sábado, 29 de enero de 2011
POESIA Y CIRCUNSTANCIA
Detrás de todo poema hay siempre una experiencia individual concreta; esto es, una anécdota. En ciertas ocasiones, autores y obras, semejante anécdota resulta claramente rastreable. En otras se hurta hasta el punto de sugerir, de cara a la experiencia personal de su artífice, la más radical impermeabilidad, la más absoluta autosuficiencia; lo mismo que si el poema viniera de la nada.
Pero no existe poema salido de la nada. No existe obra humana salida de la nada. Alguna vez, interpelado respecto a la nula referencialidad anecdótica de sus piezas líricas, Roberto Juarroz le confiaba al entrevistador en turno, a manera de mero ejemplo, el mundano, doméstico origen de unos versos suyos, en apariencia lacrados por férreos y excluyentes hermetismos. En realidad, semejantes versos, autores y travesías sólo resultan inaccesibles para aquellos lectores y para aquella crítica que, habituados a explicar el fenómeno creador desde su periferia externa, enmudecen de perplejidad e incomprensión cuando se ven obligados a entenderse a solas con la obra desnuda.
Porque lo cierto es que, aun cuando toda poesía tenga detrás un venero anecdótico que la posibilita, sea éste manifiesto o no, ninguna poesía que valga en tanto tal, esto es, que posea el poder de redimensionar lo real por vía de su fulgurante captación como totalidad en devenir, puede reducirse a la anécdota personal que le dio origen. Documentarse sobre la identidad de las mujeres a quienes dedicó Jaime Sabines sus poemas amorosos, o detallar los trágicos pormenores de la vida de Miguel Hernández como preámbulo necesario para un cabal disfrute de “Nanas de la cebolla”, constituyen inocentadas que rayan en la vulgaridad y la ofensa. Lo que un poema precisa para ser habitado queda dentro del poema mismo. Estudios biográficos y apuntes contextuales sólo iluminan la lectura y se convierten en fecundos puentes para transitarla de ida y vuelta, cuando son capaces de asumir con humildad y transparencia su condición de acompañamiento prescindible. Nada que una obra sea incapaz de decir por sí sola puede serle añadido desde fuera.
Privilegiar los usos o abusos familiares, sentimentales, políticos, sociales o sexuales de un autor, como vehículo medular para la aproximación crítica hacia su trabajo, implica acometer cada dictamen valorativo sobre la base de una prejuiciada distorsión. No resulta extraño que los esenciales rasgos poéticos (humanos, espirituales) de una obra y su artífice queden así lamentablemente oscurecidos, cuando no brutalmente invisibilizados. Elías Nandino enfocado desde sus versificaciones cómico-eróticas antes que desde “Nocturna Summa”; Efraín Huerta valorado de frente a los poemínimos y los poemas pro-soviéticos, y de espaldas o al menos de perfil a “Amor, Patria mía”. Ramón Martínez Ocaranza condenado a la cíclica antología de sus convencionales sonetos nicolaitas, a la melodramática magnificación de su breve estancia carcelaria y a los entretelones (ya tremendistas, ya burlescos) que enmarcaron la escritura de este o aquel poema.
Ahora bien. Existen autores que en un momento dado, desde la propia escritura, deciden o se resignan a acometer por sí solos semejante operación. Privilegian la anécdota, subordinando cuada vuelo, cada atisbo, cada exploración del lenguaje y la mirada a los márgenes de la específica experiencia personal que en cada oportunidad se encargó de detonarlos. Versos de circunstancias. Música de coyuntura. Imágenes de ocasión. Sin necesario menoscabo en materia de virtuosismo técnico, ni menos aún en lo que hace a inmediato impacto confesional, emotivo o ideológico, el poeta se habitúa a convertir la vivencia directa en columna vertebral de ese modo de vivencia necesariamente indirecta (vivencia re-presentada) que es el poema. Y la intuición augural va quedando poco a poco limitada a su promesa, como perturbador anticipo de lo que al final no quiso, no supo o no se atrevió a ser.
En semejantes casos, mientras más lejos se halla el lector en turno de la materialidad de los sucesos y la persona aludidos, más ajena e impermeable le resulta la obra, y no hay esfuerzo documental que valga para zanjar el creciente abismo. Contrario a lo que ocurre con los clásicos (minoritarios o masivos, llámense Virgilio o Jerome Charyn), que apenas zanjados ciertos mínimos escollos contextuales son capaces de abrirte por sí solos toda su abarcante e intacta pertinencia.
Aquel reino de nunca jamás, aquel imperio del prodigio que se quedó en amago, solemos suponerlo poblado sobre todo por quienes en un momento dado abandonan la escritura, sea por elección o por accidente. Lo bien que quizá hubiera escrito mi tío abuelo si no hubiera colgado la pluma para siempre al salir de la preparatoria; lo prometedora que resultaba aquella joven tallerista hasta el día que una mala contabilidad la obligó a canjear pareados por biberones; las fulgurantes piezas que según Octavio Paz auguraba José Carlos Becerra al morir.
Pero de ningún modo constituye una rareza o una anomalía la opción contraria: el individuo que se consagra a la literatura de modo profesional, mas cuya vocación no cristaliza jamás las fecundas intuiciones que lo encaminaron hacia ella.
Pero no existe poema salido de la nada. No existe obra humana salida de la nada. Alguna vez, interpelado respecto a la nula referencialidad anecdótica de sus piezas líricas, Roberto Juarroz le confiaba al entrevistador en turno, a manera de mero ejemplo, el mundano, doméstico origen de unos versos suyos, en apariencia lacrados por férreos y excluyentes hermetismos. En realidad, semejantes versos, autores y travesías sólo resultan inaccesibles para aquellos lectores y para aquella crítica que, habituados a explicar el fenómeno creador desde su periferia externa, enmudecen de perplejidad e incomprensión cuando se ven obligados a entenderse a solas con la obra desnuda.
Porque lo cierto es que, aun cuando toda poesía tenga detrás un venero anecdótico que la posibilita, sea éste manifiesto o no, ninguna poesía que valga en tanto tal, esto es, que posea el poder de redimensionar lo real por vía de su fulgurante captación como totalidad en devenir, puede reducirse a la anécdota personal que le dio origen. Documentarse sobre la identidad de las mujeres a quienes dedicó Jaime Sabines sus poemas amorosos, o detallar los trágicos pormenores de la vida de Miguel Hernández como preámbulo necesario para un cabal disfrute de “Nanas de la cebolla”, constituyen inocentadas que rayan en la vulgaridad y la ofensa. Lo que un poema precisa para ser habitado queda dentro del poema mismo. Estudios biográficos y apuntes contextuales sólo iluminan la lectura y se convierten en fecundos puentes para transitarla de ida y vuelta, cuando son capaces de asumir con humildad y transparencia su condición de acompañamiento prescindible. Nada que una obra sea incapaz de decir por sí sola puede serle añadido desde fuera.
Privilegiar los usos o abusos familiares, sentimentales, políticos, sociales o sexuales de un autor, como vehículo medular para la aproximación crítica hacia su trabajo, implica acometer cada dictamen valorativo sobre la base de una prejuiciada distorsión. No resulta extraño que los esenciales rasgos poéticos (humanos, espirituales) de una obra y su artífice queden así lamentablemente oscurecidos, cuando no brutalmente invisibilizados. Elías Nandino enfocado desde sus versificaciones cómico-eróticas antes que desde “Nocturna Summa”; Efraín Huerta valorado de frente a los poemínimos y los poemas pro-soviéticos, y de espaldas o al menos de perfil a “Amor, Patria mía”. Ramón Martínez Ocaranza condenado a la cíclica antología de sus convencionales sonetos nicolaitas, a la melodramática magnificación de su breve estancia carcelaria y a los entretelones (ya tremendistas, ya burlescos) que enmarcaron la escritura de este o aquel poema.
Ahora bien. Existen autores que en un momento dado, desde la propia escritura, deciden o se resignan a acometer por sí solos semejante operación. Privilegian la anécdota, subordinando cuada vuelo, cada atisbo, cada exploración del lenguaje y la mirada a los márgenes de la específica experiencia personal que en cada oportunidad se encargó de detonarlos. Versos de circunstancias. Música de coyuntura. Imágenes de ocasión. Sin necesario menoscabo en materia de virtuosismo técnico, ni menos aún en lo que hace a inmediato impacto confesional, emotivo o ideológico, el poeta se habitúa a convertir la vivencia directa en columna vertebral de ese modo de vivencia necesariamente indirecta (vivencia re-presentada) que es el poema. Y la intuición augural va quedando poco a poco limitada a su promesa, como perturbador anticipo de lo que al final no quiso, no supo o no se atrevió a ser.
En semejantes casos, mientras más lejos se halla el lector en turno de la materialidad de los sucesos y la persona aludidos, más ajena e impermeable le resulta la obra, y no hay esfuerzo documental que valga para zanjar el creciente abismo. Contrario a lo que ocurre con los clásicos (minoritarios o masivos, llámense Virgilio o Jerome Charyn), que apenas zanjados ciertos mínimos escollos contextuales son capaces de abrirte por sí solos toda su abarcante e intacta pertinencia.
Aquel reino de nunca jamás, aquel imperio del prodigio que se quedó en amago, solemos suponerlo poblado sobre todo por quienes en un momento dado abandonan la escritura, sea por elección o por accidente. Lo bien que quizá hubiera escrito mi tío abuelo si no hubiera colgado la pluma para siempre al salir de la preparatoria; lo prometedora que resultaba aquella joven tallerista hasta el día que una mala contabilidad la obligó a canjear pareados por biberones; las fulgurantes piezas que según Octavio Paz auguraba José Carlos Becerra al morir.
Pero de ningún modo constituye una rareza o una anomalía la opción contraria: el individuo que se consagra a la literatura de modo profesional, mas cuya vocación no cristaliza jamás las fecundas intuiciones que lo encaminaron hacia ella.