martes, 31 de agosto de 2010
(IN) DISCIPLINAS LITERARIAS
Imponerte la mínima, elemental disciplina cotidiana de un par de hojas garabateadas a vuelapluma en una libreta. Y dejar que línea a línea el pensamiento vaya decantándose sin restricción alguna por los rumbos que el capricho le mande. Que aparezcan lo mismo meditaciones existenciales de esas que se empecinan en merodear la médula sin llegar nunca a realmente rozarla; o algún desliz narrativo insinuándose a traición y sin futuro; o incluso comentarios de actualidad, susceptibles acaso de salir a la luz pública pero escritos como apunte íntimo, personal, sin otro apremio que el de combatir con meticuloso escrúpulo el silencio.
Obligarte a escribir con una disposición semejante a la de esos interminables castigos escolares propios de la educación básica. Imponerte la rígida obligación de escribir planas y planas en abierto combate a la aridez que el pensamiento —súbito consonante del espacio y el tiempo cuyo horizonte habita— pareciera insinuar a cada paso. Asumir a manera de mortales enemigos los párrafos que se entrecortan a mitad de la página, la extraviada frase que se descoyunta y culmina en tristísimo deshilamiento de tinta frente a la imbatible inmensidad del papel casi en blanco.
Porque quizá esa sea la derrota mayor. Cuando queda por completo inmaculada, la página en cierto sentido juega a mentirnos que la palabra no existe, que no existió nunca, disimulando hasta qué punto hemos sido vencidos. Muy diverso es en cambio el rastro mínimo, insuficiente, apenas balbuceado, que afronta desmesura cuanto no pudo llenar, cuanto no supo llenar.
Yo nunca me he quedado sin nada que decir. Cuando el silencio vence, en mi caso es sólo por desidia. Sé que va a sonar a fanfarronería, pero no me he topado jamás en el camino ninguna incapacidad creativa que el trabajo por sí mismo no supere, subsane, resuelva. Apropiarme la extrema desconfianza reinante hacia la palabra, poner en cuestión hasta su certidumbre más elemental, de cara a mi particular proceso y perspectiva sería, al menos hasta ahora, al menos de momento, al menos hasta aquí, impostación, fingir, amanerar. Pretexto apenas para justificar la desidia.
Tengo cosas que decir. O, para expresarlo con mayor propiedad: hay cosas que me han elegido para ser dichas por mí. Y quedarme en silencio, dejar una retacería de frases inconclusas página tras página en la libreta, documento tras documento en la pantalla de la computadora, no se me presenta como la victoria de alguna omnipotente otredad, ante la cual las potencias de la palabra terminarían resultando inútiles, absurdas, insuficientes y sin sentido; se me presenta más bien como cierta específica incapacidad mía para convertirme en canal de lo que espera ser dicho por mí, desatenciones para atinarle a mi voz su tesitura verdadera, descuidos para modelar mi rostro a la medida justa de sus infinitas máscaras. Incapacidades, desatenciones y descuidos enmendables todos; al alcance de la mano siempre que la mano no pierda de vista que la distancia por recorrer no es otra que el trecho que la separa de sí misma.
¿Demasiada confianza? ¿Demasiada candidez? ¿Demasiada fe en las palabras? Probablemente. No creo en dios, ni en la verdad, ni en el sentido, pero creo en su posibilidad; a ella nace consagrado cuanto hallazgo sean capaces de atesorar los afanes de mi oficio. Por el contrario, la posibilidad del sinsentido no me ha seducido jamás. Tengo la impresión de que se trata de una posibilidad capaz de consumarse por sí sola, y que no requiere de mí.
Desconfío de la jubilosa desilusión de quienes nunca han corrido el riesgo de ilusionarse. Mejor que ser brillante, ser real.
Obligarte a escribir con una disposición semejante a la de esos interminables castigos escolares propios de la educación básica. Imponerte la rígida obligación de escribir planas y planas en abierto combate a la aridez que el pensamiento —súbito consonante del espacio y el tiempo cuyo horizonte habita— pareciera insinuar a cada paso. Asumir a manera de mortales enemigos los párrafos que se entrecortan a mitad de la página, la extraviada frase que se descoyunta y culmina en tristísimo deshilamiento de tinta frente a la imbatible inmensidad del papel casi en blanco.
Porque quizá esa sea la derrota mayor. Cuando queda por completo inmaculada, la página en cierto sentido juega a mentirnos que la palabra no existe, que no existió nunca, disimulando hasta qué punto hemos sido vencidos. Muy diverso es en cambio el rastro mínimo, insuficiente, apenas balbuceado, que afronta desmesura cuanto no pudo llenar, cuanto no supo llenar.
Yo nunca me he quedado sin nada que decir. Cuando el silencio vence, en mi caso es sólo por desidia. Sé que va a sonar a fanfarronería, pero no me he topado jamás en el camino ninguna incapacidad creativa que el trabajo por sí mismo no supere, subsane, resuelva. Apropiarme la extrema desconfianza reinante hacia la palabra, poner en cuestión hasta su certidumbre más elemental, de cara a mi particular proceso y perspectiva sería, al menos hasta ahora, al menos de momento, al menos hasta aquí, impostación, fingir, amanerar. Pretexto apenas para justificar la desidia.
Tengo cosas que decir. O, para expresarlo con mayor propiedad: hay cosas que me han elegido para ser dichas por mí. Y quedarme en silencio, dejar una retacería de frases inconclusas página tras página en la libreta, documento tras documento en la pantalla de la computadora, no se me presenta como la victoria de alguna omnipotente otredad, ante la cual las potencias de la palabra terminarían resultando inútiles, absurdas, insuficientes y sin sentido; se me presenta más bien como cierta específica incapacidad mía para convertirme en canal de lo que espera ser dicho por mí, desatenciones para atinarle a mi voz su tesitura verdadera, descuidos para modelar mi rostro a la medida justa de sus infinitas máscaras. Incapacidades, desatenciones y descuidos enmendables todos; al alcance de la mano siempre que la mano no pierda de vista que la distancia por recorrer no es otra que el trecho que la separa de sí misma.
¿Demasiada confianza? ¿Demasiada candidez? ¿Demasiada fe en las palabras? Probablemente. No creo en dios, ni en la verdad, ni en el sentido, pero creo en su posibilidad; a ella nace consagrado cuanto hallazgo sean capaces de atesorar los afanes de mi oficio. Por el contrario, la posibilidad del sinsentido no me ha seducido jamás. Tengo la impresión de que se trata de una posibilidad capaz de consumarse por sí sola, y que no requiere de mí.
Desconfío de la jubilosa desilusión de quienes nunca han corrido el riesgo de ilusionarse. Mejor que ser brillante, ser real.
martes, 3 de agosto de 2010
AMAR DE A PIE
Cada quien confecciona las ciudades a su propia medida, conforme las transita, contempla, habita. He descubierto que ciertos entrañables rincones de Morelia me gustan no exactamente por sí mismos, sino porque me recuerdan entrañables sensaciones provocadas durante mi temprana infancia por análogos rincones en el centro histórico de la Ciudad de México.
¿He descubierto? Mentira. Lo he sabido siempre. Pero cierta extraña clase de pudor fue disimulando con el paso de los años la insolente honestidad con que en la adolescencia era capaz de decirlo, de decírmelo. Aprendí a amar muy pronto a esta ciudad. Y amar, amar de veras, es siempre amar a los objetos y a las gentes por lo que son, por su sustancia real e intransferible, por las zonas de luz que sus sombras perfilan. Yo aprendí a amar esta ciudad por sí misma, sin cotejos, permisos ni salvoconductos; de a pie. Así que aquellos motivos heredados de mis años de secundaria, aquel mohíno patrimonio de una época donde me afanaba por imponerme la estatura de coyuntural y efímero visitante en tierras morelianas, acabó por volvérseme un fardo medio aborrecible, medio vergonzoso. Como haber formulado a modo de criminal cumplido una frase del tipo te quiero porque me recuerdas a una mujer maravillosa; y tener que subsistir lamentando el papelón.
La incomodidad se hacía mayor por cuanto, tan injusto y precipitado como se quisiera, mi comentario adolescente parecía atesorar sin embargo la realidad de una vivencia incontestable. En efecto, yo amaba a Morelia por sí misma, fuera de todo parámetro de comparación posible; y no obstante había prendas suyas que me hacían mirarla más allá de ella, transmutada por obra y gracia de una memoria semejante al deseo.
Pasó mucho, muchísimo tiempo, antes de que consiguiera articular discurso explicativo lo evidente. Primero, que la memoria es siempre una forma del deseo; y viceversa. Segundo, que nuestra mirada sólo puede envilecer al objeto amado por la vía del disimulo; sea que elija disimular aquello que el ojo mira, sea que elija disimular al ojo mismo.
Un día pude asomarme a esos rincones entrañables, respetando con idéntico derecho toda su singularidad y todas sus reminiscentes sugerencias. Uno aprende a no avergonzarse de sus deseos cuando deja de tomárselos a la tremenda. A salvo de toda imposición arbitraria, encaro prodigio la posibilidad de recobrar materias y sustancias de mi pasado más esencial a través de una ciudad que no es ni podría confundirse con la que en su momento los posibilitó puesta en escena e indeleble huella. A salvo de todo disimulo culpable, recobro transitar la ciudad donde me elegí destino, sabiendo que habitarla es en buena medida correr el generoso riesgo de inventarla, borrarla y hasta deformarla, pero también asumir con humildad el estupor de no entenderla.
Aquel esmirriado estudiante de secundaria, no bien llegado al bachillerato había canjeado su socarrona certidumbre de extranjería (los que eligieron venirse a vivir acá fueron mis padres, yo en cuanto pueda me regreso) por otra certidumbre acaso igual de socarrona, pero infinitamente más honda y perdurable: la de ser habitante. Durante quince años caminé Morelia con la convicción plena de que nos pertenecíamos, sin servidumbre ni exclusividad alguna. Yo la contaba y la cantaba con la devota confianza del amante frente a la piel que se anhela por conocida; a menudo solamente para mí. Ella me otorgaba sus infinitas intemperies para arroparme, sonriendo cómplice cada vez que quienes se creen propietarios del aire que respiran aparecían con sus histéricos anatemas y sus ridículas demandas de pedigrí (no eres de aquí, no eres de aquí).
Hace cosa de un lustro la perdí. Supongo que eso terminó de otorgarme en definitiva la cartilla de moreliano oficial. Yo, igual que tantos otros, comencé a alimentar melancolías por lo que mis ojos habían visto y ya no estaba ahí, por lo que mis ojos veían y no alcanzaba a comprender, por lo que mis ojos temían y no se atrevían a ver.
Hoy estoy aprendiendo una vez más lo que esta ciudad me enseñó desde el principio. Mis ojos celebran la permanencia de lo que vieron y todavía sigue ahí, pero también la huella, la ruina o el franco vacío de lo que vieron y ya no está ahí. Mis ojos se afanan por respetar mirando, equidistantes de la justificación y la condena, lo que ven y no comprenden… Y mis ojos se mantienen abiertos de frente a cuento temen.
Vuelvo a tener por casa a la intemperie.
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