Antonio Machado es un poeta español nacido a finales del siglo XIX, cuya producción más significativa corresponde a las primeras décadas del siglo XX; miembro de la llamada generación del 98, al lado de personajes como Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Leopoldo Alas Clarín y Ramón de Valle-Inclán, acometió la tarea de reinventar España desde las letras, de cara al paisaje y las gentes del presente, y de espalda a la servil imitación de los oropeles imperiales idos. Desde un punto de vista formal, su trabajo abrevaba menos en las florituras barrocas del Siglo de Oro Español que en la escueta frontalidad de las estructuras medievales; en términos temáticos, miraba las tradicionales obsesiones metafísicas del espíritu ibérico a través del paisaje natural y humano de todos los días, obteniendo una entonación más próxima a la conseja familiar o al refranero popular que al tratado de teología. Para buena parte de los cenáculos literarios actuales, abstraídos en las superficiales estridencias de la moda, herederos de la atávica obsesión por mantener ensimismada sintonía con lo nuevo, se trata de una travesía menor y sin remedio caduca, patrimonio exclusivo para temperamentos patológicamente provincianos así en las obsesiones como en los estilos.
Joan Manuel Serrat forma parte de aquella generación a la que tocó llevar a cabo la llamada Transición Española. Niños hondamente marcados por el contexto cultural del franquismo, que perdieron la virginidad en medio de la efervescencia juvenil de los años sesenta, se hicieron adultos con la muerte del dictador, alcanzaron la madurez con el Partido Socialista en el poder y comenzaron a pintar canas con Felipe González en la presidencia. Es quizá el representante más emblemático del grupo de cantautores en lengua castellana que, haciéndose eco de un fenómeno mundial, encontraron en la canción un fecundo territorio para la propuesta artística y la protesta política, y en los poetas de su lengua el antecedente y punto de partida de su propia travesía creadora. Acompañando con acordes de guitarra los versos de Miguel Hernández, Federico García Lorca, César Vallejo o Nicolás Guillén, dicho fenómeno desató en su momento un álgido debate que casi no admitía medias tintas, entre los que reivindicaban su labor de divulgación en beneficio del consumo de poesía, y los que les censuraban adelgazar y banalizar las obras literarias que en teoría homenajeaban.
Hoy, por una parte, podemos decir que la musicalización de poemas para volverlos canciones es un terreno de dilatadísimas amplitudes, intrincadas complejidades y sutiles matices, con valor en sí mismo, independiente del apostolado educativo y la historiografía literaria; y que en él, como en todos los otros, las generalizaciones suelen quedar cortas o fuera de lugar, así que resulta ocioso ponerse a hacer tabla rasa con sus exponentes y obras. Sin embargo, da también la impresión de que el experimento en su conjunto ha quedado confinado a la repisa de las curiosas anomalías, de las fugaces excentricidades; que se trata de una travesía menor y sin remedio caduca, resto fósil de un tiempo donde los idealismos no tenían ningún sano sentido del ridículo.
Digo todo lo anterior para prevenirle ambigüedades y equívocos a mi análisis de “La saeta”.
Ignoro, porque no dispongo de las herramientas para emitir juicio semejante, si desde un punto de vista estrictamente musical será una obra maestra el poema de Antonio Machado, pasado por la musicalización e interpretación vocal de Joan Manuel Serrat y el arreglo orquestal de Ricard Miralles. Desde un punto de vista poético (entendida la poesía como ese peculiar género literario que entrevé unidad el universo a través de la terminal exploración significativa y sonora de la palabra) lo es. Sin ningún género de dudas.
En nuestra lengua, acaso nadie como los poetas españoles para evidenciar el poder de la identidad particular como privilegiada vía de interlocución universal. La voluntad de cosmopolitismo que ha signado a la lírica latinoamericana desde su propio nacimiento, encuentra un saludable contrapunto en el sosegado entusiasmo, la cortés distancia o la franca indiferencia que los españoles, a veces por elección y a veces sin otro remedio, suelen mostrar por cuanto ocurre más allá de su patio.
A menudo, a lo largo de la historia, los españoles han parecido estar hablando sólo de España. A menudo, a lo largo de la historia, los españoles han pensado estar hablando sólo de España. A menudo, el alcance expansivo de semejante ensimismamiento ha conseguido cimbrar las bases mismas de nuestra condición, sin distingos raciales, culturales ni fronterizos; acaso el Quijote siga constituyendo en tal sentido la más privilegiada prenda de evidencia. Y buena parte del intacto poder, del incisivo alcance que la poesía, la literatura y el arte españoles manifiestan en sus momentos culminantes, quizá provenga justo de esa apariencia periférica y autorreferencial.
Las saetas son breves conjuntos de versos que se cantan a capela desde la multitud, al paso de las imágenes de vírgenes y cristos en procesión, durante las celebraciones andaluzas de la semana santa; ya el solo hecho de que se llamen así, atesora una profunda elocuencia religiosa y poética. Machado escribió su célebre poema como una suerte de contestación para una de aquellas piezas líricas que a la par de las saetas se recitan. Al paso de la imagen de Jesús crucificado, alguien pide una escalera para subir a desclavarlo, y entonces sobreviene la respuesta o la glosa del poeta, que opera a la vez como arrebatada protesta y trágico reconocimiento. Machado canta su voluntad de vida en medio del cíclico acatamiento de la muerte, mas para hacerlo debe echar mano de una intensidad, un temperamento y una entonación inconcebibles como no sea en tanto frutos de ese mismo dolor. Se trata entonces, en simultáneo, de un lamento lanzado de espaldas a la resignación y de una profesión de fe lanzada de espaldas a la candidez esperanzada.
La musicalización de Serrat, así como la orquestación de Miralles, prolongan juego y tópico hasta sus últimas consecuencias. A tal punto que la pieza sin letra ha pasado a integrarse al repertorio interpretativo básico de las bandas musicales que acompañan con sus dolientes armonías los festejos de la llamada semana mayor sevillana. Tiene su dosis de perturbadora ambigüedad, impecable tino y secreta sugestión el hecho de que una pieza en apariencia concebida para denostar la ortodoxia ritual de un pueblo, pase a convertirse en patrimonio orgánico de ese mismo rito. Uno entiende a qué se refería el cantautor catalán cuando aseguraba no haber asistido jamás a la interpretación popular, in situ, de su obra durante aquellas fechas: “si lo vivo en directo, me muero”.
Hasta aquí parece que estamos hablando nada más de un asunto ni siquiera de españoles, sino de andaluces confrontados a su devenir y condición específicos. Sin embargo, a mi me ha parecido siempre que “La saeta”, sin dejar de referir efectivamente a tales peculiaridades, cobra su cabal magnitud enfocada desde una perspectiva más amplia. Y me lo parece en especial a últimas fechas; en esta ciudad y este estado colocados como un sonriente despojo en la vitrina para el mejor postor; en este país devastado por la guerra y el cinismo; en este mundo de gentes a las que el estupor de descubrirse sin lugar, licencia ni destino para la más elemental de las dignidades, saca de pronto a la calle por miles.
¿Cuántas almas y pueblos no se hallan ahora mismo, una vez más, pidiendo una escalera para subir a la cruz? ¿Cuánta esperanza amenazada y cuánta lucidez en medio de la pesadilla no claman recordando los pasos del Jesús pescador a la orilla del mar? No hace falta ser católico, ni andaluz, ni republicano, para entender y compartir el alcance alusivo de semejantes saetas. Ni para repetir a voz en cuello o en silencio la tonada y la letra de su fulguración, ya imperecedera, ya para siempre nuestra.