I
Hace algunos meses, tanteando en internet la primera oleada monográfica que los festejos del bicentenario de la independencia han venido desde entonces espesando (con más prisa que sentido y más atingencia burocrática que conocimiento de causa) desde páginas institucionales, dominios comerciales y blogs independientes, llamó mi atención que una biografía de Josefa Ortiz de Domínguez mencionara a Valladolid como su ciudad natal. Y llamó mi atención no porque fuera yo un experto conocedor del tema, sino justamente por lo contrario. Llevo dos tercios de mi vida viviendo en Morelia, y jamás me había tocado escuchar comentario alguno a ese respecto.
Gozar del privilegio de ser cuna de la madre de la Patria constituiría, según mi juicio, un motivo de orgullo no demasiado distante del que entraña haber visto nacer bajo estos aires a Morelos. ¿Era posible que un dato así se hubiera relegado a terrenos tan discretos que lindaban con el anonimato? Por supuesto que no, me dije. Si Doña Josefa hubiera nacido en Valladolid, por descontado que los morelianos tendríamos programada otra suspensión laboral y docente, y tal vez hasta un cuarto desfile que vendría a sumarse a los del 16 y 30 de septiembre, y al del 20 de noviembre.
Lo curioso es que, puesto a darle seguimiento al asunto, no fueron pocas las referencias virtuales, los libros y hasta la estampita de papelería donde encontré que el dato era repetido. Pruebe cada quien por cuenta propia y verá. La enorme mayoría de las fuentes consigna que la Corregidora nació en la Ciudad de México; pero una línea aquí, otra por allá, vuelve cada tanto a mencionar Valladolid.
Un artículo en la página del INEHRM aclara por completo el panorama, dándole razón y sustento a lo predecible: La Corregidora no nació en Valladolid. Carmen Saucedo Franco explica que doña Josefa Ortiz de Domínguez, o mejor dicho, María Josefa Cresencia Ortiz Girón, nació en la ciudad de México, y que allí mismo fue bautizada el 23 de abril de 1773. Diversos datos, documentos e informes, avalan de modo incontrovertible y sin espacio para la menor polémica, el hecho de que es ella quien años más tarde conspiró al lado de Hidalgo y compañía, y quien a punta de taconazos sobre la duela puso sobre aviso a los insurgentes para dar inicio a la revolución de independencia. Cinco años antes de su nacimiento, en el sagrario de Valladolid, había sido bautizada una tal María Natividad Josepha Ortiz Ordoñez. En su libro de 1910, “Biografías de héroes y caudillos de la independencia”, Alejandro Villaseñor y Villaseñor tomó el acta de bautismo de esta última como prueba de que la mujer grabada luego en las monedas de cinco centavos (unas moneditas de cobre que algunos de nosotros todavía alcanzamos a conocer), era vallisoletana. Y cuantos despistados en adelante se han apoyado en su material, repitieron y siguen repitiendo el invento.
En materia historiográfica, Michoacán tiene una rancia reputación ganada a pulso, sobre todo tratándose del tema de la independencia. Resulta comprensible que los michoacanos, por lo menos hasta donde tengo noticia, nos mantengamos al margen de este curioso dislate. Aunque quién sabe. No faltará por ahí algún chauvinista profesor empecinado en convencer a su clase de que hay un envidioso complot nacional para ocultar que también doña Josefa era de Morelia.
Varios de los sitios virtuales que repiten la espuria información de una Josefa Ortiz de Domínguez nativa de Valladolid, son páginas institucionales armadas ex profeso para la efeméride del año. ¿Descuido? ¿Incapacidad? ¿Guiño zalamero para circunscribir una esquinita de la historia a la medida del titular de ejecutivo (“usted, Morelos y la Corregidora, señor presidente”)? Yo invitaría a mantener la debida reserva ante la confiabilidad documental de tales páginas.
De la otra confiabilidad ni qué decir. Ahí tenemos el “Viaje por la historia de México”, con su tiraje de más de treinta millones de ejemplares y su distribución gratuita casa por casa. Material que, por mucho que se ampare en la autoridad del imprescindible Luis González y González, constituye apenas una penosa tentativa por refuncionalizar el devenir y la idea misma de nación, según el interés de los principales responsables de su ruina.
II
Fray Vicente Santamaría bien valdría una novela.
Habrá que esperar para escribirla. Tal vez más adelante. Tal vez ni siquiera nosotros. Tal vez otra generación. Cuando el congestionamiento editorial auspiciado por los festejos del bicentenario haya diluido por completo su banal y oportunista estridencia. Cuando, lejos de reflectores coyunturales, las historias que son la Historia vuelvan a narrarse por pasión y convicción, antes que por expectativa de rédito.
Y siempre procurando guardar distancias con la comodidad patriotera y la servidumbre institucional. Nada de novelas consagradas a perorar con ánimo turístico que como Morelia no hay dos, ni de engordar los archivos de esa peculiar rama del nicolaicismo olorosa a naftalina.
Una manera de empezar a contar semejante novela sería acaso por la vía de los espectros que la vida y la obra del entrañable fraile franciscano convocan. Los equívocos a que ha dado lugar la persecución de su rastro, los espejismos que el fragmentario testimonial de su aventura ha dibujado en las páginas de los historiadores, las conjeturas y las ensoñaciones atesoradas por sus hechos de cara a lo que no fue, la desmemoria enturbiando la intuición de sus facciones, el olvido difuminando los contornos de su silueta.
En los círculos especializados, un par de casos de homonimia ampliaron durante años la extensión de sus andanzas hasta amplitudes fabulosas, legendarias, imposibles. Y es que la estatura del fantasma admitía las dimensiones del invento. A su probado peregrinar de cronista y cartógrafo por el Nuevo Santander (hoy Tamaulipas), la Huasteca, Guanajuato y Chapala, y a su insurgente ruta de conspirador, fugitivo, mediador y pre-legislador entre Valladolid, la Ciudad de México, Tlalpujahua, Ario de Rosales y Acapulco, se le añadieron labores misioneras en Nayarit y Baja California, así como travesías marítimas que habrían ido a parar hasta el Perú.
Tras su fallecimiento, el 22 de agosto de 1813, circuló el no por marginal menos fascinante rumor de que en realidad no había muerto, de que había hecho sepultar a otro con sus hábitos.
Él, que había ido a morir como quien dice en brazos de su paisano Morelos, y que durante la larga caminata trajo en las alforjas un proyecto de Constitución hoy extraviado (resulta imposible saber cuánto de él tiene o le hubiera hecho falta tener al texto al cabo promulgado en Apatzingán), no estaría a su lado cuando, seis meses más tarde, el generalísmo volviera a Valladolid.
Mala fecha las vísperas de fiesta navideña para las decisivas tentativas patriotas en el Valle de Guayangareo. El 21 de diciembre de 1809, tras pronunciar sermón en la iglesia del Carmen, Fray Vicente Santamaría se había convertido en el primer participante de la conspiración de Valladolid aprehendido por los realistas. El 23 de diciembre de 1813, una emboscada urdida y encabezada por el también vallisoletano Agustín de Iturbide en la Loma de Santa María (tan actual dos siglos más tarde) abortaría la última campaña ofensiva capaz de inclinar en favor de la insurgencia el curso general de la guerra.
Me gusta bajar caminando por Vicente Santa María. De norte a sur. Como de norte a sur viajó Fray Vicente caminando, en busca de Morelos y la muerte. Desde las espaldas del templo de San Francisco hasta el Mercado Independencia, o hasta el río, o hasta la panadería de los Ortiz. Pensar la secreta elocuencia de que esa calle sea paralela a Vasco de Quiroga. Recordar a Fray Vicente como destacado heredero de la tradición erudita del siglo XVIII novohispano, y como militante del ala radical y liberal dentro del variopinto partido criollo; sonreír la evocación de sus amoríos, su fama de cascos ligeros, los rumores sobre la identidad de su hija, su carta de adiós para una misteriosa dama en los días previos al fallido levantamiento de Valladolid. Su lengua larga, su inteligencia algo más que punzante, su rijosidad, ese talante bufonesco que acaba por hermanarlo tan cercanamente con la figura de Fray Servando Teresa de Mier.
Y hacer todo eso mientras el mediodía se cumplimenta aroma y promesa a través de las puertas de los negocios de comida para llevar, mientras se despereza de silencios el interior de la cantina del Artista, mientras se pausa y equilibra el día en el orden de los frascos de la farmacia homeopática o en la canasta a rebosar de bolillos de horno de leña. Mientras el acomodo en las zapaterías del mercado sugiere la “enfrentitud del presente” (para decirlo en palabras de Ricardo Castillo) como un enjambre de pasos que se dieron o que están esperando el momento de darse.
La novela de Fray Vicente Santamaría, como la novela de la patria toda, sólo tiene sentido arrullada por tales barullos, tales perfumes, tales colores, tales ecos.