Elogio de la banca compartida entre extraños. Elogio de la explanada con el paso franco. Elogio del remanso central con la estancia gratuita. Elogio del kiosco centenario junto a las catedrales, o de la cancha de basquetbol entre los edificios de los multifamiliares. Elogio de la holganza vespertina, el paseo dominical, la pachanga popular, la concentración masiva sin acarreo ni soborno.
Cúspide del artificio habitable, la plaza pública está ahí para validar en colectivo, en simultáneo y en gratuito, las opciones del estar y el transitar. Se pasa. Se permanece. Y sin llegar nunca a confundir los términos de la ecuación, ni a aletargarlos mediante la impostación de idílicas armonías, permanencia y paso configuran y consienten prodigiosos armisticios. Se pasa de prisa, con los minutos contados, derechito rumbo a quién sabe dónde. Se pasa al pasito, remansado, de paseo a ninguna parte. Se permanece aguardando, desde la demorada paciencia o la crispada desesperación. Se permanece nomás porque sí, sin que haya necesidad de rendir cuentas ni pagar peaje.
Elogio de las secretarias a la hora del almuerzo. Elogio de los niños al salir de la escuela. Elogio de los jubilados y su ritmo de reloj de sol. Elogio del músico ambulante. Elogio del merolico sin patrocinio, ni comisión ni salario. Elogio de la penumbra en torno del farol. Elogio del predicador y de la puta. Elogio del adoquín hendido por huellas sin cuenta, que durante las tardes de lluvia se encharca.
Pero no basta con decir que la plaza pública es al mismo tiempo un lugar de paso y un lugar para quedarse. Es menester advertir hasta qué punto permanencia y paso adquieren en ella peculiares matices. Movimiento y quietud cobran plena concreción humana no sólo en virtud de quien los consuma, sino de ser acometidos a la vista de los otros, con su franco concurso. En la plaza pública se es siempre para con los otros, así sea ante su total ausencia (como en las altas horas del paseo de madrugada). Mas esa teatral noción de colectividad donde nos descubrimos a la vez personaje, actor y espectador de una polifónica puesta en escena, jamás atenta contra cierto sui generis derecho a la intimidad. La plaza pública constituye uno de los escasos espacios donde todavía se puede ser soberanamente a solas junto al prójimo; no por exclusión o ninguneo, ni por claustrofóbica impotencia: antes bien por legítima, democrática y universal prebenda.
Elogio de los novios que entre la multitud se prodigan dulzuras y arrumacos, más acá del pudor. Elogio de los tristes, que salen a rumiar sus silenciosas desventuras más allá de la esperanza. Elogio de los que se quedan sordos, con la vista clavada en el vacío y la atención extraviada en el más recóndito rincón del pensamiento.
En la plaza pública, cuando lo es de veras, el espacio compartido se valora como un fin en sí mismo. No está ahí para hacer negocios, ni para ponderar administraciones, ni para fomentar el empleo, ni para atraer al turismo. Está ahí nomás, esperando que su gente la tome por asalto. Excepcional o cotidiana, solemne o mitotera, prángana o de gala, muerta de la risa o francamente encabronada. La plaza pública es la habitación abierta, el cobijo sin techo, la puerta sin cerrojo. De todos y de nadie. Ni más ni menos que la casa por la ventana.
He mirado en las plazas, de paso o detenido, palomas y perros callejeros. He escuchado repique de campanas que sonaban a consuelo y cantos a capela que erizaban la espalda. Me he asomado a fuentes de saltarines surtidores, fuentes de aguas estancadas, fuentes secas y explanadas sin fuente. He sentido sobre mis mejillas la iracunda ternura de ciertos crepúsculos de invierno y la mansa alevosía de noches sin estrellas.
Elogio de la intemperie habitable. Elogio de la estancia sin muros.
Ay de las ciudades que confundan plaza comercial con plaza pública. Ay de las ciudades que rediseñen sus plazas públicas con criterios de centro comercial. Ay de las ciudades que supongan que lo público representa apenas una eufemística inflexión de matiz dentro de la norma omnipotente del interés privado.
Ay de las ciudades donde el olvido, el aburrimiento o el miedo acaben por dejar la plaza pública vacía.