lunes, 5 de julio de 2010
Cuestión de opinión
Uno de los privilegios de la escritura literaria, entendida como manifestación de orden estético con pasaporte abierto a prácticamente todas las demás disciplinas que se construyen pensamiento a partir del ejercicio de la palabra, es la impunidad. Igual que todos los privilegios, debía ejercerse con extrema mesura. Igual que todos los privilegios, suele ser ejercido sin ningún género de escrúpulo.
Creo que era Roger Bartra quien en fechas recientes se lamentaba por el modo en que la figura del intelectual va siendo sustituida en las sociedades contemporáneas por la de llano opinador. Lo cierto es que semejante síntoma constituye apenas la última vuelta de tuerca en una problemática mucho más profunda y mucho más añeja.
El hecho de que la casta de los opinadores públicos tienda a volverse cada vez más insustancial, es consecuencia de haber olvidado un principio elemental: todo intelectual ha sido desde siempre un opinador; un especialista dentro de determinado rubro de las humanidades, las ciencias, el periodismo o las artes, quien por curiosidad, destino, sentido de responsabilidad ética o política, circunstancial coyuntura, usos y costumbres o inercia pública, sale del nicho profesional que le es propio, y juega a ser filósofo, historiador, politólogo, lingüista, antropólogo, jurisprudente, teólogo, chef, cronista de sociales, analista deportivo, etc., etc., etc.
No pretendo restarle significado ni relevancia al papel que esa suerte de perito opinador que es el intelectual ha desempeñado durante siglos. Mucho menos a la grandeza, la seriedad, el rigor, la oportunidad y la valentía con que multitud de figuras han sabido desempeñarlo. Sé que, a menudo, ese personaje de difusos contornos (a menudo precisamente por sus difusos contornos) ha sido el encargado de llenar huecos ominosos en materia de educación, política, impartición de justicia, pensamiento, historia. Que el margen de irresponsabilidad e impunidad de que dispone, contribuye a sacar de no pocos empantanamientos y atolladeros a las disciplinas excesivamente especializadas. Y aspiro a esa ulterior reintegración entre poesía y filosofía planteada por Roberto Juarroz; pero entiendo que semejante reintegración no surgirá de obviar acríticamente las distancias que hoy las separan y las hacen distintas; esencialmente distintas, necesariamente distintas.
Cuando hablo de mesura en el uso de la licencia de impunidad por parte del escritor metido a intelectual, no planteo que renuncie a su inalienable derecho de meter las narices en cuanto terreno humano le plazca; derecho, por lo demás, de toda persona. Tampoco que cancele la opción de hacerlo con los medios consustanciales a su oficio, mismos que vuelven natural, y no pocas veces deseable, que sus particulares e íntimas disquisiciones salten a la esfera pública. Apelo nada más a que en todo momento juegue con las cartas abiertas.
Por más recompensada que se vea su autoestima al mirarse erigido autoridad en todos los rubros de la existencia humana, por más tentadoras que resulten las prebendas de fungir como referente. Cuando el entorno social de que forma parte, obedeciendo a la pereza, a la conveniencia, a la carencia, a la buena voluntad o a la ignorancia, coquetea con otorgarle de modo efectivo la patente de todas aquellas áreas en que la prodigiosa ductibilidad de su quehacer le permite travestirse, es obligación del escritor recordar y recordarse todo lo que no es.
Obligación moral, ética y pública que ni Octavio Paz, ni Carlos Monsiváis (ni Carlos Fuentes) ejercieron jamás. Obligación moral, ética y pública que tampoco sus respectivas comparsas de prosélitos parecen dispuestos a ejercer. Las consecuencias de semejante omisión en la vida de nuestro país han sido graves. Pueden serlo todavía más.
Y ambos son grandes. Y ambos son geniales. Y ambos son imprescindibles. Hombres sabios en una nación y un tiempo urgidos de sabiduría. Pero existen ciertos terrenos, incluso dentro de la propia literatura, donde se consintieron fungir como legisladores, siendo apenas opinadores. No importa cuán grandes, geniales, imprescindibles y sabios.
Tengo la impresión de que ciertos aspectos del corporativismo global y nuestras farsas democráticas han sido diagnosticadas y denunciadas por José Saramago con una lucidez y un alcance difícilmente equiparables. Y, sin embargo, ni en su solitaria Lanzarote ni ante la Academia Sueca, ni en la selva chiapaneca ni en la Cátedra Alfonso Reyes del Tec de Monterrey, Saramago amagó jamás disimular lo que era: un novelista ejerciendo, por sentido de responsabilidad, su derecho a opinar de política. Igual que con Chesterton, aun cuando los dos personajes parezcan por completo disímiles (o acaso justamente por eso), pueden gustarte o no sus novelas, puedes compartir o no sus opiniones. Su estatura literaria, intelectual y pública, resulta por completo intachable.