Llama la atención el modo en que Luis Buñuel, al referirse a su temprano período de activa militancia surrealista —decisivo en el delineamiento de su trayectoria creadora como una de las más lúcidas miradas del arte del siglo XX—, enfatiza por encima de cualquier otro aspecto el valor moral de aquella experiencia. Dice el aragonés: “Lo que conservo de aquellos años, más allá de todo descubrimiento artístico, de todo afinamiento de mis gustos y pensamientos, es una exigencia moral clara e irreductible a la que he tratado de mantenerme fiel contra viento y marea”.
Podríamos conjeturar que Buñuel exagera poniendo en retrospectiva, por amaneramiento y pose, el acento donde no lo estuvo. Y confesar sin recato que para nosotros el contacto con figuras de la talla de Breton, Tzara, Ernst o Cocteau, entrañaría un privilegio ante todo informativo y técnico (cuando no correspondiente al orden exclusivo del posicionamiento público). ¿No ha quedado reducida a eso nuestra más alta noción de virtud cuando nos ilusionamos con estar cerca de “los grandes”, quienes quiera que estos sean? ¿No es el afán por adquirir herramientas prácticas con productividad cuantificable lo que nos hace seguir condescendiendo a la experiencia del conocimiento? La moral, entendida aquí como validez constitutiva en perspectiva humana, o la reputamos inexistente amparados en la relatividad de los puntos de vista, o la asumimos establecida más allá de nosotros, o la consideramos accesoria al proceso del aprendizaje.
Pero si de ampararnos se trata, existen también otras opciones. Podríamos alegarle como excusa a Buñuel sus privilegiados referentes. Esto es, explicar esa hondura moral que le atribuye al punto culminante de su etapa formativa, valiéndonos de la estatura curricular de las figuras tutelares que la suerte dispuso en torno suyo. Y concluir que al lado de Lorca y de Dalí cualquiera se convierte en genio.
Lo cierto es que, sin menoscabo de las significativas particularidades que corresponden a su caso, en el fondo aquello que Luis Buñuel está reivindicando no son los peculiares rasgos de su formación en específico, sino el sentido mismo de toda formación.
Las prendas esenciales que deciden primero y consolidan después una genuina vocación, a lo menos en los territorios del trabajo artístico (aunque sin duda no solamente ahí), refieren siempre al perfilamiento de una actitud. Actitud no nada más ante el círculo inmediato de nuestras predilecciones y afectos. Actitud no nada más ante las exigencias del desempeño profesional. Actitud no nada más ante las históricas circunstancias y la humana condición de las que somos siempre —lo sepamos o no, lo queramos o no— inexcusable parte. Actitud integral ante todas y cada una de las profundas, conflictivas implicaciones derivadas de la imposibilidad de ser en nosotros cuando somos incapaces de ser con los otros; y viceversa.
Formarse es encontrar (y posibilitarnos como) maestros y compañeros. Pero más que maestros en esta o aquella especial destreza, y más que compañeros de distracción o de tránsito: las formaciones definitorias exigen maestros de vida y compañeros de sentido.
Aquellos maestros y compañeros que acaban por contar para nosotros (sea por vía de la renovada complicidad cuando la fulguración de los correspondientes hallazgos continúa iluminando nuestro paso cotidiano, sea por la lacerante vía del recordatorio culpable cuando hemos elegido no tanto traicionarlos a ellos, sino a la demanda compartida que junto a ellos atisbamos) son quienes nos devuelven, renovadas siempre, las dudas esenciales. Y con ellas la actitud de seguir ensayando, valientes, generosos, intransigentes, honestos y humildes, nuestra propia respuesta, siempre felizmente colectiva, siempre felizmente inacabada.