A menudo me parece, como a buena parte de mis semejantes, estar viviendo una edad de inédita ignominia dentro de la historia de la humanidad. Procuro entonces, pese al brutal poder paralizador de las prendas anecdóticas que —para demostrar o justificar la impresión— uno puede reunir con sólo estirar la mano, penetrar en las descomposiciones de fondo que la apocalíptica superficie a la vez denuncia y enmascara. Y por lo regular, tras el balance, la impresión lejos de corregirse se refuerza, impeliéndome a aseverar, en obediencia a algo que a estas alturas ya no sé si es perspicacia crítica o más bien lo contrario (acto reflejo condicionado por una lógica lineal de causa-efecto), que jamás la especie humana había asistido a una instancia tan radical, tan extrema, de extravío y absoluta pérdida de sentido.
Pero de pronto me pregunto si no estaré incurriendo en una magnificación sentimental (quién sabe hasta qué punto manipulada por las mismas inercias de las que supongo que mi desencantado y quisquilloso temperamento crítico me pone a salvo), en una impresión de superficie. Si no será justamente la inédita posibilidad de acceso cuantitativo al catálogo de prendas de la ignominia, ofrecida por los medios de información masiva, lo que nos hace suponerla inédita.
¿De verdad los méritos del hombre actual lo colocan en un sitial privilegiado, peculiarmente retorcido dentro de la vasta y vetusta genealogía del oprobio? Más allá de la novedosa parafernalia técnica a su disposición, ¿de verdad habrían palidecido los saqueadores de los imperios esclavistas de la antigüedad, los torturadores medievales o los mercenarios colonialistas del siglo XIX ante los cortadores de cabezas de nuestros modernos grupos delictivos?
Por supuesto, incorporar las prendas y los motivos de la atrocidad contemporánea como una estancia más dentro del muestrario histórico de la humana rapiña, entraña un doble riesgo inmovilizador. De un lado, el prejuicio nihilista de atribuirle al hombre una maldad, un sinsentido y una irracionalidad esenciales, que serían en última instancia los que lo caracterizarían, volviendo estéril, utópica y hasta contra natura toda tentativa de redención, así sea parcial. De otro, el comodino solapamiento que, reduciendo lo real a una fórmula preconcebida e inmutable (siempre ha habido luces y sombras y, por tanto, ningún espesamiento de sombra representará jamás un riesgo de extravío definitivo), cuanto consigue es excusar, elevándola a norma, la incomprensión y la indefinición de actitud y de acción ante su propia circunstancia y devenir.
Sin embargo, no menos equívocos resultan los corolarios de la opción contraria cuando se le convierte en axioma incuestionable: caracterizar la historia humana como un continuado, inexorable e irreversible descenso en pos de las simas últimas de la abyección. El presente como prevista estancia de paso en el tránsito sin remedio de lo malo hacia lo peor, y donde las opciones extremas del cinismo cómplice y el pánico impotente —en nombre de la supervivencia y la autoestima—, elevan la ignorancia al rango de virtud.
La conciencia sigue siendo el único fundamento posible para una virtud humana digna de nombre semejante. Pero no olvidemos que, a su vez, sólo merece el nombre de conciencia aquella que el humano hacer madura obra.