro de la sociedad burguesa, Juan Gabriel Borkman, Solness
el constructor o La dama del mar muestran el creciente interés de
Ibsen por las zonas de exploración íntima, subterránea, onírica, existencial y
psíquica que su joven vecino escandinavo le había descubierto.
En los cuatro grandes dramas de
madurez de Chéjov, tanto el enmascaramiento social y sus referentes básicos (la
propiedad, el trabajo, el dinero, la clase) como las fuerzas del mundo
inconsciente, están siempre en acción. Y otro tanto puede decirse del
enmascaramiento teatral y del radical cuestionamiento a la idea de identidad,
propios de Luigi Pirandello. Pero lo que ocupa en todo momento el primer
término es el carácter íntimo, inmediato, doméstico, familiar, de personajes
dispuestos en conjunto durante aquellos lapsos mayoritarios donde no sucede
nada. Ni los fantasmas ocultos del inconsciente individual o colectivo, ni
las fuerzas e intereses del orden civil llegan a pasar jamás a primer plano, si
bien en ningún momento dejan tampoco de hacer sentir su presencia y su
influencia. Lubiov Andréievna estrecha la mano del hombre que materializa a su
hijo muerto, y Lopajin instrumenta la estrategia legal y comercial que le
permitirá apropiarse de El jardín de los cerezos, consolidando su
triunfo y el de su clase sobre los últimos restos de la vieja aristocracia
feudal; pero todo ello, a diferencia de lo que con probabilidad hubiera sucedido
con esta misma historia en manos de Strindberg o de Ibsen, no parece sino un
complemento para lo aquí esencial: un breve e indefinible sonido que llega
desde lejos (y al cual exigirá Chéjov se le sustraiga cualquier grandilocuente
énfasis dramático), o el progresivo achispamiento de un criado que se ha ido
bebiendo toda la champaña mientras los demás conversan.
Resulta por supuesto lícito proponer
desde la puesta en escena que tales énfasis en lo “nimio” e “irrelevante” se
vuelvan un recurso de apoyo para otorgar mayor tensión al “verdadero drama”.
Pero llevar a buen puerto semejante propuesta exige distinguir y aceptar que
desde el texto dramático Chéjov no establece ningún género de preeminencia
entre los debates ideológicos sobre el futuro de Rusia, y el modo en que dos
enamorados coquetean aprovechando la ausencia de la hermana mayor de la novia.
¿Qué es lo importante y qué lo secundario? Con Chéjov no podemos incurrir sino
a un altísimo costo en la idea de lo obvio. “Obvio que lo importante son
los clímax de la excepción individual y social”; “obvio que la insistencia en
lo insignificante constituye una estrategia efectista en aras de un mayor y más
intenso dramatismo”. Antes de decantarse con jubilosa suficiencia ante
esas hipotéticas obviedades, sería de mínima decencia prestar oído a los
abundantísimos e insistentes pronunciamientos de Chéjov en sentido contrario.
Pese al prestigio de innumerables
comentaristas respecto a la radical originalidad del teatro chejoviano, la
historiografía teatral dominante, así como la enseñanza escolarizada que de
ella abreva, acostumbran despachar al dramaturgo ruso como parte de una
incierta corriente denominada “realismo psicológico”, en la que se mezclan de
manera arbitraria —por lo regular desordenada— rasgos literarios heredados con
automatismo de la narrativa en general y de la novela en particular, y algunos
matices correspondientes a las innovaciones en la pedagogía actoral de finales
del XIX y principios del XX. La batalla iniciada por Nemirovich Danchenko para
evidenciar la autonomía y novedad de los dramas de Chéjov, siquiera en el plano
discursivo, teórico y conceptual, lejos está pues de ser ganada aún.
En el extremo opuesto de quienes, de
manera insólita, continúan considerando las dramaturgias chejoviana, ibseniana
y strindbergiana como pertenecientes a un mismo estilo, a veces el celo por
establecer la extrema distinción y singularidad de Chéjov respecto de aquellos
dramaturgos esenciales al lado de los cuales tiende a agrupársele, puede por su
parte contribuir de manera involuntaria a un ensimismado desenfoque y a una
abusiva caracterización autorreferencial de su legado. Tal es el caso de Galina
Tolmacheva en el prólogo de su imprescindible versión del Teatro Completo de
Chéjov en castellano, cuando al desmenuzar lúcidamente ciertas peculiaridades
de sus dramas de madurez sentencia que el maestro ruso no tiene ni puede tener
sucesores, y que su estilo es tan personal que nació y murió con él mismo. Tan
tajante aseveración obvia la omnipresente influencia de las más esenciales
intuiciones chejovianas en el teatro (el cine y la televisión) de todo el
mundo.
Cierto, encontrar directores,
actores, pedagogos o cineastas que compartan el sentido y los fines últimos de
las búsquedas de Chéjov sobre la escena sigue constituyendo una excentricidad y
una anomalía, incluso en pleno siglo XXI. Pero ello de ninguna manera impide
que la discursividad incorporada por Chéjov como fundamento para el lenguaje
teatral contemporáneo pueda ser aprovechada incluso por modalidades expresivas
y de representación por completo ajenas a las inquietudes e intereses que les
dieron origen.
El universo emotivo dentro de los
dramas de madurez de Chéjov no se construye a través de una confrontación
directa e inmediata con las emociones propiamente dichas de los personajes,
sino mediante un énfasis sostenido en su sensorialidad física (sonidos, olores,
sabores, texturas, tonalidades, ritmos) y en la manera que ésta, al dejarse
fluir con entera libertad y sin finalidad preconcebida explícita, va dándole
forma a las atmósferas, los caracteres, las pasiones y los conflictos. Se trata
pues de un camino que llega a la verdad escénica y a la impecable precisión
formal desde una habilísima apariencia de entera espontaneidad sensacionista;
los personajes se limitan a sentir en la estricta acepción perceptual del
término, y la emoción (pero sobre todo esa particular sutileza, esa jamás
forzada contención del medio tono chejoviano) brota como consecuencia con
pasmosa naturalidad.
Chéjov vislumbró y reivindicó, con
todos los medios a su alcance, la plena viabilidad de estas y otras
intuiciones, aunque confesando una y otra vez su incapacidad para indicarles a
actores y directores cómo cristalizarlas a nivel técnico sobre el escenario. A
más de cien años de distancia, han debido ser ellos mismos de cara al público,
como artífices y ulteriores validadores de toda pedagogía actoral y escénica,
los encargados de aventurar y consolidar respuestas válidas y compartibles para
aquellas inquietantes preguntas. Eso que Galina Tolmacheva denomina “realismo
impresionista”, que Antonio González Caballero identifica como “naturalismo
chejoviano”, que algunos prefieren mejor llamar “hiperrealismo teatral”, que
determina cuantos apoyos y énfasis se privilegian dentro del “Método” de Lee
Strasberg y la tradición entera del Actor’s Studio, y que suele servir de base
a lo que se imparte en casi todo curso de “actuación para cine”, ha devenido
indispensable moneda de uso corriente en todo el mundo.
La propuesta de un artificio capaz de generar impresión de naturalidad
cotidiana a partir de enfatizar los detalles menos convencionalmente dramáticos
de ésta, es una norma sin la cual a estas alturas, así para creadores como para
espectadores, la idea misma de representación resultaría en buena medida
inconcebible.
viernes, 21 de abril de 2017
Apuntes sobre el arte de la historieta
Little Nemo de Winsor McCay |
Por principio de cuentas,
considero de mínima decencia manifestar que me encuentro más bien lejos de ser
un especialista en historieta, o algo parecido. Si me permito redactar las
presentes líneas es ante todo desde la condición de lector entusiasmado por
compartir con el prójimo determinados alborozos, en la esperanza de multiplicar
complicidades y madurar fecundas cofradías. Desde que tengo memoria, esa
peculiar modalidad de la felicidad que es la lectura de historietas ha sido de
medular importancia para mi travesía vital.
Aun cuando se antoje una
obviedad decirlo en un contexto donde las redes sociales del mundo virtual han
convertido al comentarista no especializado en supremo y a menudo autoritario
rasero valorativo para este y otros temas, plantearse una aproximación al cómic
lo más integral posible debe contemplar no sólo a los hacedores clave
involucrados en su manufactura (dibujantes, guionistas, editores), así como a
aquellos especialistas capaces de establecer las pertinentes y necesarias
conexiones que sea menester con la estética, la sociología, la historia, el
periodismo, etc., sino también al llano público lector, que es a fin de cuentas
el punto de llegada y de partida que legitima su existencia.
Me disculpo de antemano por los
tonos de amargado postadulto que pudiera en un momento dado involuntariamente
adoptar (“en mis tiempos todo era mejor que ahora”). De ninguna manera es mi
interés censurar ni instruir a nadie respecto a lo que debe leerse y lo que no.
Si las historietas me han acompañado desde la más temprana etapa de mi vida con
la festiva familiaridad que continúan haciéndolo, es justo por haberme
evidenciado en más de una ocasión, y siempre en simultáneo, a la vida como espacio
de libertad y a la vida como espacio de lucidez. Sólo desde la plena libertad
se alcanza la verdadera lucidez; sólo desde la plena lucidez se alcanza la
verdadera libertad.
Ejercer la libertad de leer
historietas puede ser (aunque no lo garantice en automático) una privilegiada
modalidad de ejercer la libertad a secas. Es la crónica de mi personal
modalidad dentro de dicho ejercicio durante cosa de cuatro décadas lo que
trataré de compartir aquí.
Vivo en un contexto mediático
donde el universo de la historieta tiende a quedar remitido (si no con
exclusividad, sí con inflexiones de potestad totalizadora) al cómic de
superhéroes y sus ramificaciones, así como a las diversas variantes del cómic a
la japonesa. En lo que a mí respecta, tanto mi devota experiencia de lector como
mi curiosidad y mi gusto me eligieron por hogar perdurable en la historieta
territorios que no pertenecen ni a una ni a otra categoría, y que no obstante
resultan tanto o más vastos que ambas.
Evaristo de Francisco Solano López |
Para situar lo que, con fines
prácticos y licencia lírica, cabría
resumir como mi patria de tinta china y papel revolución, creo indispensable
explicar primero que nada que nací y crecí durante una época donde ser lector
de historietas constituía un rasgo irrecusable para todo ciudadano promedio.
Ignoro a qué porcentaje puede ascender en la actualidad el número de niños
lectores de cómic; acaso sea alto, acaso no. Lo cierto es que resulta viable y
normal la opción de un niño que no lea historietas. Tenemos un síntoma claro de
semejante estado de cosas en el hecho de que la industria mayoritaria del
género se concentre ahora en un público de más avanzada edad y que el perfil de
consumidor de cómics en el imaginario colectivo corresponda más bien a la adolescencia.
A mis alumnos de bachillerato
les provoca cierto azoro que les relate haber transitado mi infancia en unos
años donde todo niño mexicano se sabía las canciones de Cri-Cri, y donde todo
adulto conocía la trama y las frases esenciales de la filmografía clave de
Pedro Infante. Dicho desde el presente el aserto puede parecer una exageración,
cuando se trata sólo —y cualquier miembro de mi generación puede atestiguarlo—
de la verdad pura y llana. Así como hoy constituye una excentricidad, una
anomalía periférica, hablar de un niño que se mantenga por completo al margen
de la influencia de los videojuegos, hacía los años 70 se asumía que los
infantes por naturaleza leían historietas… y veían televisión. A diferencia de
la generación de nuestros padres, para la cual el entretenimiento televisivo
constituía una realidad novedosa con amagos ya de omnipotencia, pero aún no
distribuida indiscriminadamente en todos los niveles sociales, cabría
sentenciar que la mía fue la primera promoción de niños mexicanos para los cuales
resultó normal que en cada casa del país hubiera cuando menos un televisor.
Los niños, pues, jugábamos,
veíamos tele y leíamos monitos. Y lo hacíamos en medio de un contexto general
donde los monitos constituían además la lectura base del mexicano promedio sin
distinción de edad.
Quiero entresacar cierta
elocuencia misteriosa del hecho de que no las llamáramos historias de monitos,
ni historietas, ni cómics (ni hablar de esas extrañas y medio pedantes
polémicas actuales para exigir que se le llame “arte secuencial” o “narrativa
gráfica”). Las llamábamos cuentos.
“Voy por un cuento al puesto de la esquina”, “mamá, ¿me compras un cuento?”,
“¿ya leíste el último cuento del Hombre Araña?”. De la misma forma que en pleno
siglo XXI ciertas abuelas de la era postdigital continúan apelando sin saberlo
a una memoria que se remonta hasta el Siglo de Oro Español al llamarle
“comedia” a la telenovela, y de la misma forma que “cuento” (término que en
sentido estricto define a cualquier ficción narrativa breve) tiende a asociarse
sobre todo con las historias fantásticas e infantiles, para nosotros decir
historieta era decir cuento.
Algunas de las más entrañables
zonas evocativas de mi infancia están pobladas de cuentos (cómics, historietas,
monitos, tebeos). Sitios de prodigio, magia, misterio e indefinible
expectativa, confeccionados sobre todo mediante el elemental recurso de
acumular pilas de revistas hasta atestar el espacio disponible. Al lado de la
puerta de la vecindad donde vivía mi abuela, y donde sin exageración ni
retórica puedo aseverar que aprendí a imaginar y escribir, estaba un expendio
de revistas usadas que ya había hecho soñar a mi mamá al punto de izarla
sonámbula para ir a comprar cuentos a medianoche, y que presidió (junto con
cierto puesto de juguetes en el mercado a la vuelta de mi casa) significativa
porción de mis ensueños infantiles. Ir al apretado cuarto, estrechísimo, con
apenas una minúscula ventana abierta al exterior, donde vivía mi padrino, era
sí ir a disfrutar su presencia, compañía, cariño y atención; pero era también
el regocijo material de desvelarse con su colección de historietas y juegos de
mesa.
La vida estaba llena de
cuadritos, de globos y de trazos.
Leí todo el espectro de
producción infantil, dominado en la época por Editorial Novaro. Super Ratón, La pequeña Lulú, Lorenzo y
Pepita, Daniel el travieso, Sal y Pimienta, Periquita, Archie, Porky, El Pato Donald. Pero pronto decanté mi predilección hacia los
cuentos de aventuras. Tarzán y El
llanero solitario alcanzaron a ser mis primeros superhéroes durante un
tiempo en el que resultaban ya plenamente retros, como preludio para la pléyade
que poblaría vigilias y desvelos durante la siguiente década de mi vida.
Spiderman por Steve Ditko |
Los superhéroes propiamente
dichos de los hoy omnipotentes universos Marvel y DC fueron los encargados de
proveer para mí, a lo largo de un marco temporal que puede situarse
aproximadamente entre los seis y los catorce años, el material épico y mítico
que a mis mayores les había proporcionado la pantalla cinematográfica, y que en
los segmentos sociales tocados por la cultura literaria se supone corresponde a
los llamados clásicos juveniles (Salgari, Verne, Stevenson, Conrad, Dickens).
Esa necesaria identificación de las potencias éticas, morales, históricas y
espirituales en que las almas adolescentes principian a templarse, que el
irregular Fernando Savater glosa de modo tan brillante en La infancia recuperada, y
que Borges pudo recoger directamente de La
Odisea, Gilgamesh, Beowulf o Las Eddas, en mi caso corrió por cuenta de Batman, Linterna Verde,
Flash, Los Cuatro Fantásticos, Aquamán y —de manera señalada— Los Vengadores y
el Hombre Araña, cuyos nombre nadie sentía escrúpulo por pronunciar en
castellano.
Mi fidelidad a sus aventuras
entintadas determinó que, pese a corresponderme por edad la espectacular y casi
obligatoria irrupción de la primera trilogía de Star Wars, pudiera conservarme por completo impermeable al influjo Jedi y al barato esoterismo de “la fuerza”. Y no
que yo atribuyera peculiares virtudes educativas o filosóficas a mi galería de
poderosos superdotados; era la mía una devoción visceral, ajena a la necesidad
de toda coartada discursiva. El día que la autoridad paterna determinó que mi
colección completa de paladines Marvel, publicada por Novedades Editores, debía ir a dar al bote de la basura en razón de
sus mendaces proclamas catequísticas a favor del imperialismo yanqui, permanecí
por completo ajeno al contenido ideológico de la polémica. En aquel tiempo
quedaban por completo fuera de mi órbita de comprensión los términos comunista
y anticomunista. Y si he de ser sincero, ya mis actitudes, filias y fobias
personales acusaban la franca propensión zurda que —hasta por razones supongo
yo genéticas— permea mi manera de ver el mundo y de transitar por él hasta hoy.
A partir de entonces, comprar y
a hurtadillas leer (siempre que el presupuesto me lo permitiera) la semanal
entrega de las cuitas de Peter Parker, y del equipo alternativamente comandado
por Iron Man y el Capitán América, por ridículo que así dicho suene, se
convirtió en mi primera forma de resistencia al interior del seno familiar: el
primer inequívoco síntoma de que la infancia había llegado a su fin.
Dejé de comprar y leer
historietas de superhéroes justo a la edad en que ahora muchos comienzan a
hacerlo. Tenía quince años. Y no hubo de por medio anatemas ideológicos o
estéticos, ni melodramas domésticos, ni pudores sociales por el hecho de seguir
consumiendo algo que por entonces se consideraba en exclusiva lectura para
niños. Simplemente mi curiosidad y mis ensueños se habían mudado en otras
direcciones.
Jamás los héroes de Marvel y DC
volvieron a ocupar su sitial perdido, por más que algunas piezas sueltas (Frank
Miller, Alex Ross, Batman Black & White, Arkham Asylum de Morrison y
McKean) consiguieran de cuando en cuando reclamar mi atención y ganar mi
gratitud. La nula capacidad épica de La muerte de Supermán y la insípida
actualización transecular de Ultimate Spiderman sólo conseguirían a la
postre ratificar mi ya para entonces firme convicción de que la verdadera vida
de cuadritos estaba en otra parte. Seguí acumulando información sobre los
nuevos avatares de aquella épica patria de mi infancia, me perdí prácticamente
dos décadas de aventuras y personajes nuevos, jamás entendí cómo alguien podía
concebir que Venom fuera mejor que el Doctor Pulpo.
Cuando mi hijo estaba por
nacer, sin necesidad de debates o planificaciones, me quedó claro que por
cuanto a mí correspondía iba a legarle mi vieja devoción como otros heredan una
nariz chata, la camiseta de un equipo de futbol o el recuerdo de unas
vacaciones inolvidables. Los superhéroes se han convertido a partir de entonces
en terreno de complicidad que a todos en casa nos regocija, frente a los cuales
ha resultado inevitable ponerse al día, y que a veces también (por lo menos a
la pareja de adultos involucrada) nos abruma.
Pero las relaciones de mi niñez
con la historieta no habían quedado en modo alguno restringidas a tales
dominios. Además del resto del cómic infantil norteamericano que imponía su
supremacía en los puestos de periódicos, otras manifestaciones vinieron a
ocupar sitio como referentes fundamentales para mí.
La Familia Burrón de Gabriel Vargas |
La familia Burrón de
Gabriel Vargas representó un hábito familiar desde mis más añejos recuerdos.
Con especial predilección por Ruperto Tacuche (sus cuitas de ex-hampón
irredimible, sus claustrofóbicos dramas sentimentales con Bella Bellota y sus
bolsas de pan caliente a las seis de la mañana), debí leer cantidades
industriales de ejemplares suyos, algunos de los cuales conserva encuadernados
por ahí una de mis hermanas. Mi mamá era la responsable de dicho hábito, que
glosaba ponderándonos otras historietas a las cuales sólo accedería yo
directamente de modo tardío (Los Supersabios, Rolando el Rabioso).
Los Supermachos, Los
Agachados y Rius en general, fueron temprano aporte de mi padrino, quien
debió alcanzar a reunir durante cierto tiempo una envidiable colección de
publicaciones contraculturales dentro de la cual el cómic tuvo siempre un sitio
preeminente. Mención especial ameritaría como parte de dicha colección la
magistral y hoy por completo olvidada Cucurucho, revista concebida por
Rius para el público infantil, y en cuyas páginas aparecían las esplendidas
tiras de Fernando Llera (Cucurucho el mágico, El ratón Gavín, Héctor
y el detective), devorado él hoy también por el olvido.
Incursionar en la historieta
con expectativas serias de exploración estética, voluntad pedagógica, visión
contracultural y posicionamiento ideológico de izquierdas, constituyó un
fenómeno del que en nuestro país acaso Rius fuera la figura más visible, pero
que de ninguna manera quedaba circunscrito a él. Uno de los hallazgos y de las
estrategias medulares para la generación que protagonizó las revueltas
juveniles de finales de los años sesenta, consistió tanto en aprovechar y
reenfocar diversas manifestaciones expresivas de la llamada cultura de masas,
como en incidir con ellas dentro de diversos espacios de la institucionalidad
oficial durante la década siguiente.
Considero privilegio y motivo
de ufana presunción el hecho de que los libros de texto gratuitos durante mis
años de educación primaria, así como diversas publicaciones gubernamentales de
toda índole, contaran entre su elenco de ilustradores a maestros como Carlos
Dzib, Palomo o Helio Flores, dibujantes, humoristas e historietistas de primer
orden.
Entre finales de los setenta y
principios de los ochenta, la SEP lanzó un proyecto que no deja de resultar
interesante, pese a sus posibles puntos flacos y su discutible éxito efectivo
en materia de lectores: narrar la historia de México con formato de historieta
mediante una serie de volúmenes a color titulados México, Historia de un
Pueblo, y un número semanal en blanco y negro titulado Episodios
Mexicanos. Durante esa misma década, la Dirección General de Culturas
Populares alcanzó momentos de irrepetible esplendor con la realización de
varias exposiciones monográficas (sobre el circo, el teatro de revista, el pan
tradicional, etc.); la consagrada al cómic pervive de alguna suerte en los tres
gruesos tomos de la enciclopedia Puros Cuentos, aún accesibles en
algunas librerías, pero sólo quienes recorrimos sus pasillos —atestiguando
fotografías, cromos, instalaciones y maquetas a tamaño natural— podemos
atesorar en toda su magnitud el prodigio y el júbilo que representó pasar
frente a la palapa costeña de Chanoc, asomarse por la ventana a una de las
míseras casuchas de El Cuarto Reich de Palomo, y toparse nariz con nariz
a Borola, Kalimán o Don Catarino.
Antes de referirme a dos
efímeras pero imprescindibles revistas de la época, preciso es mencionar las
adaptaciones historietísticas de clásicos para jóvenes y niños, que desde los
setentas circulaban profusamente; sobre todo la serie española Joyas
Literarias Juveniles publicada por Bruguera, y las series mexicanas Clásicos
Infantiles y Clásicos Ilustrados publicadas por La Prensa. Y todavía
haría falta referir quizá que hacia mis diez u once años descubrimos y leímos
en casa a Mafalda con el furor necesario para acabar memorizando cada
diálogo y cada cuadrito de los doce tomos publicados en México por Editorial
Nueva Imagen; y que con mi mejor amigo de la primaria nos instalábamos en el
departamento de libros de algún Sanborns para leer Astérix y Lucky
Luke. De alguna suerte, el viraje de ruta para mis predilecciones en
materia de historieta había comenzado ya a consumarse, aunque yo no tuviera
manera de advertirlo.
Las dos imprescindibles
revistas a que antes aludí fueron Snif y Bronca, cada una de las
cuales según recuerdo apenas alcanzó a llegar al número cinco. Desde sus
páginas atiné puerta de entrada al noble y sólido universo del cómic argentino,
a la historieta española que tras la muerte de Franco venía experimentando un
período de esplendor y apoteosis, y al venerable, longevo, multiforme venero
originario de la historieta del resto de Europa. Acaso Joyas literarias
juveniles de Bruguera, Mafalda de Quino y Astérix de Goscinny
y Uderzo hubieran fungido como llave o vestíbulo preliminar para cada una de
esas tres estancias perennemente perdurables en mi devoción.
Corto Maltés de Hugo Pratt |
Imposible resumir en unas pocas líneas la amplitud de semejantes universos. De España me deslumbraron en automático Luis García, Ventura y Nieto y Carlos Giménez. De Argentina acabarían volviéndoseme carne y sangre para siempre Alberto Breccia, Francisco Solano López, el Alack Sinner de Muñoz y Sampayo, el “Negro” Fontanarrosa.
El cómic europeo resulta
inabarcable en su vastedad de siempre renovadas maravillas; para cualquier lego
nacional resulta insólito descubrir el prestigio y reconocimiento cultural de
que goza entre la mayoría de las sociedades del viejo continente, su abundancia
de autores, festivales, editoriales, premios y tiendas especializadas (donde el
cómic de superhéroes y el manga suelen sólo ocupar un anaquel o una repisa, y
no al revés); para mí como para tantos otros, un esencial punto de referencia
frente a ese inmenso panorama serían Hugo Pratt en general y Corto Maltés en
particular (arte mayor desde La Balada del Mar Salado hasta Las
Célticas, desde Fábula en Venecia hasta Tango), al igual que
la privilegiada plana de dibujantes que siempre acompañó como guionista a
Alejandro Jodorowsky (Moebius en la saga de El Incal, Juan Giménez en La
Casta de los Metabarones, Georges Bess en El Lama Blanco, Milo
Manara en Los Borgia, etc.).
Al cabo, Eisner y Crumb me
enseñaron a mirar, valorar y disfrutar con otros ojos el cómic norteamericano,
dimensionando la enorme amplitud de sus vertientes y registros, e incluso
revalorando a quienes en el específico subgénero de lo superheroico fundaron
indeleblemente gracias a su talento (Jack Kirby, Jim Steranko, Neal Adams,
etc.) y a quienes se limitaron a seguirlos con sólida destreza en el oficio.
El sentido del gusto y el
sentido de búsqueda se ha mantenido fiel a aquellos nortes aportados a partir
de los quince años por Snif, Bronca, Puros Cuentos, la
revista Encuentro del CREA, orientadores artículos y reseñas diseminados
por aquí y por allá en algún suplemento cultural, dos libros básicos del
maestro Rius (La Vida de Cuadritos y Un Siglo de Caricatura en México).
Pero también por la pronta evidencia de que no estabas solo en tu alborozada
afición y tu paciente rastreo, cuando llegaban a tus manos ejemplares de La
Regla Rota, Rambla o Heavy Metal; cuando recortabas de La
Jornada Semanal cada entrega de La Croqueta de Jis, Trino y Falcón;
cuando sostenías medio minuto de amistoso forcejeo con un desconocido de tu
misma edad que acababa de descubrir al mismo tiempo que tú el mismo montón de
las españolas El Víbora y Cómix en el infinito tianguis-bazar
dominical de La Lagunilla; cuando, al sentir como propios El Gallito Inglés,
La Mamá del Abulón y la primera etapa del suplemento Histerietas de
La Jornada, no lo hacías desde ninguna excluyente individualidad sino desde una
colectiva, fraterna y mayoritariamente anónima complicidad; cuando un buen día,
a principios de los noventa, descubriste en tu propia ciudad una propuesta
(fugaz, como siempre) de revista humorística y de monitos llamada La Diarrea.
Inodoro Pereyra de Fontanarrosa |
Tuve por cofrade inmediata y
sostenida durante toda esa larga travesía a mi hermana la segunda, quien desde
el bachillerato elegiría como una de sus vocaciones de vida la realización de
historietas. Hemos elucubrado argumentos juntos, le he escrito algún guión, he
apoyado como polizón un par de los varios proyectos dentro del género que ha
acometido (Los Hijos de la Tinta China, Búnker).
Como lo anuncié al inicio,
jamás me consideraría un especialista o un erudito en el tema del cómic. Sobre
todo porque dichos especialistas y eruditos efectivamente existen, y valoro y
respeto demasiado su trabajo como para frivolizarlo, pavoneando tal si se
tratara de doctas sapiencias las desordenadas informaciones e intuiciones que
la vida le ha acumulado a mi experiencia de mero aficionado lector. Desde ese
mismo estatus, no me siento bajo ninguna circunstancia obligado a la
actualización ni a la obsesiva puesta al día. Leo lo que me gusta, doy
seguimiento sólo a aquellos guiños que de manera genuina me entusiasman, y
consagro a lo que no tienta mi curiosidad la misma indiferencia cordial
(plenamente legítima) que este texto provocará sin duda en quienes
circunscriben su fervor al manga o a las cotidianas novedades del mercado de
los superhéroes. Ni siquiera me parece mal que Editorial Televisa se atreva a
etiquetar parte de sus productos con la leyenda “cómics que desafían las
expectativas de la novela gráfica” sólo porque quizá desafíen las expectativas
promedio del consumidor cautivo de Marvel. Este es un mundo demasiado ancho, o
mejor aún, un universo formado por mundos cada uno en sí mismo demasiado ancho,
como para andarse peleando con risibles arrebatos de delimitador de guetos. La
siempre indispensable crítica, la de suyo saludable polémica, han de
disciplinarse a privilegiar en estos tiempos —según mi humilde punto de vista—
el respeto a la elemental dignidad del otro; ya bastante alarma debía
provocarnos el hecho de que la más insignificante discrepancia en fecebook,
twitter o youtube, al alcanzar los cincuenta comentarios haya invariablemente
devenido virulento intercambio de insultos.
A mi edad, de cara a ciertos
temas uno tiende a actualizarse más bien en retrospectiva, por extraño que
dicho así pueda sonar. Me ilusiono pensando que un día alcanzaré a tener en mis
manos todas las historietas a las que pusieron guión los jefes de la novela
policiaca Jean Patrick Manchette y Jerome Charyn, que me toparé de oferta los
carísimos tomos de Corto Maltés que me faltan, que recuperaremos Meremagnum
de Ventura y Nieto (que mi hermana intercambió en trueque hace años por uno
de los clásicos de Manara), que dejo de ir al café durante un año para alcanzar
a comprar en Amazon la obra íntegra de Alack Sinner publicada por Salamandra,
que a la vuelta de cinco o seis navidades a lo mejor alcanzamos a reunir la
colección completa de Tin Tin, que viajo a Barcelona con recursos
suficientes para traerme de vuelta un grueso volumen de The Spirit, Little
Nemo o Tardi. Cosas así.
No tengo moraleja. Las mejores
historietas, como Mort Cinder o El Eternauta, suelen no tenerla.
El único aprendizaje que se me ocurre compartir a modo de cierre es más bien
una sospecha: la sospecha de que para enraizar sólidas en el presente las
aéreas raíces de las frondas futuras, siempre será menester asentar el
entusiasta vuelo de la imaginación sobre el generoso y renovado ejercicio de la
memoria.
Mort Cinder de Alberto Breccia y H. G. Oesterheld |
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