sábado, 4 de junio de 2022

La ilusión pospretérita.

 

El copretérito es un tiempo sostenido entre pasado y presente; lo que a todas luces comenzó a realizarse en determinado ayer, pero no queda claro si se concluyó en ese ayer o si, por el contrario, continúa prolongándose: incluso hasta el momento mismo de emplear el verbo así enunciado. El pospretérito es a su vez un tiempo sostenido entre presente y futuro; lo que, desde determinado ahora, no comenzó todavía a realizarse, pero bajo el concurso de determinadas circunstancias cabe proponer realizable. Volvería, amaría, viviría, sería.

En sentido estricto, el pospretérito admite concebirse a la perfección como el tiempo verbal de lo potencial y de lo posible, incluso con cierto intrínseco tono de augural promesa. Sin embargo, a título personal, a mí siempre me ha sonado más bien como el tiempo de lo improbable: el signo de aquello que, pese a todas nuestras profesiones de anhelo e inminencia, en el fondo entendemos que no va a sobrevenir jamás. Y, tal vez por ello mismo, su sugerencia me lleva de inmediato a la evocación de diversos sueños guajiros de toda catadura: lograría, haría, vencería, besaría, conseguiría.

Para cuando ingresé a primero de secundaria, tanto mi mamá como mi papá trabajaban. La presión económica había empujado nuestro bastión materno, hasta entonces consagrado mayoritariamente al hogar, en pos de un empleo. Y las cotidianas faenas domésticas (tender las camas, servir la comida, lavar los trastes, limpiar el baño) quedaron equitativamente calendarizadas por día para dos de mis hermanas y para mí, pues la menor era aún demasiado pequeña.

Creo recordar que lo que más odiábamos era lavar los trastes. Una tarea tan tediosa, tan ímproba, que nuestro malhumor y nuestra desidia podía prolongarla hasta durante dos horas; siempre con riesgo de que al volver mi papá descubriera que no estaban bien lavados, y hubiera que volver a empezar.

Mi hermana la primera dice que ella jugaba a que vendía aguas mientras lavaba, y que por eso se tardaba tanto. Mi hermana la segunda cerraba la puerta de la cocina, y parecía enfrascarse allá dentro en una salvaje escamaruza de artillería, cuyas consecuencias no podían calcularse con precisión, aunque cabía siempre augurarlas catastróficas. Por cuanto a mí respecta, mis manos desarrollaron a partir de ahí, y durante muchísimos años, una espectacular alergia contra el jabón lavatrastes.

Prueba incontestable de hasta cuál punto el pospretérito excede los terrenos de frustración y quimera a que mi parecer tiende a remitirlo, es el propio contexto de cuanto estoy comenzando a narrar. Cursaba, como digo, el primer año de secundaria en la Ciudad de México. A la vuelta de un año, mi existencia cambiaría de forma radical. Estaría viviendo en otra ciudad. Estudiaría en otra secundaria. Vestiría un uniforme muy distinto. Mi madre no trabajaría, al menos durante algún tiempo. Y yo me encontraría perdidamente enamorado por vez primera (al menos esa vez primera que al adolescente le hace parecer ridículos todos sus amores de infancia). Cambiaría, estaría, vestiría, trabajaría, encontraría. Nada de conjeturas. Realidades bien materiales, con las que el pospretérito exhibiría para mí, tal acostumbra hacerlo a su turno para todos, cada una de sus potencias de vaticinador implacable.

Sin embargo, inclinado sobre la tarja de la cocina, frente a una pila de trastes que a mis ojos se antojaba inmensa, el pospretérito poco tenía que ver con aquellas telúricas potestades del dato duro, y se convertía en algo muy distinto: se convertía en el tiempo cómplice de la fuga.

Durante ese primer año de secundaria, formé cofradía con otros cuatro amigos; a los que nunca había visto antes en la vida, a los que nunca en la vida volvería a ver después. Pasábamos juntos en la escuela la mayor parte del tiempo. No éramos guapos, no éramos talentosos, no éramos aplicados, no éramos rudos, no éramos brillantes, no éramos atléticos. No contabilizábamos entre los promedios más altos ni estábamos en riesgo de reprobación. Quedábamos equitativamente distantes de los mejores y de los peores, en todos los sentidos. Exiliados por incompetentes de los equipos de élite en los recreos, jugábamos futbol entre nosotros con un envase de frutsi. Padecíamos en estoico bloque el bullying prodigado por los caudillos de nuestro salón de clase. Nos entusiasmaba por igual hablar de nuestros juguetes infantiles aún en uso, y adoptar estratégica posición bajo los barandales para mirarles las piernas a las de tercero.

Nos gustaba para novia la misma muchachita morena, delgada, de rostro presto al mohín, temperamento fuerte y promedio de calificaciones impecable, sentada siempre en la primera fila de nuestro mismo salón. Nos gustaba, para devaneo de nuestros más pueriles y enfebrecidos conciliábulos compartidos en el patio, otra de las compañeras más apacibles y serias de la clase, a cuya anatomía la pubertad había decidido precipitarle de modo prematuro (tal vez a cuenta de geométrico contraste) todas las concupiscentes inminencias del caso.

Pero, sobre todo, habíamos decidido enamorarnos en unánime contubernio de una alumna de tercer grado. Bellísima, aérea, inalcanzable. Un imposible compartido, al que seguíamos de lejos con la mirada siempre que fuese posible, estuviéramos juntos los cinco o no. Teniéndola por tema, era imposible cansarse de conversar. Nos atrevimos a enviarle una primera carta colectiva, de desesperada confesión, misma que ella arrugó y tiró al piso, desdeñosa. Luego, sin sombra de retórica, nos hizo los seres más felices sobre la faz de la tierra cuando, confundidos entre la multitud de la salida de la escuela, la miramos sonreír ante nuestra segunda carta, de respetuoso desagravio, para devolverla al sobre y guardársela en la mochila.

¿Qué tiene que ver ese colectivo amor sin esperanza con la pila de trastes que yo debía afrontar cada cuarto día de entresemana frente a la tarja de la cocina de mi casa? Más de lo que pudiera parecer en primer término. Antes que nada, hay que decir que la fraterna camaradería con que aquellos cuatro amigos sin retorno y yo llevábamos adelante nuestra pasión, podía sostenerse hasta los extremos ya reseñados justo porque se asentaba en la tácita aceptación del imposible como imposible. Es decir, resultaba ridículo sentir celos entre nosotros, partiendo de la palmaria evidencia de que ninguno iba a poder tenerla jamás (y la verdad es que ni siquiera sabíamos aún a ciencia cierta qué podría quedar encerrado bajo el nebuloso término de “tenerla”). Ninguno de los cinco había tenido novia hasta entonces; ninguno de nosotros consideraba viable que fuese a tener novia jamás. Menos pretender con algún margen de verosimilitud que justamente ella…

Ahora bien, el hecho de que nos quedara perfectamente claro esto último, no inhabilitaba por supuesto las potestades del ensueño. Ni sus ventajosas mezquindades. De modo supongo que previsible, cada uno de nosotros se soñaba por su cuenta conquistándola en exclusiva para sí, y aventajando para ello, sin ningún género de escrúpulo ni de remordimiento, al resto de los camaradas.

Asumo que, durante aquella época, mis individuales momentos de usurera ensoñación en torno al tema debieron sobrevenir en escenarios diversos. Lo cierto es que mi recuerdo sólo consigue situarlos en la cocina, mientras lavaba los trastes, y sin mis progenitores en casa. Los denomino “momentos individuales” y no “momentos íntimos” porque a menudo consistían en que me soltara cantando a voz en cuello, audible supongo hasta los departamentos del último piso (si no es que incluso hasta las jaulas, los lavaderos y los cuartos de servicio ubicados en la azotea); se trataba de la potencia necesaria para otorgarle según yo mínima verosimilitud a una de las modalidades de guajiro espejismo en que más me gustaba incurrir, y a la cual cabría tal vez referirse como el momento estelar del tiempo pospretérito.

En un momento dado, quién sabe por qué, tal vez por tener familiares viviendo en alguno de los departamentos de arriba, ella, el aéreo imposible tejido en colectivo por mi cofradía de cómplices, vendría subiendo la escalera, y se preguntaría intrigada quién cantaba tan bien, con tan bella entonación, con tan sincero sentimiento. Y yo, de manera por completo casual (dado que una vez instalados en casa tras volver de la escuela no abríamos la puerta para nada), me asomaría en ese preciso instante al pasillo, me sorprendería por encontrarla allí, me alegraría con ecuánime disimulo cuando ella me reconociera: “Tú vas en la secundaria 72, ¿verdad?; eres de primero”.

No me avergüenza recordar a detalle semejantes extravíos, que entiendo por supuesto bochornosos. Han sido prenda esencial de toda adolescencia desde el principio de los tiempos, y cada cual posee su respectivo, nutridísimo repertorio correspondiente, confeso o no.

A veces mi pospretérita ilusión de púber lavaplatos pecaba de gula, y me daba por figurar que en el pasillo, deslumbrada por efecto de mis insospechadas dotes de cantante, no se detendría ella sola, sino insólitamente acompañada por la muchacha esbelta, morena, brillante y temperamental que nos gustaba para novia, y por la compañera con quien la pubertad había decidido precipitar en flor todas sus carnales inminencias. Pospretéritas y en tercera persona del plural, las tres escucharían, las tres se asombrarían, las tres cuchichearían antes de decidirse a llamar a la puerta. Y a partir de ese instante yo, pospretérito a mi vez, materializaría la mundanidad, encarnaría el donaire, corporizaría la soltura, redefiniría a la simpatía, redimensionaría el arte de la buena conversación.

Y esa constituía apenas una entre varias versiones posibles del ensueño. Súbitos accesos de vigilia me hacían inoportunamente reparar cada tanto en los muchos trastes por lavar que restaban todavía, así como en el cada vez menos tiempo que restaba para que mi papá volviera del trabajo (“¿todavía no terminas de lavar los trastes?, ¿ya viste qué hora es?, ¿y toda esta grasa de aquí?”). Cenicienta ocupándose de sus domésticas faenas mientras sueña con la fiesta en el castillo. Aun cuando acá pareciera más propicia al disfraz de Hombre Araña que a la zapatilla de cristal, y se vislumbrara no en los brazos de un príncipe de cuento, sino en la deslumbrada retina de tres princesas de secundaria pública.

No todo resultó mentira sin embargo, entre el cúmulo de delirantes atisbos que el pospretérito me prodigó frente a la tarja de la cocina entre los doce y los trece años. Justo es decirlo. Tiempo después, Cenicienta (una Cenicienta sin duda más acorde con la versión de Tin Tan que con la de Walt Disney) advertiría, no sin asombro, que ahora sí ya sabía lavar los trastes: rápido y bien. Y no es poca cosa. Hay quien se muere sin haber aprendido jamás.


Imagen: Buster Keaton y Kathryn McGuire en The Navigator (Keaton-Crisp, 1924).