jueves, 27 de junio de 2013

LOCURAS Y LOQUERAS

El loco no elige su locura. Puede en todo caso elegir el camino que conduce a ella. El propio Rimbaud, tan requerido a modo de aval siempre que se trata de reivindicar la impostación del delirio, postula al poeta trastornado por sus visiones como una consecuencia posible, acaso inevitable, pero jamás como fin supremo al que debieran orientarse a priori todos los afanes de la creación.
La dignificación intelectual del artista loco está obligada por principio a traicionar aquello mismo que ensalza; sin embargo, los contenidos de dicha traición pueden resultar muy diversos. Personalmente, aprecio la traición lúcida, que reivindica las travesías límite en cuanto tienen de singulares, individuales, intransferibles e inalcanzables, pero entendiendo que, por paradójico que parezca, sólo merecen leerse y pensarse en la medida que iluminan el inexcusable, cotidiano e infinitamente menos espectacular espacio de ser con los otros. Por el contrario, desconfío de quien empuña la locura como bandera de coartada, afectando intensidades que ni lo han venido a buscar jamás, ni jamás tampoco ha sido capaz de  buscar con el obstinado rigor (reverso total de la autocomplacencia) que exigen.
Supongo que tales filias y fobias bien pueden analogarse con las que en algún pasaje de El Danubio manifiesta Claudio Magris hacia los libertinos. Magris expresa, si no admiración, al menos sí respeto ante el libertino que asume su filosofía y sus actos como una elección personal, sin pretensiones de amonestación o redención frente a terceros. Y denuesta con acritud a aquellos que pretenden no sólo justificarse, sino además atribuirle a su voluntad de pasársela bien hipótesis de espiritual pertinencia y universal trascendencia.
Semejante reflexión resulta de una enorme actualidad en una época que ha reducido la noción de sentido a la búsqueda de la felicidad, circunscrito la idea de felicidad a la esfera del goce personal, y condicionado el goce personal desde la predatoria lógica de la cosificación y el consumo. No nos basta elegir la banalidad, queremos convencer y convencernos de que nuestra banalidad constituye una instancia superior del espíritu, un privilegiado estatus de conciencia, una fresca alternativa de legitimación existencial e intelectual.
Y por banalidad no me refiero aquí a la gratuidad libérrima del niño que juega sin otra pretensión que la del juego mismo. La banalidad neoliberal, sin importar los acentos cool con que pretenda pintárnosla Coca-Cola (“yo soy el que pone columpios por todos lados”) se llama inversión y se apellida plusvalía.
Hacernos los locos no nos vuelve realmente locos, ni mucho menos convierte nuestra locura en digno referente de interlocución para los otros.
Mucho más sencillo entusiasmarse con Artaud que comprenderlo. No entenderlo (aunque buena parte de lo que escribió esté ahí para ser racionalmente meditado y no, como suele más bien ocurrir, festivamente celebrado), comprenderlo. Ponernos en su lugar y, desde la distancia que nos separa de su irrepetible travesía, proyectar y asumir la medida de la nuestra.
La legitimación intelectual de la locura calculada, acaba parando casi siempre en elemental y grosera desvergüenza, abusivo individualismo, anulación del prójimo, autismo narcisista. Me autorizo a pasar por encima de los otros, en razón de la enrevesada supremacía de mi supuesta amoralidad.
Los grandes poetas locos de la historia no sólo nos legaron obras plenas de resonancias en las que continuamos encontrando enunciadas nuestras propias preguntas. Nos regalaron una actitud en la que creo que se repara poco: jamás tuvieron garantías, jamás se sintieron autosuficientes. Acataban con plena intransigencia la tarea de decir lo que tenían que decir, devorados al mismo tiempo por la íntima zozobra de la duda. Privilegiados exploradores de las fronteras del ser, intuían con transparencia: pero no sabían (mucho menos presumían saber). Y, más allá de los pintorescos aspavientos que el anecdotario guste enfatizar, si uno afina la mirada distingue como rasgo definitorio la más íntima de las humildades.

Desconfiemos del loco seguro de sí mismo y feliz con su locura.