domingo, 12 de julio de 2020

Paréntesis.


Si aceptamos nuestra personal autobiografía como una narración con trama central dominante, personajes co-protagónicos (sucesivos o estables) claramente identificables, y un sostenido hilo conductor principal; y si por ese camino llevamos la analogía al extremo de ya no considerarla obligatoriamente una narración (novela, cuento, crónica, relato) sino un texto cualquiera; entonces hemos de aceptar la existencia toda como un discurrir acotado de continuo por un incesante, omnipresente abrir y cerrar de paréntesis.
Tramas alternativas acompañándonos siempre, lo mismo que humildes portales cósmicos de historieta de superhéroes, abiertos a dimensiones paralelas que no llegamos nunca a habitar y que sin embargo, durante su breve plazo, acostumbran convidarnos con el si condicional de hipótesis no siempre indoloras. Hilos narrativos complementarios, de desarrollo ora trunco, ora geométricamente cumplido, solazándose para su específica catadura en la gama completa de los géneros dramáticos. Paréntesis tragedia. Paréntesis comedia. Paréntesis pieza. Paréntesis absurda farsa. Paréntesis trepidante melodrama.
Paréntesis que, ya sea por sí mismos de manera individual, ya sea en su multitudinario a inabarcable tumulto total, ya sea agrupados de acuerdo a las más disímiles opciones de clasificación, suelen transparentar con privilegiada nitidez el sentido o sinsentido profundo de cuanto somos en tanto trama dominante y narración central.
Nos equivocamos de medio a medio cuando incurrimos en la frívola descortesía de aseverar sin más que el paréntesis interrumpe, corta o suspende. El paréntesis jamás interrumpe: antes bien deriva. El paréntesis jamás corta: antes bien ahonda. Y si vamos a endilgarle el verbo suspender, habrá que hacerlo en cualquier caso abrazando íntegras todas sus significaciones; es decir, no sólo aquellas vinculadas con la detención, sino también (y acaso sobre todo) las que corresponden a la idea de sostener en lo alto. Dentro de los paréntesis quedamos suspendidos, a veces colgando en vilo de tránsfugas zozobras; a veces flotando felices como por obra de un transitorio encantamiento; a veces sustraídos de la cotidiana tierra por la demanda, tan perentoria como efímera, de una determinada tarea, sea esta física, metafísica o patafísica.
¿Quién no ha experimentado la dulce y volátil tentación de quedarse a vivir en un paréntesis? Hacer del comentario al margen voz cantante. Elegir perdurable morada la excepción minimalista dentro del bloque textual propiamente dicho. Ese infantil ensueño de que el paseo dominical se perpetúa por encima del inminente inicio de semana, sepultando debajo de sí todas sus obligaciones y sus fatalidades. Esa mirada de muchacha que, dentro de un vagón del metro, se cruzaba con la tuya entre una estación y otra a la salida de la secundaria, en medio de la multitud, y que durante aquella eternidad de apenas un par de minutos te hacía sentir dispuesto a pie juntillas para el bíblico “déjalo todo y sígueme”. Ese tú que encarnabas solamente de modo excepcional, por contexto o coyuntura, pero en el que por un instante consentías conjeturarte rostro duradero.
Tendría yo seis o siete años. Mi abuela paterna se había coordinado para, acompañada de mi bisabuela, encontrarse en Acapulco con uno de mis tíos; y sucedía que ese tío era papá de mis primos predilectos. En uno de esos arranques de seca, pragmática y algo ruda ternura habituales en mi abuela, determinó que yo me sumara a la expedición acapulqueña, complementando la delegación que ella y mi abuela integrarían. La perspectiva de usufructuar aquella inesperada merced vacacional en compañía de las dos mujeres, venerables sin duda, pero a mis ojos de niño también nada divertidas, me arredraba un poco; sin embargo, pesó por supuesto más la perspectiva de imaginarme dos o tres días en situación balnearia con mis primos. A la distancia, no puedo sino lamentar que mi memoria no retenga prácticamente ningún detalle relativo a mi tiempo de convivencia durante la efeméride con aquel par de matriarcales pilares de mi vida.
Pero no pretendo referirme aquí al conjunto por otra parte abundante de episodios que recuerdo de dicho viaje. Aunque excepcional en tanto tal, la estancia en Acapulco no se me agrupa dentro de la autobiografía bajo la columna de los paréntesis, sino bajo la de los bloques textuales dominantes, como visitar a mi abuela cuatro o cinco semanas, o vivir en perenne expectativa de volver a encontrarme con mis primos. Lo que quiero evocar es un paréntesis propiamente dicho, con todas las de la ley tanto por cuanto hace a trama suplementaria sin ulterior desarrollo, cumplimentada en sí misma, como en lo que se refiere a resumen ejemplar de un carácter, una disposición, una vida.
Mi abuela, mi bisabuela y yo volvíamos a la Ciudad de México en autobús; mi tío y mis primos habían emprendido la vuelta un poco más temprano, en su automóvil familiar (un Gremlin, si no me equivoco). Saliendo hacia el final de la tarde, llegaríamos a nuestro destino de madrugada, luego de siete u ocho horas de travesía. Yo fui dispuesto del lado del pasillo, en el asiento inmediato anterior a los que ocupaban mis patrocinadoras de viaje. Y quiso la fortuna que el asiento de junto, el de la ventana, viniese a ocuparlo una niña de mi misma edad: extrovertida, vivaz y parlanchina; todo lo contrario pues a mi natural temperamento, timorato y torpe siempre que de socializaciones de trata.
No me explico cómo es posible que luego de tantísimos años no haya llegado nunca a extraviar su nombre: se llamaba Carmina. Me gustó su nombre. Me gustó su piel blanca. Me gustaron sus mejillas, su nariz, sus ojos y su boca. No me gustó que trajera el cabello cortísimo; de acuerdo con mis rígidas convicciones del momento, las mujeres sólo podían verse cabalmente bellas si traían el pelo largo. Platicamos sobre las cosas que nos gustaban y las escuelas a que asistíamos. Del repertorio de canciones que cantamos a coro, sólo retengo Tomás, según la versión entonces en boga del payaso Cepillín. Compartimos un sándwich que nos pasó mi abuela. Por cuestión de los lugares disponibles a la hora de la compra, los papás de Carmina viajaban juntos varios asientos más atrás, hacia el fondo del autobús; mi abuela había hecho migas con ellos, asegurándoles que se encargaría de cuidar a la niña y avisarles si necesitaba algo.
Era ya noche cerrada cuando se nos terminaron las canciones. Faltaban muchos años todavía para que el autotransporte foráneo de pasajeros incorporara como elemento irrebatible de su equipamiento pantallas, sanitarios y luces guía en el pasillo, de modo que nuestra única fuente lumínica era la proporcionada de refilón, a irregulares intervalos, por los fanales de los vehículos que transitaban la carretera en sentido contrario. Carmina se me quedó mirando, y adelantó reptando su mano derecha hasta unos milímetros del borde divisorio entre nuestros asientos; yo imité su gesto con simétrica puntualidad; ella me animó en silencio para que siguiera más allá y tomara su mano; yo negué con la cabeza. Por absurdo que parezca, tenía pánico de que, en medio de la penumbra, mi abuela alcanzara a percatarse del desliz a través de la estrecha ranura que mediaba entre nuestros respectivos respaldos, para al punto erguirse por encima de mi cabeza y reconvenirme con flamígeras indignaciones de arcángel justiciero, en nombre de la moral, dios, la honra, el apellido.
Debimos consumir largo trecho en semejante trance, perpetrándole puntual parodia a En un bosque de la China, otro de los exitosos covers de Cepillín, cuyos versos no cesaban de reiterarse con machacón vértigo dentro de mi cabeza: “y ella a que sí y yo a que no, y ella a que sí y yo a que no”. Hasta que al cabo de ande usted a saber cuánto tiempo, Carmina consiguió por fin que nos encontráramos tomados de la mano.
Ignoro también la duración que habrá podido tener la nueva circunstancia, y si en algún momento la confianza conquistada admitió suplementarias modalidades, tales como que Carmina recargara su cabeza en mí, o que entrelazáramos su brazo derecho y mi brazo izquierdo a fin de que nuestros dedos pudieran estrecharse con mayor comodidad. Queda descartada por completo la opción de que le pasara ese brazo por encima de los hombros, que en un momento dado la estrechara contra mi esmirriado pecho infantil, y más aún esas fantasías de osadía erótica clandestina que hacen las delicias de los insomnios púberes.
A semejante edad, por enamoradizos que seamos, la mayoría de los varones solemos experimentar a ráfagas cierta incontenible dosis de vergüenza, cierta insoportable convicción de ridículo cuando nos encontramos remitidos a sentimentales cuitas, a cualquier hipotética situación que insinúe romances y noviazgos. (Algunos incluso continúan perpetuando tan peculiares síntomas muchos años después, y hasta durante el resto de sus vidas). En algún momento, cerrados los ojos, mi mano en la de Carmina, comencé a experimentar la incontenible impresión de que todo aquello era francamente bochornoso, patético, humillante. ¿Qué hacía yo tomado de la mano de una niña, que para colmo tenía los cabellos tan, tan cortos? Pensé que me había equivocado, me había confundido, me había precipitado: no era en absoluto bonita, sino francamente fea, y boba, estridente, melosa, insoportable. Me pasó por la cabeza la idea de que si, por obra de algún perverso prodigio, llegaban justo entonces a encenderse las luces, los adultos dormidos a mi alrededor no despertarían para desgarrarse  las vestiduras, acusándome de pecador y de mal nieto, sino que se soltarían riendo a carcajadas, lo mismo que si fuera yo el más cómico de los payasos. Ni mandado a hacer que hubiera cantado un rato antes una canción de Cepillín, y que ahora mismo no pudiera sacarme de la cabeza otra de ellas. Payasito de la tele.
Mi mayor urgencia se volvió encontrar el modo de soltar de inmediato la mano de Carmina, girarme, darle la espalda; apretar bien los párpados con la esperanza de que, al volver a encarar más tarde su asiento, se hubiera desvanecido en el aire. De nueva cuenta fue ella quien me resolvió la encrucijada. Soltó mi mano, y se arrodilló en su asiento para disponer su boca muy cerca de mi oído. Y para hablarme. Sergio… Sergio… Sergio… Yo aproveché para apretar férreamente en puño mi mano liberada, y mantenerme con los ojos  bien cerrados. Carmina continuaba hablándome. Sergio… Sergio… Mi amor… ¿Estás dormido…?
Juro que jamás, hasta ahora que acabo de escribirlo, había reparado en el hecho de que se trató de la primera mujer ajena a mi familia que me llamó “amor” o algo semejante. Supongo que un desasosegado pudor, analogable al de Carlos en Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco, me mantuvo en tinieblas el detalle durante la dilatada eternidad abierta entre aquella extraviada noche de verano, y esta noche de otoño en que me encuentro poblando de letras la página.
Cuando descubrió infructuosos sus esfuerzos por hacerme reaccionar, Carmina hizo el intento de volver a asir mi mano. Yo, resoplando lo mismo que si me encontrara sumido en el más profundo de los sueños, me giré hacia la derecha y le di la espalda. Duré todavía un rato despierto, tratando de discernir a partir de lo que alcanzaba a escuchar qué estaba haciendo ella, y amargándome de hiel la garganta con el sostenido deseo de que desapareciera. Al final, la hiel y el arrullo del motor del autobús consiguieron que en efecto me quedara dormido.
Cuando desperté, el enojo, la rabia, la exasperación y el sentimiento de ridículo se habían extinguido por completo. Me enderecé en el asiento, rogando porque mi insensato deseo de que Carmina se desvaneciera en el aire no hubiera llegado a consumarse, y suspiré aliviado. Carmina dormía arrebujada en posición fetal, vuelta la cabeza hacia mí. Se había echado encima su suéter, a manera de cobertor, pero a esas alturas se le había deslizado hacia abajo y resultaba evidente que tenía frío en los brazos. La arropé, le besé la frente. Mi cabeza ya no repetía En un bosque de la China, sino el tono exacto de voz con que había pronunciado mi nombre, y la manera en que me había llamado. Me sentía enamorado y feliz. Entendí que despertarla habría constituido una grosería añadida a la que hacía rato había estado en trance de hacer naufragar lo nuestro, y acomodé mi cara muy cerca de la suya,  contemplándola, dispuesto a aguardar cuanto fuese necesario para que ella abriera los ojos, y sucediera entonces qué se yo: sucediera lo que tuviera que suceder. Nos besaríamos, idearíamos juntos la manera de darle continuidad a nuestro encuentro. En esa certidumbre, esa promesa, esa contemplación y esa alegría, el sueño volvió a vencerme.
Cuando volví a despertar, Carmina se había esfumado. Su asiento estaba vacío, no quedaba en él ni el suéter. Entre la alucinada modorra y la desbordante zozobra, no me descubría capaz para ninguna iniciativa coherente, sino apenas para auto-recriminaciones y lamentos. Me maldecía una y otra vez. Baboso, baboso, baboso (el insulto supremo de mi infancia). No debí tardar tanto en tomarla de la mano, no debí hacerme el dormido cuando me llamó mi amor, no debí respetar su sueño, no debí volver a dormirme. No debí, no debí, no debí. Resultaba obvio que se había trasladado al asiento de sus papás, ¿pero con qué argumento podía alcanzarla, presentarme ante ellos, conseguir que volviera, superar siquiera por el pasillo la barrera de mi abuela quién sabe si despierta?
No dispuse de excesivo margen para el desasosiego y la conjetura delirante. Las luces interiores del autobús se encendieron, los pasajeros comenzaron a agitarse, mi abuela me indicó que no me moviera de mi lugar, pues ella y mi bisabuela preferían aguardar a que todos los demás hubiesen desalojado el vehículo, a fin de poder bajar con plena precaución y plena calma. Comencé a mirar el modo en que el resto de mis anónimos compañeros de viaje pasaban junto a mí por el pasillo, en pos de la bajada, aguardando el fugacísimo parpadeo durante el cual aparecería Carmina. El instante no resulto tan atropelladamente fugaz como yo lo había conjeturado, pues sus papás ralentizaron apenas el paso para agradecerle a mi abuela todas sus atenciones, pero así y todo se trató en efecto de sólo un parpadeo: un parpadeo durante el cual Carmina, tomada de la mano de su madre, me miró sonriendo con dulzura, y en un susurro cargado de mutuos entendimientos me dijo adiós.
Mis papás habían ido a recibirme a la central camionera. Estaban muy felices de verme, querían que les relatara al pormenor mis impresiones del viaje. Ya en casa me ofrecieron algo de cenar. Mis hermanas dormían. Supongo que la traza de resaca que se asume natural en quienes acaban de volver de viaje, me sirvió de excusa sin palabras. Porque la verdad es que me sentía a distancias siderales de ellos, del escenario de mi cotidianidad reconquistada, de los propios días pasados en Acapulco: de mi abuela, de mi bisabuela y de mis primos. Sólo tenía cabeza y corazón para entender que nunca más volvería a ver a Carmina; y sólo tenía ganas de meterme en mi cama, no con objeto de mal dormir, sino con objeto de bien llorar.
Llorar aquel completísimo adelanto de los claroscuros, las épicas, las comedias, las tragedias y las farsas consustanciales a la convivencia conyugal, que a los seis o siete años la vida había decidido regalarme. En forma de paréntesis.

Imagen: Buster Keaton en  "Three Ages" (1924), 
dirigida por él mismo y por Edward F. Cline