I
Yo no soy Sergio
Monreal.
Es decir, sí, mi
primer nombre es Sergio y mi apellido paterno es Monreal. De manera que en la
inmensa mayoría de los ámbitos de mi convivencia social extra familiar y extra
amistosa, toda la vida me han llamado y me he identificado con naturalidad
plena como Sergio Monreal.
Dicha norma sólo
fue alterada en el plano escolar. Buena parte de la primaria fui Julián. En primer grado de secundaria, habitando todavía
tierras defeñas, quedé incorporado a cierto misterioso hábito de la educación
media básica capitalina, ignoro hasta qué punto vigente al día de hoy; el
hábito consistía en que los estudiantes nos tratábamos entre nosotros empleando
el primer apellido, de tal suerte que a lo largo de aquel ciclo escolar me
convertí exclusivamente en Monreal, mientras mis contertulios habituales eran
Strada, Monterrubio, Pichón, Olvera. Para segundo y tercer grado, instalado ya
en Morelia, mis compañeras y compañeros de grupo eligieron llamarme otra vez, como en la primaria, por mi segundo
nombre.
Sin embargo,
fuera de tales estampas, y en casi cualquier
contexto luego de esas excepciones confirmadoras de la regla, fui y sigo siendo
Sergio, Sergio Monreal. Siempre. O casi siempre.
El “casi”
adquiere su más significativa magnitud cuando paso a enfocarlo desde cierta
específica patria, toda vez que dicha patria pasó a convertirse al cabo en una
de las más importantes —si no la más importante— de mi vida. Me refiero a la
literatura. Podrá argüirse que tal relevancia resulta harto relativa, y queda
circunscrita a los muy debatibles pareceres de mi persona. Pero dado que se
trata de mi nombre, de aquello a lo que me dedico y de mí, alguna autorizada
voz y algún autorizado voto deberé tener en el asunto.
La cuestión es
que en los dominios de la literatura yo no soy Sergio Monreal. Soy Sergio J.
Monreal. Hace cosa de veinticinco años que vengo firmando así cuanto texto de
mi autoría sale a la luz pública. Hace cosa de veinticinco años también que,
por lógica consecuencia o por elemental geometría, aguardo que cualquier
persona interesada en involucrarme en literarios asuntos (proyectos,
colaboraciones, mesas, entrevistas, etc.) cuide que ese sea el nombre que
aparezca escrito en la correspondiente papelería, o enunciado ante el
correspondiente micrófono. Con suerte desigual. Esa jota intermedia entre el
Monreal y el Sergio parece constituir por lo habitual una prenda de descuido, desprecio o
irritación. Y el organizador, entrevistador, colega o conocido en turno pasa
simple y llanamente a omitirla.
Creo recordar
que, hace no tantos años, cierto joven reportero del área de cultura gustaba
consignar una y otra vez en sus notas el nombre completo de los escritores
locales que reseñaba, comentaba, entrevistaba o criticaba; tal si en lugar de
un trabajo periodístico estuviese verificando un trámite del INE o del registro
civil. Supongo pensaría que eso formaba parte de su potestad informativa, aunque
algo me hace presentir que no procedería igual tratándose de Coral Bracho,
Marco Antonio Campos, Elsa Cross o David Huerta. En fin, sin consentirse
tamañas licencias, la cuestión aquí es que, siendo invitado por personas que conocen
mi trabajo, y que por tanto alguna oportunidad han tenido de advertir cómo
firmo mis textos, estas prefieren por lo regular escribir o recitar de viva
voz: Sergio Monreal. Sin jota.
Precaviendo
cualquier equívoco que los párrafos precedentes pudieran provocar, aclararé que
el asunto ni me subleva ni me enoja. Antes bien incita mi curiosidad. Y me
lleva a considerar que quienes hemos elegido por oficio la escritura no
deberíamos tomar tan al pie de la letra —con la festiva seguridad que solemos
hacerlo— aquello de que estamos aquí con el fin de renombrar íntegra la
realidad para nuestros semejantes, cuando nuestro propio gremio suele mostrarse
reacio a que nos llamemos a nosotros mismos de la manera que mejor nos parezca.
¿De dónde
proviene no obstante el capricho de esa jota intermedia? Me atrevería a decir
que de la literalidad, del respeto y del decoro. Yo no puedo atribuirme el
nombre de Sergio Monreal en los dominios de la literatura, sencillamente porque
Sergio Monreal ya existe, y comenzó a escribir y a publicar antes que yo.
II
Sergio Monreal
nace en la Ciudad de México en 1953, es decir dieciocho años antes de mi
llegada al mundo. Pertenece pues a la promoción de poetas de medio siglo, bautizados
a escala michoacana por Francisco Javier Larios como “la generación del
desencanto” en una muestra antológica, publicada en 2009 por la UMSNH, y dentro
de la cual Monreal participa por cierto con un par de poemas. Instalado en
Morelia hacia 1984, su actividad literaria inicia en el entorno del taller La Cúpula, coordinado por el entrañable
poeta y maestro Tomás Rico Cano; ahí comparte formación con nombres de la
escena local hoy más identificables que el suyo, como Margarita Vázquez, Alberto Portillo, Adriana
Pineda, Juan García Tapia o Ana Aridjis, entre otros.
Durante la
segunda mitad de la década de los ochenta, resultaba difícil no encontrar a
Monreal involucrado en la mayor parte de las actividades literarias de la
ciudad, fuera como partícipe o como aplicado espectador, pero también como
directo promotor y co-organizador. Tal fue el caso de un encuentro regional de
talleres literarios bastante sonado por entonces, realizado creo recordar en
1989, y cuya correspondiente memoria impresa incluía unas brillantes reflexiones
de Daniel González Dueñas a propósito del trabajo tallerístico, mismas que
valdría la pena rastrear, rescatar y difundir a través de los muchos medios hoy
disponibles.
Sergio Monreal
fue miembro fundador del grupo Uandáricha,
con el cual coordinó la aparición de una hoja literaria que alcanzaría a
completar cerca de diez entregas, y anduvo presentando por aquí y por allá algunos recitales poético-musicales dedicados respectivamente a Efraín Huerta, a Ramón Martínez Ocaranza y
a los corridos de la Revolución Mexicana. Además de ofrecer muestras de su
trabajo en diversas revistas y suplementos locales, así como en alguno que otro
medio nacional, alcanzó a publicar dos plaquettes de poesía. La primera,
titulada Amor libre por falta de pruebas,
formó parte en 1988 de la primera serie “Los tejedores” del entonces Instituto
Michoacano de Cultura, mientras que la segunda, Desde tus ojos el mar, apareció un año más tarde, bajo el sello
nada menos que de la célebre serie “Cuadernos de Praxis/Dosfilos” de la
Universidad de Zacatecas.
Por lo que hace
al terreno de las amistades literarias, además de aquellos personajes que como
él giraban en torno a Tomás Rico Cano y al grupo Uandáricha, Monreal cultivó fraternos intercambios con autores como
Saúl Júarez, Manuel del Postigo, Nefatlí Coria, Francisco Javier Larios o Jesús
Rosales. A nivel nacional, consolidó una estrecha relación con Felipe Garrido, mientras
los numerosos festivales y encuentros literarios de aquellos años le permitían
trabar también contacto con Oscar Oliva, Eraclio Zepeda, Juan Bañuelos, Vicente
Leñero, Ernesto Lumbreras, entre otros.
Hacia 1990 se
traslada a Guadalajara, donde continúa su actividad literaria. Realiza la
introducción y la selección de la antología Enriqueta
Ochoa de bolsillo para la U de G, y
asiste a algunas sesiones del taller coordinado por Juan José Arreola. Todavía
en 1992, ya otra vez en tierras michoacanas y residiendo en Erongarícuaro,
obtiene el tercer lugar en los Juegos Florales convocados por el Ayuntamiento
de Morelia con motivo del 450 aniversario de la fundación de Valladolid; la
correspondiente plaquette conmemorativa incluye también a Alejandro Delgado
(ganador del primer lugar) y a Antonio Mendiola (acreedor de una mención
honorífica).
A partir de ahí,
la actividad literaria de Sergio Monreal cesa por completo. Sé, porque conservo
una copia al carbón en uno de mis libreros, que dejó inédito un poemario
titulado Transiciones. Pero su
abandono de la literatura resultó radical, y se mantiene así hasta la fecha.
No obstante,
confío en que el recuento que aquí he realizado permita advertir al público
lector hasta qué punto fue la suya una travesía creadora de ningún modo despreciable.
Y bastará contrastarla con la ficha biográfica que encabeza este blog, para
advertir lo poco o casi nada que sus términos coinciden con la mía. Nuestros
correspondientes currículums sólo comparten ciudad de origen y fecha arribo a
Morelia; cosa de lo más natural si tomamos en cuenta, como cualquiera habrá podido
advertir sin excesiva perspicacia, que Sergio Monreal es mi padre.
En términos
estilísticos, la poesía publicada por Sergio Monreal giró casi íntegramente en
torno al tema amoroso y erótico, con influencias diversas que sería largo
enumerar aquí, pero entre las cuales me parece importante resaltar la de Gaspar
Aguilera. Uno de los motivos, tal vez el más importante, que convierte a Gaspar
(imposible referirse a él mediante el apellido) en referente central de las
letras michoacanas, tiene que ver con su capacidad formadora a través de la propia
escritura; sus tesituras y obsesiones consiguieron provocar interlocución y eco
genuinos en una muy significativa nómina de autoras y autores locales. Sergio
Monreal pertenece a esa nómina. Caracterización por completo ajena a Sergio J.
Monreal, cuya filiación poética hacia magisterios michoacanos de los años
setenta y ochenta habría que buscarla antes bien dentro de la órbita de Frida
Lara Klahr. Más allá del erotismo, y aun cuando careciendo de ejemplos al
respecto en sus dos plaquettes publicadas, Sergio Monreal acuñó también varias
piezas de abierto, sarcástico y pendenciero enfoque político, menos en la línea
de Efraín Huerta que de Renato Leduc; muy celebrado fue por aquellos años, en
numerosas lecturas y tertulias, un soneto suyo dedicado al ex-presidente de
Estados Unidos Ronald Reagan.
III
Hacia 1986,
cumplidos los quince años, yo sabía ya a ciencia cierta que una parte esencial
de mi destino iba a ser literaria. Y desde entonces comencé a preguntarme cómo
íbamos a resolver mi papá y yo la cuestión del nombre. Pero el asunto no llegó
a ocuparme seriamente sino hasta 1990, cuando se me presentó por vez primera la
oportunidad de tener una columna en la prensa local, gracias si no mal recuerdo
a las gestiones de Demetrio Olivo, y a la generosa buena voluntad de Raúl López
Téllez y Francisco Hernández Herotata.
Hasta ahí, el grueso de lo que con absoluto abuso me permitiré llamar mi
“producción literaria” había visto la luz en contextos estudiantiles donde lo
natural era el uso de nombres completos, o donde ser ubicado como Sergio
Monreal no podía prestarse a ningún género de confusiones.
Puesto que mi
papá llevaba más de un lustro consagrado a una travesía literaria que en aquel
momento nadie tenía manera de suponer cerca de cerrarse, el nombre de Sergio
Monreal le correspondía de manera indisputable. A quien tocaba contemplar soluciones
para establecer una nomenclatura distintiva entre ambos, era a mí. Por muy
devoto que fuera yo de Paco Ignacio Taibo II, cuyas novelas publicadas hasta
ahí devoraba con obsesiva reincidencia, jamás me pasó por la cabeza bautizarme
Sergio Monreal Segundo, ni nada por el estilo. Al principio, igual que
cualquier joven escritor repartido entre el orgullo y el bochorno de verse
ubicado públicamente, firmé mis primeras colaboraciones bajo el seudónimo
“Sejumov”, que es la abreviatura de mi nombre completo. Aparecieron bajo el
título general de “El largo adiós” en un periódico llamado Buen Día, de breve existencia.
Para 1992, se me presentó
la posibilidad de participar con una nueva columna en el flamante Cambio de Michoacán. Bolígrafo y libreta
en mano, me senté a barajar opciones para el correspondiente título y la
correspondiente firma. En cuanto a lo primero, no demoré mucho en decantarme
por Página Blanca. Lo segundo exigió más
tiempo.
La asonante rima
entre mi apellido paterno y mi segundo nombre me irritó desde el comienzo. Julián
Monreal sumaba a la rima un sonsonete bisílabo todavía más exasperante, y
Sergio Julián Monreal me sonaba a variación apenas matizada del nombre completo
en la lista escolar. Aunque cubro con holgada puntualidad e indecoroso orgullo todas
las cláusulas propias del complejo de Edipo, nunca contemplé incorporar mi apellido
materno al apelativo de batalla que estaba buscando, para convertirme así en Sergio
Vázquez, Sergio Julián Vázquez o Julián Vázquez. De modo que al final, por
fatiga y con resignación, opté por S. Julián Monreal, diciéndome sin mucha
convicción que la ese inicial algo conseguía atenuar la rima y el sonsonete.
S. Julián Monreal
fue el nombre que acompañó a Página
Blanca durante dos años y varias decenas de entregas, primero en el cuerpo
propiamente dicho del diario dirigido por Jaime Rivera, y después como parte
del suplemento dominical Cambio en la
cultura, coordinado si la memoria otra vez no me falla por Víctor Rodríguez.
Ese fue también el nombre con el que hasta 1995 aparecieron los textos que
tuvieron la amabilidad de publicarme en otros medios, como la revista Fragmentario del IMC, o Jitanjáfora de José Mendoza Lara.
1996 significó la
oportunidad de ver publicados mis primeros libros. Preparándome para enviar diversos
materiales a dictamen y a concurso, me dije que con ISBN de por medio ya no
habría marcha atrás, y que si aquel S. Julián Monreal estaba realmente lejos de
convencerme, era la última oportunidad de buscarle sustituto. Sin excesivas
deliberaciones, y también sin demasiado margen de movilidad para improvisar
propuestas, mudé abreviatura por nombre y nombre por abreviatura, convirtiendo
la ese en Sergio y el Julián en jota. Solicitudes y plicas tomaron el rumbo de
la paquetería o el correo signadas por vez primera con el Sergio J. Monreal.
Durante los siguientes meses aparecerían en rápida sucesión, cumplimentando una
insólita racha de buena fortuna, la pieza de teatro infantil Los ojos perdidos de Mirmidón, el
poemario El manar de la sombra y la
novela La sombra de Pan. Y el nombre
se quedó ya de fijo. De entonces a la fecha.
IV
Habrá quien
considere que el dilatado y al parecer definitivo silencio literario de Sergio
Monreal durante las últimas tres décadas me autoriza a apropiarme el nombre sin
ningún género de escrúpulo. Yo no lo veo así. Por un lado, están los aspectos
netamente prácticos del asunto. Si al inicio de la década de los noventa el
riesgo de confusión residía en que pudiera llegar a pensarse que los textos
publicados por mí fueran de la autoría de mi papá, hoy ha pasado a ocurrir
exactamente lo contrario. Un par de diccionarios de escritores que andan por
ahí, omitiendo la jota, inician la lista de mis publicaciones con Amor libre por falta de pruebas y Desde tus ojos el mar. Mientras que la
página “Enciclopedia de la literatura
en México”, incluyendo la jota, atribuye la introducción y la selección de Enriqueta Ochoa de
bolsillo a Sergio J. Monreal.
Pero lo más
importante queda más allá de las implicaciones prácticas y curriculares. O, en
todo caso, las abarca y resignifica. Y es que sin importar lo breve que a su
turno haya podido resultar o lo ignorada que en este momento resulte, yo me
aferraré a respetar, distinguir y honrar en su singularidad y autonomía esa
travesía literaria. Tan diferente de la mía, pero a la cual la mía tanto debe.
Por eso le respeto el nombre. Por eso yo no soy Sergio Monreal.