Cada quien confecciona las ciudades a su propia medida, conforme las transita, contempla, habita. He descubierto que ciertos entrañables rincones de Morelia me gustan no exactamente por sí mismos, sino porque me recuerdan entrañables sensaciones provocadas durante mi temprana infancia por análogos rincones en el centro histórico de la Ciudad de México.
¿He descubierto? Mentira. Lo he sabido siempre. Pero cierta extraña clase de pudor fue disimulando con el paso de los años la insolente honestidad con que en la adolescencia era capaz de decirlo, de decírmelo. Aprendí a amar muy pronto a esta ciudad. Y amar, amar de veras, es siempre amar a los objetos y a las gentes por lo que son, por su sustancia real e intransferible, por las zonas de luz que sus sombras perfilan. Yo aprendí a amar esta ciudad por sí misma, sin cotejos, permisos ni salvoconductos; de a pie. Así que aquellos motivos heredados de mis años de secundaria, aquel mohíno patrimonio de una época donde me afanaba por imponerme la estatura de coyuntural y efímero visitante en tierras morelianas, acabó por volvérseme un fardo medio aborrecible, medio vergonzoso. Como haber formulado a modo de criminal cumplido una frase del tipo te quiero porque me recuerdas a una mujer maravillosa; y tener que subsistir lamentando el papelón.
La incomodidad se hacía mayor por cuanto, tan injusto y precipitado como se quisiera, mi comentario adolescente parecía atesorar sin embargo la realidad de una vivencia incontestable. En efecto, yo amaba a Morelia por sí misma, fuera de todo parámetro de comparación posible; y no obstante había prendas suyas que me hacían mirarla más allá de ella, transmutada por obra y gracia de una memoria semejante al deseo.
Pasó mucho, muchísimo tiempo, antes de que consiguiera articular discurso explicativo lo evidente. Primero, que la memoria es siempre una forma del deseo; y viceversa. Segundo, que nuestra mirada sólo puede envilecer al objeto amado por la vía del disimulo; sea que elija disimular aquello que el ojo mira, sea que elija disimular al ojo mismo.
Un día pude asomarme a esos rincones entrañables, respetando con idéntico derecho toda su singularidad y todas sus reminiscentes sugerencias. Uno aprende a no avergonzarse de sus deseos cuando deja de tomárselos a la tremenda. A salvo de toda imposición arbitraria, encaro prodigio la posibilidad de recobrar materias y sustancias de mi pasado más esencial a través de una ciudad que no es ni podría confundirse con la que en su momento los posibilitó puesta en escena e indeleble huella. A salvo de todo disimulo culpable, recobro transitar la ciudad donde me elegí destino, sabiendo que habitarla es en buena medida correr el generoso riesgo de inventarla, borrarla y hasta deformarla, pero también asumir con humildad el estupor de no entenderla.
Aquel esmirriado estudiante de secundaria, no bien llegado al bachillerato había canjeado su socarrona certidumbre de extranjería (los que eligieron venirse a vivir acá fueron mis padres, yo en cuanto pueda me regreso) por otra certidumbre acaso igual de socarrona, pero infinitamente más honda y perdurable: la de ser habitante. Durante quince años caminé Morelia con la convicción plena de que nos pertenecíamos, sin servidumbre ni exclusividad alguna. Yo la contaba y la cantaba con la devota confianza del amante frente a la piel que se anhela por conocida; a menudo solamente para mí. Ella me otorgaba sus infinitas intemperies para arroparme, sonriendo cómplice cada vez que quienes se creen propietarios del aire que respiran aparecían con sus histéricos anatemas y sus ridículas demandas de pedigrí (no eres de aquí, no eres de aquí).
Hace cosa de un lustro la perdí. Supongo que eso terminó de otorgarme en definitiva la cartilla de moreliano oficial. Yo, igual que tantos otros, comencé a alimentar melancolías por lo que mis ojos habían visto y ya no estaba ahí, por lo que mis ojos veían y no alcanzaba a comprender, por lo que mis ojos temían y no se atrevían a ver.
Hoy estoy aprendiendo una vez más lo que esta ciudad me enseñó desde el principio. Mis ojos celebran la permanencia de lo que vieron y todavía sigue ahí, pero también la huella, la ruina o el franco vacío de lo que vieron y ya no está ahí. Mis ojos se afanan por respetar mirando, equidistantes de la justificación y la condena, lo que ven y no comprenden… Y mis ojos se mantienen abiertos de frente a cuento temen.
Vuelvo a tener por casa a la intemperie.