La filiación de las figuraciones poéticas no ha de establecerse nunca en función de su temática, sino de las sugerencias sensibles que son capaces de desatar en el lector. Si en términos científicos las propiedades secundarias de los objetos (tales como el color, el sabor, la textura) son contingencias empíricas que enmascaran más que insinúan la verdad necesaria y la ley general, para la expresión estética representan privilegiados parámetros de validez o, mejor dicho, insoslayables coordenadas de sentido.
A ojos de la biología, pongamos por ejemplo, carecería de interés acometer un ordenamiento de las especies animales a partir de su tonalidad o su tamaño, por lo que razonablemente acaba dirigiendo su atención a las configuraciones orgánicas, los modos de gestación, etc. Por el contrario, los dominios de la literatura no miran anormal o extravagante una clasificación como la citada por Jorge Luis Borges en su Emporio celestial de conocimientos benévolos, mismo que consiente incisos tales como “que se agitan como locos” o “que de lejos parecen moscas”. Por lo demás, no deberá extrañarnos si, llevadas a riguroso término en los particulares terrenos que a cada una corresponde, ambas clasificaciones acaban coincidiendo plenamente.
Ahora bien, para ver no basta con tener ojos. De ahí que distinguir linajes posibles en los territorios de la Alta Fantasía represente un ejercicio que puede confundir incluso a los más avezados. No son pocas las luminarias de nuestras letras nacionales que han manifestado públicamente su convencimiento de que La suave patria de Ramón López Velarde resultó al final una aurora sin descendencia, convertida en pretexto de parodia para toneladas de engendros líricos hoy justamente olvidados; y sin embargo, resulta más bien raro encontrar alguien capaz de notar la verdad evidente de que la patria prefigurada en ese poema por el jerezano, anduvo de aquí para allá durante varias décadas, presidiendo los mejores momentos de nuestra poesía, ahondando los paisajes de Pellicer, tiñéndose de rubor helado en los convites de Gorostiza, acompasando los versos blancos de Paz, mudando de sexo en los febriles lechos de Villaurrutia, inflamando los arrebatos rojos de Efraín, aguzándole el doble filo a la ironía de Rosario, dejándose querer en las arrulladoras sonoridades de Sabines. Que muchos de estos clásicos no comparten tema, importa poco, pues comparten lo único que en poesía vale: imágenes esenciales y figuras posibles.
Como prueba de que el tema en estos ámbitos es cosa secundaria, sobran los ejemplos. Versando ambos sobre un velorio, describiéndolo con minucia, infiriendo a partir de lo narrado meditaciones sobre los muertos y los vivos, perteneciendo a todas luces a la misma parentela, poco comparten de fondo “La noche que en el sur lo velaron” de Borges y “Qué solos se quedan los muertos” de Bécquer. En el extremo opuesto, qué cercanos y dialogantes se miran “Elogio a Fuensanta” de López Velarde y “Entre la dicha y la tiniebla” de Eliseo Diego, siendo el primero enésima confesión adolescente de un provinciano amor prohibido, y el segundo amarga disertación de metafísicos tintes, a propósito de la mínima estatura de lo humano de cara al infinito.
“...y abajo mi conciencia, como una vela en una iglesia abandonada” dice Eliseo. Para entonces, Ramón hacía ya más de medio siglo que había declarado: “Tus ojos tristes, de mirar incierto, / recuérdanme dos lámparas prendidas / en la penumbra de un altar desierto”.
Ambas figuras son parientes secretas. No sólo eso, parece incluso como si dialogaran e imprevisiblemente se respondieran por encima del espacio, del tiempo, las sensibilidades, los estilos. Eliseo le ofrece al adolescente martirizado por su inmóvil amada, el consuelo de la desmesura que acabará borrándolo todo. Ramón duplica la llama solitaria del amargo sabio, oponiéndole al silencio de Dios la indescifrable elocuencia de los ojos del amor.
Y todo esto con apenas dos luces en medio de una iglesia a oscuras.